La Costa Brava fue hace mucho tiempo un paraíso natural de difícil acceso. Las escasas edificaciones no perturbaban el mar, los pescadores faenaban en sus pequeñas embarcaciones de madera y el tiempo se detenía para los afortunados que visitaban tan bellos parajes. El progreso trajo autopistas, y la corrupción urbanística destrozó el paisaje con un bombardeo arbitrario de construcciones desiguales en las que todo estaba permitido, salvo la armonía.
El invierno permite recuperar la pureza de algunos rincones. El camino de ronda que une S’Agaró con Platja d’Aro discurre solitario sobre acantilados rocosos bañados por un mar de azules intensos. Las gaviotas sobrevuelan las aguas extendiendo sus alas, y los pinos surgen de entre las rocas como por ensalmo.
—Aquí podremos hablar más tranquilos que en Barcelona —afirmó Brisa.
—A mí no me engañas —dijo Roberto moviendo desenfadadamente el dedo índice—. Venir hasta aquí ha sido solo una excusa para desahogarte apretando a fondo el acelerador. Nunca había tardado menos de una hora en llegar a S’Agaró.
—Nunca habías venido conmigo. —Brisa sonrió—. Conducir la moto con pasión me produce una sensación de libertad parecida a volar. Acelerar, trazar las curvas, cortar el viento… Me siento viva y me olvido de los problemas.
—Ya te llegarán las multas. ¿No has oído hablar de los radares?
—Si me sorprenden con alguno, será la menor de mis preocupaciones. Después del encuentro de ayer, he pasado la noche en vela. Pensaba que me estaba volviendo loca. Te agradezco mucho que hayas quedado conmigo.
—Me vendrá bien pasar el día fuera, en un día tan bello y soleado como el de hoy. Cuando uno duda sobre el rumbo que debe tomar es aconsejable romper con la rutina y observar los problemas desde una perspectiva diferente. Perder el tiempo, a menudo, es la mejor forma de ganarlo. Al menos, eso es lo que me dice siempre mi madre.
—Tienes suerte de contar con una madre tan sabia. Mi médico de cabecera suele recetarme una carrera en moto y un baño de naturaleza contra el colapso mental, pero me cobra una fortuna por sus consejos.
El cambio de aires la había animado. Con cazadora de cuero negro y pantalones vaqueros ajustados, estaba más atractiva que ningún otro día.
—Me gustaría saber qué opinaría tu madre sobre mi extraña conversación con Ariel —bromeó Brisa.
—Ante todo, te diría que debes desconfiar de los extraños, sobre todo si ofrecen caramelos o millones de euros en cuentas suizas. El tal Ariel puede ser del Mosad o de la Guardia Civil. En todo caso, es alguien interesado en averiguar secretos sobre tu padre.
—Y ese alguien también podría pertenecer a un grupo mafioso —señaló Brisa.
—Hasta podría veranear en cualquiera de las fastuosas mansiones que bordean desde lo alto este camino de ronda. En tal caso, te habría tendido un anzuelo con el que averiguar si tienes documentos que les puedan interesar o comprometer. Un motivo más para no contactar con el audaz y madurito corredor de fondo que te abordó ayer.
Brisa le miró en silencio. El olor de los pinos se mezclaba con el del mar, y las olas se mecían en la orilla de una pequeña cala que se divisaba desde lo alto del camino.
—He intentado encontrar algún documento que confirmara sus palabras, pero ha sido en vano. Como no hallé nada entre sus papeles, decidí probar suerte con su ordenador portátil. El nombre de usuario escrito sobre la pantalla era «gozo», y para iniciar la sesión debía teclear una clave de acceso que desconocía. Tras numerosas probaturas, acerté con la opción más obvia: también era «gozo».
—Una palabra así indica que a tu padre le gustaba disfrutar —observó Roberto.
—No te creas. Estuve analizando los documentos de su portátil y enseguida captó mi atención una carpeta titulada con ese nombre, y cuyo contenido no era precisamente jovial. En su interior hallé una documento de Word con una sola frase: «Gozo encierra sufrimiento». Dentro de la carpeta no había ningún otro archivo ni documento. Por eso creo que es un mensaje cifrado que iba dirigido a mí, para que busque en una determinada dirección.
—¿Y adónde nos conduce esa dirección? —preguntó Roberto, intrigado.
—A la mansión de mi padre en la calle Iradier. Allí, en un pequeño despacho, guardaba en un cajón multitud de fotos antiguas; entre ellas estaba este retrato de mi madre —anunció Brisa, que le pasó una fotografía descolorida, que extrajo del bolsillo de su cazadora.
Roberto observó la foto. Era pequeña y estaba enmarcada por unos bordes blancos, al igual que todas las realizadas en el pasado con las polaroid. Los vívidos colores originales se habían difuminado, pero las imágenes eran todavía nítidas. Una mujer, joven y hermosa, aparecía sentada sobre una silla francesa Luis XV, con las piernas cruzadas; lucía un elegante vestido negro que dejaba al descubierto su cuello y una joya que ya había visto anteriormente: aquella cruz de esmeraldas de doble travesaño sostenida por una fina cadena de oro.
—Esta cruz es la prueba de que las muertes de mis padres están relacionadas.
La foto llamó la atención de Roberto. Los recuerdos de Brisa no eran meras imaginaciones. Aun así, le seguía costando aceptar una relación entre dos crímenes separados por veinticinco años. Aunque su madre hubiera llevado aquella cruz el día de su muerte, existían otras posibilidades.
—No debemos descartar ninguna hipótesis —reflexionó en voz alta—. Quizá la cruz que le robaron a tu madre no fuera la misma que la que apareció en el cuello de tu padre. Tal vez se compraron dos joyas iguales, como si fueran dos alianzas, y tu padre conservó la suya hasta el fin de sus días…
—No te equivoques. Mi padre no era Gustavo Adolfo Bécquer. Quizá las crónicas rosas pretendan idealizarlo como un romántico del siglo XIX fiel a la memoria de su difunta esposa, pero la realidad es que era un mujeriego empedernido a quien nunca le gustaron los compromisos sentimentales. La poética historia de las dos cruces gemelas no encaja con su carácter. Siempre que alguien mencionaba a mi madre en una conversación, se irritaba y cambiaba de tema, o se recluía en una celda de silencio.
—Los hombres somos muchas veces como cofres que guardan bajo llave sus sentimientos más profundos. Los encerramos. Puede que así pretendamos olvidar lo que duele demasiado. Nada puede provocar más sufrimiento que el amor.
—Si crees que la leyenda «gozo encierra sufrimiento» está dedicada a la memoria de mi madre, te equivocas. Te lo puedo asegurar como hija y como psicóloga. Por eso estoy convencida de que mi padre intentaba decirme algo concreto. La frase es una clave, y probablemente tenga relación con la cruz de esmeraldas, pero no tengo ni la más remota idea de cómo interpretarla.
—Estamos ante un camino sin salida —dijo Roberto.
—No es propio de ti arrojar la toalla sin más —le reprendió Brisa—. La documentación que nos falta examinar podría darnos las respuestas que buscamos.
—Me refería a otra cosa —replicó Roberto, esbozando una tímida sonrisa—. Ya hemos llegado a la playa de Sa Conca, pero el tramo que conduce a Sant Antoni de Calonge está cortado, a causa de las lluvias torrenciales de noviembre. Lo sé porque estuve andando por aquí hace un par semanas y no pude continuar. Tendremos que regresar a S’Agaró por el mismo camino.
—Hace un día espectacular. ¿Sabes?, estos días soleados de inverno son mis favoritos. Además, todavía es muy pronto. ¿Adónde podríamos ir? —preguntó Brisa con una súbita ilusión infantil. Sus rasgos continuaban siendo ligeramente aniñados, pero su cuerpo y su seductora mirada ya no eran los de una cría.
—¿Qué te parecería visitar legendarios castillos medievales encaramados sobre majestuosas montañas? —preguntó Roberto, dejándose llevar por el entusiasmo que irradiaba su amiga.
—¿Me estás tomando el pelo? —inquirió Brisa con expresión maliciosa.
—En absoluto. Crucemos la frontera y te mostraré algo que te va a gustar. ¿Conoces los castillos cátaros de Lastours?
—He leído sobre ellos, pero nunca los he visitado.
—Son una maravilla, y están a unas dos horas y media de aquí. Conozco bien el camino. Déjame conducir y estaremos allí antes de la una.
—Ni hablar. Conduciré yo… Llegaremos antes de las doce y media.