Capítulo 2

Sábado 13-12-2008, Barcelona, 11:00

Brisa se arrodilló ante la cama, reclinó la mejilla sobre el pecho de su padre y, cogiéndole de la mano, comenzó a llorar profundamente. La colcha blanca bordada con el escudo de la familia sostenía su cuerpo, ataviado con un exclusivo traje a medida confeccionado con telas de Loro Piana. Sus elegantísimos zapatos Berluti brillaban como de costumbre. El lujo y el ansia de exhibir su riqueza, que habían marcado toda su vida, continuaban siendo visibles después de muerto.

Sin embargo, el penetrante hedor que desprendía impregnaba la estancia. El rostro, lívido, fruncido y salpicado de múltiples manchas violáceas, reflejaba el sufrimiento experimentado en sus últimas horas. Los ojos permanecían cerrados, sellados por unos párpados hinchados. Una hendidura amoratada recorría su cuello. Aquel surco trazado por la soga había sido el último abrazo sentido por su padre. Enfrentado a la ruina por un inesperado naufragio financiero, resultaba casi consecuente con su carácter que se hubiera suicidado. El taburete que habían encontrado bajo sus pies parecía confirmarlo. Sin embargo, ella sabía que esa no era la terrible verdad.

Todo lo sucedido en las últimas horas parecía agolparse en su mente, como empujado por una suerte de vendaval incontrolable: las alarmantes noticias sobre Bernard Madoff; las incesantes llamadas de teléfono; la zozobra de Carlos, el contable de Gold Investments; la intranquilidad de sus mejores clientes; la imposibilidad de contactar con su padre; la inevitable llegada a la mansión; el macabro espectáculo de su cuerpo inerte, colgado como una res; Carlos, el jardinero, ayudándola a bajar el cadáver; la brusca amonestación de la policía por haber manipulado la escena del crimen al trasladar a su padre hasta la cama…

Incapaz de resistir la angustia, se levantó y caminó nerviosamente hasta la ventana. Por algún motivo, los negros nubarrones que cubrían el cielo le recordaron uno de los libros que había leído con más ahínco durante su juventud: el Bardo Thodol, conocido popularmente como El libro tibetano de los muertos. Según aquel texto budista escrito más de mil años atrás en un monasterio tibetano, el alma de los recién fallecidos, confusa, sobrevuela su cadáver sin comprender todavía lo que ocurre. El Bardo Thodol, cual guía práctica para un viaje sin retorno, proponía recitar en voz alta ciertos consejos para ayudar a los difuntos a superar el miedo y los viejos apegos, en su tránsito hacia el más allá. Quizá morir, pensó Brisa, fuera más fácil que enfrentarse al vacío que amenazaba con engullirla.

La estridente melodía de su teléfono la obligó a salir de su ensimismamiento. No podía ignorar aquella llamada. Era el contable de Gold Investments, la prestigiosa sociedad de inversiones de su padre. Su reputación se hundiría en un negro pozo de miseria tan pronto como se descubriera la cantidad de dinero que la sociedad había confiado a Bernard Madoff.

—Hola, Carlos —saludó Brisa.

—Tengo malas noticias —anunció él—. Tal como temía, algunos clientes, inquietos por el arresto de Bernard Madoff en Nueva York, están exigiendo el reintegro de sus posiciones.

Las inversiones depositadas en Madoff Securities debían de tener la misma consistencia que una malla agujereada. Según las primeras informaciones, aquel inversor de origen judío había organizado la mayor estafa financiera de la historia empleando el viejo y burdo esquema Ponzi. Parecía imposible que cerca de cincuenta mil millones de dólares se hubieran evaporado bajo la escrutadora mirada de la Security Exchange Comisión y de las firmas auditoras que supervisaban las operaciones. Lo que estaba sucediendo aquel día parecía irreal. O tal vez lo irreal fuera lo que había ocurrido durante los últimos años. Una irrealidad forjada a base de engaños y falsas anotaciones contables, alimentada por el dinero ajeno y bendecida por la liturgia del lujo embriagante.

—Aunque no podamos recuperar los fondos depositados en Madoff Securities —dijo Carlos, resuelto—, debemos devolver cuanto antes los reintegros que nos soliciten.

«Las apariencias, si se utilizan bien, pueden tener más fuerza que la realidad», pensó Brisa. Los clientes de Goldman Investments se tranquilizarían unos a otros si atendían sus peticiones de reintegros sin aparentes problemas. Contener el pánico inicial podía ser suficiente para evitar la quiebra.

—¿Y qué propones? —preguntó Brisa, tras unos segundos de tenso silencio—. Tú, mejor que nadie, sabes cuál es el estado de sus cuentas.

—Casi no hay dinero en los bancos, y negociar un préstamo es una quimera. Ahora bien, me consta que tu padre manejaba grandes sumas desde cuentas cifradas del Royal Shadow Bank. Pese a estar domiciliadas en la isla de Man, en la práctica Mario Blanchefort, su hombre de confianza, las gestionaba desde Barcelona. Él es nuestra única esperanza. Le he localizado telefónicamente. Está en el extranjero, pero regresa esta noche y acepta reunirse contigo mañana domingo, a primera hora.

Brisa volvió a mirar el cadáver de su padre, entornó los ojos y guardó silencio.

—Comprendo el dolor que te embarga y lo difícil que resulta ocuparse precisamente ahora de problemas financieros —dijo Carlos al otro lado de la línea—, pero, de lo contrario… Si pudiera, iría yo mismo a hablar con Blanchefort, pero se niega siquiera a recibirme. Alega la confidencialidad del secreto bancario. Debes ir tú. No hay alternativa.