Roberto llegó puntual a su cita con Brisa. Al abrir la puerta del restaurante Montalbán, le embargó esa suerte de ilusión inconsciente que provocan aquellos lugares donde uno siempre ha disfrutado. En treinta metros cuadrados se agrupaban sin concesiones seis mesas rústicas de madera, una pizarra verde donde se anotaban los platos del día y una barra de bar desde la que el matrimonio que regentaba la tasca dirigía las operaciones. En la única mesa con una silla vacía, le esperaba Brisa, muy risueña, vestida con una blusa negra de algodón.
—Ya veo que me quieres impresionar con la elección del restaurante, pero te advierto que soy una chica difícil de complacer —bromeó.
—Es algo ruidoso, y no pretende competir por un puesto entre los locales fashion de la ciudad, pero en toda Barcelona no encontrarás mejor calidad que aquí.
Como queriendo confirmar su afirmación, la dueña del local apareció junto a ellos dispuesta a tomar nota.
—Hoy, de primero —anunció con voz cantarina—, tenemos pulpitos, chipirones, calamares, navajas, gambas, percebes, canaíllas, ostras, cigalas… Y, de segundo, como siempre, rodaballo, lenguado y rape salvaje con guarnición de pimientos del padrón y patatas.
Roberto y Brisa debatieron brevemente antes de ponerse de acuerdo, y añadieron un excelente vino blanco a la elección.
—Tendré que darte la razón —concedió Brisa al degustar con placer las gambas y cigalas—, pero voy a aplazar mi veredicto hasta el final, como represalia por haberme puesto tan difícil quedar contigo para cenar…
—Tampoco es que me haya hecho rogar demasiado. Hoy es la primera noche que estoy sin la niña.
—Eso se lo dirás a todas —bromeó Brisa—. ¿Cómo puedo estar segura de que no me mientes?
—Esa pregunta te la tendría que hacer más bien yo —replicó Roberto, achispado por el dulce y refrescante albariño que fluía por su cuerpo—. Inventas historias con tanta facilidad que me resulta imposible distinguir cuándo mientes de cuándo dices la verdad.
—¿Qué es mentir? ¿Crees que la mayoría de la gente es sincera? Las personas prefieren decir lo que los demás quieren escuchar. ¿Crees que los matrimonios son absolutamente sinceros los unos con los otros? ¿Acaso los empleados le dicen al jefe lo que de verdad piensan cuando obedecen sus instrucciones y le ríen las gracias? Sin la mentira, ningún matrimonio podría resistir, y la vida resultaría insoportable para muchos. Peor todavía. ¿Quién puede afirmar que se dice la verdad a sí mismo? Como psicóloga, te puedo asegurar que la cantidad de deseos y secretos que las personas ocultan en sus grutas interiores es inagotable. ¿Cuánta gente está absolutamente convencida de que actuará de tal o cual manera, y al cabo de nada hace justo lo contrario de lo que pensaba?
—Sí, claro —concedió Roberto mientras pelaba una gamba—. ¿Quién no se ha levantado de joven con resaca, prometiendo que nunca más volvería a beber, para acabar saliendo esa misma noche de farra con los amigos? Una cosa son las pequeñas contradicciones inherentes al ser humano, y otra muy distinta es inventarse historias sobre uno mismo cada dos por tres.
—No seas tonto. —Brisa rio despreocupadamente, con una genuina expresión de diversión brillando en sus ojos—. Siempre me ha gustado jugar y, en el fondo, a ti también.
Existen muchas clases de juegos… ¿Acaso los juegos de la infancia son tan diferentes a los de los adultos? ¿A qué estaban jugando ellos dos? La posición de Brisa siempre había sido de superioridad. No era algo de lo que hubiera alardeado jamás. En absoluto. Y, sin embargo, era evidente. Se habían conocido de muy niños en el colegio inglés Saint Peter’s de Barcelona. Pronto congeniaron, se hicieron amigos y ella lo invitó a su cumpleaños, junto al resto de la clase. Roberto no sabía entonces que una familia pudiera vivir ocupando un espacio tan enorme. La mansión de Brisa, en la zona alta de Barcelona, se extendía interminable, formando estilizadas formas que armonizaban con el jardín que la rodeaba. No hizo falta que nadie le explicara que existían diferencias insondables entre su familia y la de su amiga. El cuarto de Brisa era casi tan grande como la casa en la que él vivía.
Entonces era demasiado pequeño para comprender la enorme distancia social que separaba a la gente rica de los trabajadores. Una distancia que, medida en propiedades, no podría reducirse ni en cien vidas de duro trabajo por cuenta ajena. Sus padres sí eran conscientes de tal situación, y por eso habían dedicado todos sus ahorros a proporcionar a Roberto las mejores oportunidades en forma de estudios. Un accidente había impedido a su madre concebir más hijos. Como resultado, había redoblado las ambiciones puestas en él, y había destinado todo el dinero recibido de la herencia de una tía solterona a que su hijo estudiara en los mejores colegios y tuviera así la oportunidad de entablar amistades socialmente convenientes que pudieran ayudarle en el futuro.
Roberto no pensaba en nada de eso cuando jugaba con Brisa. Cuando la madre de ella murió, imaginó a su amiga como una princesa herida que necesitaba ser rescatada por un héroe. Ahora se preguntaba quién era él realmente, y cuál era su verdadera relación con Brisa.
—Compartimos tanto durante la infancia que cuando volvimos a encontrarnos creía conocerte muy bien —reflexionó Roberto en voz alta—. Ya no estoy tan seguro.
—Todos cambiamos, Roberto, pero en lo esencial nuestro carácter permanece igual desde los seis años. Así que, en el fondo, me conoces muy bien. La misma niña que se inventaba historias y personajes de pequeña disfruta haciéndolo de mayor. Cuando ejercía de psicóloga aconsejé a pacientes y alumnos que experimentaran interpretando diferentes papeles. Muchos descubrieron facetas de sí mismos que mantenían reprimidas, y otros se dieron cuenta de que algunos rasgos de su personalidad cotidiana eran tan falsos como postizos. Aunque te parezca increíble, hay mentiras que ayudan a llegar a la verdad. Mi obsesión es averiguar quién mató a mi madre, primero, y a mi padre, después. Y si mentir me puede ayudar a alcanzar mi venganza, mentiré sin titubear. Es así de simple.
Empezaba a apreciarse cierta irritación en su voz, así que Roberto intuyó que era el momento de rebajar la tensión. La dueña del restaurante acudió en su ayuda, portando dos grandes bandejas de pescado a la plancha recién hecho.
—Brisa, ya sabes que te apoyaré en todo lo que pueda ayudar a esclarecer la verdad, pero ahora propongo que nos relajemos, que nos olvidemos por un rato de nuestras preocupaciones y disfrutemos de la comida.
—Para ti es muy fácil decirlo, pero a mí no me resulta sencillo. A veces lo logro, y otras me resulta imposible. Soy consciente de que tú también tienes tus problemas con el divorcio, la niña y todas esas cosas, pero, al fin y al cabo, mantienes tu trabajo, no ha muerto nadie de tu familia, no te sientes amenazado…
—¿Desde cuándo te sientes amenazada? No me habías dicho nada —le reprochó Roberto, sintiendo una punzada de inquietud en el estómago.
—No quería hablar de ello por teléfono —dijo Brisa, bajando el tono de voz—. Verás, desde hace unos días recibo cartas anónimas con una única frase: «Deja que los muertos descansen en paz».
—¿Cómo son el papel y la letra de las cartas? —se interesó Roberto.
—Es un papel blanco din-4, escrito en formato Word con letras Times New Roman del cuerpo 12. Los sobres, también blancos, se venden en casi cualquier papelería; los sellos, en todos los estancos.
Las cartas que recibía él en su piso del Raval no llevaban sello, y las letras estaban recortadas del periódico. Aun así, era una extraña coincidencia que ambos recibieran aquellos anónimos.
—¿Has comprobado si realmente existen muchas papelerías que vendan esos sobres?
—Desde luego. Se pueden adquirir hasta en El Corte Inglés. No hay pistas que seguir.
—Creo que tendrías que avisar a la policía, si todavía no lo has hecho —sentenció Roberto con voz grave y expresión circunspecta. No quería asustar a Brisa, pero su instinto le advertía de que su vida corría peligro.
—Ya he entregado los sobres a la policía. De momento, las únicas huellas que han encontrado son las del cartero y las del portero de mi casa.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó Roberto, sorprendiéndose a sí mismo al descubrir que las amenazas a su amiga no le preocupaban menos que las que pesaban sobre su hija.
—Confiar en que las cartas solo busquen atemorizarme. La policía no dispone de efectivos para protegerme de una amenaza tan difusa, y no puedo malgastar el poco dinero que me queda contratando guardaespaldas que pueden venderse a quien les pague más que yo.
Roberto examinó el rostro de Brisa. Reflejaba una mezcla de tranquilidad fatalista y determinación. Quizá, pensó, el vino estuviera colaborando a rebajar la sensación de miedo que debía de atenazarla; o quizá su amiga no se tomaba suficientemente en serio las advertencias de aquellas cartas anónimas.
—Yo, en tu lugar —le aconsejó Roberto—, dejaría de indagar sobre los puntos oscuros del pasado de tu padre. Al menos, durante unas semanas.
—No puedo. Necesito llegar al fondo. Un bufete de abogados ha ofrecido a todos los clientes de Goldman Investments llevarles el caso sin costes iniciales, a cambio de minutar el diez por ciento de lo que finalmente cobren. La mayoría ha aceptado, y ya están presionando con querellarse por la vía penal si no les pagamos. Para empeorar las cosas, han salido a la luz sociedades patrimoniales, domiciliadas en un banco de la isla de Man. Al parecer, cuentan con valiosísimos activos, y mi padre figuraba como administrador. La realidad es que era un mero testaferro, pero todos sospecharán, con lógica, que él debía de ser el auténtico propietario. Y yo no tengo ningún documento que lo acredite.
Roberto dejó los cubiertos sobre la mesa y se llevó ambas manos al mentón, reflexionando sobre lo que implicaba todo aquello.
—En ese caso —concluyó—, estás en un aprieto. Si el banco no revela a las autoridades españolas quién es el auténtico dueño de esas sociedades, cualquier juez pensará que eran propiedad de tu padre, que las has heredado y que te amparas en la opacidad legal de dichos territorios para no pagar a tus acreedores. Si tal cosa sucediera, las probabilidades de que te condenaran a penas de prisión aumentarían exponencialmente.
—Por eso te decía que, pese a las amenazas, tengo que averiguar la verdad sobre las finanzas de mi padre. De otro modo, me espera la ruina y la cárcel. Está decidido. Viajaré hasta la isla de Man, solicitaré los extractos bancarios de todas sus cuentas y analizaré sus operaciones de los últimos diez años. Además, así podré averiguar si el mensaje «Gozo encierra sufrimiento» guarda alguna relación con sus operaciones ocultas.
—Será mejor que te acompañe —se ofreció Roberto, dejándose llevar por un súbito impulso de protección, sin reparar en ulteriores consecuencias.
—Te lo agradezco en el alma, pero no será necesario. Viajaré con Mario Blanchefort.
Al oír aquel nombre, Roberto sintió como si alguien le propinara un fuerte puñetazo en el estómago.
—Como sabes, Mario era el banquero de confianza de mi padre —dijo Brisa—, y se ha ofrecido amablemente a ir conmigo, para ayudarme a descifrar los extractos bancarios y demás documentación depositada en la oficina de Man.
Roberto trató de que su rostro no dejara traslucir la ira que sentía, pero no pudo evitar expresarse con brusquedad.
—Yo no me fiaría de ese tío. Es un auténtico cabrón.
—Pues a mí me ha causado una excelente impresión —respondió Brisa.
Aquel comentario tan elogioso sobre alguien que se había beneficiado a su exmujer acabó de exasperarlo.
—Mira, lo conozco muy bien, desde los tiempos de la universidad. Te pegará una puñalada traicionera por la espalda y, antes, intentará acostarse contigo. Es su especialidad.
Brisa rio y sus ojos achinados brillaron con un deje malicioso.
—¿No estarás celoso?
—¿Yo? ¿Por qué habría de estarlo?
—Por nada —replicó ella—. Mario es muy atractivo, pero no es mi tipo de hombre. Tú, en cambio, sí que me gustas…
Roberto notó un roce a la altura de la entrepierna. Brisa se había descalzado y apoyaba contra él los pies, enfundados en medias de seda.
—Creo que el vino se me ha subido un poco a la cabeza —dijo mirándole fijamente con expresión inocente.
El deseo sustituyó a las emociones y las dudas que habían ocupado su mente. Deseaba levantarse, arrancarle la ropa y hacerle el amor en el suelo, como si fuesen dos animales salvajes. Mantener la compostura le resultaba un esfuerzo intolerable. Al día siguiente, debía de madrugar para inspeccionar las obras del AVE junto a Javier Castillo, pero no tenía ninguna intención de acostarse pronto para estar descansado.
—¿Qué te parece si nos tomamos los postres en mi casa? —propuso Roberto.
—Es la mejor oferta que me han hecho en la última semana —respondió Brisa con expresión angelical.