En el interior de la torre metálica que sirve de soporte al teleférico que une el puerto de Barcelona con la montaña de Montjuïc se encuentra uno de los restaurantes más exclusivos de la ciudad. A setenta y cinco metros de altura, sus grandes ventanales ofrecen unas vistas espectaculares de Barcelona. El cielo está oscuro y los edificios brillan abajo como luciérnagas nocturnas. Los platos son exquisitos y su elevado precio es inversamente proporcional a su tamaño.
Ninguno de los cuatro comensales de la mesa está preocupado por la cuenta. Para la cena de empresa han reservado un ala entera del restaurante y nadie se quedará con hambre por falta de platos. La factura corre a cargo del Royal Shadow Bank o, lo que es lo mismo, de los contribuyentes cautivos que sufragan tales desmanes. Mario hubiera preferido que la cena se celebrara en otro momento, pues al día siguiente debe madrugar para viajar con Brisa a la isla de Man. Sin embargo, no le queda otra opción que poner su mejor cara y descansar poco si quiere alcanzar sus objetivos.
—La naturaleza es sabia —dice Mario—. Los animales más fuertes se apropian del territorio y dirigen la manada. Esa es la realidad. El resto es pura palabrería. Por eso necesitamos seguir ganando cuota de mercado.
El Royal Shadow tenía su sede en Gran Bretaña. En los años de expansión había hecho un gran esfuerzo para introducirse en España, abriendo oficinas y prestando ingentes cantidades de dinero a grandes empresas y, también, a particulares deseosos de adquirir propiedades inmobiliarias. Sus homólogos británicos habían hecho otro tanto en las islas y más allá de sus mares. El resultado había sido una deuda colosal virtualmente incobrable. El Gobierno británico se había visto obligado a protagonizar la madre de todos los rescates, poniendo tantos millones sobre la mesa que si hubieran tenido que cuantificarse en pesetas hubiera sido difícil hasta expresar el importe. Y es que pensar en billones es casi como imaginar el infinito. Ciento cincuenta mil millones de libras es una cifra astronómica, pero que la gente es capaz de repetir en voz alta como si la entendiera.
—No estoy de acuerdo —protesta Eusebio, el director financiero del banco—. Con la actual crisis debemos centrar nuestros esfuerzos en renegociar las deudas que nuestros clientes tienen con nosotros.
—Por supuesto —afirma Mario—, pero el Banco Central Europeo nos está dejando unos préstamos a unos tipos tan bajos que son casi un regalo. Nosotros, a su vez, podríamos prestar ese dinero con un diferencial de interés muy ventajoso y posicionarnos en puntos estratégicos de la economía española.
—Sabes muy bien que ningún competidor está haciendo eso —observa Francisco, el presidente ejecutivo del Royal Shadow Bank en España.
—En efecto —confirma Eusebio—. La cuestión ahora no es dejar dinero a las empresas, sino protegernos a nosotros mismos e ir saneando poco a poco nuestros balances enfermos.
—Es puro instinto de conservación —apunta Luis, el vicepresidente económico—. Si el Banco Central Europeo nos deja este mes mil millones de euros al uno por ciento y, acto seguido, nosotros lo invertimos en deuda pública segura al tres por ciento, estamos mejorando nuestro balance sin asumir ningún riesgo.
—Brindemos por nuestro querido Banco Central —propone Francisco, elevando su copa de Don Perignon reserva de 1998.
—Y por los contribuyentes británicos —añade Eusebio—. Sin ellos y sin el consenso del Banco Central para ayudarnos a no caer, sería impensable estar disfrutando de esta magnífica cena.
Como si hubiera escuchado sus palabras, un camarero presenta los entrantes: pulpo a feira, tataki de salmón con sushi de espárragos, rigatoni de bogavante y paella caldosa de gambas rojas.
—Quizá la deuda pública no sea tan segura como pensamos y, en todo caso, imitar a los demás no nos garantiza ningún éxito —afirma Mario, tras degustar unos deliciosos rigatoni—. Cuando todos prestaban como locos, nosotros éramos el buque insignia de la demencia. Ahora que parece estar prohibido que los bancos dejen dinero, podríamos hacer lo contrario y sorprender al mercado. Además, ganaríamos en imagen.
—¿No irás a defender ese rollo de que si los bancos concediéramos créditos a quienes realmente los necesitan se podría superar antes la crisis, y por añadidura mejorar nuestros balances gracias a la reactivación económica? —pregunta Eusebio.
—No soy tan ingenuo, aunque si todas las entidades crediticias hiciéramos bien nuestro trabajo de seleccionar a quién ofrecer los créditos adecuados, los resultados nos sorprenderían a nosotros mismos.
A Mario no se le escapa la ironía de que sea precisamente él quien elabora sin rubor ese tipo de discurso. Años atrás, había hecho todo lo contrario de lo que ahora predica, con una agresiva política de concesión de hipotecas a inmigrantes sin empleo fijo. Entonces era el director de una oficina del Royal Shadow Bank situada en el Paralelo, y no lucrarse personalmente le hubiera parecido una negligencia imperdonable. La economía española vivía el milagro del pan y los peces en su versión actualizada de ladrillo y cemento. Había comisiones para todos y el dinero fluía como un maná caído del cielo gracias a Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal y sumo sacerdote del círculo virtuoso. Atraídos por este paraíso artificial sustentado sobre toneladas de deuda, los inmigrantes llegaban a España en oleadas irrefrenables y enseguida exigían un piso de propiedad. Los únicos obstáculos que los separaban de su vivienda soñada eran simples detalles formales: sus contratos temporales no les protegían del despido, sus nóminas oficiales no eran suficientemente altas como para afrontar el pago mensual de las cuotas hipotecarias y, como mano de obra no cualificada, serían la primera carne de cañón sacrificada cuando la música celestial de las altas esferas dejara de sonar.
Mario, como otros muchos, estaba en el lugar adecuado para solventar los problemas de aquella pobre gente. El nuevo evangelio capitalista así lo exigía. La solución, muy simple, consistía básicamente en cerrar los ojos a las inevitables insolvencias futuras y conceder una hipoteca tras otra a cualquier pakistaní, sudamericano o marroquí que cruzara la puerta de su oficina. En el corto plazo, todos ganaban. Los inmigrantes accedían a la propiedad inmobiliaria, los bancos lograban unos beneficios estratosféricos cobrándoles unos intereses abusivos, los constructores vendían pisos como rosquillas y las agencias inmobiliarias ganaban millones por simples operaciones de intermediación. Él, personalmente, añadía su particular peaje cobrando comisiones bajo mano a los agentes inmobiliarios por cada préstamo que concedía a compradores sin solvencia ni trabajo fijo.
Hacer negocios nunca había sido tan fácil. Los números de su oficina le depararon importantes bonus anuales y un meteórico ascenso en el escalafón del banco. Pero del mismo modo que la carroza de Cenicienta se convirtió en calabaza pasada la medianoche, cuando el baile financiero acabó, los beneficios virtuales se trasformaron en pérdidas. El actual director de la oficina del Paralelo debía estar aplastado por el peso de las hipotecas impagadas, pero nadie podía reprocharle nada. Ninguno de los presentes estaba en condiciones de lanzarle la primera piedra, porque precisamente ellos habían fomentado préstamos multimillonarios a sociedades constructoras que ahora estaban en situación de quiebra técnica. Esa era la gran ventaja de que los causantes del desaguisado fueran también los responsables de intentar remediarlo. Todos compartían similares pecadillos pasados.
—Lo que propongo —continua Mario— es invertir un tercio en valores seguros, dedicar un tercio a especular, tal como hemos hecho siempre, y otro tercio a prestar dinero, pero evaluando los riesgos con rigor. ¿Qué es lo peor que nos puede pasar? ¿Equivocarnos? Somos demasiado grandes para caer, y, si no nos han despedido todavía, ya no nos echarán nunca. En cambio, si acertamos, seremos el espejo de la excelencia en la que se mirarán los demás y podríamos dar un salto cualitativo en nuestras carreras. La City, la gran metrópoli financiera del mundo, no está fuera de nuestro alcance.
—En Londres el tiempo es demasiado lluvioso para mi gusto —sentencia Eusebio—. En la actual situación es preferible pecar de prudente que de valiente. Al fin y al cabo, en Barcelona vivimos muy bien.
—Yo creo que debemos escuchar a Mario —interviene Francisco—. Sus números de la oficina de paseo de Gràcia son los mejores, dadas las circunstancias, y de hecho la filial más rentable es la situada en la isla de Man, en la que él desarrolla un papel fundamental.
En efecto, Mario había aprovechado sus contactos con los clientes más acaudalados para ofrecerles atractivas inversiones en la isla de Man, creando una estructura administrativa que se dedicaba a gestionarles el dinero desde Barcelona. El diseño de la operativa facilitaba enormemente la entrada y salida de capitales del país. Los clientes estaban contentos con las soluciones ofrecidas; el banco, feliz por cobrarles elevadas comisiones. El único problema es que aquello era absolutamente ilegal: en caso de ser descubierto, no se libraría de ingresar en alguna incómoda prisión.
—De eso quería hablar —apunta Mario, inquieto ante la posibilidad de que la muerte de Arturo Gold pudiera acabar sacando a la luz las turbias operaciones realizadas desde la isla de Man—. He estado dándole vueltas y creo que deberíamos introducir algunos cambios en la operativa de nuestra filial preferida. Hasta ahora no había tenido inconveniente en centralizar desde mi oficina la gestión de todas las cuentas secretas de mis clientes españoles, lo que nos permitía realizar transferencias contables de importantes cantidades monetarias entre Barcelona y la isla de Man sin que el dinero se moviera de la ciudad condal. Las comisiones eran suculentas, y el servicio que ofrecíamos al cliente, inmejorable. Pero según he podido saber gracias a mis contactos, la Agencia Tributaria está con la mosca detrás de la oreja, y corremos el riesgo de que un día se personen en mi oficina con la Unidad de Auditoria Informática. Si descubren el tinglado, el escándalo sería mayúsculo; y las consecuencias, catastróficas.
Mario no tenía ninguna información confidencial sobre que la Agencia Tributaria tuviera plan alguno de registrar su oficina; sin embargo, había motivos sobrados para que sus temores se hicieran realidad. Motivos que, naturalmente, no debía revelar a ninguno de los comensales. Borrar las huellas del crimen en Barcelona y trasladar cualquier responsabilidad a la filial de la isla de Man era algo tan urgente como imprescindible.
—Una de tus mejores cualidades es que siempre estás bien informado —le elogia Francisco—. Así que no te preocupes. Daré las instrucciones oportunas para que nuestra filial en la isla de Man recupere la dirección de todas sus cuentas, aunque debería pedirte que continuaras llevando el peso de la relación comercial con los clientes más importantes de tu oficina.
—No hay problema. En realidad, lo único que pretendo es introducir ciertos cambios formales, para adaptarnos a las nuevas circunstancias.
—Ah, claro. —Francisco sonríe—. Cambiarlo todo para que todo siga igual. Bueno, en eso somos unos expertos, ¿verdad? —pregunta tras degustar la última gamba roja del plato.
—Por eso nos pagan tan bien —concluye Mario, antes de proceder a explicar los detalles de su plan.