VI

El VI de las Calendas de septiembre, fiesta del dios Tíber, Tigelino disponía de un informe persuasivo y abrumador. La consulta al Gran Rabinato, tan comedida —¡y tanto más impresionante!—, le había sido comunicada a su vez a Nerón y a todos los posibles miembros del Consejo, y la investigación entre los cristianos había dado resultados sorprendentes. Hasta entonces, la policía sólo los conocía a través de los judíos, que tanto en Roma como en todas partes, y en Roma más que en ningún otro sitio, eran objeto de una atenta vigilancia. Los agentes provocadores de Tigelino habían conseguido desalojar al verdadero cristiano de sus más inesperadas guaridas, y con cierta facilidad, pues el animal, acostumbrado a vivir en una paz relativa, apenas se escondía. Se habían constatado inquietantes infiltraciones en la nobilitas, pero sobre todo había llamado la atención un hecho: el perverso júbilo de los cristianos ante el desastre sin precedentes que acababa de asolar Roma. Mientras los judíos se regocijaban en lo más secreto de su corazón, los cristianos, en cuanto les daban confianza, bendecían al Cielo por haber quemado Sodoma, por haber reducido a la nada Babilonia, y su felicidad era tanto más expansiva cuanto que Dios, que no deseaba la muerte de todos los pecadores, había preservado cuidadosamente las regiones del Trastévere y de la Puerta Capena, donde se había concentrado la mayor parte de los judíos y de los cristianos. En el viento de locura que había soplado sobre Roma, incluso se había llegado a ver a algunos cristianos incendiando mediocres casas de citas o termas dudosas, y se les podía considerar sospechosos con todo derecho de haberle pegado fuego a un pequeño templo oriental, que había hecho de la prostitución sagrada una obra tan pía como remuneradora. A la primera señal del Pretorio, la policía presumía de hacer confesar rápidamente a los sospechosos y conseguir que su número aumentara de forma conveniente.

Como Tigelino esperaba, el Príncipe no sólo había saboreado la esperanza de una diversión tan providencial, sino que a esta consideración política se había agregado un motivo personal para mostrarse despiadado: el cristiano había llevado su sacrílega audacia hasta hacer crecer un brote entre los favoritos tratados más amorosamente. Que un Kaeso pudiera ser cristiano era para Nerón un constante tema de trastornos. ¿Cómo detener el progreso de una secta criminal que podía disimularse bajo las apariencias más amables y atractivas? Si Kaeso era cristiano, ¿pon qué no iba a serlo Tigelino, o Vitelio? La engañosa astucia del cristiano parecía no tener límites. Una vez convencido de la pasmosa noticia, César fuera de sí, corrió a que le administraran unas lavativas purificativas y emolientes por si las moscas. Y después repetía a sus íntimos, casi tan escandalizados como él: «He matado a mi madre, y un cristiano me envolvió en plumas para abusar de mi confianza y mi ternura. ¿Dónde se detendrán mis desgracias?».

Al final de la mañana tuvo lugar un decisivo consejo en el Tabularium del Intermonte del Capitolio, ya que los palacios del Palatino se hallaban en ruinas. Este gran edificio del Tabularium era una buena elección, puesto que encerraba las Tablas de la Ley romana, que los cristianos habían escarnecido, y desde la sala del Consejo se divisaba el lamentable espectáculo de los Foros que la secta había incendiado, desde el «Foro de los Bueyes» a la derecha hasta los Foros de César y Augusto a la izquierda, pasando por los viejos Foros romanos separados por los restos ennegrecidos de la gran basílica Julia, cuyo techo se había derrumbado.

El emperador, ansioso de recibir los mejores consejos, preocupado también por disculparse y acusar con una brillante publicidad, no se había conformado con reunir a los miembros habituales del consejo: los Prefectos del Pretorio, de la Anona y de los Vigilantes, de clase «ecuestre»; el Prefecto de la Ciudad, de clase senatorial; los libertos jefes de las administraciones financieras o judiciales, encargados de las demandas o de la correspondencia con las provincias… Los dos cónsules suplentes, que habían sucedido a los cónsules ordinarios, también estaban allí, y atestiguarían ante el senado la justicia de las decisiones tomadas. Se había sacado de su casa con gran trabajo a Séneca en persona, que desconfiaba, pues no había sido invitado desde hacía mucho tiempo. Pero Nerón contaba con él para descubrir a los senadores sospechosos de hacer correr rumores calumniosos. De la misma manera había hecho llamar a Peto Trasea, el jefe de uno de los más importantes círculos estoicos. Tras una limitada cooperación, Trasea se había refugiado en una desdeñosa oposición moral, arrastrando tras sí a muchos senadores descontentos. Pero pasaba por ser un hombre honrado, enemigo de la mentira. Para terminar, el Príncipe había hecho llamar a Vitelio, que informaría a los senadores favorables al régimen, a los Hermanos Arvales y a los miembros de algunos otros colegios influyentes.

Habiendo dado Nerón la palabra a Tigelino, el Prefecto hizo una larga exposición, clara y precisa, sobre el asunto. Era evidente que el siniestro golpe que Roma acababa de sufrir había tenido a los cristianos por origen y que todas las características de la secta la volvían extremadamente inquietante. Así, pues, debían defenderse y actuar. Pero era la primera vez que Roma tenía que vérselas con semejantes locos. ¿Qué medidas, legales y materiales, convenía tomar para conjurar la plaga?

Con buen juicio, Tigelino distinguía entre los incendiarios propiamente dichos, de los que ya tenía a su disposición una abundante lista, y el resto, que era inocente del crimen, pues nunca podrían convencer a nadie de que todos los cristianos habían quemado Roma. Pero también se imponía tomar medidas de conjunto, pues si esa gente no había prendido el fuego, al menos habían deseado la catástrofe, la habían esperado con impaciencia, y se habían regocijado ilimitadamente con ella. Si sólo castigaban a los criminales de hecho, un medio tan peligroso como aquél segregaría otros tarde o temprano, y parecía legítimo imponer sanciones contra los cómplices de intención. Sobre este último aspecto había que debatir lo que pudiera ser más eficaz, pues a primera vista no resultaba evidente.

Con una ostensible deferencia, Nerón le dio a continuación la palabra a su viejo maestro Séneca, curioso por ver cómo saldría del paso.

Sin por ello sospechar del Príncipe, Séneca no estaba nada convencido de la culpabilidad de los cristianos. Lo único muy claro a sus ojos era que Tigelino, a quien despreciaba y aborrecía cordialmente, levantaba una espesa humareda para ocultar los rumores que acusaban a su Amo. Así pues empezó con rodeos para confundir al Prefecto, diciendo con voz dulce:

—Es un hecho notado por todo el mundo que la extensión del gigantesco incendio se ha visto favorecida por las criminales iniciativas de individuos ávidos de pillaje, y puede que haya algunos cristianos en el montón. Pero, personalmente, sería más sensible a los estúpidos rumores difundidos contra César. Que los cristianos sean más o menos culpables es una cosa; la reputación del Príncipe que yo he educado e instruido es otra, y me importa muchísimo. Me sorprende que con todos los medios de que dispones, Tigelino, todavía no hayas sido capaz de delimitar el origen de esos rumores y de demostrar su inanidad castigando a los calumniadores. ¿Acaso no es éste el primer ejemplo de una sospecha de esa clase pesando sobre un emperador reinante?

—¡Ay, exageras mis medios! Es muy difícil hacer callar rumores que parecen haber partido de lugares tan diferentes, como si hubieran tenido un carácter espontáneo.

—¿Y a qué puede deberse, en tu opinión, una espontaneidad tan asombrosa?

—A toda una serie de desgraciadas coincidencias. ¿Qué hacer contra coincidencias de las que sólo los dioses son responsables?

—¿Qué coincidencias ves tú?

—Ya ha habido otros veranos secos, pero por primera vez ha ardido la mitad de la Ciudad, y la más poblada, mientras que un emperador apasionado por el urbanismo revolucionario trabajaba en su Troica. Y a mí también me ha tocado una parte de las coincidencias: ¡se han atrevido a acusarme de prenderle fuego a mi propia villa del barrio emiliano para reactivar el incendio, y de haber desorganizado el servicio de aguas con trabajos intempestivos!

—¡Dos coincidencias pasmosas! ¿No habrás quemado realmente Roma, por casualidad?

—¡Esa broma no tiene gracia! Cuando la gente empieza a buscar coincidencias, las hacen brotar como si fueran conejos. Pero hay también coincidencias contrarias: ¡los cristianos del Trastévere y de la Puerta Capena se han guardado muy bien de arder!

—El Tíber protegía al Trastévere, y el viento soplaba del sur o del este. Si hubiera soplado del noroeste durante medio día, todos los barrios del sur hubieran sido alcanzados.

—Es muy posible… En todo caso, para detener los rumores que insultan al emperador, lo más seguro, evidentemente, es descubrir a los verdaderos culpables, y justamente me precio de haberlo conseguido.

Nerón intervino:

—Dinos, Séneca, lo que conviene hacer en tu opinión con la mayoría de los cristianos…

Tras un instante de reflexión, Séneca contestó:

—No está en las tradiciones del derecho romano promulgar leyes contra opiniones religiosas o filosóficas. Y esta abstención es muestra de una gran sensatez, pues a pesar de nuestros esfuerzos y nuestra curiosidad, estamos muy mal informados sobre los dioses y sobre el orden del mundo. Cada cual, pues, tiene derecho entre nosotros a pensar, escribir y decir lo que quiera en tanto no tenga la grosera descortesía de atentar formalmente, con excesos que caigan bajo la jurisdicción de las leyes, contra los dioses de la patria romana (que, en confianza, no son como para molestar a nadie).

»Cuando hay agitadores, la sana costumbre, en consecuencia, es acusar a las personas, y por delitos concretos que conciernan al orden público, ya que nuestras leyes no pueden rebajarse a tomar partido sobre doctrinas efímeras, las más seductoras de las cuales sólo son probables, y las peores no tienen nada de cierto.

»Mientras Roma sea Roma y subsista entre nosotros la menor noción de derecho, la religión cristiana no puede ser declarada fuera de la ley, pero los cristianos serán legítimamente perseguidos si contravienen de manera clara y explícita nuestro derecho criminal o civil.

»¡Que los incendiarios cristianos, si los hay, sean castigados! ¡En cuanto a los cómplices, cuyo grado de culpabilidad habrá que definir, que los castiguen igualmente según las leyes existentes! No obstante, sería contrario a la equidad que alguna gente sea perseguida sólo por hacerse llamar cristiana, pues eso condenaría a la religión y no al individuo responsable.

»Sin embargo, me siento tan inquieto como vosotros por el carácter decididamente insociable de los cristianos, y a fin de cuentas me parece oportuno obligarlos a reconocer el derecho común del Imperio, pues no pueden argüir, como los judíos, que son una nación extraordinariamente particular para lograr un derecho particular.

»En tiempos pasados expulsamos de Roma a filósofos o sectarios que considerábamos subversivos, pero eran extranjeros. Los cristianos, a pesar de su lejanía religiosa y moral, forman parte de nosotros mismos. Si son realmente peligrosos y los expulsamos, irán a llevan el mal a otra parte, puesto que actualmente hemos conquistado la tierna entena. La única solución es asimilar ese cuerpo que se ha vuelto extraño. Y para hacerlo disponemos de una elegante fórmula legal. Que cada individuo culpable o sospechoso de cristianismo sea requerido para ofrecer un sacrificio a Roma y a Augusto. Los que acepten ya no serán cristianos, y los que se nieguen serán condenados a muerte por traición y lesa majestad. ¿Hay algo más razonable y más legítimamente romano? Ya no se persigue al cristiano, nos limitamos a sancionar al habitante del Imperio que se abstiene, ¡pon el motivo que sea!, de rendirle al Príncipe el homenaje de fidelidad que teóricamente la ley impone a todo el mundo.

Este llamamiento al derecho romano fundamental, que concluía con una proposición práctica y jurídicamente ingeniosa, tuvo un rápido éxito. Flavio Sabino, los dos cónsules, los Prefectos de la Anona y de los Vigilantes, algunos libertos de las administraciones, Trasea e incluso Faenio Rufo, el colega de Tigelino en el Pretorio, estaban más o menos a favor.

Sombrío, el Príncipe empujó a Tigelino para que reaccionara, y éste habló con vivacidad:

—Esa es una invención de jurista, que desprecia cualquier eficacia en virtud de confusas consideraciones. ¿Cuál es el problema? Tenemos entre manos a una población incendiaria, real o potencialmente. ¿Y qué es lo que Séneca sugiere? ¡Que les hagamos a los cristianos un amable examen!

»Dime, Séneca, de cien cristianos conminados a elegir entre la abjuración y la muerte, ¿cuántas víctimas me concedes?

—Tal vez una docena… Pero con judíos, conociéndoles como los conozco, tendrás un cien por cien de cadáveres. Si es sangre lo que buscas para complacen a la plebe, ¡persigue más bien a los judíos! Siempre saldrás ganando.

Tigelino puso a todos por testigo de la inconsciencia de Séneca.

—¡Aquí tenemos a un filósofo que es de la opinión de permitir a los cristianos que se castiguen ellos mismos! ¡Con Séneca, los cristianos pueden elegir!

»Llamo vuestra atención sobre el hecho de que la comunidad cristiana de Roma todavía es muy reducida. Si aplicamos el método de Séneca, sólo nos quedará entre manos un puñado de cristianos que habrán optado por una especie de suicidio estoico tras madura reflexión, y el peligro que la secta constituye no habrá disminuido, pues la mayor parte de los que abjuren por cobardía seguirán siendo cristianos de corazón, y con un odio aún mayor por Roma y por nuestro Príncipe. ¡Más todavía, no tardarán en volver a ser buenos cristianos! En efecto, me han informado de que los cristianos se pasan el tiempo pecando, perdonando, absolviendo, volviendo a empezar… ¡es el movimiento continuo de los matemáticos soñadores! Séneca pretende resolver una situación humana mediante un hipócrita artificio jurídico. Pero en el fondo no conoce tan bien al hombre como se jacta en sus obras. Si no, sabría que no se consigue que la gente cambie de opinión torturándola unos instantes con un miedo humillante.

»No obstante, a mi juicio, tiene razón en tres puntos. Primero, no podemos condenar la religión cristiana. Además, las religiones evolucionan constantemente. Si los cristianos riñen, ¿cuántas religiones cristianas habrá dentro de cuatrocientos o quinientos años? ¿Deberá el Príncipe hacerse teólogo oriental para entender algo? En segundo lugar, expulsar a los cristianos de Roma, en efecto, sería comunicar la infección a nuestras provincias, que ya están bastante enfermas. Y tercero, es el incendiario y no el doctrinario quien debe caer bajo la jurisdicción de las leyes. Trabajamos para el pueblo, y el pueblo se ríe de las doctrinas. No se puede crucificar a una doctrina, pero sí a un hombre, y son hombres lo que el pueblo quiere ver.

»Así pues, me parece oportuno, a fin de cuentas, condenar por incendio o complicidad a todos los cristianos de Roma que podamos atrapar. Si, para complacer a Séneca, nos perdemos en distinciones sutiles sobre los diversos grados de complicidad, no acabaremos nunca, muchos culpables escaparán al castigo y los cristianos le prenderán fuego a Roma cada verano, por el vicioso placer de enriquecer a los abogados.

Séneca, que había sido abogado y que se había enriquecido con ello, observó:

—¿Dónde has visto en nuestras leyes una responsabilidad criminal colectiva punible con la muerte?

—Cuando tu amigo Pedanio Segundo fue asesinado, crucificaron a los cuatrocientos esclavos de su familia. ¿No vale Roma más que ese viejo pellejo de Pedanio?

—Sólo se trataba de esclavos.

—Nuestros cristianos son esclavos en su mayoría; esclavos, libertos o extranjeros. Muy pocos ciudadanos romanos se han hecho «bautizan».

—Me parece jurídicamente muy grave acusar a ciudadanos en relación con este asunto. Además, ¿a quién le vas a hacer tragar que unos ciudadanos le han prendido fuego a su propia ciudad?

—¿Y en virtud de qué justicia podríamos tratar con miramientos a los ciudadanos cristianos? De cualquier manera, ¿no es mejor eliminarlos ahora que no son muchos?

—Al paso que vas, ¿por qué no aplicas tu nueva ley a los cristianos de Egipto, Grecia u Oriente?

—Precisamente el hecho de que sólo persiga a los incendiarios de Roma me permite dejarlos tranquilos. Y en ese aspecto soy más moderado que tú, que estas dispuesto a zarandear a todos los cristianos del imperio con un sistema extravagante y lleno de agujeros. Sí, soy más moderado, e incluso un jurista más respetuoso con las tradiciones, pues no creo que jamás sea competencia del Estado desarraigar una religión cualquiera. Además, si pretendiera hacerlo en lo que a los cristianos se refiere, aplicaría preferentemente los excelentes consejos, ¡no obstante tan poco romanos!, de nuestro Gran Rabino, que por definición sabe mucho de fanáticos.

—¡Reconoce más bien que lo que quieres son montones de condenados para los Juegos!

Vitelio intervino:

—¿Y cuándo van a tener lugar? Después de tales pruebas, ¿no tiene el pueblo derecho a distraerse con algo inédito? ¡Yo, que tengo alma popular, no enrojezco a decir que los cristianos serán un hermoso espectáculo! No todos los días pasa por la parrilla una población de pirómanos. Quien debería enrojecer es Séneca. Con una pluma asqueada se burla de las matanzas del anfiteatro, y luego se oculta bajo un capuchón galo para ir a saborearlas a escondidas entre las putas y los pinches. ¡Llorará por los cristianos, porque es filósofo, pero estad tranquilos, irá a verlos chamuscarse, pues es un hipócrita!

Séneca, ofendidísimo, farfullaba de indignación, y el Príncipe, intentando no sonreír, llamó a Vitelio al orden.

Desde el comienzo del Consejo, Séneca se había dado cuenta de que Tigelino había maniobrado para conseguir esa repugnante hecatombe con la tácita aprobación del Príncipe. Séneca no se explicaba esa crueldad súbita en un hombre que, hasta entonces, se había abstenido de derramar sangre de manera gratuita, e hizo una tentativa para que Nerón atendiera a razones:

—¿No temes, César, que tu reinado, tan brillante hasta ahora, se vea empañado por una masacre cuya utilidad podría ser discutible?

—¡No sabes hasta dónde llega el vicio del cristiano! ¡Ese hipócrita sobresale disfrazándose para sorprender la buena fe y el candor, y se oculta hasta debajo de una toga! Se deshará en manifestaciones de amistad y de amor, derramará su sangre si hace falta, pero para introducirse más hábilmente en tu alcoba y finalmente morderte en el talón. El cristiano es un monstruo de trapacería y fingimiento. Hay que desenmascararlo y aplastarlo antes de que se extienda. El incendio es sólo el menor de sus talentos…

Séneca, que recordaba haber visto recientemente a Kaeso en casa de Pisón, y que había recibido copia de la memoria de Aponio y de la consulta al Gran Rabinato, no dudó de que el idilio entre el joven y el Príncipe se había avinagrado, y que el «bautismo» del favorito debía de tener algo que ver. Naturalmente, el Príncipe debía de haber recibido una seria conmoción ante la idea de que había concedido sus favores a un ambicioso para quien el incendio de las entrañas no era más que un entrenamiento de rutina con vistas a proyectos más amplios. Hurgando en su memoria, Séneca se acordó también de que Kaeso había ido a consultarle a las futuras cenizas de la Biblioteca Palatina, y que entonces sólo consideraba el trato con los cristianos como un ingenioso arbitrio para declinar el ofrecimiento de adopción de Silano. Séneca sintió el impulso de decirle a su imperial y mal alumno, después del Consejo: «¡No te ofendas por tan poca cosa, pequeño Lucio! ¡El bautismo de Kaeso es una farsa!». Pero ¿podía garantizarlo? Un hombre como Pablo de Tarso era capaz de haber cogido a Kaeso en la trampa que éste se había tendido. Además, Séneca tenía por prudente principio no entrometerse nunca en las riñas amorosas, con mayor razón cuando eran de naturaleza pederástica. Los homosexuales tienen una sensibilidad de desollado, que desalienta las intervenciones más razonables. Séneca prefirió dejar que Kaeso se justificara por sí mismo, llegado el caso.

Sus pensamientos volvieron al baño de sangre que se avecinaba, y que chocaba con su sentido de la medida y su sensibilidad de jurista. Este reinado, realmente, era el de las peores novedades. Nada más terminar la más monstruosa orgía que recordara el hombre, llegaba, también por primera vez, la exterminación de una multitud de individuos tenidos por criminales inasimilables en virtud de dudosos criterios. Ya no se trataba de pasar por las armas, en el acaloramiento de la acción, a los habitantes de una ciudad tomada al asalto, ni de cortarles la cabeza a unos proscritos en la rencorosa excitación de una guerra civil. Nerón y Tigelino acababan de inventar el genocidio por razones de Estado, luego de maduras reflexiones.

Séneca se preguntó si a estas dos innovaciones no se sumaría una tercera: la expropiación mediante el fuego con vistas a un urbanismo radiado a escala de una inmensa metrópolis. Los reglamentos que presidirían la construcción de la nueva Roma ya habían aparecido, y llamaban la atención por su amplitud, precisión y sensatez. Las casas debían estar alineadas y aisladas, reducidas a una altura prudente y rodeadas de pórticos cortafuegos, y los gastos correrían a cargo del Príncipe después de haber hecho nivelar el terreno a costa del Estado. Se habían concedido primas para apresurar los trabajos. Se regulaba la utilización de la madera y la de las piedras de Gabias o de Alba, a prueba de fuego, obligatorias para las partes más expuestas de los edificios. Cada cual estaba obligado a tener siempre dispuesto todo un material contra incendios. El servicio de aguas se había reorganizado y sometido a un control más estricto, en espera de que los ríos y el propio mar penetrasen en la Ciudad para completar el cuadriculado ya pedido a anchas avenidas que debían irradiar a partir de la imperial «Casa Dorada», que surgía apresuradamente de la tierra entre el Palatino, el Esquilino y el Caelio. Y los barcos que habían remontado el Tíber con trigo se llevaban los escombros destinados a volver propicias para el sembrado las marismas de Ostia. Semejantes medidas no podían haberse improvisado en algunas semanas.

Pero Séneca apartó la sospecha que había pasado rozándolo. ¿Cómo un sabio, a pesar de las más cegadoras presunciones, podía entender una locura genial? Séneca sólo era artista en su habitación, sobre cera o papel.

Su impotencia le apenaba. Había intentado darle al poder un hueso que roer ofreciéndole a su cólera, real o fingida, la perspectiva de una prueba de eficacia más que dudosa, y se habría sorprendido mucho al saber que los emperadores de los dos siglos siguientes harían de esa misma prueba un medio de represión constante y privilegiado. Pero el superficial Tigelino se burlaba de la erradicación del cristianismo, al que sin duda debía de considerar un fenómeno pasajero. Sordo a los previsores consejos de los judíos, sólo deseaba brillantes fiestas para restablecer la popularidad del Príncipe. La única consideración consoladora era que como el genocidio era oportunista, probablemente no tendría futuro.

Como estaban discutiendo el programa concreto de las fiestas exterminadoras, Séneca, muy cansado, pidió permiso para retinarse. Al pasar, sus ojos se encontraron con los de su amigo Trasea, y esta breve confrontación acabó de entristecer al filósofo. Evidentemente, Trasea tomaba partido despreocupadamente por la desaparición de los cristianos de la Ciudad, pues los cristianos no sólo vomitaban sobre la Roma de Nerón, sino también sobre la de Augusto, a la que su estoicismo paternalista, en último extremo, se habría acomodado. ¿Pon qué los cristianos habían llevado tan lejos la negación?

Mientras la litera de Séneca atravesaba el Foro de los Bueyes, que estaba en obras, Kaeso se ocupaba, precisamente, en separar de los cascotes del templo del Pudor Patricio la estatua de Marcia con ayuda de algunos obreros. Pon suerte, el mármol no había sufrido. Kaeso había ido a pedirle a L. Silano, principal heredero de Décimo, que se la regalara, cosa que el joven patricio estoico había concedido de buena gana y con un poco de desdén. Lucio sólo practicaba la vieja religión romana por respeto a las formas, y consideraba a Marcia una desvergonzada que había abusado de la debilidad de su tío.

Séneca, viendo a Kaeso, detuvo su litera a poca distancia de la estatua, que ya habían puesto en pie y desempolvado con intención de cargarla en una carreta. Kaeso deseaba ponerla en un póntico de su ludus. Ya no le quedaba otra imagen de su Marcia.

Alejando a los portadores para asegurarse contra cualquier indiscreción, Séneca le dijo a Kaeso:

—Ha llegado a oídos de Nerón que te habías «bautizado», y se ha tomado la cosa tanto peor cuanto que los cristianos son sospechosos de haberle prendido fuego a Roma. El mayor peligro los amenaza de un momento a otro. No tengo derecho a decirte nada más, pues vengo del Consejo imperial, donde no he conseguido que escuchen la voz de la razón, y ya he dicho demasiado. Confío en ti para guardar el secreto de esta advertencia. Pero si me traicionas, me habrás hecho un favor: ¡ya he vivido demasiado!

Kaeso tranquilizó a Séneca y preciso:

—Como ya te dejé entender, sólo frecuenté a los cristianos para apartarme de Silano. No le doy gran importancia a ese bautismo.

—¡Entonces tienes que explicárselo urgentemente al Príncipe, suplicando a los dioses que te crea! De otro modo, sufrirás la trágica suerte de todos los demás.

Kaeso reflexionó un momento, acarició la lisa mejilla de la estatua y al fin se decidió a contestar:

—Creo que dar una explicación semejante será superior a mis fuerzas.

—¡Pero es cuestión de vida o muerte!

—Cuando Tigelino le rogó a Silano que desmintiera los rumores según los cuales Marcia, a la que ves aquí en todo su pudor, se habría dado muerte a consecuencia del deshonor que le había infligido el Príncipe, hubiera sido muy fácil para Silano confesarle al Prefecto que su mujer había renunciado a la vida porque yo había renunciado a ser su amante bajo el techo de un complaciente padre adoptivo. Prefirió callar por dignidad.

»Esa dignidad llama a la mía, pues no puedo darle a Nerón una razón convincente de mi incongruente bautismo sin revelarle el secreto en virtud del cual murió Silano. Además, les debo ese homenaje de silencio a Silano y a Marcia, puesto que desaparecieron por haberme amado.

»Una última consideración acabaría de convencerme si hubiera necesidad de hacerlo: sin ser cristiano, creo que no tengo por qué disculparme de serlo. Sabes tan bien como yo cuál es son los enervantes defectos de los cristianos y cuáles sus ingenuas imprudencias, pero los he tratado lo bastante como para saben que no incendiaron la Ciudad. O bien el desastre es accidental, o bien, como me inclino a creer, el culpable es el megalomaníaco Nerón. Vi en el palatino una inmensa maqueta en la que la Roma del mañana figuraba en sus menores detalles. La premeditación ya estaba expuesta allí. Si muero en compañía de cristianos, moriré en compañía de inocentes, y en nuestros días eso es un raro privilegio.

—¡Noble actitud, digna de un verdadero estoico!

—¡Ya he causado bastantes suicidios como para añadir el mío a la lista! Mi única solución es morir asesinado a manos de unos bribones.

—Admiraría todavía más tu virtud si no tuviera la impresión de que el ejercicio de esa quisquillosa dignidad se ve favorecido por íntimos desengaños, que te apartan demasiado pronto de aprecian la vida.

—No te digo que no. Huí de Marcia. Huí de Nerón. La mujer que amaba huyó de mí. Es hora de que huya de mí mismo. En menos de veinte años, he descubierto lo que tú has tardado sesenta en aprender: que la vida es un mal sueño, y que no hay que temer el despertar.

—No poseo tu rapidez de reflexión, y todavía tengo la debilidad de soñar un poquito. Pero confieso que yo también, a pesar de mis faltas pasadas, aspiro a un despertar que me permitirá, según espero, reunirme contigo para continuar esta ejemplar conversación, en compañía de Zenón, Sócrates y algunos otros.

»¡Que todos los dioses te guarden, y si sólo hubiera uno, que te acoja con tanto más favor! Me habría gustado tener muchos alumnos como tú, en lugar de ese Nerón.

—¡No te habrían servido para gran cosa!

—Sólo para morir de muerte natural, eventualidad cada vez menos probable…

Mientras la carreta se encaminaba al ludus, Kaeso corrió hacia la Puerta Capena a través del devastado Gran Circo, informó al fabricante de tiendas de lo que amenazaba en breve a los cristianos, y le invitó a prevenir inmediatamente al mayor número posible de hermanos. Pero el hombre desconfiaba. Habían terminado por llegarle enojosos rumores sobre Kaeso, que no podía revelar su fuente de información sin traicionar a Séneca, y los temores del alarmista le parecían absurdos. Sus objeciones a sembrar el pánico por una habladuría, además, eran bastante pertinentes:

—Suponiendo que tu advertencia mereciera crédito, ¿dónde podrían esconderse los cristianos, conocidos por todo el mundo? También olvidas que muchos cristianos son esclavos o libertos, que no tienen derecho a desaparecer a voluntad, y que los extranjeros o los propios ciudadanos se señalarían culpables asustándose antes de cualquier amenaza oficial.

Pedro regresaría de Puzzolas esa noche, y le comunicarían la visita de Kaeso.

En el umbral, el judeocristiano hizo esta observación, muy característica de los que se ven amenazados de muerte en virtud de una etiqueta cualquiera:

—Todos mis vecinos me aman y me respetan. Yo me esfuerzo por darles buen ejemplo.

Y Kaeso le replicó tristemente:

—Todos tus vecinos te odian, precisamente porque les das buen ejemplo. ¿Crees que a la gente le gusta recibir lecciones?

Cuando un muchacho ha alcanzado este grado de sabiduría, es comprensible que la tierra le pese.

La noche fue tranquila, regada por lluvias que anunciaban ya el otoño. Desde el alba del V de las Calendas de septiembre, los pretorianos y las cohortes urbanas cerraron las regiones del Trastévere y de la Puerta Capena y empezaron metódicamente las redadas. En lo que quedaba de la Ciudad y en los campamentos del Campo de Marte, la policía, por su parte, iba de acá para allá. Era un día «nefasto alegre», aniversario de la consagración que hizo Augusto del Altar de la Victoria en la Curia, y Nerón, que era religioso a sus horas, había pensado que los dioses serían favorables. Efectivamente, todo se desarrolló a las mil maravillas, con la entusiasta colaboración de los judíos y de la población, que por fin sabía a quién achacar sus desgracias, mientras que la mayoría de los cristianos, estupefactos, creyendo en un malentendido, se dejaban apresar como corderos.

Entrada tras entrada, Tigelino contaba a su rebaño con inquietud. Según todos los informes que había recibido, la comunidad cristiana de Roma, que no se había desarrollado antes del reinado de Claudio, contaba todavía con pocos bautizados para alimentar los espectáculos que ambicionaba ofrecer. Habiendo recibido carta blanca del Príncipe, había dado orden de rastrillan ampliamente, sin preocuparse demasiado de consideraciones teológicas, por otra parte incomprensibles para los policías y soldados encargados de los arrestos. Así pues, fueron aprehendidos en confuso revoltijo «sacerdotes» y «obispos» con sus fieles incontestables, pero también cónyuges de religiones diferentes, ardientes o tibios simpatizantes, adolescentes en plena instrucción, amigos de la familia que estaba allí por casualidad… Lo importante era aumentar el número. Tigelino se decía muy justamente que los errores más flagrantes se podrían corregir después, ya que los interesados no dejarían de protestan con pruebas que los apoyasen. Por otra parte, el rumor público rara vez se equivoca.

Por una supuesta medida humanitaria, Tigelino había prescrito que no separaran a las madres de los hijos pequeños, con la intención de que el suplicio de estos chiquillos impresionara al pueblo, mostrándole con la evidencia hasta qué punto el cristiano era repugnante y peligroso. Otra novedad para un reinado que ya había sido fértil en novedades, pero entraba en la lógica del concepto de criminalidad colectiva. No se podía dejan que prosperase una simiente de incendiarios. La costumbre de exponen a los niños a su nacimiento era igualmente estimulante: ¿era un incendiario de dieciocho meses realmente menos culpable que una boca inútil de un día?

Por la noche, Tigelino estaba bastante satisfecho. Los que negaban enérgicamente —con razón o sin ella— ser cristianos eran pocos, y podrían celebrar fiestas sin tener que administrar demasiado. Tanto más cuanto que las redadas complementarias estaban previstas hasta final de mes.

Para no disgustar al senado, cuya adhesión al genocidio se deseaba, pero sobre todo porque habría sido especialmente difícil hacer admitir que nobles o «caballeros» habían incendiado Roma, Nerón se resignó a dejar tranquilos a los raros individuos de ambos órdenes, senatorial o «ecuestre», que podrían haber sido convictos o sospechosos de cristianismo. Los «caballeros», hombres de negocios o funcionarios se habían revelado, además, muy impermeables a la prédica cristiana. Sólo se había encontrado a un «caballero» bautizado, en los servicios de la Anona. Esta bonita resistencia de la función pública al veneno era otro motivo de satisfacción para Tigelino.

No obstante, Nerón había ordenado que se hiciera una excepción con Kaeso, cuya condena, en principio, no podía contrariar a ningún senador. La reputación de Aponio padre había sido más que dudosa, y la «infamia» de gladiador del hijo casaba a la perfección con sus relaciones cristianas.

Ese V de las Calendas de septiembre fueron a prender a Kaeso al ludus hacia el final de la hora primera, cuando el día apenas despuntaba. Por él habían molestado a un tribuno del Pretorio con un destacamento bastante importante, pon miedo a que, los gladiadores pusieran algunas dificultades por espíritu de solidaridad. Ese tribuno, Subrio Flavio, comprometido en la conspiración de Pisón, sería ejecutado al año siguiente, después de haber tenido la insolencia de tratar al Príncipe de histrión e incendiario, prueba de que algunas difamaciones tardan en morir. Prototipo del viejo soldado de tradición, pasaría sus últimos momentos refunfuñando porque no le habían cavado una fosa perfectamente reglamentaria.

Antes de entregarse, Kaeso besó piadosamente la estatua de Marcia, de la que fue difícil arrancarlo.

Asombrado, Subrio le dijo:

—Me habían dicho que los cristianos soñaban con rompen nuestros ídolos.

—No creas todo lo que te cuenten sobre los cristianos.

Además, no estaba besando a un ídolo.

Llevado por un humor negro, Kaeso añadió:

—Era la estatua de María, madre virgen de Jesucristo. Cuando la besas, te concede lo que pidas. Acabo de rogarle que te conceda un ascenso.

Subrio se rascó la cabeza bajo el casco y preguntó:

—¿Qué diferencia hay entre esta estatua y las nuestras?

—Las estatuas romanas representan dioses que están agonizando; las estatuas cristianas, personas vivas, que están en el cielo velando por nuestra felicidad. ¡Acabas de ver la primera!

—¿Acaso te estás burlando de mí?

—No, no…

Tras un instante de emoción, Kaeso se sentía más sereno, y charló amablemente con Subrio durante el trayecto. Lo llevaron al Tullianum. Subrio le explicó que se proponían amontonar a la mayoría de los cristianos por aquí y pon allá como pudieran, pero que los ciudadanos romanos y los más notables de la secta tendrían derecho a los honores de la prisión pública. Como no existía la pena de prisión para los ciudadanos, sólo encerraban en el Tullianum a los condenados a muerte: estrangulados en el calabozo subterráneo, salían con los pies por delante para ser expuestos en la cercana escalera de las Gemonías, o bien sobre ambas piernas para ser ejecutados en otra parte.

Del Caelio al Capitolio el camino era corto. Pronto apareció acurrucada al pie de la colina, entre el «Clivus del Asilo» y la Vía del Foro de Marte, la siniestra y maciza fachada del Tullianum, cuya puerta se erguía entre dos grandes escaleras laterales que subían hasta los dos tercios de la altura del edificio.

Al entregar a Kaeso a los carceleros, Subrio le dijo a guisa de consuelo:

—¡Normalmente nadie se queda aquí mucho tiempo!

Kaeso lanzó una última ojeada sobre los Fonos, que tal vez no volvería a ver. Pero ya no eran los Foros que habían sido adorno y decorado de su infancia. El artista Nerón había hecho tabla rasa privando a los romanos de sus recuerdos para construir otros según sus imperiales puntos de vista.

El Tullianum era la prisión más simple que pueda imaginarse: los huéspedes no tenían a su disposición más que una sola estancia iluminada por una luz de medianería. De forma cuadrangular, más ancha por un lado que por otro, construida de arriba abajo en piedra de sillería, esa habitación abovedada era de dimensiones bastante mediocres. La altura era aproximadamente de catorce pies, la longitud de veinticinco, y la anchura de dieciocho[188]. Anco Mancio, cuanto rey de Roma, había construido esta obra maestra de solidez, de donde no era posible fugarse. Y Servio Tulio había excavado bajo esa estancia un calabozo más o menos circular de alrededor de veintidós pies de diámetro[189], pero cuya altura sobrepasaba en poco la de un hombre, de manera que el estrecho agujero de comunicación no tentara a nadie a arrojarse al vacío para matarse. Este calabozo subterráneo completamente a oscuras sólo servía para las ejecuciones. Allí, tras muchos otros, habían estrangulado a Vercingétorix después del triunfo de César, quien no le perdonaba haberle hecho perder con sus bárbaros un tiempo precioso para su carrera.

La sala de la planta baja se llenó en seguida de ciudadanos romanos que para Kaeso fueron, sobre todo, y en su mayoría, una compañía fatigante. No dejaban de quejarse, de protestar, de reclamar a su abogado. En su quisquillosa alma de juristas, estaban escandalizados de que pudiera serles aplicada una ley de responsabilidad colectiva, buena sólo para los esclavos. Era, por cierto, el primen abuso de derecho tan flagrante. Y los términos de la acusación eran para ellos otro motivo de escándalo: nunca se había perseguido a un ciudadano por sus creencias, y la idea de que un ciudadano pudiera haben incendiado Roma era absolutamente inverosímil. Como ciudadanos cristianos se habían creído más ciudadanos que cristianos, y Nerón les recordaba brutalmente el Evangelio.

Empero algunos, de origen judío o griego, parecían menos sorprendidos. Recordaban sangrientas disputas entre judíos y cristianos, que de vez en cuando habían conmovido a Oriente, bajo el arbitraje incomprensivo y negligente de los romanos. Y en la misma Roma breves desórdenes habían enfrentado a veces a judeocristianos y judíos del Trastévere. (El barrio de la Puerta Capena, más burgués, siempre había estado tranquilo). Estos cristianos judíos o griegos sabían mejor que los romanos de pura cepa que el cristianismo tenía todo lo necesario para despertar tarde o temprano un odio general, y que llegaría un día en que César tendría que tomar partido.

A Kaeso le apenaba ver a los verdaderos romanos victimas de tan graves ilusiones: se aferraban a la idea de un error judicial, mientras que en realidad no tenían otra cosa que hacer que prepararse a morir. Kaeso intentó explicarles que no había el más mínimo error, que Nerón, a quien había tenido el honor de tratar de cerca, sabía muy bien lo que hacía, pero le resultaba difícil hacerse oír.

En el curso de los últimos días del mes acabaron de llenar la prisión con notables de la secta no ciudadanos, en su mayor parte «sacerdotes» u «obispos», judeocristianos, sirios o griegos. Más acostumbrados que los ciudadanos a desconfiar, habían olfateado el peligro e intentado ocultarse. Al fin, a principios de septiembre, el IV de los Nones, aniversario de Accio, encontraron también un sitio para Pedro, a quien habían prendido en la orilla derecha del Tíber, en los jardines de César, donde había acampado discretamente entre los refugiados acogidos por Nerón. Pero un agente judío de Tigelino había reparado en él. En efecto, Pedro tenía un aspecto característico de judío piadoso, y Jesús le había hecho perder la costumbre de lavarse los brazos hasta el codo antes de comer, como era de estricta tradición entre los fariseos e incluso entre el común de los judíos temerosos de Dios.