Encaramado sobre la montaña de Montjuïc, el lujoso hotel AC Miramar se encuentra a tan solo cinco minutos en moto de la plaza Drassanes, pero sus jardines permiten disfrutar de un refresco a quienes buscan huir de la ciudad sin salir de ella.
Estaba tan próximo a su trabajo que Roberto pensó en ese lugar cuando Brisa le llamó aquella soleada mañana de diciembre. Su anterior encuentro había concluido de forma abrupta, cuando un pequeño ejército de abogados se personó en casa de su amiga. No hizo falta que nadie le dijera que aquella invasión de letrados respondía a una emergencia.
Las prisas se habían quedado en la ciudad, y en aquel entorno resultaba más fácil hablar como dos amigos de la infancia que hubieran crecido demasiado rápido.
—No había vuelto a saber nada de ti desde los trece años —dijo Roberto—. Desapareciste, como Campanilla.
Brisa sonrió, pero sus ojos rasgados estaban velados por un halo de tristeza.
—¿Todavía te acuerdas? Me encantaba disfrazarme de la eterna compañera de Peter Pan. Entonces jugábamos a encontrar la puerta de regreso al País de Nunca Jamás. Era mi juego favorito. Todavía no sabía que resulta imposible regresar a ningún lugar. Cuando mi padre me dejó internada en el colegio L’Aiglon, el más exclusivo de Suiza, no imaginé que no volvería a Barcelona hasta después de haber cumplido los treinta. Y no sé quién ha cambiado más: si la ciudad o yo.
Brisa ya no era aquella niña delgadita con la que jugaba en la infancia. Seguía sin ser alta, pero su esbelto cuerpo irradiaba la fragancia de una mujer en su plenitud. Ya no llevaba las gafas negras y el traje de luto; ahora vestía de un modo más informal. Unos vaqueros ceñidos y un fino jersey azul marino marcaban sus formas del modo aparentemente descuidado de quien sabe el efecto que causa en los hombres. Sus achinados ojos verdes provocaban en Roberto un estremecimiento indefinible. La fisonomía de su cara seguía siendo angulada y triangular, como la de una gata aparentemente relajada. Pero el pequeño aro dorado que adornaba la aleta de su nariz parecía ser un símbolo de su intención de continuar quebrantando las reglas sociales con las que discrepara.
—No me pude despedir de nadie —dijo Brisa con voz trémula—. Mi padre me comunicó mi nuevo destino durante las vacaciones de verano en Suiza, y ya no me dejó regresar a Barcelona. Quería que rompiera con mi pasado de forma radical. Pensaba que no había logrado superar la muerte de mi madre y que un cambio de aires me ayudaría. La verdad es que había descubierto mi creciente afición por la estética gótica y estaba preocupado.
—En un par de ocasiones —recordó Roberto—, me convenciste para que nos pintáramos la cara de blanco, los labios de color oscuro y nos vistiéramos con unos trajes negros de segunda mano que compramos en un mercadillo. Hicimos unas fotos muy divertidas.
—A mi padre no le hicieron ninguna gracia. Quizá fueron el detonante para que decidiera internarme en Suiza. Había oído historias sobre la atracción de los góticos por la muerte, y se asustó. En aquel tiempo, viajaba mucho y no se podía ocupar demasiado de mí. El carísimo colegio de L’Aiglon le ofrecía vigilancia intensiva y los mejores contactos sociales que cualquiera pudiera desear para una hija.
—Me costó mucho enterarme de que estabas allí. Te escribí varias cartas, pero no recibí respuesta.
—Nunca me llegaron. Años más tarde averigüé que leían todas las cartas antes de entregármelas. Supongo que las tuyas ni siquiera las abrieron. Sospecho que mi padre concluyó que no eras una buena influencia.
Sentados frente a aquella elegante piscina, en un luminoso día de invierno, sin gente alrededor, a Roberto le parecía casi irreal intercambiar confidencias con Brisa veinte años después de que su amistad infantil se interrumpiera bruscamente.
—Yo también te escribí desde el internado, pero, al no tener noticias tuyas, imaginé que me habías olvidado.
—La misma persona que interceptaba mis cartas debió de tirar las tuyas a la basura…, o puede que las enviara a una dirección equivocada.
—Siempre hay alguien o algo que tiene la culpa —dijo Brisa entrelazando sus manos—. Personas o ciertas circunstancias que escapan a nuestro control y que acaban por dirigir nuestra vida a escenarios imprevistos. La estricta Suiza me llevó a la liberal California, donde estudié la carrera universitaria. Allí me quedé durante más años de los que había previsto. Fue un tiempo de búsquedas y desengaños el que me trajo de vuelta a esta ciudad. No hace tanto que regresé a Barcelona, y todavía me siento como una extranjera que conoce a mucha gente sin tener amigos de confianza. Contigo es diferente. Sé que me puedes entender, y necesitaba explicarte lo que me ha ocurrido esta mañana.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Roberto.
—El inspector Morancho se ha pasado por mi casa, temprano. Se ha interesado por mi estado anímico y me ha hecho algunas preguntas: si conocía a personas que pudieran tener interés en ver muerto a mi padre, si le había visto en los últimos días en compañía de gente ajena a su círculo habitual…
—Eso significa —apuntó Roberto— que la hipótesis de un homicidio está ganando enteros.
—Eso mismo le dije yo. Él me miró fijamente y me preguntó a bocajarro: «¿Cuándo fue la última vez que vio a su padre consumir droga?». Yo le respondí, extrañada, que mi padre no consumía droga. Él encendió un cigarrillo, guardó un prolongado silencio y me observó durante un buen rato antes de revelarme que la policía forense había encontrado restos de LSD en su cuerpo.
—¿LSD? Sé que fue muy popular en los años sesenta, pero hoy casi no se consume.
Los ojos de Brisa centellearon brevemente antes de contestar.
—Algunos la siguen utilizando para explorar su conciencia. Aldous Huxley dedicó un libro a explicar sus experimentos psicológicos con el LSD, y no son pocos los psiquiatras que vieron en ella una potente ayuda para que sus pacientes pudieran comprenderse mejor. Artistas tan celebrados como los Beatles la emplearon para encontrar inspiración creativa, y sus frutos forman parte de nuestra cultura contemporánea. Steve Jobs declaró recientemente que su experiencia con el LSD durante su etapa universitaria fue uno de los dos o tres acontecimientos más importantes de su vida.
—¿Crees que tu padre pudo tomarla para buscar una suerte de guía…, de señal…, de consuelo en un momento especialmente difícil de su vida? —preguntó Roberto, extrañado.
—Por supuesto que no. Como te he dicho, mi padre no consumía drogas. Lo más probable es que sus asesinos la emplearan para poder ahorcarle sin que presentara resistencia alguna. El LSD es la droga conocida más potente; una cantidad inapreciable, diluida en una bebida, sería suficiente para dejar físicamente indefenso a cualquier hombre, máxime a uno mayor. Sin embargo —dudó—, podrían existir otros motivos. Los efectos varían mucho, pero la dosis y el entorno adecuado pueden provocar que el sujeto drogado confiese cosas que jamás hubiera revelado de otra manera.
—Si tu hipótesis fuera correcta —replicó Roberto, que no podía disimular su sorpresa—, lo normal sería que tu padre conociera muy bien a su verdugo, para que este hubiera logrado embaucarle para consumir la droga sin que se diera cuenta. ¿Sospechas de alguien?
Brisa negó con la cabeza.
—El LSD también puede provocar un estado paralizante, de pánico atroz, en el que incluso el más hábil de los interrogadores sería incapaz de extraer ningún tipo de información coherente. En realidad, sus efectos son imprevisibles, por lo que la única hipótesis razonable es que la utilizaron para poder ahorcarle sin dejar signos externos de violencia.
—¿Dónde aprendiste este tipo de cosas? —preguntó extrañado.
La gente normal, pensó, no manejaba ese tipo de información.
—Me licencié como psicóloga en la Universidad de Berkeley, y durante mi estancia en California experimenté con más cosas de las que hubiera podido imaginar mientras estuve internada en Suiza. Quizá fuera una forma de vengarme de mi padre. Al menos, eso es lo que deducirían un buen número de psicoanalistas —contestó, en un tono que despertó una alarma interior en Roberto, que, sin embargo, decidió ignorar aquella señal.
—No me preocupa lo que puedan pensar los psicoanalistas, sino la policía. Si sospechan que se ha producido un asesinato, estarás entre las principales sospechosas, a menos que tengas una coartada.
—Pasé la tarde noche del viernes sola en mi casa, hasta la mañana del sábado.
—Supongo que Morancho te visitó para poner a prueba tu temple, intentar ponerte nerviosa y que así cometieras un error.
—No tiene sentido que sospechen de mí —protestó Brisa.
Un camarero se acercó con una bandeja y depositó sobre la mesa unas bebidas. Roberto aprovechó aquella breve interrupción para analizar las consecuencias de cuanto había escuchado.
—A estas alturas —explicó, cuando el camarero se retiró—, es posible que hayan localizado ya a sospechosos ajenos al ámbito familiar. Sin embargo, el protocolo de actuaciones obliga a vigilar al entorno más cercano de la víctima; en el noventa por ciento de los casos de asesinatos con autor desconocido, el responsable surge de este círculo tan próximo. Lo sé muy bien porque mi padre es guardia civil y trabajó varios años en la brigada de homicidios. Y desde luego, la primera pregunta que siempre se hacen es la misma: ¿a quién beneficia el crimen? Tú eres su única hija y la heredera del imperio Gold.
Brisa removió con su cucharita el té verde, se acercó la taza a la boca, bebió un pequeño sorbo, frunció los labios contrariada, como si se hubiera quemado, y la volvió a dejar sobre la mesa.
—Solo heredaré toneladas de deudas —afirmó rotundamente—. La sociedad de valores Gold Investments invirtió una fortuna en el Fondo de Madoff. El patrimonio de mi padre no podrá cubrir ese agujero.
—Lo siento, Brisa. No lo sabía. Si necesitas ayuda para analizar documentos financieros, puedes contar conmigo.
—No estoy en condiciones de negarme a recibirla, pero tampoco te quiero poner en más compromisos de los necesarios. Supongo que a tu mujer no le entusiasmaría que trabajaras gratis para una amiga. Discúlpame por ser una indiscreta, pero no pude evitar mirar tu perfil en Facebook.
Roberto sonrió levemente.
—Mi página de Facebook no está muy actualizada. Hace un mes que me he separado.
Brisa entornó los ojos.
—¡No tenía ni idea! Lo estarás pasando fatal…
—Prefiero no hablar de eso, al menos de momento. Últimamente no estoy muy contento con mi vida personal ni profesional. Hay demasiadas cosas que no me gustan, pero poder ayudar a una vieja amiga me hará bien.
—Pues acepto tu ayuda. Aparentemente, la muerte de mi padre está ligada al hecho de que, tras la detención de Bernard Madoff, se habría convertido en un hombre arruinado. Sin embargo, estoy convencida de que existe un hilo conductor que la une con el asesinato de mi madre. Y ese hilo pasa por el Turó Park. Allí es donde empezó todo, y allí deberíamos volver.