Roberto siguió leyendo el cuento en voz alta, aunque su hija ya se había dormido. Tal vez, pensó, sus palabras la ayudaran a tener mejores sueños. Desde la separación, se encontraba desorientada y más triste. Un terremoto había removido sus vidas: papá y mamá ya nunca estaban juntos. Una niña de tres años no podía entenderlo. Y su padre tampoco. Únicamente podía recordar cómo habían llegado a tan triste situación.
El olor de un perfume fue lo primero que le hizo sospechar. Su aroma mezclaba la canela, el ámbar, la vainilla y la miel, pero no era empalagoso ni demasiado afrutado. Una fragancia sugerente que Roberto no lograba identificar con ninguna de las que habitualmente utilizaba su mujer.
Movido por la curiosidad, rebuscó entre los cajones del baño y halló un pequeño frasco ovalado de perfume prácticamente intacto. Bastaba con ver el líquido dorado dentro del envase de cristal para percatarse de que, a lo sumo, habría sido utilizado en tres o cuatro ocasiones. Y, sin embargo, Olga, su mujer, no le había comentado que hubiera comprado un nuevo perfume, algo sumamente raro, pues una de sus aficiones favoritas era describirle todas las compras que hacía con el mismo entusiasmo que un general emplearía para explicar a sus oficiales la estrategia adecuada para ganar una batalla. También cabía la posibilidad de que se lo hubiesen regalado, pero no había sido su cumpleaños ni su santo.
El perfume le llevó a sospechar de otros detalles a los que no había atribuido ningún significado concreto. En un par de ocasiones recientes, su mujer le había llamado al trabajo para pedirle que pasara él a recoger a la niña por el parvulario, porque la caja de la oficina no cuadraba y debía quedarse a comprobar todas las operaciones del día hasta que encontrara el error. Y uno de esos días, precisamente, había estrenado un bonito vestido, demasiado ceñido para su gusto.
Podían ser simples coincidencias, pero Roberto no creía en las casualidades. Así que esperó a que Olga se metiera en la ducha para escudriñar su bolso. Naturalmente, lo primero que miró fue el registro de llamadas de su teléfono móvil y el contenido de los últimos mensajes. Por ahí no encontró nada sospechoso, pero no se quedó tranquilo. Al fin y al cabo, era muy sencillo borrar las llamadas y los mensajes. Luego buscó en su bolso, con la meticulosidad de un espeleólogo.
Pintalabios, llaves, colorete, rímel, un bolígrafo, pañuelos, unas pinzas pequeñas, un cepillo de dientes, la billetera, un lápiz de labios, aspirinas, caramelos de menta, un espejito y otros objetos similares desfilaron por sus manos como soldados de un ejército desordenado. Un pequeño neceser completaba el contenido del bolso. Roberto lo abrió, preguntándose para qué diantre necesitaría su mujer más cosas de las que ya llevaba. La respuesta le dejó sin aliento. Entre varios complementos cosméticos, una tarjeta de hotel trataba de pasar desapercibida, como si supiera que formaba parte de un paisaje equivocado.
Roberto la examinó. Pertenecía al hotel Casa Fuster. Lo conocía muy bien. Hacía un mes ambos habían pasado una magnífica velada en sus salones escuchando a la banda de jazz de Woody Allen. Construido a principios de siglo como un regalo del señor Fuster a su esposa, se concibió como un palacio y terminó siendo la mansión más cara de Barcelona. A Olga le había entusiasmado, pero eso no justificaba que tuviera la tarjeta de una de sus habitaciones.
Roberto reintrodujo las cosas en el bolso, al tiempo que trataba de reordenar sus ideas. No había mucho que reordenar. Su mujer le engañaba con otro; aquella supuesta comida con sus compañeros de trabajo del día siguiente no era más que una patraña. Sin embargo, no hizo comentario alguno. Necesitaba recopilar las pruebas y confirmar por sí mismo su hipótesis de manera irrebatible.
Al día siguiente llamó a sus padres para que fueran a recoger a la niña, salió antes del trabajo, alquiló un Seat León y lo aparcó tras unos contenedores de basura, unos metros más abajo del hotel, justo en la acera de enfrente. Resguardado por una rambla peatonal salpicada de árboles, su estratégico emplazamiento le permitía observar, sin llamar la atención, a cuantos entraban por la puerta. También contactó con su buen amigo Pepe, propietario de una agencia de detectives, y le encomendó la tarea de seguir a Olga para cubrir la eventualidad de que no acudiera al hotel.
Sobre las cuatro de la tarde vio a su mujer a través de la luna del Seat León. Roberto sintió un punzante estremecimiento en el corazón. Cuando minutos después observó como Mario Blanchefort entraba en el hotel, una intensa náusea le revolvió el estómago. Conocía muy bien a aquel cabrón. Habían estudiado juntos en la universidad, compartían amistades, y entre ellos siempre había existido una especie de hostilidad soterrada que mantenían a raya sin dejarla traslucir al mundo exterior. Hasta aquel día.
Roberto bajó del coche, atravesó la amplia avenida del paseo de Gràcia, respondió al saludo del portero de la Casa Fuster con cara de pocos amigos, atravesó la puerta acristalada del hotel y se dirigió al salón donde tan solo un mes antes había asistido a un concierto de jazz con su mujer. Las fastuosas columnas venecianas se elevaban hasta los altos techos abovedados y los elegantes sillones granates otorgaban al espacio un soplo de fantasía oriental. La luz entraba en el café a través de sus grandes ventanales, pero no había nadie allí para admirarla. Todas las mesas estaban vacías.
Roberto cogió el ascensor y subió hasta el último piso. Desde la terraza del hotel se divisaba el paseo de Gràcia; unas mesitas con sombrilla permitían disfrutar del panorama cómodamente sentados. Tres de las mesas estaban ocupadas y una pareja dormitaba sobre las tumbonas colocadas frente a la coqueta piscina de la azotea. Ni Olga ni Mario estaban allí.
Obviamente, no habían querido demorarse en preámbulos innecesarios. Como en la tarjeta delatora no aparecía el número de la habitación, marcó el teléfono del hotel Casa Fuster y solicitó hablar con Mario Blanchefort por un asunto urgente. El conserje consultó el nombre y transfirió su llamada a la habitación. El escándalo que se organizó aún se recuerda en el hotel. De hecho, la guardia urbana tuvo que intervenir para calmar los ánimos. El abogado de su mujer aprovechó aquel incidente para presentarle como un hombre agresivo y peligroso. El juez decretó una orden de alejamiento, por lo que Roberto tuvo que abandonar su hogar como un delincuente.
El precio de ser un cornudo era muy caro: la hipoteca de su antiguo piso, la pensión alimenticia de su hija y el alquiler de un piso en el Raval consumían casi todo su sueldo. Y las preguntas se repetían sin cesar en su mente. ¿Qué había fallado entre él y su mujer? Ninguna respuesta le satisfacía. La verdad podía ser tan simple como que Olga y Mario sintieran una pasión física irrefrenable. Incluso podían haberse enamorado. Los detalles morbosos le torturaban. ¿Por qué motivo habría elegido Olga el mismo hotel donde semanas atrás habían pasado una agradable velada escuchando jazz? Había sido su mujer la que había comprado las entradas. ¿Acaso ya había estado antes del concierto en las habitaciones de la Casa Fuster? El hecho de conocer tanto a Mario empeoraba las cosas. Compartían estudios, amigos… En la época universitaria, Olga había coincidido con ambos en algunas fiestas. ¿Desde cuándo eran amantes?
María dormía profundamente. Roberto apagó la luz de la habitación de su hija. Apagar aquellos pensamientos desbocados no sería tan sencillo.