Roberto no solía llegar tarde a las reuniones. Aquel no era un día normal. Le habían chantajeado durante el desayuno, amenazando de muerte a su hija, y el padre de Brisa había fallecido ahorcado, con una cruz clavada en la garganta. Así pues, lo extraordinario hubiera sido presentarse puntual a su cita con el jefe del 15, el equipo policial con el que colaboraría de ahora en adelante.
El moderno edificio central de los Mossos d’Esquadra, a las afueras de Sabadell, ofrecía un aspecto inquietante. Enorme, negro, acristalado y recorrido en su totalidad por barras horizontales y verticales, parecía una prisión futurista o, con un poco más de imaginación, una fortaleza de las oscuras fuerzas galácticas de Darth Vader. Roberto sonrió para sí. Su padre, como guardia civil, había sido toda su vida un acérrimo detractor de los cuerpos de seguridad autonómicos, y, en cierto modo, él no había escapado de sus prejuicios.
Los tiempos cambian, pensó mientras le conducían por largos pasillos al despacho del jefe de la investigación. A buen seguro, estaría molesto por el retraso. Pero se equivocaba: no estaba molesto, sino muy enfadada.
Le recibió sentada tras una mesa circular; sobre ella, vio un diagrama repleto de flechas, palabras y fotos de tamaño carné.
—No estoy acostumbrada a los plantones —dijo ella a modo de presentación.
Roberto se sorprendió; no imaginaba que el equipo de élite 15 estuviera dirigido por una mujer. El pelo, muy corto, le confería una imagen agresiva que armonizaba bien con su mentón afilado. Los ojos, negros, fríos y distantes, contrastaban con unos labios cálidos, gruesos y serpenteantes. La nariz tenía una forma ligeramente aplanada. Su frente, grande y rectilínea, completaba un rostro sugestivo.
—Lamento el retraso —se disculpó Roberto—. Lo que me ha pasado hoy es difícil de creer e incluso de explicar, pero he tenido que ocuparme de asuntos personales tan imprevisibles como inaplazables.
—Como excusa no ganaría el premio a la originalidad, ni siquiera en el concurso de mi pueblo —soltó la comisaria levantándose de la silla—. Mi nombre es Marta Bassols, y me temo que de ahora en adelante tendremos que trabajar juntos —añadió, extendiendo la mano.
Roberto, disgustado por aquel trato tan grosero, dudó en estrechársela. En su lugar, la miró fijamente. Medía alrededor de un metro setenta, debía de rondar los cuarenta años; su cuerpo, delgado, no carecía de curvas, tal como mostraba su ceñido uniforme. Quizá sus modales fueran demasiado bruscos, pero tenía personalidad, y no podía pasar por alto que era él quien había llegado tarde sin avisar. Tampoco ignoraba que, si la comisaria no fuera tan atractiva, su reacción hubiera podido ser muy distinta.
—Mi nombre es Roberto Bermúdez. Estoy convencido de que nuestra colaboración será muy fructífera —afirmó. Le ofreció la mano, pero entonces fue ella la que hizo caso omiso del gesto.
—Te seré sincera, Roberto. Desde el principio me opuse a que colaboraras con nosotros, pero la jueza se mostró inflexible.
—Yo tampoco quería encargarme de esta investigación —repuso él, irritado—, pero no me han dejado alternativa.
—Claro. ¿Cómo iban a renunciar a su inspector estrella, el héroe mediático de la operación Cobra? —ironizó la comisaria.
Roberto estaba perplejo. A raíz del caso Cobra la prensa le había dedicado algunos artículos y reportajes, e incluso lo habían entrevistado en programas de radio y televisión. Aquello no le había causado más que problemas. Algunos compañeros habían comenzado a criticarle abiertamente, protestando ante sus superiores por un supuesto trato de favor en el reparto de la productividad. Otros habían llegado más lejos, al acusarle de descuidar a propósito ciertos expedientes para ocuparse exclusivamente de aquellos que le reportaban prestigio profesional. Podía entender que algunos inspectores con los que había tenido diferencias estuvieran celosos de sus éxitos, pero aquel comentario estaba completamente fuera de lugar.
—La prensa solo busca titulares llamativos para vender periódicos cuando le conviene —le replicó, secamente—. Yo solo me limito a cumplir con mi trabajo lo mejor que puedo.
—Tal vez. Sin embargo, cuando se produzcan las detenciones, los medios de comunicación buscarán audiencia. Y lo más fácil será encumbrar de nuevo al héroe de la operación Cobra. Nuestro equipo lleva meses trabajando en este caso, estamos a punto de cerrar la investigación, y ahora apareces tú para llevarte la gloria. No es nada personal, pero es lo último que necesitamos. La imagen de los Mossos es mala. Los medios resaltan los pocos casos en los que algunos compañeros han golpeado injustificadamente a detenidos, tenemos que estar más preocupados de ser educados que de luchar contra las mafias criminales… Así que, francamente, necesitamos un golpe de efecto para que el público perciba que velamos por su seguridad. La Guardia Civil y la Policía Nacional siempre salen en las fotos… Solo nos falta que la Agencia Tributaria se lleve el mérito de un asunto en el que no ha participado.
Roberto se sintió utilizado. Ahora comprendía por qué sus superiores habían insistido en liberarle de cualquier otra responsabilidad con tal de que aceptara aquel peritaje. A la Agencia Tributaria la publicidad le saldría barata, pero a él se le imponía un precio que no se podía permitir pagar: la seguridad de su hija. Sin embargo, tal vez existiera una salida airosa que no le obligara a actuar como confidente de los chantajistas durante la fase decisiva del procedimiento.
—Te diré algo, Marta. Me gustan la gente directa que no espera a que te des la vuelta para disparar. Y cuando alguien tiene razón, no me importa reconocerlo. Si la investigación está tan avanzada, me podría mantener al margen hasta después de que se produzcan las detenciones de los principales cabecillas. Los delitos fiscales no variarían y vosotros os llevarías el mérito de la investigación. Por mi parte, no habría problema. Al fin y al cabo, el trabajo de campo ha sido vuestro.
—Me alegro de que coincidamos en esto. Estamos listos para detener a los responsables últimos de la organización, de forma inminente, en cuanto pongan el pie en territorio español, y creemos que hasta ese momento sería mejor que no intervinieras en el caso. Por desgracia, la jueza ha desestimado nuestras objeciones y ha solicitado un perito de Hacienda inmediatamente. Quiere conocer por anticipado las eventuales responsabilidades fiscales y, sobre todo, desea seguir el rastro del dinero. Nuestra unidad no lleva delitos monetarios ni financieros, y ahí es donde entras tú. Comprendo los motivos de la jueza, pero el haberte elegido a ti es un golpe bajo para nosotros.
Las débiles esperanzas de Roberto se desvanecieron. Por un momento había pensado que quizá se podría inhibir durante la fase crucial de la investigación, pero le había salido el tiro por la culata. La comisaria había premiado su aparente generosidad revelándole que los capos de la trama se hallaban en el extranjero y que el operativo policial estaba preparado para detenerlos en cuanto cruzaran la frontera española. Debería ser más discreta. Era una información clave, y él, contra su voluntad, un topo, un infiltrado de la organización criminal que amenazaba a su hija. Su misión era examinar las pruebas que pudieran incriminarlos, verificar si eran sólidas y actuar como un soplón cuando tuviera información sobre posibles detenciones. Por supuesto, podía omitir ciertos datos sensibles, pero se arriesgaba a que hubiera otro topo dentro del equipo policial. Y si los mafiosos se enteraban de sus silencios selectivos, su hija correría peligro. En tales circunstancias, no se podía fiar de nadie, ni de Marta ni del resto del equipo policial, a cuyos miembros ni siquiera conocía.
—No le demos más vueltas —prosiguió la comisaria—. Tendremos que soportarnos mutuamente. Y, ¿quién sabe?, tal vez todos salgamos beneficiados de esta colaboración forzosa, sobre todo si tu trabajo está a la altura de tu fama.
Roberto pensó en las dificultades que tendría una mujer para imponer su autoridad a los hombres que estuvieran a sus órdenes. Quizá por eso se mostraba tan brusca, como parte de una táctica para imponer respeto y apelar al orgullo masculino. En condiciones normales, se hubiera tomado como algo personal demostrarle lo que era capaz de conseguir si se implicaba a fondo en la investigación. Sin embargo, con la amenaza que pendía sobre su hija, tendría que tragarse su orgullo y quedar como un mediocre.
—Se ha hecho muy tarde y tengo asuntos urgentes que atender —anunció Marta, otra vez con aquel tono cortante—. Mañana te contaremos los entresijos del caso, siempre que seas capaz de presentarte a las nueve, puntual.
Roberto decidió que llegaría tarde. No le convenía ganarse demasiadas simpatías. Cuantas menos confidencias le hicieran, mejor para todos.