Pedro se había desmoronado por completo. Esperaba una catástrofe del lado de Jerusalén, cuya próxima ruina había anunciado Jesús. Pero era Roma la que había ardido, y los cristianos estaban acusados del incendio. Después de todo, si Jesús no había dicho una sola palabra del accidente, ¿era acaso porque la suerte de Roma, comparada con la de Jerusalén, le importaba poco? Por algo Jesús era judío… Otro tema de sorpresa y de dolor: la magnitud infamante y cruel de una persecución que ya no tenía nada que ver con los problemas enfrentados hasta entonces, una persecución ordenada por César en la capital del mundo. El Maligno había sido duro, y el permiso del Cielo era por ello más escandaloso. ¿Estaba próximo el fin de los tiempos?
El apóstol intentaba consolar a sus fieles, pero le costaba consolarse a sí mismo. Sólo lo animaba un poco la conversación de Kaeso, lo que no tenía nada de sorprendente: ¿qué consuelo podía esperar un cristiano afligido de otro buen cristiano, cuyas palabras ya se sabía de memoria antes de que empezara a hablar? En el fondo, Kaeso seguía siendo insensible a la dimensión metafísica de los acontecimientos. Cierto que el injusto exterminio de los cristianos le afectaba, pero como cualquier atroz peripecia de la historia de la que hubiera oído hablar. Como su infortunio era de índole personal, no tenía demasiado mérito levantando el ánimo y tomando distancia, y esta tranquila actitud resultaba tonificante en aquel ambiente de desolación religiosa.
Los carceleros hacían su trabajo habitual sin especial animosidad, con la consideración debida a los ciudadanos romanos, y los condenados conservaban algunos contactos con el exterior. Kaeso y los más acomodados hacían traen golosinas, de las que todo el mundo disfrutaba. Pero espantosas noticias se filtraban poco a poco a través de las gruesas puertas cerradas. Después de Tiberio, los emperadores habían construido jardines en la región de la Colina Vaticana, que se elevaba al noroeste de Roma, más allá del Campo de Marte y del Tíber. Nerón les había dado unos retoques grandiosos, y también había ordenado acabar el Circo que Calígula había empezado a construir excavando una parte de la colina. Eran maravillosas la belleza y la calma de aquellos jardines, aislados de la agitación de la Ciudad. Ricas tumbas y hermosas villas habían hecho su aparición en los alrededores. Pero el Circo, a consecuencia de su alejamiento y de la competencia de los otros dos, atraía a poca gente. Nerón, que había hecho allí sus primeros intentos de torpe cochero, amaba aquel lugar.
El incendio había destruido el Circo Máximo y el Circo Flaminio, el gran anfiteatro de madera de Nerón y hasta el vetusto anfiteatro de Tauro, al sur del Campo de Marte. Así pues, era muy indicado adoptan para los Juegos, en espera de algo mejor, el Circo de Nerón, en los jardines del mismo nombre, y presentar allí, a título excepcional, toda clase de diversiones, a excepción del teatro, ya que los tres teatros de Roma no habían sido tocados por la calamidad. Además, muchos refugiados acampaban todavía en los terrenos baldíos del Campo de Marte y, para ellos, el Circo estaba muy cerca.
A partir de los Idus de septiembre hubo una sucesión de carreras, venationes, combates de gladiadores de todos los niveles y competiciones atléticas diversas, sin olvidar, naturalmente, las tan esperadas ejecuciones de condenados, cristianos en su mayoría.
Destrozados por las fieras salvajes, aplastados por los elefantes, figuraban en toda clase de suplicios legendarios y poéticos… Niños pequeños, cosidos en pieles de animales, eran perseguidos por perros feroces delante de sus madres, destripadas a su vez por las panteras. Pero las preocupaciones edilicias y artísticas del Príncipe encontraban su más memorable expresión en la primera tentativa de alumbrado urbano nocturno. Desde Roma a los jardines Vaticanos, la Vía Triunfal y el puente se hallaban iluminados por hileras de cristianos embadurnados de pez, que empalaban o exponían en la cruz al final de la tarde para prenderles fuego a la caída de la noche; los jardines estaban iluminados de la misma manera; y en el Circo, los espectáculos continuaban por la noche a la luz de los incendiarios que ardían en la spina del gran edificio. A pesar de que el olor a carne quemada no fuera demasiado agradable, la idea era terriblemente original y el pueblo no podía dejar de apreciarla.
Al mismo tiempo, los tres teatros fuera de los muros ofrecían continuamente, gracias a la abundancia de condenados, representaciones pornográficas, que llevaban a cimas insuperables aquel exigente arte. Nerón había comprendido que Eurípides ya no estaba de moda. Para reconquistar y asentar una popularidad que el siniestro había puesto en tela de juicio, tenía que hacer más que nunca una generosa abstracción de sus delicados gustos personales. Y en los trepidantes escenarios se podía ver cumplida a lo grande esa exigencia de la mejor tradición romana que pedía que no mataran a muchachas vírgenes. Así pues, los asnos, los chivos, los perros, toda una inesperada casa de fieras, los comediantes más insensibles al nerviosismo y los más seguros de si mismos se entregaban a un «a pedir de boca», en espera de que una muerte pintoresca rematara la obra. El público en delirio aclamaba a su Príncipe, y los viejos habituales de las graderías se preguntaban con una agradecida tristeza: «Después de esto, ¿qué podremos ver realmente picante?».
A veces Nerón, en las suaves noches de septiembre, conducía su carro resoplando de disgusto por sus iluminados jardines, y ante los gritos de alegría de la plebe feliz se preguntaba para sí: «¿Qué habría pasado si me hubiera mostrado cruel?».
En el Tullianum, los ciudadanos romanos más indignados habían terminado callándose aunque sólo fuera por pudor, pues sólo se arriesgaban a que les cortaran la cabeza o los estrangularan, sinsabor menor al lado de los que les esperaban a los demás. Además, habían perdido toda esperanza de sobrevivir y empezaban a darse cuenta, en una atmósfera de enclaustramiento y promiscuidad cada vez más agobiante, de que vivían horas sin precedentes en la historia de la Ciudad y que por lo tanto tenían que morir como romanos.
Aparte de un «obispo» apocalíptico que había empezado a «hablar en lenguas» exasperando a todo el mundo, los notables no ciudadanos de la secta se disponían al martirio con serenidad, pero sin gran entusiasmo, y el miedo físico los perseguía día y noche. Como era la primera persecución digna de ese nombre, no había precedentes donde poder inspirarse para ordenar las ideas y componer una actitud. En materia de martirio, estos desgraciados estaban pagando la novatada.
Para darse ánimo, cantaban y rezaban. Pedro distribuía el Pan y el Vino cuando los había, y Kaeso se abstenía, pues su primera comunión no le había dejado un recuerdo imborrable —había que reconocer que por su culpa, pues Dios sólo nos da lo que Le llevamos. Al rayar el alba, Pedro se despertaba sobresaltado y lanzando lamentables gemidos, pues si bien muchos gallos se habían asado en la hazaña de Nerón, los de los guardianes del Capitolio conservaban toda su voz, y los propios carceleros tenían un pequeño corral cuyos huevos vendían a los cautivos a precio de oro.
Una mañana, Pedro le confió a Kaeso, que dormía a su lado envuelto en su manto:
—Hay gallos por todas partes, tanto en la ciudad como en el campo. En ningún sitio puedo dormir sin despertarme de esta forma tan cruel. Sé a qué hora cantan los gallos de todos los lugares por los que he pasado. Los de Jerusalén cantan mucho más temprano que los de Roma, cuando todavía es de noche. Pero, de todas maneras, cuando el primer gallo da la señal, los otros empiezan a darse tono, y la música se prolonga para que me avergüence más todavía de mi negación… ¡Y cada vez que me despertaba gritando y llorando, mi difunta esposa, con la que de pronto me había visto casado para siempre, la emprendía conmigo a puntapiés!
—¡Jesús habría sido más caritativo movilizando a un ruiseñor!
—El gallo sigue siendo demasiado dulce para mi pecado.
—Leí en tu secretario Marcos que Jesús te dijo: «En verdad te digo que antes de que el gallo cante dos veces, me habrás negado tres». Pero Lucas me conté que Jesús te dijo: «Te digo que el gallo no cantará hoy antes de que hayas negado tres veces que me conoces». ¿Te diste cuenta de tu falta después del primer o del segundo canto de aquel horrible gallo?
—Después del segundo, como yo mismo le conté a Marcos. ¡Pero ahora me doy cuenta en el momento en que suena el primero!
—¿Por qué dejas que Lucas transmita una versión falsa?
—¿Qué importancia tiene? ¿Habrá algún día un cristiano lo bastante estúpido como para tomar en serio semejantes detalles?
—Sí, comprendo tu punto de vista. Pero si, a pesar de Nerón, tu religión conquista el mundo, los cristianos estúpidos serán legiones.
Por supuesto, Pedro invocó la protección del Espíritu Santo extendiendo sus alas sobre la Iglesia. Tenía la esperanza metida en el cuerpo.
Pero el cuerpo era el punto flaco.
Kaeso había hablado mucho con Pedro, a quien le había contado su vida demasiado corta y demasiado rica, y Pedro, por su parte, le había hecho interesantes confidencias. Ante un cristiano, el cristiano escrupuloso está obligado a interpretar el papel de cristiano. Ante un amable desconocido que no toma partido, el trágico deja a un lado su máscara convencional y aparece el hombre en una relativa desnudez. Con Kaeso, Pedro se aliviaba de largas coacciones, tanto más severas cuanto que no lo habían preparado en absoluto para interpretar el papel abrumador que el Cenógrafo[190] le había adjudicado sin consultarle. Kaeso empezaba a conocer bien a aquel hombre sencillo, a quien encontraba más simpático que Pablo, siempre complejo y atormentado.
A la luz de esta simpatía, el asunto de la negación cobraba en la mente de Kaeso sus justas proporciones. Pedro había vivido mucho tiempo con Jesús, a quien había amado desde el principio, profundamente y sin reservas. Y había encontrado medios para negarle en circunstancias cuya gratitud podía dar lugar a confusiones. Le habían preguntado en un patio si por casualidad no se contaba entre los amigos del acusado, pero nada hacía pensar que fueran a molestarlos, y de hecho no lo fueron mientras se mantuvieron tranquilos. Pedro no se había rebajado por astucia, burlando al enemigo para servir mejor. Por tres veces nada, le había entrado un miedo insensato y había negado tres veces, pero a despecho de todo su ser, porque no tenía el menor valor físico. Sólo había hablado el cuerpo.
Kaeso le dijo a Pedro:
—Tuviste un miedo horrible, ¿no es verdad?
—¿Quién no habría tenido miedo en mi lugar?
—Creo que tú tuviste más miedo que otros. Pero tienes buenas excusas. Hace mucho tiempo que te anunciaron que compartirías la suerte de Jesús, cuyo gallo te sobresalta cada mañana. Es como para minar el temperamento de cualquiera. Y además, ay, eres sensible. Más concretamente, soportas peor el miedo al sufrimiento que el sufrimiento mismo.
—¡Si, sí, es precisamente eso! Envidio tu sangre fría de gladiador.
—¡Hay que reaccionar!
—Pero ¿cómo?
—Tienes que preparar tu crucifixión exactamente igual que los gladiadores preparan su combate. Como sabes, yo fui gladiador durante un tiempo, y cuando era un chiquillo observé a muchos crucificados retorciéndose. Así pues, puedo darte los mejores consejos.
—Te escucho.
—Primero tienes que decirte: «He firmado un contrato. No escaparé al encuentro con la muerte».
—Sí.
—Después debes decirte: «Sea cual sea la prueba, me parecerá más o menos larga, pero de hecho será muy limitada en el tiempo».
—Sí.
—Tendrás todavía a tu favor que, en las grandes emociones del amor o de la muerte, el tiempo se detiene. Los instantes dejan de sucederse. Insensible a lo que precede o a lo que sigue, sólo sufrirás durante un instante.
—El griego que empleas no me resulta familiar, pero comprendo tu idea. Cuando Jesús se transfiguró, el tiempo también se detuvo, y yo no podría decir cuánto duró la aparición.
—¡Excelente analogía! Tu sufrimiento te transfigurará y la arena dejará de caer en la ampolleta. Un siglo te parecerá un guiño.
—De todas maneras, prefiero el guiño.
Kaeso rió de buena gana y continuó:
—Para más seguridad, tienes que conocer la técnica adecuada.
—¿Eso no es asunto del verdugo?
—Es también asunto del crucificado.
Kaeso le explicó detalladamente a Pedro el mecanismo de la muerte por crucifixión, con sus alternancias de posiciones altas, en las que el crucificado aspira, y posiciones bajas, durante las cuales se asfixia…
—Ya sabía eso. Como todo el mundo, creo. ¿Y entonces?
—En el campo Sestertium —continuó Kaeso—, comprobé hace tiempo una diferencia de comportamiento entre los esclavos de la Ciudad, que nunca se han preparado para morir de esa manera, y los bandidos de los caminos, que como tú habían previsto con mucha antelación que acabarían en la cruz. El esclavo se erguía sobre sus pies clavados buscando un poco de aire, gracias a ese movimiento instintivo que ata a la vida a los hombres más infortunados, y si era tan vigoroso como tú, su agonía se prolongaba. Mientras que el bandido, con una mirada de odio para los soldados, los mirones y los niños curiosos, a los que no dudaba en privar de lo que les debía, se contraía y luchaba con todas sus fuerzas contra el movimiento ascendente impuesto por la naturaleza. Hasta tal punto que algunos verdugos concienzudos, ofendidos por esa insolente artimaña, pinchaban con la punta de la lanza a aquellos individuos crispados en posición baja para obligarlos a respirar una buena bocanada. El crucificado que consigue dominar sus impulsos (pero hace falta mucha voluntad) muere con gran rapidez.
—Eso no es lo que hizo Jesús, que sin embargo era grande y vigoroso.
—Jesús crucificado todavía tenía muchas cosas que decir, y sólo podía decirlas enderezándose.
—Si el buen ladrón hubiera aplicado esa técnica de bandido endurecido, tal vez habría muerto antes de haber hecho penitencia.
—¡Tú ya has hecho penitencia durante bastante tiempo!
—Para faltas como las mías…
—Entonces voy a enseñarte otro truco, que no se puede asimilar a un suicidio, y que es igualmente eficaz. A menos que quieras sufrir lo más posible a cualquier precio…
—Soy demasiado humilde para tales fatuidades.
—¡Esa es una humildad que hace honor a tu buen juicio!
»Cuando llevan al condenado, con la traviesa a la espalda, al campo del suplicio donde esperan los postes, el truco no funciona. Pero nos han contado que están crucificando a guisa de alumbrado público a través del Campo de Marte y los jardines de Nerón, y hasta en la spina del Circo Vaticano, que a cada lado del obelisco es un terreno arenoso. Además, cada noche hay que crucificar a mucha gente, y los apresurados soldados no pueden elegir el emplazamiento, puesto que Nerón, que es artista, busca un efecto luminoso, ordenado y decorativo…
—¿Adónde quieres llegan?
—Cuando los soldados se enfrentan a un suelo blando, donde habría que hundir muy profundamente los postes para que no se vengan abajo, es corriente colocan la traviesa a muy poca altura, y orientada de tal manera que uno de los brazos toque el suelo del lado en que la cruz parece tener tendencia a volcarse. La estabilidad es entonces perfecta y crucifican al condenado cabeza abajo. De esa manera, la asfixia es muy rápida. En la medida de lo posible, intenta arreglártelas para que te crucifiquen así. Tal vez haya algunos virtuosos cristianos entre los verdugos. En caso de necesidad, intenta cambiar de sitio con un ingenuo…
Pedro rió a su vez…
—¡Le haría un mal servicio! Pero, en efecto, ya hay cristianos entre los soldados, que tal vez no hayan sido denunciados todavía.
—Te deseo que así sea. Más vale arder muerto que vivo. Y los cristianos siempre podrán decir que pediste que te crucificaran cabeza abajo por humildad…
»Veo por tu sonrisa que te gusta la hipótesis. Ya debías de tener esa sonrisa cuando (¡antes de encontrar a Jesús, por supuesto!) les vendías a los orgullosos fariseos pescado que no estaba fresco.
Esta vez rieron al unísono. Un gallo retrasado lanzó un grito estridente y Pedro cambió de expresión.
Kaeso hizo un nuevo esfuerzo para levantarle la moral:
—Si quieres caminar hacia la prueba con paso firme, como conviene a un jefe, es absolutamente necesario que dejes de llorar por haber negado a tu Maestro. Piensa que Jesús conocía de maravilla a los hombres y en consecuencia supo rodearse de ellos. ¿Por qué eligió a ese traidor de Judas, sino para que lo traicionara? ¿Y por qué te iba a elegir a ti, colocándote a la cabeza de su Iglesia, sino para que lo negaras cobardemente, de la manera más inexcusable?
»Piensa bien en esto: tus sucesores serán nombrados por los hombres, pero tú has sido designado por Cristo en persona, cuando sólo tenías unos treinta años. Por lo tanto, podemos concluir que tú representas su ideal para ese puesto. Eres de origen muy humilde. Tienes una instrucción bastante elemental. No brillas ni por la palabra ni por la pluma. Tus obras, a pesar del talento de algunos secretarios, no pesarán demasiado. Eres un poco cobarde. Y tu mayor notoriedad es haber traicionado a Jesús igual que Judas, con la diferencia de que tú has seguido viviendo por amor.
»Pues bien, esto es lo que te digo: elegido entre mil por Cristo luego de madura premeditación, ejemplo incomparable para todos los cristianos del futuro, y sobre todo para tus sucesores, ¡levanta la cabeza al cielo antes de levantar los pies! Jesús nos apunta por tu tímida voz que la cultura y el dinero excitan el orgullo, que cuanto menos habla un jefe, menos tonterías se arriesga a decir, que le interesa ser discreto, que el valor que cuenta en primer lugar es el de reconocer francamente las faltas y los errores para lamentarlos y corregirlos, y que la primera virtud es no desesperar después de haberlos cometido. Pedro, tú llegarás lejos… ¡cuando hayas muerto!
Pedro se sentía un poco mejor. La idea de que Jesús podía haberlo distinguido precisamente a causa de su modestia y de su falibilidad, disminuía el peso de sus insuficiencias y traiciones.
Kaeso continuó:
—Lucas me contó que un ángel te sacó un día de la prisión de Herodes, que habías andado sobre las aguas y resucitado a un muerto. Eran los buenos tiempos…
—Dios hace milagros para o por nosotros cuando nos necesita para Su servicio. Esos favores no funcionan cuando uno los necesita para sí mismo. Hoy sé que mi hora ha llegado.
»Pero me has consolado mucho, y me gustaría hacer algo por ti…
—Si es en servicio de Dios, ¿es posible un milagro?
—Desde luego. Y me gustaría darte la fe, milagro por excelencia. ¿Cuál es el obstáculo?
Era una cuestión a la vez muy sencilla y muy complicada.
No obstante, Kaeso intentó contestar:
—Estuve a punto de acostarme con mi madrastra, que me había educado y a la que adoraba. La empujé al suicidio. También empujé a él a un hombre que me amaba y que había tenido las mayores bondades para conmigo. Al pasar abusé de una chiquilla. Condené a muerte a mi padre con mi indiferencia. Habría violado a su concubina, a quien acababa de libertar, si Nerón no le hubiera prendido fuego a Roma. Durante un instante, al dejar la arena, fui el favorito del Príncipe. Premedité el asesinato de una actriz. Me hice bautizar por comedia e imponer el Espíritu Santo como amuleto de la suerte. No he parado de engañar y desesperar a todo el mundo. Y sin embargo, soy inteligente, y mis intenciones siempre fueron excelentes. Así que, naturalmente, me pregunto qué hacen los imbéciles que tienen malas intenciones… ¿quizás el bien?
—Comprendo lo que te trastorna. Tienes la impresión de que el hombre es el juguete del desprecio y del azar, que hay una relación incierta y decepcionante entre las intenciones, los actos y los resultados…
—¡Incluso tengo la sensación de que cuanto mejores son las intenciones, más deplorables son las consecuencias!
—Te comprendo tanto mejor cuanto que yo estoy exactamente en el mismo caso. Desde hace largos años, nosotros predicamos constantemente el amor para no recoger más que odio, y estos días que vivimos coronan nuestra acción.
—Tus intenciones, en efecto, deben de haber sido mejores que las mías a juzgar por esta masacre. ¡Te lo ruego, modérate un poco!
—Si es así, es que el Evangelio de Jesucristo ha sumido al Maligno en un espantoso estado de rabia, y nada lo exaspera más que una buena intención. En el momento en que se vislumbra una buena intención en alguna parte, el Maligno acude para desvirtuarla, corromperla, volverla ridícula y desastrosa. Espera que los justos se cansen, pero los justos son incansables. Tú mismo, en este horrible Tullianum, después de todas tus desilusiones, has dedicado tu tiempo a darme ánimos con mucha bondad e ingenio.
»Esa escandalosa distancia entre lo que deseábamos bueno y lo que sobreviene debe turbarnos tanto menos cuanto que precisamente es el signo de que Dios apela a nosotros para estropear los planes del Maligno. La idea es bastante abstracta, pero se verifica cada día…
—No será en el lago Tiberíades donde has pescado ese adjetivo griego, «abstracto»…
—Creo que fue Pablo quien me lo enseñó…
—¡Vaya, vaya! Vas por mal camino. Es hora de que te retires, antes de estropear tu hermosa reputación de sencillez. Jesús no hablaba así.
—¡Hablaba mejor que nadie! Y puedes confiar en Su palabra, porque yo vi a Cristo resucitado como te veo a ti ahora, y una noche, mientras comíamos uno junto al otro, llegué a tocar su brazo como toco el tuyo.
En la semioscuridad, la mano de Pedro se había posado en el muslo de Kaeso y no en su brazo. El Demonio acostumbra a gastar siniestras bromas de este tipo, que son para el creyente una razón de más para creer[191].
Kaeso habría necesitado algo más para convencerse.
Pedro le dijo de pronto:
—No saldrás de aquí sin que la fe te haya tocado. ¡Es un gran pescador de pequeños pecadores quien te lo dice! Tal es el regalo que Dios te hace porque quiere verte de cerca. Pero Jesús también murió por aquellos que desearían creer, pues es la primera manera de amarlo.
Poco después le entregaron a Kaeso una breve carta de Marco el Joven.
«M. Aponio Saturnino a su hermano Kaeso, ¡salud!
»Efectivamente, recibí una carta de adiós de nuestro padre en la que manifestaba la intención de darse muerte como Catón de Utica, y la noticia de su desaparición me ha llegado al mismo tiempo que la de tu combate contra Pugnax. Unos amigos me informaron también de la supervivencia de Selene, y no estoy enojado por ello. Cierto que no apruebo tu conducta, pero ¿para qué hacerte reproches? Tú mismo te los harás, más y mejores que yo. Prefiero decirte una verdad que parece habérsete escapado. Nuestro padre no era un mal hombre y nos quería tiernamente a ambos. A menudo le oí hablan de ti con lágrimas de orgullo y alegría, y te educó con celoso afán. Eras toda su vida, y murió el día en que comprendió con horror que tú no lo amabas, a pesar de todo lo que había consentido por ti. Estabas en tu derecho al tener tus reservas sobre los compromisos que sólo soportó en interés tuyo. Pero no tenías derecho a rechazar con desprecio su amor, pues el amor de un padre siempre es algo bueno. Sus intenciones siempre fueron excelentes. No hay que exigir mucho más de los hombres. Te compadezco, pero no te retiro mi afecto. Gracias por tu carta de adiós. Cuídate».
Kaeso lloró como si hubiera oído al gallo. A petición de Pedro, tradujo al griego corriente el texto latino, lo que le arrancó nuevas lágrimas.
Pedro le dijo entonces:
—Júpiter era el padre de los dioses. Jesús nos reveló que su Padre era también el Padre de los hombres. Y las intenciones de este Padre concuerdan con sus actos. Tú has pendido a tu padre, después de haber gemido por sus flaquezas. Yo te doy otro, que no te defraudara.
Kaeso meditó mucho sobre esas palabras. A despecho de todo lo que podía esperarse razonablemente, era su impío hermano mayor quien lo estaba convirtiendo.
Desde ese momento, sacaban cada día a algunas víctimas del calabozo, de donde salían poniendo buena cara. La peor prueba es la espera. Habían renunciado a utilizar el subterráneo del Tullianum, pues el Príncipe deseaba que todas las ejecuciones fuesen públicas.
Pedro debía ser ejecutado el III de los Idus de octubre, fiesta de las «Fuentes Divinas» y décimo aniversario de la llegada de Nerón al trono.
A Kaeso se lo llevaron al alba de la víspera de las Calendas de octubre. Había pedido los servicios de Subrio, y el favor le fue negligentemente concedido. Se decía que el tribuno tenía un buen golpe de espada.
La pequeña procesión tomó el camino de los Aquae Salviae, campo de suplicio situado un poco más atrás de la carretera de Ostia. Kaeso iba acompañado por un tal Saviniano, «obispo» sirio que Pedro había enviado a fundar la Iglesia gala de Agendicum —que más tarde se llamaría Sens— y el hombre había tenido la suerte de naturalizarse seis meses antes. No dejaba de repetir: «¿Qué va a ser de mis fieles de Agendicum?». Kaeso le dijo que sólo Jesús era irremplazable, y el otro se calmó.
Cuando tomaron la Vía Ostiensis, Subrio le dijo a Kaeso:
—Pareces muy feliz esta mañana…
—¡Es que voy a reunirme con mi Padre!
En vista de la reputación del difunto Aponio, Subrio se quedó muy sorprendido por la declaración.
El tribuno hizo cavar dos fosas reglamentarias impecables, por las que Kaeso le felicitó. La cabeza de Saviniano cayó cortada por un golpe limpio y franco. Kaeso casi sintió vergüenza al pensar en todos los crucificados. Lo estaban mimando más allá de sus méritos.
Y pronto el tiempo de las pruebas dejó de transcurrir para él.
Tres años más tarde, en una mañana de verano, Cn. Pompeyo Paulo seguía la misma Via que Kaeso.
Había regresado imprudentemente a Roma después de la tormenta, confiando tanto en su calidad de ciudadano como en la permanencia del derecho romano, y le había planteado a Tigelino un desagradable problema jurídico. El Prefecto, reflejando la opinión general de la gente supuestamente bien informada, no creía en absoluto que los cristianos llegasen a constituir alguna vez un serio peligro para el Imperio, pero Pablo le había sido especialmente señalado, y su expediente ya pesaba demasiado. No obstante, no existía ninguna ley criminal especial contra los cristianos, y Pablo había estado ausente de la Ciudad en el momento del incendio. Tigelino se había resignado a entablar contra Pablo un proceso regular por crimen de lesa majestad, con ayuda de falsos testigos que desgraciadamente lo parecían. Como Pablo recurrió a todos los recursos de procedimiento y el proceso amenazaba con hacerse eterno, Tigelino se acordó de la sugerencia de Séneca al Consejo, y acabó por recurrir al arbitrio. Pablo, en tanto que ciudadano judío de nacimiento, había pedido beneficiarse de la dispensa de sacrificios de los judíos, pero como no podía negar que era cristiano, el juicio se falló rápidamente. El precedente, reseñado por los juristas, daría ideas para más adelante.
Mientras Nerón, poseído por una creciente embriaguez, cantaba en Grecia, a Pablo le cortaban la cabeza en las Aquae Salviae. Había defendido su última causa más bien por principio, cansado de tantos combates en los que había gastado sus débiles fuerzas, y no le molestaba acabar de una vez.
Durante los años transcurridos, se había reforzado su impresión de que la lucha entre Jesús y el mundo era desigual, pues el Maestro le pedía realmente demasiado a la degradada naturaleza humana. El cristianismo no podía durar. A contracorriente de una historia demasiado humana, nunca sería otra cosa que un paréntesis. Cuando el Evangelio hubiera sido anunciado a la tierra entera, cuando cada cual estuviera en posición de poder elegir, entonces sobrevendría el fin de los tiempos, y Dios condenaría a un mundo que no había querido reconocer su paternidad. Pero el universo al que había que ofrecer la fe, ¿era el Imperio romano y las naciones adyacentes?
Caminando a lo largo del Tíber por el camino de Ostia, Pablo le daba vueltas a estas cosas en la cabeza. La idea de que durante mil novecientos años dominarían y se difundirían las ideas cristianas le habría parecido inverosímil. Evidentemente, el pueblo sólo renunciaría obligado y por fuerza a la venta pública de niños, a la libertad de divorcio y sodomía, a los juegos pornográficos o violentos, al culto de guías divinizados, al placer de exterminar a las minorías que el monstruo frío de la razón de Estado designara a su venganza. Si le hubieran dicho a Pablo que mil novecientos años más tarde Nerón volvería con unos medios y una determinación mayores, y a la escala del planeta, en el que Jesús habría sido anunciado por todas partes, habría contestado que esa apostasía general anunciaba, probablemente, el fin del mundo. Si le hubieran dicho que además nuevos Nerones incendiarios jugarían con los átomos de Epicuro, habría considerado inminente el Apocalipsis. Pero si hubieran añadido que, luego de dos milenios de sujeción y dispersión, los judíos volverían a su tierra para constituir con las armas en la mano un Estado independiente, habría tenido por casi seguro que había llegado el fin de los tiempos. Cuando la historia anda hacia atrás hasta ese punto, generalmente lo hace hacia la puerta de salida. A pesar de todo, tal vez se habría equivocado…
Pablo pisó distraídamente la tumba de Kaeso, cubierta por las hierbas…
Declaró a los amigos que lo habían acompañado —pues Tigelino, que tenía algunos motivos para creer en la inocencia de los cristianos, no les había prohibido la estancia en Roma— y que lo rodeaban llorando:
—¡En lugar de llorar, ocupaos más bien de elegir un sucesor para Pedro! Yo renuncio oficialmente a cualquier candidatura.
Ese humor suscitó algunas sonrisas a través de las lágrimas.
Como Pablo se impacientaba por la lentitud con que cavaban el perfecto rectángulo de su tumba, el centurión le dijo:
—¡Tienes mucha prisa! ¿Acaso tienes una cita?
—No sabes hasta qué punto has acertado: ¡y además una primera cita!
—¿Y con quién?
—¡Con un Hombre!
Y Pablo, un poco avergonzado de esa agudeza tan fuera de lugar en semejantes circunstancias, añadió en voz muy baja:
—¡Con el tiempo que hace que me privo de los hombres, no es demasiado pronto!
Kaeso se había reunido con su Padre. El Paraíso está hecho para colmar todas las esperanzas.
Por aquellas fechas, la abortada conspiración de Pisón ya había arrastrado a la muerte, poco a poco, a multitud de ambiciosos e imprudentes; la temerosa desconfianza de Nerón se había exasperado y las desgracias se habían convertido en una epidemia. Séneca se había abierto las venas con su mujer, a la que Nerón había ordenado salvar in extremis y que no había tenido la insolencia de reincidir. También Petronio se había abierto las venas, pero en su villa campania de Cumas, después de haberle escrito al Príncipe, puesto que no dejaba herederos dignos de interés, cosas muy desagradables y muy bien dichas sobre sus originales desórdenes, en los que no había participado sino muy raramente y de boquilla. Pero había callado sobre el talento artístico de Nerón, tanto porque aquél era real como porque ya había hablado mucho y bien de él en el pasado. También había sido sacrificado Galión, hermano de Séneca, y su otro hermano Mela, padre de Lucano, y el propio Lucano, y Trasea, y Lucio, el último de los Silano…
En junio del año siguiente, el día del aniversario de la muerte de su mujer Octavia, Nerón sucumbió a su vez, víctima de una última conspiración aristocrática, imparable a causa de la complicidad de los militares «provincianos» y de los pretorianos. Durante sus últimos momentos, abandonado por todos, salvo por Esporo, no había dejado de repetir: «¡Qué artista va a morir conmigo!», prueba irrefutable de que el amor al arte había inspirado y guiado toda su existencia. Dejaba en la plebe romana, a la que tanto había mimado, un recuerdo inolvidable y simpático, y durante largos años, al llegar el buen tiempo, muchos nostálgicos adornaron su tumba con flores, mientras aparecían falsos y desquiciados Nerones… Pero la plebe no escribía la historia. Se limitaba a vivirla.
La misma discreción que había gobernado la vida de Pedro, su estancia en Roma y su martirio, debía acompañar el destino de sus restos, como si el Apóstol, al fin coronado de gloria, se hubiera empeñado maliciosamente en sustraerlos a cualquier búsqueda.
Es de tradición que Pedro fue martirizado en el Campo Vaticano. Es evidente que no fue enterrado en el acto, a un tiro de piedra del muro noroeste de un Circo en plena actividad, en unos jardines de recreo que todavía no tenían un destino funerario. Por el contrario, es cierto que en ese lugar fue construido un monumento conmemorativo entre los años 146 y 161, pues los romanos tenían la buena costumbre de fechar a su manera los ladrillos, lo que permite suponer que debieron de aproximar los restos mortales de Pedro al Circo en aquella ocasión. Para entonces, el edificio había cambiado de destino, y los alrededores se habían transformado poco a poco en necrópolis. Es posible que dichos restos fueran ocultados en el año 258 en las catacumbas de San Sebastián, cerca de la Vía Apia, puesto que el emperador Valeriano había confiscado los cementerios cristianos —medida revocada a su muerte, dos años más tarde—. El emperador Constantino hizo construir sobre el monumento conmemorativo que sin duda abrigaba la tumba de Pedro, la primera basílica del Vaticano, de una riqueza memorable. En los siglos V y VI, Roma fue saqueada cinco veces por heréticos bárbaros «arrianos», que probablemente respetaron la tumba propiamente dicha. Pero, ay, es demasiado cierto que en el 846 una flotilla de musulmanes remontó el Tíber, saqueó y profanó la basílica de San Pedro, que entonces no estaba fortificada. Hasta 1939 el papado no autorizó una verificación, a la que se había negado constantemente incluso antes del 846. Las excavaciones permitieron encontrar al fin el monumento conmemorativo de los años 146-161, pero la tumba estaba vacía, lo que era fácil de prever. Magno consuelo, descubrieron cerca unas reliquias que podían pertenecen a un papa del siglo II, en compañía de un esqueleto de rata.
¡Por suerte, el Pedro que nos interesa es el que está bien vivo, aprendiendo allá arriba el latín!
El Espíritu sopla donde quiere.