Capítulo 5

El bar de la Compañía Transmediterránea, emplazado en la terminal del muelle de Barcelona, era caro y malo. Aquella mañana, Roberto, en contra de su costumbre, lo eligió para desayunar. El resto de las cafeterías siempre estaban atiborradas de gente a las horas punta, mientras que allí uno podía confiar en no encontrarse con nadie. La soledad casi desértica de aquel local amplio y luminoso le resultaba muy útil en aquellos momentos; estaba demasiado nervioso como para fingir interés en ninguna de las animadas charlas que mantenían sus colegas durante los almuerzos. Angustiado por la amenaza recibida, se había pasado la noche en vela. Al amanecer había decidido no denunciar lo sucedido y acudir a su despacho. Para disculparse por haberse retirado tan de repente la noche anterior, aduciría que su hija había sufrido una preocupante indisposición estomacal.

Pidió un café en la barra y eligió una de las muchas mesas vacías junto a los grandes ventanales, donde se sentó y ojeó sin interés algunas páginas de La Vanguardia. Le resultaba imposible concentrarse siquiera en los titulares de las noticias. Por más que el corazón le pidiera lo contrario, era necesario esperar, controlar sus nervios y no cometer ninguna imprudencia que pusiera en peligro la vida de su hija. Con la vista perdida, miró con indiferencia el humo negro que desprendían las chimeneas de un gigantesco crucero. Aquellas ciudades flotantes inundaban Barcelona de «turistas exprés», ansiosos por visitar la ciudad en un puñado de horas. No era raro que algún viajero desinformado acabara comiendo en aquella infame cafetería. Sin embargo, el tipo atlético que avanzaba decidido hasta su mesa no parecía el clásico turista desorientado.

—Hola, Roberto —lo saludó con inequívoco acento eslavo—. Mi nombre es Dragan Janković. Aquí podremos hablar tranquilamente —añadió, tomando asiento frente a él.

Roberto estudió las facciones del hombre que tal vez no dudaría en matar a su hija: tendría alrededor de unos cuarenta años, ojos entornados, pupilas azules, mirada fría, nariz aplanada de boxeador, pelo rubio cortado al cepillo, mandíbula recia y cuello ancho con nuez prominente. Vestía vaqueros, camisa gris con cuello Mao y cazadora negra de cuero. Su porte era atlético y desprendía confianza, como quien acostumbra a dar órdenes que no se cuestionan.

Frente a un individuo así, tenía que mostrarse duro y no exhibir debilidad alguna.

—Me perdonará que no le estreche la mano, señor Janković. No acostumbro a hacerlo con quienes irrumpen en mi casa a medianoche, ni tampoco con los que amenazan de muerte a mi hija.

—Siento haber asustado innecesariamente a su madre —se disculpó, pese a que su rostro no mostraba signo alguno de lamentarlo—. Pensaba que, como cada miércoles, estaría usted en casa a solas, con su hija ya dormida. Tuve que improvisar un rápido mensaje que le disuadiera de informar sobre mi visita. De otro modo, nuestro futuro proyecto hubiera podido verse comprometido, algo que nos hubiera disgustado profundamente. Al fin y al cabo, la discreción es la base de nuestro negocio.

Era evidente que, durante las últimas semanas, le habían estado siguiendo. Hacía justo un mes, desde que el juez aprobó las medidas provisionales de la separación, solo se le permitía ver a su hija los miércoles desde las cinco de la tarde hasta la mañana siguiente y uno de cada dos fines de semana. Si daba crédito a las palabras de aquel tipo, su móvil no estaba pinchado; de otro modo, habría sabido que tenía previsto acudir a la cena de Navidad. O tal vez le estuviera mintiendo. No tenía ningún motivo para confiar en él.

—Lejos de causarle perjuicio alguno —prosiguió Dragan—, nuestra intención es ayudarle. Sabemos de sus dificultades económicas a raíz de su separación. Su mujer se quedará con el piso y con su hija, y usted deberá seguir pagando la mitad de la hipoteca, además de una pensión alimenticia. La justicia, con frecuencia, es una injusticia, ¿no cree?

Aquello era una provocación. Probablemente supiera que había decidido separarse tras descubrir que su mujer tenía un amante. Sin embargo, los tribunales le habían otorgado a ella la custodia de su hija y el piso, dejándole a él la soledad y una situación económica más bien precaria.

—No imaginaba que fuera usted un hombre preocupado por la justicia, señor Janković… Aunque, pensándolo mejor, tal vez acumule motivos sobrados para estarlo.

—¿Acaso parezco preocupado? —contestó el eslavo, exhibiendo una gran sonrisa—. Es usted el que se muestra tenso y a la defensiva. Es comprensible. Cualquier animal reacciona así cuando olfatea el peligro. Y nosotros somos animales depredadores que, como los lobos, sabemos colaborar cuando es necesario. Colaboración. Eso es lo que le ofrezco. Doscientos mil euros. Diez mil euros mensuales por adelantado; el resto, cuando finalice su trabajo.

—Yo ya tengo un trabajo, señor Janković. No tan bien remunerado, pero mucho más seguro.

—Y nadie le pide que lo deje. Al contrario: queremos que termine cuanto antes ese peritaje que le han asignado.

—Veo que está usted muy bien informado, pero no lo suficiente. ¿Acaso cree que puedo ocupar mi cargo como perito y firmar inmediatamente un informe de archivo de actuaciones en el que no incrimine a nadie? Las cosas no funcionan así en España, al menos de momento. A mí me procesarían por prevaricación, y otros inspectores de la Agencia Tributaria ocuparían mi puesto en la causa judicial.

—Sigue sin entenderme. Queremos que trabaje tan bien como siempre. Lo único que le pedimos es que nos tenga informados puntualmente de todo cuanto vea y descubra. Tómelo como una generosa oferta de colaboración.

Roberto sorbió un poco de aquel café tan amargo, pensativo. Informar a aquel hombre de cuanto supiera podría implicar que los jefes de la banda criminal pudieran huir de España antes de que existieran pruebas concluyentes que permitieran su detención. Y en caso de que las evidencias fueran insuficientes, seguirían residiendo en España con la tranquilidad de saber que no los incriminarían.

—Colaborar con una banda criminal es un delito gravemente penado, señor Janković.

—Existen penas mucho más dolorosas que las impuestas por los tribunales. Toda nuestra vida es una sucesión de elecciones, y cada uno de nosotros debe decidir qué escoge en cada momento. El camino que le propongo es el más conveniente para sus intereses y para los nuestros. Se lo aseguro.

Denunciar a la policía la extorsión de la que estaba siendo objeto era muy arriesgado. Joan Esteba, el inspector jefe, le había informado de que el peritaje judicial se centraba en investigar a una peligrosa trama mafiosa cuya actividad tenía ramificaciones internacionales. Un paso en falso podría suponer la muerte de su única hija. De momento era preferible seguirles el juego.

—Dejémonos de subterfugios. El bienestar de mi hija está por encima de cualquier otra consideración. En realidad, no tengo más remedio que aceptar su propuesta.

—Es usted un hombre inteligente. La familia es lo primero. Lo sé porque yo formo parte de una gran familia que crece constantemente. Desde ahora es usted uno de los nuestros. Le protegeremos y velaremos para que nada malo le pase a su hija. A cambio, solo exigimos lealtad. No se le ocurra traicionarnos. Si se va de la lengua, si nos oculta información, de cualquier tipo, se arrepentirá amargamente. ¿Sabía que hay ejecuciones que duran semanas enteras? Cada día se corta un órgano de la víctima. Primero los dedos de los pies, luego los de las manos, después las orejas… No se imagina lo difícil que, en ciertas ocasiones, resulta morir…

—Si le llega a pasar algo a mi hija…

—No tiene nada de qué preocuparse. Sabemos proteger a los nuestros y pagar adecuadamente los servicios prestados —repuso el eslavo, poniendo sobre la mesa un pequeño sobre blanco.

—No quiero su dinero.

—Tal vez cambie de opinión antes de lo que se imagina. He conocido varios casos… En fin, no quiero aburrirle con mis historias, pero debe coger el sobre. Es parte del trato. Lo que haga después con el dinero es cosa suya. Puede quemarlo, tirarlo al mar, permitirse algunos caprichos o ponerlo a nombre de su hija oculto tras un trust de un paraíso fiscal.

Roberto evaluó la situación. Aquel tipo no aceptaría un no por respuesta; además, en cualquier momento, podía aparecer un compañero de trabajo y ver aquel sospechoso sobre blanco encima de la mesa. Roberto cogió el sobre y lo introdujo rápidamente en el bolsillo de su chaqueta.

Una sonrisa pareció brillar en los ojos de Dragan al despedirse.

—Es curioso: hay muchos hombres deseosos de vender su alma al diablo, pero el diablo prefiere tentar a los que se resisten a traficar con ella.

Roberto, ya a solas en la mesa, reparó en que La Vanguardia estaba abierta por la sección de necrológicas. Aquello no era un buen augurio. Si cometía un error, el nombre de su hija podía aparecer pronto en aquella sección. Angustiado, se acabó el poso de café que quedaba en su taza. Cuando iba a cerrar el periódico, un nombre llamó su atención. Leyó los apellidos del fallecido hasta tres veces. No había duda. Precipitadamente, salió a la calle, detuvo un taxi en la plaza Drassanes y se dirigió al cementerio de Les Corts.