Capítulo 24

El camino, estrecho, mal iluminado y peor señalizado, no ha sido fácil, pero al fin han llegado a La Roque-sur-Pernes. Es noche cerrada, hace mucho frío y ninguna farola alumbra la oscuridad. El pequeño pueblo parece desierto, como si sus habitantes lo hubieran abandonado. Los faros de un coche resplandecen tres veces invitándoles a seguirlo. El ascenso a través de las empinadas callejuelas hasta un terraplén en el que aparcar el vehículo no ofrece dificultad.

—Bienvenidos al château medieval de La Roque. Mi nombre es Jean Paul —les saluda un hombre afable de mediana edad y escaso cabello, con aspecto risueño—. La cena estará lista dentro de pocos minutos. Como sois los únicos clientes, os he reservado la suite principal. Espero que disfrutéis de vuestra estancia en el castillo.

Encaramado sobre lo alto de una rocosa colina, el hotel parece más un bello caserón renacentista de la Toscana que una fortaleza del Medievo. En el interior, las paredes de piedra del recibidor enmarcan un espacio austero en el que crepita el fuego de una chimenea. El comedor está presidido por una única mesa alargada de madera. Donde habitualmente cenan una docena de comensales tan solo hay dos juegos de platos, algunos jarrones repletos de orquídeas y un candelabro de plata.

—Subiré vuestro equipaje a la habitación mientras mi mujer os prepara un aperitivo —se ofrece el hombre.

—Espérame aquí, Roberto —dice Brisa, muy alegre—. Voy a cambiarme. Tendremos que hacer algunas fotos de un lugar tan especial y quiero estar a la altura.

Roberto se queda solo, degustando una copa de champán, sabiamente elegida por Chantal, la pareja de Jean Paul. El día en Aviñón ha sido fantástico. El hotel se encuentra exclusivamente a su disposición tal como ha acordado por teléfono; así podrá convertir el cumpleaños de Brisa en un acontecimiento inolvidable. La reserva no le ha salido barata, pero no le remuerde la conciencia emplear el dinero de Dragan en complacer a Brisa. Sin embargo, se siente inquieto. No estar en Nochebuena con su hija le pesa en el ánimo. Las palabras de Olga en la fiesta aún le hacen dudar. Tal vez su ex tenga razón y sea un bicho raro, pero nunca podrá perdonarle su aventura con Mario.

Sus preocupaciones se esfuman en cuanto Brisa reaparece, con un vestido granate de satén sin tirantes, que moldea su busto y deja desnuda una parte de su espalda. La falda, ceñida a la cintura, cae en capas hasta los tobillos, dejando ver unos altos zapatos negros de plataforma.

—Me temo que como fotógrafo difícilmente estaré a la altura de tanta belleza.

—Pues si no lo consigues te castigaré sin postre, o algo peor. Me reservaba el vestido para una noche mágica, y esta reúne todos los ingredientes. Los recuerdos son importantes y quiero conservar los mejores.

—En ese caso, me superaré por complacerte en el día de tu cumpleaños.

—Brindemos por ello —responde Brisa, levantando su copa.

Jean Paul entra en el comedor y sirve el primer plato de una fuente de plata.

Cappellettis de secretos trufados —anuncia, solemne—. Una receta especial que el «alto mando» me impide revelar —añade guiñando un ojo antes de retirarse.

—Todo hombre tiene sus secretos, y los de Jean Paul son deliciosos —apunta Brisa tras probar un cappelletto—. ¿Cuáles son los tuyos?

—Te sorprenderías.

—Ah, esto se pone interesante. Te invito a la cena si me revelas alguno.

—Estoy escribiendo un libro —susurra Roberto.

—¿De recetas?

—Más o menos, de recetas contra la esclavitud.

—Acabas de ganarte mi completa atención. ¿De qué trata la novela?

—No es una novela, sino un ensayo, o más bien, de momento, un conjunto de notas dispersas unidas por un tema central: el control invisible que ejercen las élites financieras para saquear el planeta e imponer su voluntad sobre las masas indefensas. En pleno siglo XIX era fácil identificar a los déspotas que vivían a costa de las penurias ajenas. Hoy los amos del mundo se ocultan tras una pantalla impenetrable de holdings, acciones y cuentas secretas.

—He oído hablar de la «banca sombra» —responde Brisa, que recuerda las oscuras cuentas de su padre en la isla de Man—. Se la llama así porque los bancos ubicados en paraísos fiscales invierten cantidades ingentes de dinero a lo largo y ancho del planeta sin que nadie conozca su origen, ¿verdad?

—Así es, aunque la banca sombra no es más que el síntoma inevitable de un problema mucho más grave. No hay mayor esclavo que quien creyéndose libre obedece a sus amos sin comprender que las cartas de juego están marcadas. Y todo el sistema financiero es un juego de cartas marcadas por quien reparte la baraja. La economía ya no es una ciencia, sino una teología cuyas mentiras reveladas defienden con ahínco todos cuantos están subvencionados por las grandes fortunas, desde prestigiosos académicos hasta los medios de comunicación más influyentes. Produce sonrojo y vergüenza leer tantas teorías y demostraciones matemáticas que parten de premisas tan falsas. ¿Cómo seguir creyendo en la libertad de mercado en un mundo dominado por los oligopolios? Si son cuatro los que deciden por millones, la pregonada libertad de mercado y la misteriosa mano invisible que lo regula deben estudiarse, a lo sumo, como mitos folclóricos o cuentos infantiles.

Brisa se lleva la copa de champán a los labios, cálidos y sensuales. El ligero color carmesí con el que se los ha pintado combina perfectamente con su vestido granate.

—Te asombraría saber el poder que tienen los mitos y los cuentos en la conducta de los hombres. La fe que depositamos en el dinero es el mayor mito de nuestro tiempo. Joseph Stiglitz, premio Nobel, afirma que los principales axiomas de su ciencia, como la supuesta conducta racional de los agentes económicos, son falsos, algo que, por lo demás, resulta evidente para cualquier estudiante de Psicología. Sin embargo, durante los últimos años la economía ha estado dominada por los fundamentalistas del mercado, unos fanáticos peligrosísimos que han conseguido la cuadratura del círculo: depositar en manos privadas los beneficios ficticios obtenidos con el dinero ajeno y transferir las pérdidas reales al resto de la población.

Roberto no puede dejar de admirar el cuello, terso y esbelto, de Brisa. Se ha recogido el pelo en un moño, de tal modo que su rostro se expone desnudo de artificios.

—Oyéndote hablar, no me extraña que tu padre pudiera convencer a sus clientes y amistades de que eras una eminente economista de la Universidad de Berkeley.

—He de reconocer que no te conté toda la verdad. En realidad, me matriculé en Economía en la Universidad de Berkeley, pero abandoné los estudios el segundo año. La psicología y el teatro me atraían mucho más, para desespero de mi padre. El tiempo me demostró que mi decisión había sido acertada, al menos para comprender con una mejor perspectiva la realidad que oculta la propaganda académica. ¿Sabías que muchas de las decisiones económicas traumáticas más radicales de nuestro siglo están basadas en un manual de tortura mental elaborado por la CIA?

—¿Es una broma?

—En absoluto. En 1953, en plena guerra fría, la CIA experimentó con el control de la mente mediante un programa llamado MK Ultra, en el que se emplearon técnicas de privación sensorial, descargas eléctricas, alteración del sueño, luces cegadoras y drogas alucinógenas como el LSD. Gracias a la Freedom of Information Act, en 1988 salieron a la luz documentos que permitieron a algunas víctimas reclamar y obtener indemnizaciones. Años más tarde, la CIA se vio obligada a entregar el manual Kurbark de interrogatorios, basado en aquellos experimentos. Allí se explica cómo infundir en la víctima el miedo, la angustia y la desorientación suficientes para provocarle un estado de shock en el que renuncie a su voluntad e, incluso, a su identidad en beneficio del interrogador.

—Por fortuna, métodos tan criminales no se pueden emplear actualmente contra los ciudadanos de ningún país civilizado —observa Roberto.

—Pero sí es posible aplicar los mismos principios económicos. A un colectivo desorientado, temeroso y angustiado se le pueden imponer medidas extremadamente lesivas para sus intereses sin que apenas oponga resistencia. Milton Friedman, premio Nobel de Economía, fue el primero que aconsejó públicamente implantar tratamientos de choque a poblaciones enteras en nombre del capitalismo. Friedman, también conocido como el doctor Shock, asesoró a Pinochet al respecto. El paro, la inflación y la pobreza aumentaron dramáticamente en Chile durante los primeros años de la dictadura, pero la mayoría de la población lo aceptó sin rebelarse.

—Es difícil alzarse contra un ejército entrenado para matar y torturar.

—En efecto. Paradójicamente, la primera vez en la historia que se pudieron implementar en un país los principios de libre mercado propugnados por Friedman fue gracias a la represión armada.

—Pinochet impuso deliberadamente una catástrofe económica sobre la mayoría de la población, con la esperanza de que la mano invisible del mercado solventase milagrosamente la miserable vida a la que se veían abocados la inmensa mayoría de los chilenos. Y la mano invisible hizo honor a su nombre, porque nadie la vio —dice Roberto con sorna—. La situación se tornó tan grave con el paso de los años que Pinochet acabó por expulsar de su país a todos los economistas apadrinados por Friedman. Libre de sus consejos, el país comenzó a recuperarse, pero su posterior mejoría se presentó al público como un milagro económico oficiado por el doctor Shock.

—Por eso, aunque su experimento fracasó, sus métodos acabaron triunfando en la mitad del planeta —responde Brisa tras limpiarse la comisura de los labios con una servilleta—. Y lo más inquietante es que la lógica interna del tratamiento de choque prescrito por el ínclito premio Nobel es muy parecida a la de los psiquiatras de los años cuarenta y cincuenta que empleaban descargas eléctricas para tratar las enfermedades mentales de sus pacientes. Ambas teorías abogan por producir un shock que anule la conciencia de los individuos para que las fuerzas del inconsciente, o del mercado, puedan abrirse paso y mejorar su salud psíquica o económica. Como ves, la economía apenas se diferencia de la psicología.

Roberto la mira con renovado interés, como si su hermosa cabeza fuera una caja de muñecas rusas que escondiera una sorpresa dentro de otra. No cualquiera puede mezclar conocimientos económicos y de psicología con la desenvoltura de su amiga y presentarlos envueltos de un enfoque radicalmente original.

—Tras la caída del muro de Berlín —prosigue Brisa—, los tratamientos de choque ya no necesitaron de dictadores como Pinochet. La presión de los mercados fue suficiente para hundir a las clases medias y transferir la riqueza de la nación a unas pocas manos. Todo en nombre de la deuda.

—El juego de la deuda es muy antiguo —apunta Roberto—. Se deja a un país grandes cantidades de dinero. Posteriormente, ese dinero no se invierte en desarrollo, sino que los dictadores o los políticos de turno lo malversan y lo transfieren a sus cuentas secretas en paraísos fiscales. Sin embargo, es la población sometida al expolio de sus gobernantes quien asume el pago de la deuda y los intereses. Es el juego que se practica en África desde tiempos inmemoriales, o en países tan pobres como Haití. Lamentablemente, tanto en España como en otras naciones europeas, la incompetencia, el despilfarro, la demagogia y la corrupción generalizada de los políticos nos abocan a una situación más propia de repúblicas bananeras que de modernas democracias.

Brisa degusta un cappelletto en silencio, antes de exponer su opinión.

—Todo forma parte de un experimento que comenzó muchos años atrás. Tras la caída de las dictaduras, las jóvenes democracias sudamericanas tuvieron que pedir créditos para evitar la quiebra.

»Para entonces, los discípulos del doctor Friedman ocupaban los cargos más representativos del FMI y del Banco Mundial. Las recetas ya eran conocidas: oleada de privatizaciones, drástica reducción de gastos sociales, apertura de mercados y ninguna medida contra la corrupción galopante. El experimento funcionó muy bien. Una población suficientemente golpeada, desorientada y desmoralizada es capaz de aceptar, sin rebelarse, daños irreparables contra sus intereses vitales. Tras la caída del Muro, repetir el proceso en los países comunistas fue cosa de niños. Sin disparar un tiro, las poblaciones conmocionadas presenciaron transferencias de riquezas tan enormes que en el pasado hubieran resultado impensables sin una guerra o una sangrienta revolución. Ahora le toca el turno a la vieja Europa. El inevitable resultado será que la riqueza se concentre en una élite invisible.

—De eso precisamente trata mi libro —señala Roberto con entusiasmo—. La magia de las finanzas permite empobrecer a las masas sin que estas encuentren enemigos, sino sombras. No hay monarquías a las que derrocar ni dictadores a los que culpar. Y no hay partidos políticos que no sean cómplices del desastre. Cincuenta multinacionales producen más de la mitad del PIB mundial y con cada crisis financiera los recursos planetarios se concentran en menos manos. Si no somos capaces de arrojar luz sobre las sombras que nos gobiernan, nuestra caída es inevitable. Los Estados están utilizando ingentes cantidades de dinero para salvar a las entidades financieras de sus desmanes, y ni siquiera hemos exigido a sus directivos que devuelvan los bonus millonarios percibidos por su «impagable gestión», que ha consistido, básicamente, en hacer quebrar a los bancos y provocar una hemorragia terrible en la economía real.

—Ahora comprendo —bromea Brisa, mojando los labios en la copa de champán—. Eres un idealista que pretende salvar al mundo con un libro.

—«La verdad os hará libres», sentenció Jesucristo hace más de dos mil años. En el siglo XXI, solo la información nos impedirá caer en las garras de los esclavistas financieros. Su fuerza radica en las sombras, pero son pocos y no podrían vencernos en un combate a plena luz.

Brisa niega con la cabeza.

—No creía que fueras tan ingenuo, Roberto. El poder siempre ha sido piramidal, y siempre lo será. Las masas aplastadas en la base carecen de la fuerza necesaria para erguirse. No es una cuestión de número, sino de disposición geométrica. Los que están arriba se apoyan en los de abajo, y su peso, por acumulación, acaba resultando insoportable para los de abajo. La revolución solo está al alcance de las élites organizadas, y si triunfan tan solo cambian las personas que se sitúan en el vértice superior de la pirámide, pero no su estructura. Tal es la naturaleza humana.

—Te equivocas, Brisa. Las personas, con nuestras pequeñas acciones, podemos cambiar grandes cosas si asumimos nuestra responsabilidad.

—Como máximo, podemos cambiar el decorado y los actores de la farsa, pero el espectáculo debe continuar…

Jean Paul irrumpe en la sala con una bandeja en la mano derecha, conduciendo un carrito repleto de pasteles con la izquierda.

—Os ofrezco unas costillas de cordero con salsa de menta —anuncia, triunfal—. Es nuestra especialidad. Confío en que sabréis disculparme si me retiro. Es Nochebuena y mi familia me espera. Os dejo también un carrito con repostería variada: recomiendo probar los pecados de chocolate; son exquisitos.

—Obviamente —dice Roberto cuando se quedan a solas— tendremos que esperar a mañana para averiguar si el padre de Jean Paul puede desvelarnos la historia de la cruz de Lorena que sustrajeron a tu madre.

Brisa corta con el cuchillo un trocito de costilla de cordero y se lo lleva a la boca.

—Qué tierno. Está delicioso… Disfrutemos del momento, Roberto. Esta noche podemos dedicarnos a asuntos mucho más placenteros que resolver misterios y debatir sobre economía.