—Recuerdo esta cruz de Lorena —comentó Pierre, el padre de Jean Paul, un hombre mayor, calvo y enjuto, de unos setenta y cinco años, con la cara poblada de arrugas, pero de mirada vigorosa y despierta.
Los ojos de Brisa le observaron, expectantes, como los de un discípulo que tras una vida de aprendizaje asistiera al testamento final de su maestro. A Roberto le costaba mantener la atención. Una parte de él permanecía flotando sobre la habitación en la que el placer abrasador había mantenido la llama ardiendo hasta el alba. Otra parte se ocupaba de intentar ignorar las quejas de su estómago. El desayuno, delicioso pero exiguo, había sido insuficiente para reponer las energías consumidas durante la noche, y todavía quedaban algunas horas para comer el copioso menú navideño en el restaurante que el propio Jean Paul les había recomendado. Roberto se esforzó por prestar atención a la conversación, que tenía lugar en la terraza del château.
—La recuerdo —repitió Jean Paul—, no solo por su belleza, sino también por las inusuales circunstancias en que la vendí.
Su vista se concentró en la lejanía, como si estuviera escudriñando algún detalle que se ocultara entre el paisaje. Desde la mesa de la terraza se divisaban los tejados del pequeño pueblecito, que descendían como una cascada por la colina en la que casas y árboles se entrelazaban. Más allá, el cielo provenzal iluminaba los campos de olivos.
—Yo siempre he vivido en L’Isle-sur-la-Sorgue, un precioso pueblo muy cercano, surcado por los canales del río Morgue. La pequeña Venecia del Condado, la llaman algunos. Por las mañanas se convierte en un mercado flotante de productos típicos de la región. Os recomiendo sus aceitunas: son excelentes. Disculpad si pierdo el hilo. Ya soy algo mayor. El caso es que allí regenté durante años mi tienda de antigüedades, situada frente a uno de los canales. Una mañana de invierno entró en mi comercio un matrimonio con el que me unía cierta relación. El caballero descendía de noble estirpe, pero las cosas les habían ido mal y necesitaban dinero con urgencia. Me ofrecieron comprarles un gran lote de valiosos y antiguos objetos compuesto de muebles, cuberterías y algunas joyas. Una vez acordado el precio, me pidieron que no los expusiera en mi tienda y que tampoco los vendiera a ningún natural de la región de Vaucluse.
—Unas condiciones un tanto extrañas para que un anticuario pudiera aceptarlas —observó Roberto.
—En efecto. Como he dicho, gracias a ello guardo buena memoria de cuanto sucedió. La familia tenía sus motivos para proceder de tal modo. Confiaban en mis tasaciones, y yo estaba seguro de la autenticidad de cuanto me ofrecían. Por otro lado, el matrimonio quería evitar que sus amistades y conocidos pudieran enterarse del alcance de sus problemas económicos. El condado es muy pequeño, y los chismes son uno de los pasatiempos favoritos. Por fortuna, encontré una solución adecuada para todos.
Pierre sonrió satisfecho y bebió lentamente el té, todavía humeante, que le había preparado su hijo.
—Estoy intrigada por saber cómo se las ingenió —dijo Brisa, animándole a proseguir su relato.
—Como sabéis, L’Isle-sur-la-Sorgue se ha ganado una justa fama por sus tiendas de antigüedades. Cada Pascua organizamos una feria de anticuarios muy celebrada entre los especialistas y aficionados. El señor Duch acudía cada año desde Barcelona, y casi siempre me compraba algunos objetos. La relación profesional dio paso a una corriente de mutua simpatía, y me resultó natural pensar en él para cerrar un negocio beneficioso para todas las partes. En cuanto le enseñé el material, se mostró acorde con mi precio, para revenderlo luego en su tienda de Barcelona.
—Y de allí ha acabado en mis manos tras pasar por las de mi padre —apuntó Brisa—. Tal vez piense que soy una curiosa, pero lo cierto es que me gustaría saber algo más sobre la historia de esta cruz, considerando que perteneció a una noble casa francesa. ¿Sería posible conocer la identidad de dicha familia?
—Han transcurrido ya muchos años, pero no creo que deba revelar su identidad sin un buen motivo —replicó Pierre frunciendo el ceño. Después, dejó la taza de té sobre la mesa, como dando el asunto por zanjado.
Roberto se preguntó qué historia se ingeniaría su fantasiosa amiga para cambiar el ánimo de aquel abuelo aferrado a sus tradiciones caballerescas. Brisa carraspeó ligeramente y, adoptando una expresión apenada, comenzó a hablar en tono solemne, como si tuviera que rendir cuentas a un gran jurado:
—Verá, mi padre, un gran aficionado a las antigüedades, ha fallecido recientemente de forma inesperada, y estoy catalogando todos los artículos que fue comprando a lo largo de su vida, con el propósito de exponerlos a través de una fundación sin ánimo de lucro. A efectos didácticos, sería muy interesante poder certificar el origen de todas las piezas y documentar, en la medida de lo posible, las diferentes manos que las custodiaron a lo largo de los años. Entiendo, por cuanto nos ha contado, que la familia propietaria de la cruz se desprendió de ella contra su voluntad, a causa de un mal trance del destino. Siendo así, tampoco me importaría venderles el crucifijo a precio de coste si hubieran venido a mejor fortuna. De hecho, tendrían la oportunidad de recuperar la mayoría de sus objetos, que por tradición les pertenecen, pues, al parecer, mi padre compró íntegramente el lote, y yo no tengo interés personal en él. Como le digo, mi idea es ceder todas las piezas a una fundación cultural.
Sin duda era una actriz de primera; debía de haber perfeccionado su talento natural estudiando teatro, tal como le había contado durante la cena. A ese respecto, al menos, no tenía razones para sospechar que hubiera mentido.
—Es un buen motivo —concedió Pierre—. Precisamente la hija del matrimonio en cuestión me insistió en que le desvelara el nombre de la persona a la que le había vendido el lote, para así tener la oportunidad de recuperarlo en un futuro. Se trataba de una joven bellísima y muy persuasiva, pero, como es natural, me resultó imposible satisfacer sus peticiones.
—¿Sabe si han recobrado su antigua posición? —preguntó Brisa—. En tal caso, se alegrarían de volver a poseer las piezas que custodiaron durante generaciones.
—El matrimonio murió hace tiempo sin haber recobrado su pasada grandeza. En cuanto a su única hija, Brigitte, se marchó casualmente a Barcelona, donde una compañía de teatro le ofreció un buen trabajo como actriz. Nunca más supe de ella. Quizás echó raíces allí y puedan ustedes encontrarla. Miren, ¿saben qué?, creo que lo mejor que puedo hacer es facilitarle su identidad. Tener la oportunidad de recuperar un patrimonio familiar heredado durante generaciones es algo que no pasa todos los días. Su nombre es Brigitte Blanchefort Murat.
Roberto y Brisa se miraron.
—El banquero que gestionaba buena parte de las cuentas de mi padre se llama Mario Blanchefort —dijo Brisa.
—Mario Blanchefort —se repitió Roberto para sí.
Lo conocía muy bien. Aquel tipo era un embaucador extremadamente peligroso.