Tras dar buena cuenta del champán y de unos deliciosos pecados de chocolate, deciden, entre risas, subir a la habitación. Los escalones de piedra son tan amplios y espaciados que les recuerdan las terrazas cultivadas en los altiplanos del Perú. Los efluvios del champán son capaces de unir al antiguo imperio inca con el pasado medieval francés.
Una espectacular cama matrimonial recubierta por una colcha de color granate, de un tono ligeramente más sobrio que el vestido de Brisa, domina aquella regia habitación. Postes estilizados de hierro forjado enmarcan las esquinas del lecho nupcial. Como si se tratara de una escultura, de las cuatro columnas surgen nuevos cruceros, que forman un sugerente dibujo de rectas y curvas que se elevan hacia el arco ojival situado sobre la cabecera de la cama.
El lecho nupcial es el gran protagonista de la estancia. Los suelos de ladrillo visto, limpios y pulidos, son fríos. Los relieves formados por antiguas piedras del castillo constituyen los únicos adornos naturales de las sobrias paredes. El cuarto está desprovisto de cuadros o televisores. Dos sillas sin mesa sobre las que pende una pequeña lámpara de metal ocupan uno de los rincones.
Todo invita a disfrutar de la cama principesca. Los ojos de Brisa, achispados por el champán, brillan con picardía cuando se desprende del vestido, que cae a sus pies. Un corsé rojo y un diminuto tanga del mismo color contrastan con su tersa y blanca piel.
—¿Nadie te ha dicho antes que los castillos te favorecen mucho? —pregunta Roberto, abalanzándose impetuosamente sobre ella, sin esperar respuesta. La cama mullida acoge sus cuerpos.
Enfebrecido por la pasión, entre abrazos, besos y mordiscos, le arranca la ropa interior mientras se desnuda, ansioso por consumar su deseo.
—Espera un poco —susurra Brisa—. Tenemos toda la noche por delante.
—Ya he esperado demasiado desde nuestro último encuentro…
—Es mejor ir despacio —replica Brisa, que se levanta de la cama y extrae de su bolso unos largos pañuelos de seda negra—. Disfrutaremos más con un fuego muy lento —añade, colocándose a horcajadas sobre él, sin apoyar el cuerpo contra el suyo y acercando el pañuelo a su mano diestra. Con delicadeza y firmeza le ata a uno de los postes de la cama.
Sus pechos, turgentes y henchidos, sobrevuelan la cara de Roberto, con los pezones excitados; sus labios, esponjosos, permanecen entreabiertos, y sus ojos irradian una sensual complacencia.
—¿Alguna otra condición que deba saber? —pregunta Roberto, con una sonrisa que anticipa el inminente placer que le aguarda.
—Te recuerdo que no quiero ningún compromiso emocional. Nuestra amistad no tiene nada que ver con lo que va a suceder.
—Ya te dije que, en mis circunstancias, lo último que deseo son ataduras —bromea Roberto.
—Entonces somos libres para arder durante toda la noche —dice Brisa, anudando otro pañuelo.