Capítulo 19

Ariel Shavit se presentó en casa de Brisa ataviado con un traje gris marengo cortado a medida, corbata azul marino de seda y relucientes zapatos de cordobán. Llevaba en la mano un elegante maletín Loewe: una imagen radicalmente distinta a la de la carretera de les Aigües.

Paquita, la chica de servicio, estaba en la cocina, y Jesús, el portero, subiría a su piso dentro de una hora con el pretexto de arreglarle un grifo del baño que no cerraba bien. En principio, no debía temer por su seguridad, pero, considerando que aquel hombre podía ser un espía del Mosad, ninguna precaución era suficiente. En cualquier caso, prefería correr el riesgo de recibirlo en su casa. Si realmente pertenecía a los servicios secretos israelíes, la mejor manera de protegerse a sí misma era intentando sonsacarle la máxima información posible sin mostrar signos de temor.

—Eres un hombre de mil caras. ¿Con cuál debería quedarme? —preguntó Brisa, tratando de aparentar seguridad y desenvoltura.

—Con ninguna —respondió Ariel.

—Pues es una pena. Como corredor de fondo, tenías tu punto atractivo —bromeó Brisa antes de invitarle a pasar al salón.

Unas cortinas blancas dejaban filtrar la luz exterior, pero impedían que nadie pudiera verlos desde fuera. Ariel extrajo de su maletín una diminuta placa negra que emitía un ligero zumbido y la colocó encima de la mesa acristalada frente a los sofás.

—No hay micrófonos ocultos en esta habitación, y si alguien quisiera escucharnos desde alguna furgoneta aparcada en la calle, como esa que vemos enfrente de tu casa, este aparatito se lo impediría.

—Esto empieza a parecerse a una película —replicó Brisa tratando de controlar sus nervios.

—La realidad siempre es más sorprendente e imaginativa que la ficción —afirmó Ariel.

—Hay tantos tipos de ficción…, cine negro, comedias de enredo, dramas con final trágico… ¿En qué género encajamos nosotros? —preguntó Brisa, con un deje de ironía.

—Eso depende de la perspectiva. Tú, como psicóloga, deberías saberlo mejor que nadie. El punto de vista, a menudo, es más importante que los hechos.

—Una respuesta muy reveladora. En vuestro negocio debéis aprender a caminar sobre mentiras. Es parte del oficio. ¿Por qué, entonces, debería creer nada de lo que me dijiste en la carretera de les Aigües? No tengo ni el más mínimo indicio de que mi padre tratara con acaudalados pakistaníes, y mucho menos de que fuera un agente doble.

Brisa observó al supuesto espía y esperó a que revelara alguna de sus cartas.

—Podría contarte muchas cosas —dijo Ariel—, pero no estoy autorizado a revelar nombres ni apellidos. No obstante, algunas noticias son de dominio público. Apenas dos semanas antes de la muerte de tu padre, se perpetraron unos terribles atentados en Bombay que amenazan con provocar una guerra entre la India y Pakistán si este no entrega a los responsables.

—He visto algunas imágenes grabadas por las cámaras de seguridad del hotel Taj Mahal. Los terroristas entraron tranquilamente por la puerta de servicio y comenzaron a disparar contra turistas y empleados, mientras un ala entera se consumía en llamas tras sufrir varias explosiones.

—Esta es la imagen que quedará en la memoria colectiva, porque el Taj Mahal es símbolo del lujo no solo en la India, sino en el mundo entero. Sin embargo, los atentados se produjeron coordinada y simultáneamente en múltiples puntos de la ciudad. A nosotros nos perturba sobre todo el asalto al centro social judío Chabad. Los terroristas tomaron el edificio, mataron al matrimonio hebreo que regentaba la residencia y prendieron como rehenes a algunos de nuestros compatriotas. El ejército indio logró liberarlos tras varios días de asedio, pero varios judíos murieron en la operación. Queremos vengarlos.

—Comprendo muy bien el ansia de venganza. Pero lo que no me resulta tan evidente es la relación de mi padre con tales atrocidades.

—Los terroristas utilizaron armas automáticas, granadas, bombas, navegadores GPS, mapas digitalizados de alta resolución, y precisaron de meses de entrenamiento. En otras palabras, necesitaron dinero, mucho dinero…

—Y mi padre —conjeturó Brisa— era titular de varias cuentas secretas en la isla de Man.

—En efecto. Rastreando dichas cuentas, tal vez podríamos conocer a los destinatarios de sus fondos, y localizar así a los autores intelectuales de la barbarie. Pakistán acabará por entregar a los habituales cabezas de turco como moneda de cambio barata ante las presiones internacionales. Nosotros queremos llegar más lejos y enviar un mensaje muy simple a nuestros enemigos: quien ordene la muerte de judíos no podrá dormir tranquilo en ningún país. Por dicho motivo, estoy autorizado a ofrecerte un millón de euros por una copia de los extractos bancarios en los que Arturo Gold aparezca como titular, del periodo de los últimos tres meses.

La oferta podía ser tentadora. Sin embargo, el dinero no lo era todo. Brisa desconocía qué consecuencias podría tener para su integridad física entregarle lo que le pedía, pero no era difícil imaginárselo. Las apuestas eran siempre demasiado altas cuando se trataba de terrorismo entre dos países con arsenal nuclear a su disposición. Además, no tenía ninguna prueba de que aquel hombre fuera amigo de su padre; de hecho, ni siquiera estaba convencida de que perteneciera a los servicios secretos de Israel.

—Hay algo que no me cuadra —objetó Brisa—: si mi padre ya era un agente doble que trabajaba para vosotros, ¿por qué no os facilitó él mismo una copia de esos extractos bancarios?

Ariel cerró la mano, la apoyó sobre su mentón y miró fijamente a Brisa.

—Lo hizo, pero solo en parte. Hace un año, más o menos, contactamos con tu padre, le revelamos quiénes eran los que le empleaban como testaferro y le solicitamos que colaborara con nosotros suministrándonos información de sus cuentas en la isla de Man. Le costó un tiempo decidirse, pero al final accedió. Me aportó copia de toda la documentación que obraba en su poder, y pactamos que periódicamente nos entregaría la información actualizada de las últimas operaciones en las que hubiera intervenido como hombre de paja. Por desgracia, su muerte nos ha privado de un buen patriota y de los extractos bancarios del último trimestre.

—¿Y cómo convenciste a mi padre de que colaborara voluntariamente con vosotros? —preguntó Brisa, en tono escéptico.

—No le convencí yo. Le convenció Auschwitz.

Brisa sintió un escalofrío en la espina dorsal. En Auschwitz, los nazis habían ejecutado a más de dos millones de judíos, además de gitanos y homosexuales.

—Una visita a Auschwitz le estremeció el corazón —aseguró Ariel—. Deberías ir tú también allí, para comprender por qué debemos seguir luchando, para que no se repita el pasado. Es una visita inolvidable. Los barracones donde se hacinaban los judíos se extienden hasta el horizonte, más allá de donde alcanza la vista, como si fueran campos de olivares. Los hornos crematorios en forma de chimenea también siguen allí, formando parte de ese paisaje del espanto. La visita al museo resulta especialmente instructiva. En una enorme vidriera se puede contemplar el pelo de judíos como si fuera paja amontonada. Se lo arrancaban, como a las ovejas, y lo utilizaban para confeccionar prendas de vestir.

Brisa barruntó que aquel hombre podía estar diciendo la verdad. Aunque era un asunto del que casi nunca se hablaba, ella sabía que la mayoría de los hermanos y primos de sus abuelos paternos fueron exterminados por los nazis. Todos ellos vivían en ciudades centroeuropeas y muy pocos lograron escapar. La familia de su padre se había trasladado a España al término de la Primera Guerra Mundial; gracias a ello evitaron ser víctimas del genocidio. A su padre no le gustaba hablar de aquella parte de su pasado, y, en general, nunca había mostrado interés por el mundo hebreo. Sin embargo, el encuentro con Ariel y la visita al campo de Auschwitz podían haber sacudido su conciencia.

Eso explicaría que, tras una vida de indiferencia respecto a las tradiciones hebreas, hubiera alterado su testamento, para dejar por escrito su voluntad de ser enterrado según los ritos judíos y de que en su esquela necrológica apareciera la estrella de David, el símbolo del Estado israelí. Ahora bien, el hecho de que su padre hubiera podido colaborar con el Mosad no la obligaba a ella en modo alguno, ni le aportaba una prueba definitiva sobre la verdadera identidad de su interlocutor.

—Comprendo que puedas tener dudas —afirmó Ariel—. Sin embargo, cuanto te he dicho es cierto. Mostrarte un carné del Mosad no sería demasiado convincente —añadió con una tenue sonrisa—. Un viaje a Jerusalén disiparía tus dudas, pero no será necesario. Si quieres, podría concertar una entrevista discreta con el embajador israelí en España. ¿Qué te parece?

La oferta era muy seria, pero Brisa todavía recordaba la biografía sobre Robert Maxwell que había leído recientemente. En ella, el autor relataba la vida del magnate y cómo, tras visitar el Muro de las Lamentaciones en compañía de Shimon Peres, decidió poner su imperio mediático y su persona al servicio de la salvaguarda del Estado judío. Gracias a sus contactos del otro lado del Telón de Acero y su influencia, se convirtió en el agente secreto más valioso de Israel, y a su muerte fue enterrado en el sagrado monte de los Olivos, con los honores propios de un jefe de Estado.

No obstante, según todos los indicios, la accidentada muerte de Robert Maxwell fue planeada y ejecutada por los servicios secretos del Mosad. ¿La causa? Sus insolubles problemas financieros. ¿El motivo? Recurrir al Estado israelí para que avalara sus deudas, amenazándolos con difundir a través de sus medios los numerosos secretos que conocía de primera mano. ¿La triste conclusión? Un magnate arruinado y desesperado ya no le era útil a Israel. ¿La inevitable consecuencia? Su muerte, nunca aclarada, tras caerse por la barandilla de su lujoso yate mientras la tripulación dormía el sueño de los justos.

Los servicios secretos y los políticos, caviló Brisa, disponían de las vidas ajenas a su antojo, y ella no tenía ninguna intención de convertirse en una muñeca rota ni de arriesgar su vida por los hacedores de falsas patrias y banderas.

—Agradezco tu oferta —dijo Brisa—, pero de lo único que estoy segura es de que mi padre murió ahorcado con una cruz atravesada en la garganta. Desconozco qué tipos de negocios se traía entre manos, pero salta a la vista que no eran demasiado aconsejables para la salud. Francamente, todo esto me supera, y de momento tengo intención de mantenerme al margen.

—Te comprendo perfectamente —asintió Ariel—. Solo te pido que pienses en lo que te he dicho y que me llames si cambias de opinión. Al principio, tu padre tampoco quiso colaborar con nosotros.