Al padre de Brisa le gustaba sentarse al atardecer en la terraza del café Sandor. Ella le había acompañado cuando era niña; observando en silencio los edificios regios, el oasis de césped en mitad de la glorieta, el tranquilo deambular de los transeúntes, y disfrutando de esa falsa sensación de seguridad que proporcionan los lugares señoriales y elegantes. Habían pasado veinte años y aquella plaza seguía igual, inmutable a los cambios que habían transformado la ciudad. Con la única salvedad de su nombre: «Francesc Macià» en lugar de «Calvo Sotelo». El edificio de El Corte Inglés continuaba mostrando la misma fachada que tenía cuando fue propiedad de Sears, primero, y de Galerías Preciados, después. El inmueble se resistía a dejar de ser unos grandes almacenes, del mismo modo que aquella plaza de aspecto parisino no admitía más cambios que los cosméticos. Brisa se preguntó si el carácter de las personas sería como la estructura de aquel espacio urbano: inalterable, una vez construido.
—La situación es dramática —advirtió Carlos, sentado frente a ella en una mesita exterior del café—. Casi la mitad de la cartera de nuestra agencia de valores está en Madoff Securities.
Carlos, la mano derecha de su padre, era un hombre frío y discreto, de aspecto gris, como su traje. De sus rasgos tan solo destacaban el flequillo, que trataba inútilmente de ocultar sus grandes entradas, y unos ojos pequeños y escrutadores, como los de un ratón, que a Brisa le producían una vaga sensación de inquietud. El resto de su rostro era tan anodino como un asiento contable.
—¿Cómo es posible que una agencia profesional tenga una cartera tan poco diversificada? —se lamentó Brisa—. Meter todos los huevos en una misma cesta es lo primero que desaconsejan en cualquier cursillo financiero para principiantes.
—El prestigio de Bernard Madoff era inigualable. Tú lo sabes bien.
—Sí, sí, claro: el famosísimo corredor de bolsa, expresidente y cofundador del Nasdaq…, el analista financiero idolatrado…, el gurú de la religión con más adeptos del mundo: la del dinero. Aun así, nadie invierte la mitad de sus activos en un solo producto.
—A tu padre le gustaba el riesgo.
Brisa recordó que su padre era capaz de pasarse horas jugando en las máquinas tragaperras del café Sandor, mientras degustaba un whisky de malta con hielo. Quizá, pensó, apenas hubiera diferencia entre introducir monedas en una máquina de bar y apostar millones en los mercados financieros.
—Prefería invertir una parte de la cartera en productos de alto riesgo —prosiguió Carlos—. Algunas veces salía cara; otras, cruz. El fondo de Madoff siempre fue lo opuesto del riesgo. Al menos, eso creíamos. Durante veinte años, nunca ofreció beneficios extraordinarios, pero garantizaba un retorno mínimo del cinco por ciento. Cuando la crisis arreció y gigantes como Lehman Brothers cayeron con estrépito, nadie ofrecía tanta seguridad como el viejo y prudente Madoff. Además, Madoff Securities era el único fondo del mundo que no exigía comisiones de gestión, lo que nos permitía cobrar más a nuestros clientes. Ahora sabemos que ese era uno de los cebos que utilizaba Madoff para que quienes nos lucrábamos intermediando con los recursos ajenos picáramos en su anzuelo.
—Algo tan inusual debería haber hecho sospechar a cualquiera —sentenció Brisa.
—Nadie, ni la poderosa Securities Exchange Commission, ni los auditores, ni los analistas de inversiones, se dieron cuenta del colosal engaño. En cuanto a nosotros, fuimos una víctima más del genio de Madoff, que utilizaba una estrategia comercial única: hacer esperar mucho tiempo a quienes deseaban invertir en su fondo, como si al aceptar su dinero fuera él quien estuviera haciéndoles un favor. El rey de las finanzas era el rey de los ladrones, y ahora tenemos que afrontar las consecuencias. He convencido a los clientes de que por motivos legales no podremos reembolsarles el dinero hasta dentro de una semana. Eso nos concede algo de tiempo para liquidar algunos activos de tu padre y hacer frente a las primeras peticiones. Con un poco de suerte, evitaremos que la hemorragia se propague.
—No creo que sea posible —anunció Brisa, apesadumbrada—. Apenas he encontrado dinero en los bancos, y la mayoría de las propiedades familiares están hipotecadas. Los inversores tendrán que asumir sus pérdidas. Será un desprestigio enorme para la memoria de mi padre, pero es la única solución razonable.
—No lo es —replicó, tajante.
—¿A qué te refieres? —preguntó Brisa, alarmada.
Carlos encendió un cigarrillo, inhaló una bocanada y exhaló el humo.
—La cosa no es tan sencilla. Gold Investments, nuestra sociedad de valores, no informó a sus partícipes de que había depositado todos los huevos en la misma cesta agujereada del señor Madoff. No informar con transparencia es una estafa. Nos lloverán las demandas y las perderemos. Tanto si quieres como si no, los inversores se echarán sobre los bienes de tu padre como una jauría. Es mejor adelantarnos y venderlos ordenadamente. Y si no hubiera suficientes activos, aconsejaría llegar a un pacto extrajudicial con los acreedores. Al fin y al cabo, es preferible lograr un acuerdo en el que todos acepten perder una parte que sumergirse en cientos de largos, costosos e inciertos juicios.
Brisa comprendió el alcance de aquel engaño. Le arrebatarían de las manos todos los bienes materiales a golpe de querellas judiciales. Los clientes, con el derecho de su parte, se repartirían los despojos del imperio familiar.
—Yo también preferiría un mal acuerdo que un buen juicio. Sin embargo, dudo de que se conformen con tan poco. Las hipotecadas propiedades de mi padre y sus múltiples sociedades son insuficientes para tapar el agujero de Gold Investments.
—No es posible —afirmó Carlos, aplastando su colilla contra el cenicero—. No has tenido tiempo de informarte a fondo del estado de todas sus sociedades.
—Desde el mediodía no he hecho otra cosa que hablar con asesores y abogados. Las noticias son todavía peor de lo que imaginaba.
—En ese caso —repuso Carlos, muy lentamente, mirándola a los ojos, como si estuviera profiriendo una amenaza—, tendrás que recurrir al dinero que tu padre tiene depositado en los paraísos fiscales para alcanzar un acuerdo con los acreedores. Si se querellan por estafa, acabaremos pasando muchos años en la cárcel. La sociedad quiere chivos expiatorios, y nosotros cotizaríamos muy alto en el mercado de víctimas propiciatorias.
Las palabras de Carlos la sorprendieron, como a un púgil al que su rival golpea por sorpresa.
—Desconozco tu responsabilidad como contable de Gold Investments. Yo soy accionista de la sociedad, pero no he participado jamás en la toma de decisiones.
—Nadie te creerá —la interrumpió Carlos—. Eres licenciada en Economía por la Universidad de Berkeley, y como administradora de la sociedad has firmado las cuentas anuales del último ejercicio. Todas las inversiones cuentan con tu aval.
—Eso es mentira —se indignó Brisa.
—¿No has leído la escritura pública que firmaste ante notario a principios de año? —le preguntó él, extrañado.
—No. El notario tenía prisa, y ni siquiera la leyó en voz alta, tal como acostumbran. Dijo que conocíamos de sobra su contenido.
—Es difícil de creer —insistió Carlos—. En dicha escritura se te nombraba administradora. De hecho, las cuentas anuales, el impuesto sobre sociedades y la mayoría de los documentos financieros llevan tu firma.
—Imposible —protestó Brisa, muy enfadada—. Esos documentos, como mucho, pueden contener una burda imitación de mi firma.
—«Burda» no sería la palabra adecuada. «Reproducción exacta» sería una expresión más precisa. Nunca sospeché de una falsificación. Era bastante improbable. ¿Qué motivos podría tener tu padre para hacer algo así? Estaba convencido de que todas las decisiones de inversión las tomabais de forma consensuada. Yo solo me limitaba a registrar los asientos contables de acuerdo con la información que me suministraba. No lo tendrás fácil para convencer a ningún juez de tu inocencia.
La mirada de Carlos siempre la había inquietado, aunque fuera vagamente, y ahora sabía por qué. Era un ser rastrero, un reptil tan frío y peligroso como las cobras venenosas. Parecía mentira que precisamente allí, en aquella distinguida cafetería, la estuviera amenazando de una forma tan abyecta. En caso de juicio, Carlos declararía que era un mero transcriptor de asientos contables y que todas las decisiones financieras corrían a cargo de su padre y de Brisa, lo que resultaría verosímil. Y si las imitaciones de su firma eran lo suficientemente buenas, podría enfrentarse a una pena de cárcel. Sintió asco. Su padre la había engañado, la había utilizado como escudo humano, por si tenía que enfrentarse a costosas reclamaciones judiciales.
Las cosas más terribles, pensó, suceden en los lugares aparentemente más seguros; las heridas más dolorosas nos las infligen aquellos en quienes más confiamos. Brisa recordó un sueño recurrente: en una colorida fiesta de disfraces, sus familiares, amigos y conocidos, se despojaban súbitamente de sus máscaras. Entonces descubría que no eran humanos, sino serpientes recubiertas de escamas.
Carlos, aquel reptil, esperaba una respuesta. Era evidente: temía que las demandas judiciales destaparan gravísimas irregularidades en las que él estaría involucrado. Pretendía presionarla lo suficiente como para que decidiera utilizar el dinero depositado en los paraísos fiscales para acallar a los acreedores, en lugar de quedárselo para sí. Quizá confiara en que las cuentas secretas guardaran una fortuna, pero se equivocaba. También se había equivocado presionándola. Una rabia sorda se apoderó de ella. Se levantó de la silla y le propinó una bofetada. Luego, ante la atónita mirada de los clientes de la cafetería Sandor, se fue sin decir nada.