Capítulo 16

Las calles estrechas, oscuras y sucias del Raval albergan el inconsciente oculto de una ciudad de diseño. El barrio siempre ha vivido al límite, tal vez porque en la época romana se quedó fuera del perímetro amurallado que defendía la urbe. Sus campos, huertos y pantanos permanecieron durante siglos al borde de la civilización, sintiendo su influjo, pero sin someterse a sus reglas.

La palabra árabe rabad ha dado nombre a un barrio que nunca se ha regido por los valores de la burguesía catalana, sino por sus propios códigos. Prostitutas, obreros, comerciantes, carteristas, camellos, policías, anarquistas e inmigrantes han convivido durante el último siglo en una zona puente entre el puerto y el corazón de Barcelona. El peso de la historia ha determinado que todavía hoy el estatus socioeconómico de sus moradores sea muy inferior al que correspondería por su privilegiada ubicación. Las personas adineradas no quieren ver a las prostitutas africanas copando las aceras de una calle cercana, ni el brillo de una navaja temblando bajo la tintineante luz de una farola.

Tras el divorcio, Roberto se había visto obligado a reducir drásticamente su nivel de vida. Un piso de alquiler no demasiado caro en el Raval le había parecido la opción más razonable. Próximo al trabajo, en una zona repleta de restaurantes y bares encantadores, no había peligro si se evitaban ciertas callejuelas a horas intempestivas, y, además, uno podía disfrutar de lugares tan mágicos como el monasterio de Sant Pau al Camp.

El santuario románico ya no está en el campo, como en el siglo X. Flanqueado a su derecha por un enorme polideportivo, en la actualidad sus puertas miran a un bosque de pequeñas tiendas que reclaman la atención de los transeúntes con sus rótulos de colores chillones anunciando teléfonos, cámaras, relojes, locutorios, costureros remendones y diminutos colmados publicitados como supermercados…

No obstante, contemplándolo de frente, contra el cielo recortado a sus espaldas, todavía es posible transportarse lejos de la ciudad y de las urgencias agobiantes. No hay edificios traseros que enturbien la visión de esta joya del románico. Nunca hay turistas haciendo fotos, y los transeúntes suelen mostrar una total indiferencia ante este milagro del pasado.

Roberto necesitaba aspirar una bocanada de paz para reordenar sus pensamientos, y aquel espacio era el lugar idóneo. Por la módica cantidad de tres euros, pagó la entrada, escuchó en soledad los cantos gregorianos que envolvían el claustro interior y se sentó en uno de los bancos vacíos de la antigua iglesia románica.

Los maitines gregorianos eran grabados, pero, como resonaban con una acústica excelente, en la soledad de aquella iglesia resultaba sencillo imaginar a un coro de monjes cantando tras los muros del extinto monasterio. La inesperada llegada de Dragan le sacó abruptamente de su ensimismamiento.

—No imaginaba que fuera un hombre con inclinaciones religiosas —bromeó Roberto, aparentando una tranquilidad de la que carecía.

—Las iglesias siempre han ofrecido refugio a los criminales —replicó Dragan—. En ellas se absuelven los peores pecados —añadió, tras sentarse en el banco junto a él.

—Con la condición de que uno esté arrepentido y cumpla la penitencia —observó Roberto, arqueando una ceja.

—En ese caso, mi destino será el Infierno. Como ya sabe, yo vivo de mis pecados. Precisamente quería hablar de los suyos, aprovechando la intimidad que nos brinda este lugar sagrado, tan propicio a las confesiones. Tal vez la palabra adecuada sería «confidencia». Eso es lo que espero de usted: que me confíe el nombre de todas las empresas y personas que están siendo objeto de investigación en el peritaje judicial.

Roberto frunció el ceño con disgusto.

—Hay más de cincuenta empresas… y decenas de responsables. No pretenderá que me acuerde de todos los nombres.

—Incluso un hombre con sus facultades podría tener un olvido involuntario. Por eso le he traído esto —dijo Dragan entregándole un pen drive—. Le resultará sencillo —prosiguió— grabar en un documento Word el organigrama completo con todas las empresas y sujetos investigados. Pasado mañana vuelva a este lugar a la misma hora; asegúrese de que no le sigue nadie, siéntese en cualquiera de los bancos vacíos de la iglesia y espere. Un turista lo cogerá disimuladamente.

—Comprendido —dijo Roberto, cortante.

—Por cierto, si detectáramos que falta información a la que haya tenido acceso, su hija sufrirá las consecuencias.

Roberto alzó la mano instintivamente hacia el cuello de Dragan, pero logró contenerse. Se limitó a señalarle con el dedo y le miró fijamente antes de pronunciar unas palabras que le salieron con la certeza de que las cumpliría.

—Como algún día le pase algo a mi hija, no escaparás con vida.

Dragan se limitó a sonreír levemente.

—El amor hacia su hija es la mejor garantía de que colaborará con nosotros. Siga nuestras instrucciones y todos viviremos mejor, incluso usted. La violencia es el último recurso que deseamos emplear. Créame si le digo que estaremos contentos de pagarle muy bien a cambio de su trabajo. Solo son negocios. No tenemos nada personal contra usted.

—Ya, claro.

—Bien, entonces vayamos al grano: ¿sabe ya quiénes son los principales responsables y si pueden ser detenidos próximamente?

Roberto maldijo a Jordi, aquel entusiasta agente que le había proporcionado demasiada información. Por su culpa, conocía los nombres de los capos principales, y que la policía estaba esperando a que pisaran suelo español a principios de enero para detenerlos.

Su padre siempre había estado convencido de que su misión en la vida era combatir el crimen. El mal, para él, tenía cara y ojos: ladronzuelos, atracadores, camellos, traficantes, asesinos, violadores y terroristas. Gente fácil de identificar. Sin embargo, el mal, para Roberto, no tenía cara ni ojos. No era tan simple. La verdad era mucho más inquietante. El mal yacía oculto tras las instituciones más honorables.

Los verdaderos delincuentes vestían trajes impecables, vivían en mansiones y viajaban en sus propios aviones privados. Los auténticos miserables regentaban ingentes propiedades legales y dejaban el trabajo sucio a sus lugartenientes. Esa clase de gente no empuñaba armas, sino teléfonos móviles. Los hermanos Boutha pertenecían a esa aristocracia del mal. Desde su época universitaria, Roberto había sentido la necesidad de batallar contra esa gentuza. Y, sin embargo, ahora se veía obligado a trabajar para ellos.

Durante los últimos días había sopesado con fuerza denunciar los hechos a la policía y solicitar protección. Pero había desechado tal posibilidad. Aquella trama mafiosa parecía suficientemente peligrosa como para ejecutar sus amenazas, incluso desde la cárcel. Aunque los capos fueran detenidos no les podrían confiscar sus enormes riquezas. Las sociedades offshore domiciliadas en paraísos fiscales no tienen obligación de identificar a sus verdaderos propietarios. Y desde una prisión, aunque fuera de máxima seguridad, les resultaría relativamente sencillo transmitir órdenes precisas y continuar controlando sus negocios.

No podía emular a Abraham y sacrificar a su hija. No en nombre de una justicia ciega en la que los delincuentes de guante blanco acostumbran a escurrirse entre las comas de los códigos penales. Y existían recursos más convincentes que las interpretaciones normativas. Roberto conocía algunos casos de escandalosas sentencias absolutorias y de fugas inexplicables.

—Según la policía —dijo al fin en voz baja, como si se estuviera confesando—, los hermanos Boutha son quienes dirigen y controlan la organización. Al parecer, tienen previsto venir a Barcelona a principios de enero. En cuanto pongan el pie en la ciudad condal, los detendrán.

Aquellas palabras le quemaron en la garganta, pero mentir era una opción demasiado arriesgada. Si el grupo mafioso tuviera algún infiltrado entre los Mossos d’Esquadra…

—¿Y como saben los Mossos que los señores Boutha van a reunirse en Barcelona? —preguntó Dragan.

—Tienen pinchados algunos teléfonos de sus lugartenientes, pero no me han informado de quiénes.

—Ha hecho un buen trabajo —le felicitó Dragan—. Siga manteniendo los oídos bien atentos. Pronto volveremos a vernos.