Capítulo 32

Brisa entró en el despacho de Mario decidida a pelar algunas de las capas de cebolla que envolvían el misterioso pasado de su padre.

—Me alegro mucho de verte de nuevo por aquí —la saludó amablemente Mario, levantándose y ofreciéndole una silla para sentarse.

Como la última vez, su aspecto era impecable: el pelo muy rubio y brillante, los ojos azules, grandes y descansados, una media sonrisa que transmitía confianza y un traje de Armani que realzaba su planta varonil.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó, tras intercambiar algunos comentarios de cortesía para romper el hielo.

—Quiero una copia de todos los extractos bancarios en los que mi padre figurara como titular —respondió ella—. He traído su certificado de defunción y una copia auténtica del testamento y de la aceptación de la herencia.

—Todo en orden entonces —dijo Mario, que sonrió con amabilidad—. ¿Quieres copia de las cuentas que tu padre tenía en España, o también de las que estaban a su nombre en la isla de Man?

—De las dos.

—Perfecto. Las cuentas españolas te las facilitaré ahora mismo, puesto que son de esta oficina. Respecto a las de la isla de Man, te las entregarán sin problemas, pero tendrás que desplazarte hasta allí.

—¿No me las podrías dar tú mismo? —preguntó Brisa.

—Imposible. Dado el grado de amistad que me unía con tu padre, y para hacer más sencillas las cosas, me permití consultar sus cuentas desde aquí, después de que vinieras por primera vez a mi oficina. Una práctica excepcional que ya no está permitida en este nuevo año. Desde un punto de vista jurídico, nuestra filial en la isla de Man es una sociedad absolutamente independiente que se gestiona en exclusiva desde allí: cualquier transacción, incluida la entrega de documentos, debe tramitarse por ellos. Sin excepciones. Las instrucciones son terminantes.

Mario estaba mintiendo: de ningún modo iba a reconocer que algunas cuentas de la isla de Man, como las de Arturo Gold, se habían gestionado desde Barcelona, pues en tal caso él sería el primer implicado si estallara un escándalo.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Brisa—. Si tengo que viajar, hubiera preferido que las cuentas estuvieran en algún atractivo paraíso fiscal del Caribe, como la isla de Antigua, con sus aguas cristalinas y las puestas de sol…, o en Belice, repleto de playas y ruinas mayas… Tampoco me hubiera importado visitar las islas Maldivas y aprovechar para relajarme buceando o practicando surf. En la isla de Man creo que solo encontraré nubes y lluvias. ¿No podríamos evitar un viaje tan aburrido?

—Lo máximo que puedo hacer es solicitar que uno de los agentes comerciales de allí te traiga copia de las cuentas en el próximo viaje que realicen a Barcelona, pero no estoy muy seguro de que accedan… y tampoco te lo aconsejo. Como te dije, se trata de cuentas secretas, y siempre que salen del banco existe un riesgo. Piensa, por ejemplo, que si a nuestro agente comercial le registraran en las aduanas del aeropuerto del Prat, lo primero que harían sería enviar las cuentas de tu padre a la Agencia Tributaria.

—Comprendo —concedió Brisa—. Me llevaré un paraguas… Y al mal tiempo, buena cara.

Off the record, solicitaremos hoy mismo a nuestra filial la copia de los extractos, para que, cuando vayas, ya tengan preparada toda la documentación y te la den al instante. ¿Desde que fecha necesitas copia de los movimientos bancarios?

—De los últimos diez años —respondió Brisa, aparentando naturalidad.

Mario dedujo que aquella mujer se había informado bien. Diez era el límite máximo de años que los beneficiarios de cuentas offshore tenían derecho a consultar.

—¡Nunca un cliente nos había pedido una consulta tan extensa! Nuestra filial en el extranjero va a pensar que queremos auditarlos —bromeó Mario.

—Lo cierto es que no tengo más remedio que supervisar detalladamente las operaciones de mi padre. Gold Investments está en situación de quiebra técnica por culpa del fiasco de Madoff. Van a ir a por nosotros. La primera medida defensiva, según mis abogados, debe ser la de averiguar donde nos pueden atizar e intentar cubrir los flancos.

También Brisa estaba mintiendo. Ni Carlos Puig ni ningún otro abogado le habían aconsejado tal cosa, pero quería bucear en los secretos ocultos en las cuentas de su padre, y para ello necesitaba una excusa creíble. Durante los últimos días había reflexionado sobre aquella críptica frase de su padre: «Gozo encierra sufrimiento». No sabía cómo interpretarla, pero, si quería descifrarla, necesitaba información adicional, y Mario podía proporcionársela.

—Desconocía que la situación fuera tan grave —dijo él, con la expresión sentida de un capellán preocupado por los infortunios de sus feligreses—. Lo lamento y me hago cargo de la delicada situación a la que te enfrentas. Si puedo ayudarte en algo, cuenta conmigo.

—Te lo agradezco… De hecho, al realizar un inventario de los activos de mi padre, he encontrado tantos bienes como interrogantes. Al parecer adquirió importantes propiedades que no están a su nombre, sino a nombre de unas sociedades, domiciliadas en la isla de Man, en las que él figura como administrador.

El rostro de Mario, preocupado y afable, reflejó una mayor inquietud.

—¿Tu padre no te contó nada respecto a esas operaciones?

Brisa se encogió de hombros, con indiferencia, como si Mario fuera un turista extranjero que le acabara de preguntar cómo llegar a una dirección desconocida por ella.

—¿Y no te ha dejado ninguna documentación explicativa?

—Tampoco.

—Me resulta insólito que tu padre se despreocupara así de asuntos tan delicados de los que solo él conocía el alcance —replicó Mario tras suspirar, en un tono de confidencialidad, y mirándola fijamente a los ojos.

—Mi padre siempre me decía que, si algún día él faltaba, te preguntara a ti sobre sus cuentas y sociedades en el extranjero —mintió Brisa.

—Por supuesto. Ese es mi trabajo. Sin embargo, una cosa son sus cuentas y sociedades, y otra muy distinta son las cuentas y sociedades de otras personas. ¿Comprendes la diferencia?

—Te agradecería que fueras más claro, más concreto —le pidió Brisa, estudiando atentamente las reacciones de Mario.

Este respiró hondo y tamborileó en la mesa con los dedos.

—La cuestión es que tu padre, en ocasiones, actuó como testaferro. Es decir, como un hombre de paja que firmaba como administrador de empresas en las que los propietarios reales se ocultaban tras una maraña de sociedades radicadas en paraísos fiscales. Estas empresas solían adquirir, básicamente, urbanizaciones e inmuebles. Dado el prestigio y fortuna de tu padre, todos imaginaban que era él quien estaba tras las sociedades compradoras. Sin embargo, no era así. Eran otras personas las que manejaban los hilos tras las bambalinas.

La información de Mario coincidía con la de Ariel, el agente del Mosad.

—Como comprenderás —prosiguió Mario—, sobre esa gente no podría facilitarte información ni aunque la tuviera, pues si utilizaban a tu padre de tapadera es porque querían permanecer en el anonimato. Y el secreto bancario es sagrado en nuestro negocio.

—Por el importe de las adquisiciones que hicieron —apuntó Brisa—, «esa gente» no eran unos cualquieras. Disponían de dinero a espuertas y lo utilizaban, pero evitando salir retratados. Pero si querían pasar desapercibidos, ¿por qué eligieron a un hombre del prestigio y los contactos de mi padre, en lugar de a un don nadie sin oficio ni beneficio?

—Creo que esa pregunta la podrías contestar tú misma. Precisamente lo eligieron por su prestigio y sus contactos: recalificaciones de terrenos, concesiones de licencias, inversiones estratégicas… Ellos ponían el dinero; tu padre, las conexiones necesarias para que las operaciones fructificaran. La cultura del pelotazo y las comisiones a granel funcionaba muy bien para unos pocos.

La explicación de Mario era plausible, pero omitía algo vital. Si Ariel tenía razón, «esa gente» eran pakistaníes podridos de dinero, para quienes financiar atentados terroristas en Bombay, capaces de conmocionar a la India, no era más que un simple movimiento de apertura de una larga y sangrienta partida de ajedrez.

—Tal como lo expones —señaló Brisa—, parece muy sencillo. Mi padre les abría las puertas a cambio de una comisión, pero ¿quiénes entraban a través de tales puertas? Porque los precios varían según las personas que participen en la mascarada.

Mario frunció el ceño y se revolvió en su silla, como luchando con las palabras que iba a pronunciar.

—Sinceramente, me gustaría poder ayudarte más, pero, como te dije, aunque supiera las respuestas a tus preguntas, no podría facilitarte la información. Por la cuantía de las operaciones, puedes hacerte una idea de que quienes están detrás son personajes poderosos, con los riesgos que eso implica. Me extraña mucho que tu padre ni siquiera te dejara algún escrito al respecto. Sin duda, la muerte le pilló de sorpresa… Mira bien en las cajas fuertes de todos sus bancos. Es probable que allí guarde documentación que aclare tus dudas.

A Mario no le gustaban nada los derroteros que estaba tomando aquel asunto. Las cuentas de la isla de Man estaban bien protegidas por él, pero ¿y si Arturo Gold había dejado a su hija documentos comprometedores depositados en alguna caja de seguridad? En ese caso, debía hacerse con ellos a toda costa y destruirlos. Contra pronóstico, aquella mujer que tenía delante se estaba convirtiendo en un problema de difícil solución.

Una idea improbable cruzó por la mente de Brisa. ¿Y si el crucifijo de doble travesaño era, en realidad, una llave que abriera la caja donde su padre había guardado los documentos más comprometidos de su poco edificante vida económica? «Gozo encierra sufrimiento». El dinero le había traído, sin duda, goces placenteros, pero a costa del sufrimiento de muchos inocentes. La idea era un tanto descabellada, pero… Si la cruz era una llave, tenía que buscar la caja para abrirla.

—¿Y si no encuentro nada? —preguntó Brisa.

—En ese caso, podría acompañarte a la isla de Man y explicarte in situ el significado de los movimientos y las operaciones. Así podrías dejar en una caja fuerte del banco los extractos de las cuentas y regresar a España con las dudas resueltas. Sería lo más seguro.

—¿Crees que existe algún riesgo si actúo de otro modo?

—Estamos hablando de cantidades importantes, de personas poderosas y de operaciones opacas. En mi opinión, todas las precauciones son pocas.

A Brisa le hubiera gustado tantear a Mario sobre su relación con su madre, con el apellido Blanchefort y con la historia del crucifijo, pero no era el momento. El viaje a la isla de Man sería más propicio para indagar sobre su pasado, y además contaría con la ventaja de conocer la información que ese mediodía le ofrecería la fuente de la que le había hablado Roberto.