Capítulo 28

—Este informe te costará mucho dinero —afirmó Pepe Cuantijoch.

Roberto había dudado mucho antes de recurrir a su amigo Pepe, cuyo despacho de detectives cabalgaba viento en popa sobre la crisis. Finalmente se había decidido a reunirse con él en La Garrafa, un pub musical consagrado al recuerdo de los Beatles y que ofrecía música en directo.

—Si fuera un trabajo que pudiéramos hacer nosotros, te lo dejaría a precio de coste, pero mucho me temo que deberemos recurrir a uno de los despachos extranjeros con los que colaboramos. ¿Estás seguro de querer seguir adelante? —preguntó Pepe mirándole fijamente a los ojos.

Le it be, let it be,

let it be, let it be,

whispers words of wisdom: let it be.

El grupo habitual del local entonó nuevamente el estribillo de aquella famosa canción. Roberto sopesó seguir los consejos de la mítica banda de Liverpool y, simplemente, dejarlo estar, dejar que las cosas transcurrieran por sí solas. Sin embargo, eso iba en contra de su carácter. Además, aunque aquella composición de Lennon se contara entre las más bellas e inspiradoras de la historia de la música moderna, eso no impidió que muriera asesinado por cuatro balazos. Aquel consejo podía resultar poético, pero no necesariamente práctico.

Roberto asintió con la cabeza y se refrescó la garganta con una cerveza.

—Brisa Gold es una pieza de caza mayor —insistió Pepe—. Su padre, un millonario de postín, ha muerto hace poco. Al parecer, se suicidó.

—No te puedo contar nada más —afirmó Roberto, guardando silencio sobre las circunstancias que envolvían la muerte de Arturo Gold—. Por eso mismo, quiero que seas tú quien se encargue personal y exclusivamente de la gestión. Nadie de tu despacho debe saberlo. Ante todo, deseo evitar cualquier filtración.

Roberto confiaba plenamente en Pepe. Se conocían desde hacía años. Habían compartido kilómetros en moto, tardes en La Garrafa, un local por el que su amigo sentía predilección, y hasta habían formado una buena pareja de mus en aquellos lejanos tiempos estudiantiles en los que podían permitirse jugar a las cartas. Más recientemente le había encargado algunos trabajos menores que Pepe había resuelto con eficacia, negándose siempre a cobrarle nada.

No podía afirmar que confiara tanto en Brisa, a pesar de sentirse cada vez más peligrosamente atraído por su antigua amiga de la infancia. Justo por ello debía extremar las precauciones. La estancia en el sur de Francia había resultado subyugante, pero le había parecido muy extraño que ella no hubiera querido explicarle por qué había decidido abandonar California y regresar a España. Durante aquellos días, él había sacado el tema a colación varias veces, pero Brisa lo había rehuido en cada una de ellas. ¿Por qué?

Aquel comportamiento hizo que Roberto empezara a tener otro tipo de sospechas. ¿Qué ocultaba Brisa? Era psicóloga, según decía, pero sabía de economía más que algunos compañeros suyos de universidad. En teoría había firmado los papeles de administradora de Gold Investments sin saber lo que hacía, pero trabajaba en la sociedad de inversiones y aconsejaba a los clientes. Su padre había muerto drogado y con más deudas que un banco intervenido. Que fuera una experta en los efectos de las drogas sobre la conducta humana no era ningún crimen. Tampoco lo era que mintiera con facilidad, algo que hasta le parecía gracioso, pero, dada la suma de circunstancias insólitas que la rodeaban, lo más prudente era no lanzarse de cabeza y con los ojos cerrados a un abismo desconocido. Debía averiguar la verdad sobre ella antes de que fuera demasiado tarde, porque de una cosa estaba seguro: Brisa ocultaba algún oscuro secreto que no le había revelado.

—Antes de encargar el trabajo a un despacho asociado en el extranjero, realizaré una búsqueda rutinaria en Internet —se ofreció Pepe—. Es gratis, y, en ocasiones, se encuentran auténticas perlas.

—Prueba a ver si tienes más suerte que yo. Por mi parte, ya me he rendido, y sabes que no soy de los que lanzan la toalla fácilmente.

—Es extraño que no hayas encontrado nada. Recapitulemos. Según dices, Brisa Gold se habría licenciado en Psicología por la Universidad de Berkeley, y allí habría impartido clases como profesora. Por algún motivo que no sabemos, hace poco más de un año decidió cambiar de vida y regresar a Barcelona.

Roberto miró a las mesas de alrededor. A su derecha, un grupo de tres mujeres rollizas se dedicaban a comer palomitas, beber cervezas y tararear las canciones. A la izquierda, un par de tipos maduros se disputaban la atención de una joven muy coqueta que flirteaba con los dos. En cuanto a ellos, nadie parecía prestarles atención.

—Esa es la historia, tal como a mí me la contaron —confirmó Roberto.

—Las historias, como todas, pueden ser un cuento chino, o incluso verdaderas; de todo hay en la viña del Señor. Borrar rastros en la Red no es fácil, pero tampoco resulta imposible, especialmente cuando se trata de datos poco trascendentes. Existen agencias especializadas en eliminar información de las páginas en Internet, ya sea amenazando con poner demandas, ya sea mediante ataques informáticos. Asimismo, es posible dificultar la búsqueda de ciertos contenidos, de tal manera que, en vez de salir en las primeras páginas de los buscadores, se ubiquen en otras de difícil acceso. Eso sí, las tarifas de dichas agencias son extremadamente caras.

—Hablando de precios, Pepe: ¿cuánto calculas que costará el informe sobre Brisa?

—Si tenemos que recurrir a una agencia de detectives de California, no creo que baje de los seis mil euros. Conozco una en San Francisco, con la que hemos colaborado en un par de ocasiones. Son gente seria y competente, pero sus tarifas mínimas no bajan de ahí, sobre todo si te urge llegar al fondo del asunto rápidamente. Por supuesto, te entregaría su presupuesto y la factura. Yo de ahí no pienso cobrarte ni media comisión.

—Tranquilo, Pepe. No te preocupes, es una cantidad que puedo permitirme.

Roberto reflexionó sobre el uso que le estaba dando al dinero que le había entregado Dragan. En un primer momento había decidido quemarlo, pero la precaria situación económica en la que se encontraba tras el divorcio le había hecho cambiar de opinión. Después, siguiendo otro impulso diametralmente opuesto, había alquilado las cinco habitaciones del château de Jean Paul, para celebrar el cumpleaños de Brisa a lo grande en un castillo reservado solo para ellos. Además había insistido en pagar todas las facturas de su apasionada escapada francesa. Y ahora se disponía a gastar otros seis mil euros, procedentes de un grupo mafioso, en un informe de detectives. Las circunstancias extraordinarias en las que se hallaba inmerso lo justificaban. Al menos, eso creía él.

En su época universitaria, recordó, una de las lecturas obligatorias de la asignatura de ética era Los hombres y el Estado, del filósofo católico Jacques Maritain. Según el autor, hay momentos en la vida en los que no se puede aplicar la moral habitual, sino que debe inventarse una moral de excepción. Así, acciones que en la vida normal serían malignas o criticables, como matar a un ser humano, podían convertirse en buenas y válidas si concurrían circunstancias extraordinarias. El ejemplo que ilustraba su tesis sucedía en un campo de concentración nazi, donde sería justo y hasta necesario que los reclusos asesinaran a un confidente infiltrado entre ellos.

El ejemplo lo sobresaltó, como si una piedrecilla impulsada por un tirachinas le hubiera golpeado con fuerza en la frente. ¿Acaso no era él un vil confidente de una banda criminal? Recordó las palabras de Dragan: «Hay muchos hombres deseosos de vender su alma al diablo, pero el diablo prefiere tentar a los que se resisten a traficar con ella».