La fuente resultó ser Charo, la dueña del restaurante Kashab, un establecimiento pionero de la cocina árabe en Barcelona. Situado a poca distancia del centenario local que logró sobrevivir entre canciones y bailes a dos guerras mundiales, a la dictadura de Primo de Rivera, a la guerra incivil española, a los casi cuarenta años de franquismo y a la transición democrática, el restaurante conserva la memoria de antiguas recetas orientales y de la época más dorada de El Molino, aquella en la que brilló como una estrella antes de que se apagaran sus luces.
—Nunca más volverá a existir nada semejante —explica Charo, con nostalgia—. No sabría decir si me lo pasaba mejor con el espectáculo que ofrecían las vedets o con el público: pueblerinos venidos en autobuses, ávidos de piernas y escotes; caballeros de alto copete con puro y copa; grupos de jóvenes bulliciosos; jubilados boquiabiertos; parejas de recién casados; respetados profesionales; artistas transgresores como Salvador Dalí y Xavier Cugat, con su reluciente Rolls Royce aparcado siempre en la puerta…
—¡Debía de ser fantástico! —exclama Brisa—. En ningún otro lugar del mundo hubiera sido posible ver una mezcla tan heterogénea de gente.
—El erotismo, el humor y el permanente desafío a la censura convirtieron El Molino en algo más que un music hall durante la dictadura franquista; era un lugar donde se daban cita todas las clases sociales e intelectuales barcelonesas. Y eso mismo se mantuvo, multiplicado, durante los primeros años de la democracia. Era una gozada el desparpajo con el que las vedets interpelaban y respondían a los espectadores de toda condición, enzarzándose en desternillantes duelos verbales muy celebrados por la concurrencia, aunque más de uno abandonaba el local, avergonzado; primero se hacían los gallitos, pero luego no sabían aguantar el chaparrón de picoteos.
A aquella mujer fuerte y vitalista le apasiona conversar sobre El Molino. Tal como le ha explicado Roberto, gracias al emplazamiento de su restaurante conoce a muchos de los protagonistas de la farándula barcelonesa de la época de la Transición. Por más que ha buscado en archivos, hemerotecas y revistas de la época no ha encontrado ni una sola referencia a Brigitte Blanchefort. Probablemente hubiera sido una mera bailarina de segunda que actuara bajo el anonimato de un nombre artístico ficticio, a fin de proteger la reputación de su noble apellido familiar. En tales circunstancias, difícilmente Charo será capaz de ayudarla, pero, quizás, a través de alguno de sus múltiples conocidos logre averiguar algo sobre el pasado de Brigitte Blanchefort. Para ello debe armarse de paciencia e inventarse una historia lo suficientemente atractiva para que las viejas glorias de El Molino deseen hablar con ella.
—Es una pena que las puertas que se mantuvieron abiertas durante más de un siglo ahora estén cerradas —se lamenta Brisa, buscando la complicidad de aquella mujer.
—Cuanta razón tienes, niña. El Molino resistió todas las adversidades del siglo XX, menos la competencia de Telecinco y sus mamachichos de tetas operadas. No fue el único desastre perpetrado por el capitalismo del «todo vale». Unos rusos sin escrúpulos compraron el local por cuatro rublos y destruyeron sin permiso la coqueta bombonera modernista que el arquitecto Raspall había diseñado a principios de siglo. Todavía recuerdo a mi amiga Valery entrando cubierta de cal blanca en mi restaurante con la furia de un caballo salvaje. ¡No podía creerse lo que acababa de descubrir! En sucios contenedores callejeros, se amontonaban, junto a los escombros destruidos del interior de El Molino, muebles maltratados, vidrieras rotas e incontables libretos musicales que contenían los diálogos y canciones interpretados durante los últimos cien años. Valery, una ferviente y activa defensora de los recuerdos históricos de nuestra ciudad, temblaba de rabia. Juntas salimos a la calle con grandes bolsas de basura, nos arremangamos y, mano a mano, escarbamos dentro de los contenedores para salvar cuanto pudimos. Valery avisó después al periodista Lluís Permanyer, que escribió un artículo en La Vanguardia denunciando aquel atropello. El Ayuntamiento paralizó las obras, pero el daño ya estaba hecho. El local, tal como fue concebido, ya solo existirá en las fotos y en la memoria de quienes lo conocimos.
Roberto sonríe para sí mientras corta en trocitos pequeños la carne recién servida, para que su hija la pueda masticar sin dificultades. Ha escuchado aquella anécdota muchas veces, pero le alegra constatar que Charo no ha perdido un ápice de su entusiasmo habitual, ni siquiera tras haberse visto obligada a guardar cama por una gripe navideña. María, ajena a la conversación, tranquila, observa distraída la decoración del restaurante, que, con su fuente de agua, sus arcos árabes de fantasía y el brillo plateado de la mesa, le resulta de lo más exótico.
—Existen muchas formas de conservar la memoria, y los libros quizá sean el mejor medio de preservar nuestros recuerdos —dice Brisa, preparando el terreno para el personaje que se dispone a interpretar.
—Precisamente, Lluís Permanyer acaba de publicar un libro, en una edición de lujo, sobre la historia de El Molino.
—Sí, lo conozco. Me resultará muy útil para mi próximo proyecto literario —miente Brisa—. Verás, estoy preparando una novela que estará ambientada en El Molino, en tiempos de la Transición.
—¡Eso es magnífico! Roberto me había comentado que vendría a comer con una amiga muy interesada en el pasado de El Molino, pero el muy pillín se había callado la parte más interesante. No todos los días se conoce a una novelista. ¿Qué tipo de libros escribes?
—Aunque parezca raro, los contratos firmados me obligan a no hablar sobre mis obras publicadas —afirma Brisa con una tenue sonrisa.
Charo frunce el ceño y carraspea ligeramente:
—Eso sí que es extraño. Las editoriales siempre quieren que los autores promocionen sus libros y hablen de ellos tanto como sea posible, si es en la tele mejor que mejor.
Brisa se lleva la copa de vino a la boca y luego se limpia los labios con una servilleta.
—Lo que ocurre es que si alguien ya es mediático o famoso no necesita escribir, sino contratar a una persona como yo, que trabaje como una negra y mantenga la boca cerrada. Se trata del principio de especialización en el trabajo: los negros escriben; los famosos hablan.
—¡Vaya, vaya! Ya entiendo. Siempre se aprenden cosas… Eres la primera negra que conozco que resulta ser… rubia… Perdóname por el chiste fácil. Cuenta, cuenta… Entonces, ¿has escrito novelas atribuidas a gente famosa?
—Digamos que he escrito y he corregido algunas novelas que han alcanzado un gran éxito, pero he de ser extremadamente discreta. Si mi nombre saliera a la palestra, podría verme obligada a pagar indemnizaciones astronómicas.
—Comprendo. No seguiré haciendo preguntas indiscretas, pero me parece un escándalo que alguien ponga el trabajo y otro se lleve el dinero y los laureles.
—Eso pasa tan a menudo en nuestra sociedad de consumo…, y no solo en el mundo editorial. Son las reglas del juego. Por eso estoy tan feliz de que por primera vez la editorial me haya encargado una novela que, al fin, llevará mi nombre. Es una oportunidad que no puedo desaprovechar.
—Tendrás mucho éxito, niña. Te lo mereces: está escrito en tu cara. Cualquier cosa que pueda hacer por ayudarte… En fin, no tienes más que pedírmelo.
—La verdad es que me encantaría entrevistar a gente que hubiera trabajado en El Molino en los años setenta. Roberto me ha dicho que mantienes contactos con algunas personas de aquella época.
—Naturalmente. El Poble-sec es como un pueblo. Muchos de los que trabajaron en El Molino todavía viven por aquí: vedets, bailarinas del coro, clientes de toda la vida, limpiabotas, incluso algún tirador de cartas del tarot muy celebrado por las artistas. Con alguna gente mantengo la amistad; con otra me cruzo por la calle de vez en cuando… Pero estoy segura de que a todos les va a entusiasmar tu proyecto. ¡Un libro sobre El Molino, evocando sus vivencias y su pasado, es algo que los ilusionará! ¿Cómo se te ocurrió escribir sobre esto?
—Por una cuestión que os puedo desvelar en parte…, si me prometéis guardar el secreto y no preguntarme más de lo que pueda desvelar.
Roberto ha permanecido en silencio hasta ese momento, admirando la naturalidad con la que Brisa fabula. De pequeña le encantaba jugar a disfrazarse y a tejer historias labradas por su inagotable imaginación. En aquella época, a él, mucho más tímido, le entusiasmaba dejarse arrastrar por sus juegos y romper las reglas de su pequeño mundo convencional repleto de prohibiciones. Ahora, de mayor, le divierte observar cómo Brisa cautiva a sus desprevenidos interlocutores encadenando mentiras. Sin embargo, muchas cosas han cambiado desde su infancia. Las mentiras de Brisa ya no son inocentes. Todavía disfruta creando mundos de fantasía, pero ahora busca resultados concretos engañando a quienes la escuchan. Y tampoco es una niña inocente, sino una mujer seductora que sabe cómo emplear su atractivo personal. Nada de lo que preocuparse, si no fuera por la misteriosa muerte de su exnovio, y porque no puede evitar sentirse irremisiblemente atraído hacia ella, pese a los múltiples interrogantes que penden sobre su pasado.
—Mi niña, nos tienes en ascuas —dice Charo, poniendo los brazos en jarras—. Se ve que tienes madera de escritora de suspense. Cuéntanos lo que quieras, que no saldrá de esta mesa.
Brisa parece dudar y, al retomar la palabra, lo hace como si contara una confidencia:
—Pues bien, quien ha propuesto a la editorial el tema de mi novela es uno de sus máximos accionistas, sabe de primera mano que yo he sido la verdadera autora de algunos de sus libros más vendidos, y ha exigido que en esta ocasión se me reconozca como tal.
—Ah… No me extraña que quiera darte a conocer. Por justicia y por dinero, pues no me cabe duda de que con esa carita vas a salir muy bien en la caja tonta que puede ser tonta…, pero no tanto. Teniendo en cuenta que es capaz de fabricar millonarios como rosquillas…
—¿Y por qué quiere ese hombre que escribas un libro que transcurra en El Molino, en la época de la Transición? —interviene Roberto, curioso por saber qué se va a inventar Brisa.
Ella juguetea un poco con sus gruesas gafas de pasta negra, que ha elegido con esmero para dar una imagen de intelectual, y esboza una tímida sonrisa.
—Por varios motivos. Se trata de un señor mayor, nostálgico y acaudalado que frecuentó mucho El Molino en la década de los setenta, y le gustaría que una escritora de talento recreara aquella época. Además, invertirá parte de su fortuna en reconstruir El Molino, y quiere que se presente mi novela el mismo día en que se reinaugure el local. Pretende lanzar el libro a bombo y platillo. Está convencido de que la publicidad gratuita que nos brindará la reapertura de El Molino ayudará a que se convierta en un éxito. Los grandes empresarios lo tienen todo controlado, aunque en este caso creo que es un amor del pasado lo que le impulsa.
—Las historias del corazón son siempre las más interesantes —replica Charo con entusiasmo.
—En efecto. El hombre del que os hablo se enamoró perdidamente de una joven bailarina francesa, y vivió una historia febril al límite de las convenciones, pero no tuvo la valentía de proseguir una pasión condenada por la sociedad y abandonó. Le perdió la pista y nunca más volvió a saber de ella. Me ha pedido que, a título personal, investigue su pasado y averigüe cuanto pueda.
—¿Cómo se llama? —pregunta Charo—. No quiero ser entrometida, pero, si has de realizar averiguaciones, debo saber su nombre para poder ayudarte.
—Te lo agradezco muchísimo. Lo que debe permanecer en secreto es su historia con mi mecenas millonario, pero no el nombre de la chica que busco: Brigitte Blanchefort.
Charo mueve la cabeza con gesto negativo.
—No me suena, pero creo que una buena amiga mía podría ayudarte. Se llama Jannick, es francesa y trabajó en Barcelona como bailarina a principios de los setenta.
—¡Qué casualidad! Sería fantástico poder hablar con ella.
—Pues precisamente he quedado aquí con ella dentro de dos días, para cenar. Le encantará conocerte. Como yo, seguro que también se entusiasmará con las noticias que nos has dado. Estáis ambos invitados —añade Charo, dirigiéndose a Roberto.
Roberto mira a María, que ya se ha acabado su plato y se revuelve inquieta sobre la silla.
—Te lo agradezco mucho, Charo, pero tengo a la niña a mi cargo hasta después de Reyes, y por la noche se acuesta temprano. Podría contratar a una canguro, pero me quedo siempre más tranquilo estando en casa con ella, mucho más tratándose de la víspera en la que nos visitarán sus majestades de Oriente.
—No había caído en que era una noche tan especial. Mis niñas ya están muy creciditas y no creen en los reyes magos, sino más bien en los príncipes azules. Ya veis, cada edad trae sus propias fantasías…
Roberto sonríe ligeramente, ladea la cabeza buscando los ojos de Brisa y sentencia con voz queda:
—Lo importante es que Brisa y Jannick se conozcan. Estoy convencido de que este libro deparará emociones fuertes y algunas sorpresas inesperadas.