Capítulo 6

El amplio y resplandeciente suelo del tanatorio de Les Corts produjo en Roberto una sensación de falsedad, como si la excesiva pulcritud y limpieza pretendiera engañar a la gente sobre la realidad de la muerte. Con paso firme se dirigió hasta el espacioso mostrador de la entrada, donde una señorita, tras consultar por segunda vez su ordenador, le repitió amablemente que no había ninguna misa prevista por el alma del señor Gold. Aquella amabilidad resultaba hasta impersonal. Centenares de señoritas hubieran empleado idéntico tono de voz, en cualquier comercio, para informarle de que no quedaban ejemplares de un determinado libro o de que se había agotado la talla del traje que deseaba adquirir. Una cortesía tan fría y carente de emoción como el suelo que pisaban.

Si el ordenador no había sufrido un ataque de amnesia, debía existir algún tipo de error. Se sacó del bolsillo la página de necrológicas que había recortado del periódico y la leyó de nuevo:

ALBERTO GOLD RIBA
Nos dejó a los 66 años el día 13 de diciembre de 2008.
La ceremonia se celebrará hoy en el cementerio de Les Corts.
Sus familiares y amigos nunca le olvidaremos.

Roberto entornó los ojos y negó con la cabeza, incrédulo por no haber reparado antes en la estrella de David que aparecía en la esquela necrológica. Los textos conmemorativos de los otros difuntos venían acompañados del símbolo cristiano de la cruz, pero el de Arturo estaba presidido por una estrella judía.

En condiciones normales no se le hubiera pasado por alto algo tan llamativo, pero tras el encuentro de aquella mañana… Era comprensible. No todos los días le amenazan a uno con matar a su hija. Y había sido justo después cuando había visto la necrológica.

La esquela de Arturo Gold le estremeció. No porque le profesara un gran afecto, sino por tratarse del padre de Brisa, su mejor amiga de la infancia. Hasta que cumplió trece años habían sido inseparables, pero al finalizar un caluroso verano ella no regresó de sus vacaciones. Su padre la internó en un exclusivo colegio suizo y, desde entonces, habían perdido todo contacto. La muerte de aquel hombre le brindaba la oportunidad de verla otra vez, veinte años después de su último encuentro.

Roberto salió del aséptico e inmaculado edificio, y fue hacia el recinto del cementerio reservado a los judíos. El cementerio de Les Corts era un ejemplo de tolerancia para los vivos, pues, pese a ser mayoritariamente cristiano, la existencia de una bella zona acotada para los hebreos nunca había supuesto ningún problema, ni para unos ni para otros.

La verja de acceso estaba abierta. A estas alturas, no esperaba encontrar a nadie. No se equivocó. Las flores y los árboles eran la única compañía de los sepulcros. El sol del mediodía lucía en lo alto, y Roberto se dispuso a pasear por aquel jardín de la muerte. Era pequeño, así que no tardaría demasiado en encontrar lo que buscaba. Las inscripciones de algunas lápidas le sorprendieron. «Nos has dejado, pero no te has ido», por ejemplo, le pareció una emocionante manera de describir el misterio del amor. Otras losas le llamaron la atención por motivos muy diferentes. En una de ellas habían inscrito la clave: «M… M… Y GR… 33», que podía traducirse como «maestre masón y grado 33», el máximo de la logia. Sonrió levemente. Su padre había sido guardia civil durante la dictadura, cuando el gran enemigo invisible era la conspiración judeomasónica. Si Franco levantara la cabeza, hubiera podido encontrar en aquella tumba la confirmación de sus sospechas, aunque a juzgar por la plácida muerte del dictador los conspiradores no habían sido ni muchos ni muy poderosos.

La lectura de las inscripciones podía resultar inspiradora y hasta interesante desde el punto de vista histórico, pero Roberto estaba allí por un objetivo muy distinto. Con paso lento, prosiguió hasta que, finalmente, encontró lo que buscaba. Una lápida con la siguiente leyenda en letras cinceladas:

ALBERTO GOLD RIBA (27-12-1941 – 13-12-2008). DESCANSE EN PAZ

Obviamente, la nota necrológica de La Vanguardia no hacía referencia a ninguna misa porque no se había celebrado. Y no mencionaba la hora del entierro porque no se deseaba que nadie ajeno al círculo más íntimo estuviera presente durante la última despedida. Probablemente la ceremonia se había celebrado muy temprano, antes de que la gente hubiera tenido tiempo siquiera de leer el periódico. Brisa debía de estar sufriendo mucho. Roberto recordó aquella aterradora mañana de su infancia. Se preguntó si no anunciar la hora del funeral se debía solo al deseo de preservar al máximo la intimidad de las exequias o si existiría alguna otra razón. Pronto sabría la respuesta.