A Brisa se le congeló la respiración cuando el portero la avisó por el interfono de que Roberto Bermúdez quería subir a su piso. Que la visitara un espectro la hubiera impresionado menos. Hacía veinte años que no lo veía, y, sin embargo, era la única persona que la podía entender.
Al verle allí delante, las imágenes de su infancia desfilaron de nuevo por su mente como en un carrusel que girara a una velocidad prodigiosa.
—Roberto, ¿eres tú? —acertó a preguntar con un hilo de voz.
Ante ella no estaba su amigo favorito, aquel niño pecoso con el que se entendía con una sola mirada. Se había transformado en un hombre maduro, alto, esbelto, que vestía con traje negro, a juego con su pelo azabache, y que lucía una barba de dos días. Su mandíbula era prominente, al igual que su nariz aguileña. No lo hubiera reconocido de no ser por sus grandes y acuosos ojos color miel, que parecían fundirse con cuanto miraban.
—¡Ha pasado tanto tiempo…! —exclamó Brisa.
Aquellas cuatro palabras bastaron para sumergir la mente de Roberto en un mar de recuerdos repleto de momentos felicísimos y mágicos, pero también dolorosos y trágicos, que ambos habían compartido en su infancia. Desde que coincidieron en el colegio, se estableció entre ellos una conexión tan fuerte como misteriosa. Roberto era el niño más grande de la clase; Brisa, la más menuda. Ambos habían nacido en el mismo año: 1976; Roberto, a finales de febrero; Brisa, en Nochebuena. La familia de ella era la más rica de las de la gente de clase; la de él, la más modesta. Sin embargo, a pesar de sus diferencias, o quizás a causa de ellas, enseguida se hicieron amigos, como si fueran dos polos opuestos que se atrajeran con la energía invisible de los imanes.
Brisa fue desde el primer momento la soñadora, la fantasiosa, capaz de convertir el acto más cotidiano en una aventura. Rebelde por naturaleza ante cualquier tipo de regla, se empeñaba en desafiar los límites y las normas que no aceptaba. Roberto, mucho menos atrevido, veía espoleada su imaginación por aquella suerte de hada Campanilla, y se convirtió inmediatamente en su protector, como un caballero de la Edad Media dispuesto a sacarla, en cualquier momento, de sus líos. De eso hacía mucho tiempo. Ya no era posible regresar al pasado ni rescatar a su padre de la muerte.
—Lo siento mucho, Brisa —dijo Roberto—. Vi la reseña en La Vanguardia y acudí al cementerio de Les Corts, pero ya se habían celebrado las exequias. Así que decidí probar suerte aquí, en el mismo piso donde vivías de niña.
El rostro de Brisa se contrajo en una mueca de dolor y rompió a llorar desconsoladamente. Aquel era un llanto que ya conocía, muy antiguo y muy profundo.
Roberto la ayudó a reclinarse en uno de los mullidos sofás del salón y la abrazó durante un largo rato. Ella continuó sollozando, tapándose la cara con las manos. No quería ver, y, sin embargo, veía otra vez las cuchilladas que habían segado la vida de su madre cuando era niña. La historia se repetía, y Roberto volvía a estar ahí, a su lado, como un cuarto de siglo atrás.
Las lágrimas de Brisa le transportaron, como la corriente de un río subterráneo, a la fatídica mañana en que ambos presenciaron el horror mientras jugaban en el parque. La sangre sobre la arena, los gritos de su madre, el sol brillante, el olor a muerte, el cielo inmaculado, el tiempo suspendido como un fotograma, la confusión, el sudor frío, el pánico incomprensible estallando frente a sus ojos… Entonces, Roberto la había abrazado, como ahora, intentando defenderla de algo que estaba más allá de sus fuerzas.
—Es como si hubiera vuelto a pasar —dijo como única explicación cuando dejó de llorar.
Roberto la cogió de la mano, en silencio. Era mejor no decir nada.
Brisa dejó vagar su mirada perdida por la habitación. Las cortinas de blanco satén, las alfombras persas, las mesitas de caoba y los mullidos sofás con sus plumas de oca podían desaparecer en cualquier momento, al igual que los abstractos números de las cuentas bancarias. Lo esencial de una habitación no eran las cosas que la llenaban, sino el vacío que las contenía. Del mismo modo, lo esencial de una persona no eran sus palabras. Y, sin embargo, en ciertas ocasiones, hablar resultaba ineludible.
—Han matado a mi padre, igual que mataron a mi madre —afirmó Brisa.
—¿Cómo es posible? —preguntó Roberto, perplejo.
—Apareció ahorcado en su mansión de la calle Iradier. Lo encontramos el sábado por la mañana.
—¿Había signos de violencia o…?
Brisa negó con la cabeza, enérgicamente, como si estuviera enfadada con él.
—Ya sé lo que estás pensando: nadie se dejaría colgar sin ofrecer resistencia.
—Tan solo preguntaba —dijo Roberto, a la defensiva—, aunque lo cierto es que barrunté la posibilidad del suicidio cuando me percaté de la proximidad entre su muerte y la detención de Bernard Madoff. Tu padre era un famoso gestor de valores, y quiebras como las de Lehman Brothers o estafas como la de Bernard Madoff son impredecibles tsunamis financieros capaces de hundir a cualquiera.
—Eso mismo piensa la policía, pero se equivocan. Yo sé que tras las muertes de mis padres se esconde la misma mano asesina.
—Tu madre falleció hace ya veinticinco años —replicó él, con un semblante que dejó traslucir preocupación, como si estuviera calculando hasta qué punto la muerte de su padre podía haber trastocado su discernimiento.
Brisa frunció las cejas a modo de protesta contra aquella acusación no formulada.
—No es razonable pensar que la misma persona haya podido actuar tantos años después —insistió Roberto, pero esta vez con voz suave y dulcificando su expresión.
—Encontraron esto dentro del cuello de mi padre —dijo Brisa, mostrando un objeto en la mano, como quien exhibe la prueba crucial en un caso controvertido.
Roberto lo examinó con detenimiento.
Era una pequeña cruz, de unos dos centímetros y medio, formada por esmeraldas incrustadas sobre una base de oro y rematada con una diminuta argolla sobre la que podía pasar una fina cadena. Las esmeraldas, pulimentadas como lágrimas, desprendían un brillo hipnótico. La otra particularidad de la joya consistía en que la cruz no estaba atravesada por un solo brazo horizontal, sino por dos. Aquel doble travesaño debía haber frenado abruptamente el descenso de la afilada barra vertical a través de la garganta del difunto.
—Es la misma joya que llevaba mi madre colgada del cuello el día que la asesinaron —explicó Brisa—. El asesino le arrancó la cadena durante el forcejeo y huyó con la cruz.
—Tenías seis años cuando pasó «aquello» —musitó Roberto.
Brisa se percató de que la atenta mirada de su amigo intentaba evaluar si la tensión había alterado su juicio.
—Me acuerdo perfectamente —replicó, tajante—. Hay cosas que se te quedan grabadas en la memoria, y que no puedes borrar.
—Yo también me acuerdo muy bien —concedió Roberto—. Estábamos jugando, como de costumbre, y de repente… Nunca lo podré olvidar. Y, sin embargo, no conservo una imagen fiel de lo sucedido, sino solo de mis propios recuerdos, que tal vez han ido cambiando a través de los años. Una foto siempre refleja la misma imagen. Un recuerdo, por el contrario, es incapaz de reproducir una imagen tal como era en un principio.
—Se lo que me intentas decir, pero no estoy loca. He recordado millones de veces las imágenes del asesinato de mi madre desde que sucedió. Es como una película de miedo que se proyecta sin parar en mi cabeza, incluso cuando duermo. Y hay detalles que me persiguen, como ese crucifijo que ella llevaba colgado del pecho. Esa misma cruz es la que atravesaba el cuello de mi padre.
—Ya sé que no estás loca —dijo Roberto, para tranquilizarla—. Estoy aquí para ayudarte en lo que pueda.
—¿Recuerdas la promesa que nos hicimos de niños en el Turó Park? —preguntó Brisa con súbita determinación.
—Perfectamente.
—Yo juré que vengaría a mi madre, y tú me prometiste que encontrarías al asesino allá donde se escondiera. ¿Mantienes tu promesa?
—Por supuesto, Brisa. Sin embargo, yo no soy policía, y aquel hijo de puta desapareció sin dejar rastro.
—No eres policía, pero eres capaz de encontrar indicios que pasan desapercibidos para los demás y de unir las piezas desechadas hasta encontrar su sentido oculto. Leí todos los reportajes que salieron sobre tu intervención como perito en el caso Cobra. Nunca había oído a la Policía Nacional deshacerse en tantos elogios con una persona ajena a su cuerpo.
—Exageraron un poco. Además, esto es algo muy diferente a los asuntos fiscales que suelo investigar. Está claro que lo de la cruz atravesada en el cuello de tu padre es algo sobre lo que se debe indagar, pero…
—Si me ayudas, encontraremos al asesino.