Capítulo 4

Mario, el director de las oficinas del Royal Shadow Bank de paseo de Gràcia, miró a Brisa con gran curiosidad. Por primera vez tenía enfrente a la hija de Arturo Gold, un hombre al que había llegado a conocer muy bien. Al contrario que su padre, ella no era alta y obesa, sino menuda y muy bien proporcionada. Vestía un elegante traje de chaqueta de color negro que resaltaba su media melena rubia. La frente despejada y curva, como la de su progenitor, denotaba inteligencia y empatía. Sus labios, esponjosos y sensuales, transmitían calidez. Las gafas negras, estrechas y rectangulares, enmarcaban unos ojos rasgados. La nariz, de perfil griego, hubiera aportado cierto equilibrio clásico a su rostro angulado, de no ser por aquel piercing, un pequeño aro dorado que adornaba su aleta derecha.

Mario repasó los datos disponibles sobre la mujer que estaba sentada frente a él: tenía treinta y dos años, había vivido en California desde los diecisiete y, por razones que desconocía, había decidido regresar a Barcelona el año anterior. No era demasiada información. Debía de ser una mujer intelectualmente capacitada, pero de carácter inestable y, por tanto, influenciable.

—Te agradezco que hayas tenido la deferencia de recibirme en domingo —dijo Brisa educadamente, tras las oportunas presentaciones.

—Al contrario. Es un placer conocerte —replicó Mario—. En nuestro banco, la prioridad son las personas. Digamos que nos gusta hacer amigos, además de clientes.

—Ha sido una suerte que estuvieras hoy en Barcelona, en lugar de en la isla de Man —comentó Brisa.

—La verdad —explicó Mario— es que solo viajo a la isla de Man para supervisar cuestiones puntuales, pues puedo gestionar la mayoría de los temas desde esta oficina, lo que me permite ofrecer un trato más personalizado a clientes tan distinguidos como tu padre, con quien me unía una sincera amistad. Te aseguro que lamento profundamente su inesperada muerte. ¡Qué desgracia! ¿Cómo ha podido ocurrir algo así? Se encontraba tan bien la última vez que nos vimos…

—Si no te importa, prefiero no recordar lo que ha pasado… —respondió Brisa, que extrajo un paño negro del bolsillo de su chaqueta. A continuación, limpió con esmero los cristales de sus gafas, pese a que ni una mota de polvo empañaba su transparencia.

Mario consideró lógico que quisiera evitar hablar de la trágica muerte de su padre, un deseo tan natural como imposible de satisfacer.

—Por supuesto, por supuesto —concedió—. Te comprendo perfectamente. Dime, ¿en qué puedo ayudarte?

—Desearía saber cuál es el estado de las posiciones de mi padre en el banco y realizar algunas transferencias a primera hora del lunes —contestó con voz firme, tras ponerse de nuevo las gafas.

—Por desgracia, no es posible técnicamente. Las formalidades legales son ineludibles y llevarán algo de tiempo. Necesitaremos el certificado de defunción y el último testamento válido de tu padre. Nuestro servicio jurídico certificará entonces la validez de la documentación aportada, y, de no surgir ningún contratiempo, pasarás a ser la nueva titular de las cuentas, como heredera. Todo el proceso podría estar resuelto dentro de unas dos semanas.

—Deben existir formas más rápidas para disponer del dinero. Necesito transferir sin demora tres millones de euros a la cuenta de Gold Investments.

—Lamento informarte —contestó Mario, pronunciando las palabras muy lentamente— de que en las cuentas de tu padre no hay tanto dinero.

Por un momento, Mario creyó ver incredulidad y sorpresa en los ojos de Brisa. Sin embargo, al cabo de un instante, su mirada se tornó gris e indiferente, como si aquella información le importara tan poco como la previsión meteorológica de Helsinki para el próximo fin de semana.

—En tal caso, me limitaré a anotar la cifra exacta a que ascienden sus cuentas —señaló Brisa, con la expresión aburrida que emplearía un contable que estuviera solicitando datos rutinarios.

—El deber de sigilo y confidencialidad me prohíbe revelar esa información, al menos hasta que nos cercioremos de que eres la heredera. Sin embargo, voy a hacer una excepción, en atención a la amistad que me unía con tu difunto padre.

Mario trató de observar si las pupilas de la chica se expandían mientras consultaba los datos en su ordenador. Por muy bien que disimulara, pensó, algunas reacciones del cuerpo humano eran incontrolables.

—Podrás contar con doscientos cincuenta mil euros cuando arreglemos el papeleo —anunció escuetamente.

—Doscientos cincuenta mil euros en efectivo —repitió Brisa en tono monocorde—. ¿Y en cuánto puede estar valorado su porfolio de acciones?

—Lamento comunicarte que liquidó su porfolio. No tiene acciones, ni fondos, ni ningún otro producto financiero. Si necesitas hasta tres millones de euros, habría que pensar en otras alternativas. Por nuestra parte, podríamos estudiar la concesión de un préstamo.

—Agradezco el ofrecimiento —dijo Brisa—, pero supongo que habría que tasar los inmuebles, comprobar las cargas… El proceso se demoraría demasiado.

—No todas las garantías deben ser inmobiliarias. Hace años tu padre contrató en esta oficina un seguro de vida en la que figuras como única beneficiaria y cuyo importe asciende a dos millones de euros. La compañía de seguros tardará un tiempo en hacerte efectivo el pago. Nosotros podríamos adelantarte el dinero, a cambio de una comisión.

—¿Cuándo crees que podría formalizarse el préstamo? —preguntó Brisa, tratando de que sus músculos faciales parecieran tan relajados como si estuviera disfrutando del atardecer en una playa solitaria.

—El tiempo que tarden nuestros agentes y abogados en constatar que la muerte de tu padre no incurre en ninguna causa de exención de responsabilidad por parte de la compañía aseguradora.

A la mente de Brisa acudió, como en un flash, el libro biográfico que había leído hacía poco sobre Robert Maxwell, un hombre que partiendo de la nada creó un imperio mediático mundial, vivió con la desmesura de un magnate, gozó de una influencia colosal y falleció envuelto por un mar de deudas. Su misteriosa muerte fue motivo de polémica, ya que su cuerpo cayó al océano desde la borda de su fastuoso yate mientras la tripulación dormía plácidamente.

¿Accidente, suicidio o asesinato? La respuesta valía una fortuna, ya que Robert Maxwell había suscrito una póliza de vida por un valor astronómico. Sin embargo, la indemnización no se tenía que pagar en caso de suicidio. Se contrataron detectives, diferentes especialistas analizaron los resultados de las autopsias, y corrieron ríos de tinta a favor y en contra de las diversas hipótesis. Todo fue en vano. Resultó imposible rescatar la verdad del fondo del mar. Finalmente, la compañía aseguradora se negó a pagar, alegando que se había suicidado, acuciado por su insostenible situación financiera. Los paralelismos con su padre resultaban innegables.

—¿Está contemplado el suicidio como causa de exención de responsabilidad? —preguntó al fin, mirando fijamente a Mario.

Brisa había intentado ser lo más discreta posible, dadas las circunstancias, pero Mario ya había logrado averiguar lo que deseaba saber. Impelida por su acuciante necesidad de dinero, aquella pregunta revelaba que la versión oficial sobre la muerte de su padre era el suicidio.

—En efecto —confirmó Mario—. En la póliza que contrató se excluyó expresamente esa causa.

Brisa guardó silencio, como retrayéndose a algún lejano lugar de su interior. Mario evaluó que era el mejor momento para adoptar una pose protectora, casi paternal.

—Entiendo por lo que estás pasando y siento no poder ayudarte todo lo que me gustaría. Me imagino que deberás hacer gestiones en otros bancos, pero recuerda que el nuestro, al menos, te ofrece una protección especial. Las cuentas de tu padre están domiciliadas en la isla de Man, un paraíso fiscal que garantiza el secreto bancario. Nadie te podrá reclamar jamás el dinero que está depositado allí. Y por supuesto, cuando hablo de posibles reclamaciones, me refiero también a las autoridades fiscales. Tu padre, amparado en el secreto bancario que protege a la isla de Man, nunca declaró al fisco las cuantiosas entradas de dinero en nuestro banco. Si la Agencia Tributaria tuviera conocimiento de todos esos ingresos, te exigiría a ti, como heredera, los impuestos que hubiera debido pagar tu padre durante los últimos años.

—Comprendo muy bien lo que me quieres decir.

Mario pensó que había actuado con habilidad y elegancia. El objetivo principal estaba cumplido. Brisa había entendido que no le convenía transferir el dinero depositado en las cuentas a ningún acreedor, sino guardarlo para sí. Y lo más importante: no debía revelar jamás la existencia de esas cuentas a ningún organismo oficial. Si alguien decidía investigarlas a fondo, podía suponer el fin de su exitosa carrera bancaria y el inicio de su vida como recluso en alguna sórdida prisión.