Una tradición malaya —que Jorge Luis Borges recogió o inventó en una ya antigua antología— asegura que todos los ogros viven en Ceylán y que todas sus vidas caben en un solo limón: un ciego corta el limón con su cuchillo, y mueren todos los ogros. Sobre el final de la epopeya de Gilgamesh —la novela más antigua de la humanidad— el héroe alcanza a ver, y hasta a tener en sus manos, la planta submarina que otorga la inmortalidad: pero una serpiente se la arrebata, y con ella se lleva la posibilidad del hombre de derrotar a la muerte. En bs primeros siglos de nuestra era, los gnósticos —y particularmente Basílides— imaginaron el fantasmal e interminable argumento del «Dios-que-no-es», creando para siempre una probable realidad-otra que nos acecha desde entonces del otro lado del espejo. El rabino Eleazar de Worms, mil años después, dejó asentado que la realidad es verbal, y que hasta Dios necesita nombrar el mundo para que éste se manifieste. Sinesio de Rodas —que se perdió en el mar— nos legó la inefable especulación de sus ángeles volatineros, que tejen y destejen sin pausa y sin sentido las vidas de los hombres: esa sucesión de eventualidades que llamamos destino, y que no sería otra cosa que datos sueltos del programa de una impensable lanzadera celeste. Mucho más cerca de nosotros, la física contemporánea sospecha que dos cosas distintas pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo.
Estos ejemplos son vagos y azarosos; permutables por otros, susceptibles de ser ofrecidos en otro orden, de organizar otra cadencia. Si acaso algo los rescata de la arbitrariedad, es que apuntan en común a una sospecha: el universo podría no ser como lo imaginamos; el tiempo es tal vez una materia untuosa como una mermelada, y en algún punto del espacio somos los mitos de minotauros y unicornios que no pueden dar por cierta nuestra insensata realidad.
Un pueblo subterráneo, instalado como un moho sutil en la comodidad de la historia, ha venido dando testimonios en tomo a estas materias vertiginosas. A esta familia de sospechadores del cosmos, de contrabandistas metidos de perfil en la cultura, de incómodos hurgadores del dedo en la llaga; a esta familia de piedritas en el zapato, idiotas de la casa, aguafiestas; a esta repelente tribu de músicos desafinados, de incordiantes vocacionales, de resfríos de verano, pertenece sin duda Julio Cortázar.
¿Para qué necesitaba el triunfal cristianismo postpaulino los eones gnósticos y el orden de la enéada? ¿Qué falta le hacían los cataros a la Edad Media? ¿Quién le dio vela a Jonathan Swift en el entierro de Cromwell? ¿Qué necesidad tenía la literatura infantil de la perfidia de Carroll? Preguntas que no tendrán jamás respuesta: los cronopios existen como los imprevistos meteorológicos, como los eclipses diurnos de luna (que si no se pueden ver, para qué se producen), como los empecinados celacántidos que ya deberían estar muertos desde el cretáceo, y sin embargo. Son una infiltración de la naturaleza en la cultura, del pensamiento prelógico en las computadoras, de la solaridad en el orden, del estornudo en la solemnidad, intuitivos, desmañados, cándidos como serpientes y astutos como palomas, remolones, indecisos, afables, haraganes, un poco estúpidos, terriblemente inoportunos: están ahí, tocando sus desafinadas cornetas que alteran el sueño de los justos; riendo como tontos.
Cortázar —cronopio crónico— ha intentado una obra que irrita hasta el crujir de dientes a quienes no pertenecen a la tribu. En las primeras líneas de su Libro de Manuel (se la veía venir) dejó escritas estas palabras reveladoras: «Por razones obvias habré sido el primero en descubrir que este libro no solamente no parece lo que quiere ser, sino que con frecuencia parece lo que no quiere, y así los propugnadores de la realidad en la literatura lo van a encontrar más bien fantástico, mientras que los encaramados en la literatura de ficción deplorarán su deliberado contubernio con la historia de nuestros días». Muchos años antes, en El perseguidor, había deslizado otro preaviso: «Secuencias. No sé decirlo mejor, es como una noción de que bruscamente se arman secuencias terribles o idiotas en la vida de un hombre, sin que se sepa qué ley fuera de las leyes clasificadas decide que a cierta llamada telefónica va a seguir inmediatamente la llegada de nuestra hermana que vive en Auvernia, o se va a ir la leche al fuego o vamos a ver desde el balcón a un chico debajo de un auto».
De eso más o menos se trata. Hay literaturas (hay vidas) organizadas en torno a una certeza: un núcleo central que puede ser duro y deslumbrador como un diamante (en contados ejemplos que todos conocemos), o más modestamente simple y redondo como una buena patata sacada de la tierra. En todo caso, un diamante y una patata tienen más cosas en común de lo que a primera vista parece: están ahí, son abrumadoramente visibles, corpóreos, evidentes. No se puede disimular su integridad, tomarlos por lo que no son, interpretarlos: en una gama que va de la genialidad a la estolidez, los rotundos cubren la historia de la palabra, desde los techos a los intersticios de los sótanos. Los rotundos mayores definen, sentencian y organizan la realidad; los rotundos menores la legislan: los minorísimos —pobrecitos— la repiten a tontas y a locas, copian sus modelos como pueden y con frecuencia los caricaturizan.
No importa, en cualquier caso van sobre seguro: el dogma, la revelación, la ortodoxia, la ciencia, la verdad, el dos más dos, el Soy Fulano, el Nací en X Parte, la identidad, el día y la noche, las estaciones, el envejecimiento y la familia, las estadísticas y el bien, el cálculo de probabilidades los respaldan. Pero ¿qué pasa cuando un hombre sospecha que la realidad es a la vez corpuscular y ondulatoria (como la luz), estática y dinámica, vigilia y sueño, coherencia y disparate, causalidad y casualidad, ser y no ser? Horribles cosas comienzan a pasar en cadena: se mete uno en un pulóver del que no puede salir como no sea hacia la muerte (No se culpe a nadie); entra uno en el tiempo como si tomase el metro (La noche boca arriba); tropieza uno no dos veces sino mil en la misma piedra, porque tal vez la cosa consista en tropezar y no en acumular experiencia o ser inteligente (El perseguidor).
Como es evidente, este tipo de tanteos está condenado a la impopularidad: si construye usted un castillo verbal esplendoroso pero tembleque como una gelatina, admiraremos su destreza polisémica, pero haga el favor de no manifestar opiniones políticas; si se cree usted con capacidad jurídica y moral como para declarar en contra de y a favor de, no nos venga con esas escandalosas fantasías, con esa precaria identidad. Adónde vamos a parar si Oliveira deja de enredarse en sus piolines, si Manuel después de tanto esfuerzo nos sale un reaccionario. Seamos serios, dijo el predicador.
Ahora bien. Lo que ocurre es que la foto está movida, el rollo estaba viejo, o el campeón del encuadre todavía no nació. Y cuando se tiene esa intuición toda ortodoxia hiede como un muerto antiguo: no hay más camino que la cuerda floja, ni medio de transporte que no sean los zancos, ni modo de evitar meter a cada rato un dedo en el ventilador. La obra es entonces la construcción de una figura, por la que los ángeles del viejo Sinesio se pasean a hurtadillas, complicando la trama sin cesar: por el final de un cuento se sale a cierto episodio de una novela anterior; un personaje se disfraza de otro; algunos se afincan en la casa y tercamente reaparecen; una página suelta apunta a un cuento que aún no se escribió. Espasmódicamente, la figura parece concretarse a veces; pero el constructor es demasiado viejo, demasiado sabio como para caer en la tentación: sabe que debe mantener abiertas todas las ventanas —a riesgo de gripes y de miasmas— para que la liebre pueda saltar algunas veces; sabe que esa interminable construcción es la figura: que nunca la congelará en un determinado estilo arquitectónico, pese al horror de sus devotos de uno u otro ismo.
Si la obra de Julio Cortázar es, como presumo, la construcción de una figura, estos fragmentos que he seleccionado no pueden pretender representarla, sino ofrecerse como una de las múltiples perspectivas para contemplarla. Creo que están aquí las principales líneas de fuerza, las tensiones más habituales en tos relatos de Cortázar, y también una muestra de sus diversos modos de composición, desde el cuento breve sostenido por una idea brusca como un latigazo (Continuidad de los parques), hasta ese único ejemplo de nouvelle en la obra cortazariana que es El perseguidor. Algunos —yo, en principio— echarán a faltar en este volumen piezas maestras como Las ménades, Final del juego, o Reunión, pero esto forma parte de la arbitrariedad de toda antología; de los riesgos —en este caso concreto— de acceder a una obra como la de Julio Cortázar, antológica en sí misma por la imposibilidad de dividirla en textos buenos y menos buenos.
Me gusta imaginar que, por momentos, la construcción de la figura escapa de las manos del demiurgo y admite sobreimpresiones, collages como este; que Cortázar lo sabe y que, más aún, cuenta con ello. Parcializada y amputada, desmontada de su organización original, la obra no es menos ella misma, pero ya es otra cosa: otra mirada la organiza en una secuencia que, con sus mismas palabras y sus temas, suena con distinta melodía.
Me parece ver al cronopio, absorto frente al caleidoscopio —uno de sus instrumentos de trabajo—, fascinado por las piedrecitas de colores que realizan su incesante gimnasia combinatoria; esas frágiles y admirables geometrías que duran lo que un golpe de muñeca, antes de viajar al olvido.
Perdiendo el tiempo, como siempre, un hombre de sus años.