Capítulo 27

—Hemos tenido suerte de que el padre de Jean Paul estuviera con su hijo celebrando las Navidades —se congratuló Roberto mientras recorrían a pie el camino que llevaba a la famosa fontana de Vaucluse, donde era posible observar cómo afloraba el mayor río subterráneo de Europa.

—Era una suposición razonable —valoró Brisa—. Lo que nunca hubiéramos podido predecir es que el apellido del anterior propietario de la cruz de esmeraldas coincidiera con el del principal banquero de mi padre.

—Casualmente, estudiamos juntos en la universidad. Su nombre completo es Mario Blanchefort Murat —anunció Roberto.

—¡Los mismos apellidos que Brigitte! Es imposible que sea una coincidencia.

—En España —explicó Roberto—, cuando el padre es desconocido, se le otorgan al hijo los dos apellidos de la madre.

—¿Qué sabemos de su madre? —preguntó Brisa, entornando los ojos, como si estuviera buscando la respuesta en algún remoto lugar inaccesible a la vista.

—Poca cosa. Mario siempre fue reacio a hablar sobre su pasado, y aunque éramos compañeros de clase, y hasta de fiestas, jamás me habló de sus asuntos familiares.

—Quizá contigo no fuera pródigo en confidencias, pero, si compartíais amigos, ellos podrían estar mejor informados que tú —aventuró Brisa.

—En cierta ocasión —recordó Roberto—, un estudiante pasado de copas hizo una broma de mal gusto mentando a su madre, durante una despedida de soltero. La reacción de Mario fue tan violenta que, si no le llegamos a sujetar entre varios, lo hubiera matado allí mismo. De un solo golpe le fracturó la nariz, y un diente le saltó volando por los aires. Ha sido la única vez que le he visto perder el control. Mario tiene el don de ser un encantador de serpientes; es capaz de manipular el entorno a su antojo empleando en cada momento las palabras y gestos más adecuados. Sin embargo, aquella noche brillaba en sus ojos una furia asesina. Todos habíamos bebido demasiado y precisamente por ello pude percatarme de una faceta oculta de su personalidad, que de otro modo jamás hubiera podido observar.

—¿Recuerdas qué es lo que le dijo aquel estudiante? —preguntó Brisa, como si fuera una cazadora absorta en rastrear las huellas que la llevaran hasta la madriguera de su presa.

—Era una alusión, que pretendía ser divertida, sobre la facilidad para el baile que había heredado de su madre.

—Quizá la broma no tuviera ni pizca de gracia, pero si, tal como afirmas, Mario era una persona equilibrada…

—Equilibrada no es la palabra…, pero, ciertamente, su reacción fue tan brutal y desmedida que supongo que había algo de verdad en aquel comentario chabacano.

—¿A qué te refieres exactamente? —quiso saber Brisa.

—A los rumores que corrían sobre la madre de Mario. Si diéramos crédito a tales habladurías, su madre había trabajado de cabaretera en El Molino, el más famoso teatro de variedades de Barcelona, y había abandonado a su hijo, cuando este era todavía muy pequeño, para fugarse con un amante extranjero podrido de dinero. De su padre, nunca se supo nada.

—Eso explicaría por qué Mario reaccionó así, ayudado por el alcohol, claro.

—Y todo eso encajaría también con la historia de Pierre. En lugar de admitir que su hija alternaba como cabaretera en El Molino, les debía resultar más decoroso fingir que estaba iniciando una prometedora carrera como actriz en Barcelona.

—Bueno, hay bastantes probabilidades de que el Mario que ambos conocemos sea el hijo de la tal Brigitte —sentenció Brisa—. Partiendo de dicha hipótesis, podríamos intentar extraer algunas conclusiones.

—La primera —apuntó Roberto— sería que Brigitte no consiguió su objetivo de recuperar los objetos familiares, puesto que tu padre adquirió la cruz de esmeraldas y se la regaló a su esposa.

—Siendo así —señaló Brisa—, no es descartable que Brigitte tuviera alguna participación, aunque fuera indirecta, en el asesinato de mi madre. Al fin y al cabo, la cruz había pertenecido a su familia durante generaciones.

—Es posible, pero improbable —juzgó Roberto—. La cruz es hermosísima, pero no deja de ser una pieza pequeña… En fin, por sí sola no puede llevar a nadie a cometer un asesinato a plena luz del día. Quizá la realidad sea más simple. Puede que el atracador fuera un drogadicto incapaz de controlarse.

—¿Y por qué, entonces, la cruz que le robaron a mi madre apareció años después en la garganta de mi padre?

Roberto guardó silencio durante unos instantes.

—Es un misterio al que no encuentro explicación, aunque no sabemos a ciencia cierta si es la misma —observó, sin querer poner en tela de juicio los recuerdos de su amiga—. Tal vez la cruz tuviera una réplica gemela. En cualquier caso, lo cierto es que todavía nos faltan datos para cuadrar el rompecabezas.

—Por eso mismo debemos investigar el pasado de Brigitte Blanchefort, comprobar si verdaderamente estuvo en Barcelona y cuál es su historia real. ¿Quién sabe? ¡Es posible que todavía viva y nos la pueda explicar ella misma!

—Si trabajó en El Molino, conozco a una persona que nos podrá ayudar —respondió Roberto.