Capítulo 22

El Ginger es un lugar escondido donde se puede saborear una copa de vino en un ambiente acogedor con un punto retro. Una gran barra de madera exhibe las botellas y un espejo en la pared anuncia sus tapas caseras con tiza blanca. Las mesas, convenientemente separadas unas de otras, invitan a la tertulia. Las butacas color crema, muy cómodas, parecen sacadas de los años ochenta, como el resto del mobiliario. Una bola brillante colgada del techo rinde tributo a la estética disco de la época Travolta. Y, sin embargo, el local se parece más a un refugio de montaña que a una discoteca. La luz es tenue, la temperatura muy cálida, y no suele haber más baile que el de las palabras.

—¿Qué planes tienes para esta Nochebuena? —pregunta Brisa, tras quitarse la chaqueta rosa y dejarla suavemente en un puf, bajo sus piernas.

—Ninguno —responde Roberto—. A mi ex le toca la niña, y se la lleva a Zaragoza. Su familia es de allí y quiere pasar las Navidades con ellos.

—A mí las Navidades me deprimen. Te propongo un plan de choque. Visitemos Aviñón y pasemos la Nochebuena en ese castillo del que nos han hablado.

Roberto siempre ha celebrado la Nochebuena con sus padres y primos, pero en ese momento sabe que la compañía de la familia no haría más que recordarle la ausencia de su hija. La alternativa a una cena deprimente seguida de una noche de soledad en su pequeño y vacío piso del Raval es una romántica velada en un elegante château acompañado de Brisa. Estaba claro.

—¡Es la mejor propuesta que me han hecho en las últimas horas! —exclama—. Y solo faltan tres días para la Nochebuena —añade con satisfacción, como paladeando por anticipado los placeres que podría depararle aquel viaje.

—Lo sé… Además, ¿acaso no te acuerdas de que ese día es mi cumpleaños?

—Claro que sí. ¿Cómo se me iba a olvidar?

—No sé, no sé —responde ella meneando coquetamente la cabeza.

—¿Qué te parece si pedimos unas copitas de vino tinto para brindar por nuestra próxima aventura en tierras francesas? —propone Roberto, aprovechando la llegada de la camarera para cambiar de conversación.

Mientras la muchacha enumera las excelencias de sus diversos caldos, Roberto no puede dejar de recordar su apasionado beso en el castillo cátaro. Pasar un día en Aviñón, un romántico hotelito perdido en el sur de Francia… Aquella sería una ocasión inmejorable para que pudieran acabar lo que habían empezado.

—¿Y si resulta que es un lugar oscuro y tétrico? —vacila Brisa—. Por lo que nos ha contado Marina, se trata de un viejo caserón encaramado sobre un solitario peñasco.

—¡Vamos, vamos! No me vas a decir ahora que tienes miedo. Estamos hablando de un hotel incluido en Relais & Chateaux, una de las guías más prestigiosas del mundo.

—Es que, últimamente, todo adquiere tintes siniestros a mi alrededor. Esta mañana, Carlos, el abogado de confianza de mi padre, me ha advertido de que un conocido despacho barcelonés está agrupando a los clientes de Gold Investments para presentar una querella colectiva contra mí. Y como no podré pagar, me tendré que sentar en el banquillo de los acusados por una estafa en la que yo misma fui engañada.

—¿Cómo es posible que firmaras el cargo de administradora de Gold Investments sin ni siquiera darte cuenta?

—Hace un año, precisamente por estas fechas, pasé por un momento anímico muy bajo. Había regresado a Barcelona después de mucho tiempo en California y no me sentía en condiciones de trabajar como psicóloga. Mi padre aprovechó para convencerme de que debía entrar en su sociedad de inversiones y me ofreció una participación accionarial del diez por ciento. Firmé los papeles notariales sin leerlos… Por eso ahora aparezco como la principal responsable.

—Tu padre debía de sospechar, ya entonces, que su negocio de alto riesgo podía irse a pique y se quitó de en medio poniéndote a ti de parapeto.

—Mi padre era un cabrón. Siempre lo fue. Las cosas como son, por mucho que lamente su muerte.

—De todos modos, si no firmaste las cuentas anuales ni los impuestos sobre sociedades, puedes estar tranquila.

—Carlos asegura que sí. Mi padre debió de falsificar mis firmas. Habrá que esperar a los informes periciales del calígrafo, pero mi padre era un profesional. Para ser un estafador de primera has de ser capaz de engañar a tu propia hija. Es posible que ni yo pueda distinguir las firmas reales de las falsas.

—¿Y tenías trato con los clientes de Gold Investments? —pregunta Roberto, sopesando las posibilidades de que Brisa pudiera ser acusada ante un juzgado de lo penal.

—Sí, sí. Les encantaba hablar conmigo. Les transmitía mucha confianza, según decían, y les gustaba que les asesorara sobre los valores en los que invertir.

—Pero tú no eres economista.

—Desde que cumplí los veintiuno, mi padre se complacía en propagar a los cuatro vientos la buena nueva de que su brillante hija se había doctorado con honores en Economía por la Universidad de Berkeley. Lo repitió con tanta convicción durante tantos años que, aunque lo hubiera negado a mi regreso, nadie lo hubiera creído. Hasta el idiota de Carlos, el contable, está convencido de ello. Tampoco hay que culparle demasiado: la verdad es que bordaba mi papel. Al fin y al cabo, la economía es pura psicología. Durante el juicio se llevará una buena sorpresa. Lo malo es que hasta me pueden acusar de intrusismo.

—No te preocupes demasiado. En España hay tantas posibilidades de que alguien ingrese en prisión por delitos económicos como de que los políticos cumplan sus programas electorales. De todas maneras, te ayudaré a encontrar pruebas que demuestren tu inocencia.

La camarera aparece con las bebidas y les sirve un par de copas de vino tinto, con las que brindan por su próximo viaje.

—Tengo una curiosidad —observa Roberto—: si San Francisco es una ciudad tan bella y cosmopolita como cuentas, ¿por qué regresaste a Barcelona después de tantos años?

—La bahía de San Francisco es hermosa. Contemplarla desde los pueblos costeros de Sausalito o Tiburón es una experiencia única. La fusión de naturaleza y tecnología maravilla. Es como si estuvieses en un edén moderno: bosques, playas, viñedos, parques naturales, aire puro, las mejores universidades…, pero todo tiene su tiempo y su lugar. El mío en California se acabó.

—¿Por algún motivo en concreto?

—Las cosas más importantes no tienen motivo ni explicación. Simplemente, necesitaba un cambio.

Resulta evidente que se calla algo. Su amiga ha cambiado: de pequeña le parecía transparente, ahora le oculta secretos; y a él le encanta descubrir incógnitas.

—Simplemente necesitabas un cambio. No sé qué diría tu profesora de psicoanálisis sobre una respuesta tan poco introspectiva —bromea Roberto, para no presionarla demasiado.

—Mi profesora me suspendió cuando leyó mi respuesta en el examen sobre los efectos del psicoanálisis. Le vine a explicar que, en mi opinión, es un método demasiado lento para obtener resultados prácticos sobre la conducta humana. Es cierto, reconocí, que se han observado cambios apreciables en el comportamiento de las personas sometidas a psicoanálisis durante periodos de entre cinco y quince años. Sin embargo, concluí, en ese mismo lapso de tiempo también se observan cambios sustanciales en el psicoanalista y en el resto de los individuos que no se someten a ningún tipo de terapia. Ya lo dijo Heráclito: nada es permanente, excepto el cambio.

—¿Y cómo conseguiste aprobar?

—Muy fácil. Mintiendo en el siguiente examen.