V

Cuando Nerón descendió de su observatorio, derrochó durante días enteros la más soberbia actividad para remediar generosamente lo que parecía no tener remedio. A riesgo de que los salvadores fueran confundidos con los incendiarios, ordenó que encendieran cortafuegos en el bajo Esquilino. Hizo que abrieran para la alelada multitud todos los jardines disponibles, todos los monumentos que aún estaban en pie, ¡y hasta el panteón de Agripa! Vigiló de cerca la construcción de barracas para alojan a los errantes en los espacios libres del Campo de Marte. Trajeron muebles de Ostia y de los municipios vecinos. El abastecimiento de la Ciudad en materia de producción de primera necesidad quedó asegurado, el precio del trigo bajó a tres sestercios. Y todas las fuerzas disponibles se abatieron sobre la chusma de los saqueadores para alimentar los futuros Juegos.

A Tigelino le había costado trabajo conseguir permiso para queman también el barrio emiliano donde vivía, pero su argumento había surtido efecto: «Para que tengas una buena coartada, divino demiurgo, hemos sacrificado tus palacios de la colina palatina. ¿No tengo derecho a ser respetuosamente tu hermano de infortunio?». Y así pues, había ardido, poco a poco, al pie de las murallas de Servio y bajo una brisa todavía favorable, la parte más urbanizada del Campo de Marte.

La popularidad del Príncipe, más preocupado que sus predecesores por los intereses inmediatos de la plebe, estaba, por suerte, en su mejor momento. Nerón, luchando personalmente contra las llamas devoradoras en el nuevo frente del Cinco Flaminio, había sido aclamado como nunca, y de todas partes se habían tendido hacia él manos suplicantes y confiadas. El más bello título de gloria de los gobiernos que han desencadenado catástrofes es paliarlas con corazón y brillantez.

El gran ludus, cual un navío de piedra anclado en una tempestad de fuego, había soportado sin daños esos críticos días. Con una previsión muy militar, después de abatir brutalmente las casas de los alrededores, unos gladiadores habían ido a apoderarse de una gran cantidad de vituallas en el gran mercado que Nerón había mandado habilitar en el Caelio, cerca de los jardines y la villa de los Annii, donde un día nacería Marco Aurelio, mientras que otros completaban las provisiones de agua. En una atmósfera de fin del mundo, se habían pasado el tiempo haciendo fiestas, entregándose al libertinaje y durmiendo, sin ponerse de pie más que para vigilar el fuego y exterminar a todo el que pretendía entrar por la fuerza para acampar en la arena de entrenamiento, pues era difícil distinguir a los afectados de los bandidos.

Al cabo de cinco días de semejante régimen, corrió el rumor de que Roma había quedado reducida a la nada y el fuego rodeaba el ludus por todas partes; todos habían olvidado que había leyes y se desencadenaron los apetitos primitivos. La belleza de Selene había impresionado a todo el mundo. La noche de las fiestas de Neptuno —¿pero quién pensaba entonces en el calendario?— cuatro de los más célebres gladiadores, contrariando todas las tradiciones, raptaron a Selene ante las narices de Kaeso para disputársela con tanto más ardor cuanto que, irremediablemente, uno de los cuatro siempre estaba desocupado. La autoridad de Atímeto o de los lanistas no era más que un recuerdo y nadie se preocupaba de hacerle justicia a Kaeso, que no tenía más remedio que tascar el freno. Pero a su legítimo furor se mezclaba una sombría satisfacción, pues se inclinaba a ver en el accidente un providencial castigo por la ingratitud con que Selene lo había abrumado. Myra, que no tenía los mismos motivos para hacerse íntimamente cómplice de la fechoría, lloraba y se ofrecía para sustituir a Selene, pero se le reían en la cara.

La mañana en que el siniestro pareció por fin dominado y circunscrito, el viento de locura decayó de golpe, se restableció el orden, y Atímeto se limitó a azotar a los culpables, cuya muerte habría sido demasiado dispendiosa y lamentada por el pueblo. Selene, al salir de la múltiple prueba, parecía inalterable. Le dijo a Kaeso:

—Ya ves los sorprendentes progresos de mi dignidad. Si yo hubiera sido esclava todavía, habrías tenido derecho a una compensación económica. Pero ahora, puesto que soy libre, sólo puedes esperar esos mismos azotes si te atreves a tocarme.

Una de las contundentes frases de las que Selene poseía el secreto venía a sancionar los malos pensamientos de Kaeso. Contrariamente a toda lógica masculina, cuanto más abusaban de ella, menos derecho tenía Kaeso a tocarla. ¡Era como para empezar a rabiar!

Con otros gladiadores, Kaeso fue requerido ese mismo día para restablecer el orden, y poco después para arreglar la evacuación de las víctimas de la última hazaña de Tigelino.

Para todos los que habían vivido en ella, los que la recordaban y estaban vinculados a sus tradiciones, Roma presentaba un espectáculo conmovedor, que hacía pensar irresistiblemente en el Apocalipsis predicho infatigablemente por los cristianos. Las regiones bajas más afectadas eran también las que habían contado con mayor número de venerables monumentos. La mayor parte de los templos y basílicas ya no eran más que ruinas calcinadas, el santuario de Vesta y el testamento de Kaeso se habían convertido en humo, y en el Campo de Marte el incendio del Circo Flaminio se había comunicado al templo de Júpiter Estator[183], del que se elevaba un resto ennegrecido de pared cerca de las termas de Agripa, casi intactas. Suburio se había convertido en tibias cenizas, y habría costado trabajo hallar el emplazamiento de la insula de Marco, donde Marcia había velado por Kaeso durante tantos años. La mayoría de los romanos que habían escapado a una cremación prematura o a un crapuloso asesinato parecían deambular al azar como espectros salidos de las tumbas, o bien hurgaban en los escombros con aspecto extraviado, en busca de un pasado enterrado y desaparecido.

Durante los días que siguieron al cataclismo, se vio a una muchedumbre de obreros trazando ya a través de las ruinas una nueva red de comunicaciones de sorprendente amplitud, y al mismo tiempo ocupándose de nivelar las antiguas plazas, aumentarlas y crean otras nuevas, más ambiciosas todavía. El plan, meditado detenidamente, se llevaba al fin a cabo con la diligencia y el ardor de la fe, bajo la vigilancia apasionada de un Nerón visionario.

Libre de sus obligaciones accidentales, Kaeso empleaba su tiempo en hacerle a Selene una corte ahora más suplicante que amenazadora, valiéndose para ablandarla de todos los recursos de su inteligencia; pero ella lo trataba como a un niño consentido y caprichoso.

En compensación por la injuria sufrida, Kaeso había sido autorizado a seguir en el ludus con su familia hasta final de mes, pues naturalmente su casa de las primeras cuestas del Caelio había ardido de arriba a abajo.

En la mañana del III de las Calendas de agosto, se ofreció el tradicional sacrificio a la «Fortuna de este Día» sobre su altar del Campo de Marte, primera manifestación de una vida religiosa que pedía reanudarse con tanto más fervor a causa de la gran magnitud de la desgracia. El día en que venció a los cimbros, Mario había dedicado un templo a esa Fortuna, templo que acababa de arder, entre la casa de Cicerón y la Palestra Palatina. Para atraerse la suerte, los romanos habían multiplicado los templos a la Fortuna: Fortuna del Azar, Fortuna de Lúculo[184], Fortuna Ecuestre, Obsequens[185], Pública, Privada, Virgen, Viril,… Incluso había una Fortuna a secas, y la Fortuna Primigenia tenía dos templos para ella sola. Una solemne invocación a la «Fortuna de este Día», a la que tantas quejas había que presentar, pareció de buen augurio.

Fue el principio de una furiosa oleada de sacrificios, en la que cada uno de los Arvales comió por cuatro, pues Roma sólo había podido quemarse a consecuencia de una impiedad cualquiera. Era preciso ablandar a los irritados dioses, descubrir a los culpables y purificar la Ciudad. Los Libros Sibilinos, que contestaban fácilmente a cualquier cosa, aconsejaron suplicar a Vulcano, a Ceres y a Proserpina[186]. Las matronas ofrecieron a Juno[187] sellisternii, banquetes propios de las diosas, que comían sentadas, mientras que en los lectisternii los dioses tenían el honor de comer reclinados. Una discriminación tan anacrónica era ya como para poner de mal humor a Juno, y cuanto más la atiborraban, más manifiesta era su indignación. Ya no sabían qué hacer… ¿Podía acaso haber impiedad en Roma con alguien como Nerón?

De vuelta, tras el sacrificio a la «Fortuna de este Día», en casa de Epafrodita, el Príncipe hizo que le leyera el joven Epícteto, que Silano, a su pesar, le había vendido al liberto para complacer a Mancia. El esclavo, dotado de una viva inteligencia, declamaba brillantemente las estrofas pederásticas de Píndaro, pero ya exhibía esas opiniones estoicas que consolidarían su reputación en la edad madura. Nerón, a quien nunca le habían gustado los estoicos, había llegado a aborrecerlos, pues cada día estaba más claro que habían descubierto una forma de oposición particularmente odiosa, difícil de definir y sancionar legalmente: la resistencia pasiva. Unos resistían fingiendo aprobar lo que en secreto desaprobaban. Otros se refugiaban con desprecio en su cenáculo, amenazando con abrirse las venas para despertar compasión en cuanto los zarandeaban un poco. Pero todos eran adeptos de una desagradable no violencia, y, como todos los no violentos, eran cómplices hipócritamente de los excesos que su pasividad incitaba en espera de ocultar con un silencio cobarde a los asesinos que pretendieran ponen término a esos excesos. Un Séneca, tan pronto adulando al Príncipe para retenerlo y controlarlo mejor, tan pronto poniéndole mala cara con los labios apretados, había resumido sucesivamente ambas tendencias del estoicismo en su vegetariana persona, cuya secreta energía parecía provenir de otro mundo.

Como el muchacho tenía en los labios, con el ingenuo orgullo de aquellos que descubren la filosofía, el famoso «soporta y abstente» de la Escuela, Nerón perdió la paciencia y le dijo:

—Te pongo en guardia, pequeño Epícteto, contra esa insinuante doctrina, inoportuna en un hombre libre y más aún en un esclavo. ¿No estás obligado a soportar sin remedio lo que no puedes impedir? ¿Y acaso podrías abstenerte de lo que te imponen? El difunto Silano, tu penúltimo amo, hacía bien siendo estoico, pues sólo tenía que soportan placeres y no había nadie para imponerle lo que quiera que fuese. Pero dudo que ése sea tu caso con Epafrodita. El estoicismo sólo está bien para los ricos cansados de haber abusado de todo.

El niño replicó:

—Hay que creer, divino Amo, que me estoy entrenando precozmente para ser rico y desengañado.

El emperador se echó a reír, y dándole un aureus a Epícteto le dijo:

—Acaba de ser devaluado, pero todavía es demasiado por una falsa filosofía.

»En todo caso, no me llames «divino Amo». Los romanos prefieren esperar mi muerte para deificarme, y mientras viva sólo soy dios en Egipto y Oriente.

—¡Qué promoción cuando vayas a cantar por allí, pero qué tristeza cuando vuelvas! Yo prefiero viajar sin cambiar de naturaleza.

Nerón rió otra vez, a pesar de que el esclavo removiera el hierro en la herida. Por suerte, el viaje deificador ya era posible.

La víspera de las Calendas del mes de agosto, Selene y Myra, que habían salido poco antes de mediodía para elegir algunas frutas en el mercado de Nerón, no volvieron a comer, y continuaron inencontrables. Como habían dejado todas sus pertenencias en la pequeña habitación que compartían a consecuencia de la superpoblación del ludus, equipaje muy ligero en el caso de Myra, pero más importante en el de Selene, la fuga parecía excluida, y Kaeso, terriblemente impresionado y preocupado, no sabía qué pensar. Selene apreciaba los vestidos y algunas joyas bastante modestas que Aponio le había regalado, y algunos miles de sestercios que había ahorrado, y no se entendía bien por qué se iba a separar voluntariamente de ellos. Como el orden público andaba lejos de estar completamente restablecido tras una conflagración semejante, Kaeso consideró probable que hubieran sido víctimas de los vagabundos. En ausencia de cadáveres, el asesinato crapuloso parecía improbable, y además sólo llevaban con ellas calderilla. Si las habían atacado para violarlas, lo habrían permitido filosóficamente, y habrían vuelto con un ligero retraso. Sin duda las habían educado para entregarse a la prostitución, a pesar de que semejante riesgo fuera más bien de naturaleza nocturna.

Tras los más impresionantes desastres, la gente, muy asombrada de estar todavía con vida, sufre una fiebre de placer y se abalanza sobre las mujeres y la comida, los ricos en cabeza y los pobres haciendo lo imposible para no quedarse atrás. Todavía quedaban algunos lupanares en pie en la zona del Aventino, casas de diversas categorías. Las del Caelio habían sido destruidas, pero las del Esquilino, Viminal y Quirinal, que además nunca habían sido muy numerosas, estaban intactas en su mayoría. En las tres colinas, el lupanar de cierto lujo se volvía más popular cerca de las puertas de la Ciudad. Las legiones de prostitutas del Suburio y los Velabras habían acampado en el Campo de Marte para distraer a la muchedumbre de refugiados, entre los que Nerón había repartido fichas gratuitas en abundancia. Los impotentes y los hastiados las revendían a los obsesos por un bocado de pan, y las muchachas no daban a basto. En cuanto a las callejeras, azuzadas por esa desleal competencia, nunca habían deambulado con más redaños.

Si Selene había sido víctima de unos proxenetas sin escrúpulos, su belleza debía de haberla confinado en un establecimiento discreto del más alto nivel, mientras que sin duda Myra habría ido a parar a cualquier matadero. En todo caso, era seguro que no las hacían trabajar al aire libre.

Kaeso le devolvió a Tigelino, con una nota cortés, la servidumbre que ya no le servía para nada, y emprendió, con la muerte en el alma, el trabajo de pasar revista a todos los lupanares de la Ciudad, que a pesan de la amplitud del siniestro se contaban todavía por cientos. Las administraciones del edil encargadas del control de las cortesanas no eran más que un recuerdo en el plano del Velabra, y por ese lado, de momento, nada podían hacer por él.

Cada tarde, desde la hora de apertura de las casas, Kaeso se precipitaba hacia aquéllas que le parecían ofrecer mayores posibilidades, preocupándose tanto de Myra como de Selene con un loable afán de equidad. Y su búsqueda continuaba hasta bien entrada la noche, ya que al lupanar de lujo no le importaba funcionar hasta horas indebidas.

Visitas terriblemente ingratas, en las que gastó sus fuerzas y esperanzas durante toda la mitad del mes de agosto, a menudo durmiendo en el lupanar donde le entraba sueño, muerto de cansancio pero atenazado por la inquietud, por el precio de una noche de amor venal, y admitiendo a su lado a la muchacha teóricamente elegida para que ella pudiera descansar un poco.

Los lupanares romanos, con sus diversos encantos, se confundían en su cabeza: bellezas exóticas de especialidades extrañas y pintorescas, desde la pálida bretona a la negra de Nubia; chiquillas apenas núbiles sometidas a los asaltos más sufridos; damas expertas en uniones con animales; damas que azotaban, damas que se dejaba azotar, damas para damas… el burdel corriente, en su bíblica sencillez, parecía más sano que aquellas casas secretas, ocultas detrás de hermosos árboles.

Una noche de mitad de agosto, Kaeso durmió un nato en un lujoso establecimiento del Aventino, junto a una esclava condenada por fuga a originales pruebas por un maestro sin piedad. Ciertos ricos aficionados experimentaban un vicioso placer sodomizando a las mujeres infibuladas. Precisamente la infortunada era cristiana, y hablaba de Jesús como de un Maestro amante y compasivo, que velaba pon ella y la ayudaba en sus problemas. La capacidad de Jesús para introducirse en todas partes daba qué pensar.

Kaeso le preguntó a la muchacha:

—¿De verdad crees que Jesús resucitó?

Y ella contestó:

—No lo creo; estoy segura.

Tenía más suerte que Kaeso.

Por la mañana, Kaeso caminó por casualidad a lo largo de la panadería en ruinas de Pansa, que estaban reconstruyendo afanosamente, y se le ocurrió la idea de que tal vez el tío Moisés pudiera darle noticias de Selene. Pero Pansa le dijo:

—El fuego devastó tan repentinamente el hangar que no tuvimos tiempo de desencadenar a los esclavos de las muelas. También perdí tres asnos.

Moisés había rechazado el dinero de Selene y había muerto quemado vivo. Pero ¿qué importaba, si había ganado su apuesta y ahora se encontraba en el estrecho Paraíso de los judíos?

Kaeso se dio cuenta de que su reflexión era absurda. Moisés no había apostado nada. Había jugado seguro de ganar, como la infibulada del lupanar. Pues una apuesta implica que sólo se cree a medias. Los que apuestan sobre el más allá nunca tienen, en consecuencia, fuerzas para conquistarlo, y siguen apostando ante la puerta del Cielo, la misma que imaginaban atravesar por poco precio. Kaeso estaba en la primera fase, y su vaga apuesta por le condenaba con tanta seguridad como si hubiera apostado «contra». Debía de haber, tanto a la entrada del paraíso de los judíos como del de los cristianos, un letrero que decía: «APOSTADORES ABSTENERSE».

Desesperando de Roma y de sus sentinas, nobiliarias o plebeyas, Kaeso se dirigió a Ostia, reprochándose no haber ido antes. Era posible que hubieran internado a Selene y a Myra durante cierto tiempo antes de mandarlas a una tierna lejana. También allí la búsqueda fue negativa.

Al volver de Ostia, Kaeso pasó una mañana por el puente Sublicio para preguntan al rabí Samuel, última carta que le quedaba por jugar en esta partida contra el azar. Era el XIV de las Calendas de septiembre, décimonoveno día del mes de agosto, alegre fiesta del comienzo de las vendimias y triste aniversario de la muerte de Augusto.

El rabino no sabía nada. Pero en su actitud había una pizca de incomodidad. Samuel se sabía de memoria la lista de todas las mentiras posibles, las mentiras sacrílegas, las mentiras odiosas, las mentiras por interés, interesadas, por pudor, por respeto humano, tolerables o excusables, facultativas, recomendables o indispensables, piadosas… Y tenía una idea precisa de todas las circunstancias en las que podía ejercerse una moral casuística. Era casi imposible pillarlo desprevenido. ¿Pero qué espíritu preocupado por estar y mantenerse en orden era susceptible de abarcarlo todo? Rabí Samuel mentía, y mentía torpemente porque no estaba seguro de que su mentira fuera fundada.

Esta incomodidad fue un cruel rayo de luz para Kaeso, y, como en el banquete de su investidura de toga viril en casa de Silano, tuvo la fulminante impresión de saber la verdad, con la diferencia de que Selene ya nunca más estaría junto a él para aconsejarle: ella había pasado por casa del rabino para recuperar sus fondos y ahora se alejaba de Roma, con Myra, hacia un futuro del que Kaeso estaba excluido. Sólo había abandonado sus pertenencias para hacer creen en un rapto y despistar a los buscadores. Era algo muy propio de esa muchacha inteligente y calculadora.

Pero había que saben a qué atenerse. Kaeso hizo participe de sus sospechas a Samuel, y añadió:

—Si por desgracia has ayudado a esa fuga, te has colocado en muy mala situación. Tú mismo me dijiste que sentías el mayor respeto por las leyes romanas si no ponían tu fe en tela de juicio. ¿No sabes que las libertas deben asistencia y fidelidad a su patrón? Este último, para castigarlas, puede hacer que las exilien a veinte millas de Roma, pero en ningún caso la liberta puede escapar a sus obligaciones. Y más aún cuando se trata de una mujer, cuya herencia debe normalmente volver a su antiguo amo, quien tiene sobre ella derecho irrevocable de tutela.

»Esta vergonzosa fuga ya es un delito grave. Pero hay algo peor, ya que y o tenía intención de montar un fructífero comercio con los cien mil sestercios que le entregué a Selene cuando todavía era esclava. Entre nosotros había quedado claro que, una vez libertada, ella se ocuparía de ese negocio, cuyos beneficios compartiríamos. Y hay algo peor todavía, pues Selene arrastró en su evasión a una joven esclava que me pertenecía, después de haberla seducido y descarriado con las más infames y despreciables caricias.

»Sin duda tú eres cómplice —¡espero que muy involuntariamente!— de crímenes punibles por los tribunales romanos. Sólo te trataré con consideración si me confiesas toda la verdad, de forma que aumenten mis posibilidades de encontrar a las fugitivas. ¡Dónde descubriremos buena fe y honradez en la actualidad si los propios rabinos, luz del mundo, se entregan a tales tejemanejes!

»¡Habla, pues tengo acceso al emperador y estoy en mejor posición que cualquier otro para conseguir mis derechos!

A Samuel ya no le llegaba la camisa al cuerpo.

—¡Pongo al Altísimo por testigo —gimió— de que me han engañado tanto como a ti! Vi a Selene por primera vez la tarde de las Calendas de agosto. Efectivamente, reclamaba su dinero con los intereses que se hubieran acumulado, y parecía tener mucha prisa por recuperarlo. ¿Por qué no iba y o a hacen honrados esfuerzos para devolvérselo lo antes posible? Un indulto imperial había lavado su condena, y acababa de ser libertada. Era posible, e incluso probable, que actuara de acuerdo contigo. ¡En cuanto a la esclava fugitiva, ya te puedes imaginar que no me dijo una sola palabra!

—Por prudencia, tendrías que haberme puesto en seguida al corriente.

—¡Sí, cierto, tendría que haberlo hecho! He pecado gravemente por falta de prudencia.

—¿Pon qué me has mentido hace un momento?

—Para aplastar a una joven de mi religión, esperaba verlo todo más claro. Ahora lo veo, y te doy legalmente la razón.

»Por suerte, el mal es reparable. Volví a ver a Selene, que se impacientaba. No sé dónde ha elegido domicilio con su joven amiga, pero tiene que volver pasado mañana por la noche, pues espero los fondos de un momento a otro. La devaluación ha puesto de buen humor a los “caballeros” y he tenido menos dificultades de las que creía. No obstante, te ruego que esperes a que Selene haya salido de mi casa para hacerla prender. Esta es una casa de oración y toda violencia inútil estaría fuera de lugar.

En espera del gran momento, Kaeso fue a instalarse en casa de Turpilio, que no se atrevió a cerrarle su puerta. Sus ideas y sentimientos se atropellaban en un trágico desorden. La mujer de su vida, después de los heroicos o vergonzosos sacrificios consentidos por ella, había preferido una fuga llena de peligros antes que una relación tranquila y ventajosa, e incluso antes que un matrimonio de lo más honorable. Y por añadidura le había arrebatado a una niña para la que él no había tenido más que bondades. Ora lo dominaba un deseo de venganza, ora se habría arrojado al Tíber (si el río no hubiera estado casi seco). ¿No había derrochado su tiempo, sus esfuerzos, su dinero, su honor, su sangre y su corazón para permitir a dos lesbianas ingratas que se largaran burlándose de él? Muchas veces estuvo Kaeso a punto de correr a la policía del Trastévere, que también estaba lleno de refugiados, para que el cepo se cerrara. Pero en el último instante, una fuerza oscura se lo impedía.

Al alba del día decisivo, fiesta del dios Consus, que presidía la vuelta a la siega y la cosecha, Kaeso, agotado, privado de cualquier recurso, no sabía qué decisión tomar. Al fin tuvo la impresión de que se le desgarraba el corazón, de que su alma se desprendía y rompía sus amarras, de que su espíritu se elevaba a alturas inesperadas. Con calma y sin segundas intenciones, como si no pudiera obran de otra manera, se presentó en el Palacio, donde la Tesorería imperial ya había reabierto sus puertas, e hizo que le entregaran 500 000 sestercios. Después, en un edificio provisional que habían montado entre La Puerta Sancualis y la Vía Flaminia, puso a Myra en la lista de las libertas. Y al final, de regreso en casa de Turpilio, le escribió a Selene:

«Kaeso a su muy querida Selene, ¡salud!

»No tengo valor para volver a verte. Rabí Samuel, además de los 100 000 sestercios a los que renuncio, te entregará los 500 000 sestercios que gané volando entre las plumas de un Nerón ebrio. Acabo de libertar irrevocablemente a Myra, pues de ahora en adelante estarás en situación de velar por ella tan bien como yo —lo que no te resultará difícil— y tal vez mejor. Te busqué por todos los lupanares de la ciudad con creciente angustia, y aprendí una lección: cual un dios, cuya belleza ya poseo, me gusta dan lo mejor que tengo, una libertad del a que no voy a volver a hablar. Te libero de todo, salvo de ti misma, de tus derechos y de tus deberes. Pide consejo a tu inteligencia con más perspicacia todavía que la que tuviste para aconsejarme, y trata al prójimo como yo te he tratado. No le guardes rencor a rabí Samuel por haberte entregado a mi bondad. Ya sabes que los judíos residentes no pueden desprecian las leyes sin poner en peligro a toda su comunidad.

»Sin ti, me aflige un gran hastío de la vida. He dispensado tanta libertad que ya no me queda ninguna para mí. Voy a reengancharme en el gran ludus, donde todavía respiraré tu perfume, pero cuatro gladiadores te bastan, y nunca debes temer que me convierta en el quinto. Esperaré que bajes a la arena para cogerme de la mano, y sin duda la muerte me impedirá esperan mucho tiempo.

»Voy a ordenar que me construyan una modesta tumba en la Vía Apia. Cuando pases por allí, piensa que te he amado más que nadie. Eso es suficiente, tanto para mi desgracia como para mi felicidad.

»Espero que Myra y tú os encontréis muy bien. Pero en los grandes Juegos anunciados, no apostéis por mi: correríais el riesgo de perder vuestro dinero».

Kaeso fue a entregarle los 500 000 sestercios a nabí Samuel, infinitamente aliviado por esta inesperada conclusión, y después fue a renovar su contrato al ludus por tres combates y 18 000 sestercios. Sus enredos amorosos con el Príncipe no podían mantener indefinidamente su cotización.

Por la noche, le devolvieron las tablillas con una nota de Selene:

«¡Selene a Kaeso! Eres mejor que un rabino, ¡lo que no es poco decir! Casi habría que creen que el bautismo de Pablo tiene una buena influencia. Un día que poseas a Nerón por detrás, aprovecha que no te ve para bautizarlo: esa doble aspersión hará de él, quizás, un emperador modelo. Myra te besa las manos lamentando que no la hayas jodido más. Tu decisión de reengancharte me desconsuela. No obstante creo que yo sólo soy un pretexto para esa cabezonería. Estás hecho para desesperarte solo, pues pides lo imposible a la existencia. Espero que vivas bastante tiempo como para darte cuenta de ello y volverte razonable. Cuídate. Al fin te amo como mereces».

Las lágrimas de Kaeso cayeron en los surcos griegos de la cera, mientras que los cielos, momentáneamente satisfechos, vertían sobre la agostada región tormentosas trombas de agua, y el dios Tíber arqueaba el lomo en su lecho.

Mientras que Kaeso llegaba tan prematuramente a un taedium vitae digno de un Séneca —pero con la circunstancia atenuante de que más bien se trataba de abrir las venas de los demás y no las propias— rabí Samuel, con la escrupulosa aplicación que le caracterizaba, daba los últimos retoques a la tarea que le había pedido el Gran Rabino.

La quejumbrosa memoria de Aponio contra los cristianos había acabado por llegar a manos del Prefecto de la Ciudad, que la había ojeado sin ningún entusiasmo, como el doloroso fruto de una imaginación desordenada. Flavio Sabino, hombre ponderado, buen administrador y enemigo de los problemas superfluos, no veía nada, en las lucubraciones del senador Aponio, que pudiera poner en movimiento la ley, ya que en Roma no se conocía el delito de mala intención.

Sin duda los cristianos, como decía el acusador, se negaban a hacer sacrificios a los dioses del Estado, y sobre todo a la diosa Roma y a Augusto, divinizado por su apoteosis. Todos los Príncipes concedían gran importancia a este culto imperial y patriótico, que seguía siendo el lazo más poderoso entre el César reinante y todos los individuos del Imperio, una panacea contra los inquietantes particularismos locales. Cada capital de provincia, cada municipio, tenían su altar de Roma y de Augusto, y los adoradores más devotos se encontraban entre la gente humilde e incluso entre los libertos, que habían recibido liberalmente el derecho a participar en el culto. Esta religión imperial, pura formalidad desprovista de toda exigencia penosa, ocasión de agradables banquetes, era factor de romanización, de paz y de progreso social.

Pero, a fin de cuentas, los adeptos de ese culto eran por definición voluntarios, a excepción de todas las personas que debían figurar imperativamente entre ellos a consecuencia de su función. De la misma manera, sólo los representantes oficiales de los judíos estaban llamados a hacer acto de adhesión y respeto según un procedimiento sui generis del que se excluía cualquier apariencia de idolatría. Habría sido ridículo pender el tiempo corriendo detrás de vulgares particulares para preguntarles si querían ofrecen sacrificios o no de una manera o de otra.

Además, no faltaban en Roma sectas completamente peregrinas. Para intervenir, las autoridades siempre habían esperado claras contravenciones a las leyes o graves disturbios.

Última incitación para archivar sin más rodeos la memoria: al infortunado querellante acababan de asesinarlo, y era evidente que los cristianos no habían tenido nada que ver, puesto que el crimen lo había confesado una judía. En el marco de la investigación sobre la muerte violenta del senador, la policía había ido a consultar la memoria, en la que Aponio había escrito que su vida ya no merecía la pena, pero si toda la gente que escribía esa frase se diera muerte, hasta los vespillones habrían faltado a las exequias. El asunto, pues, parecía cerrado.

Sabino había luchado como un león para salvan del fuego los edificios de su Prefectura del bajo Esquilino y estaba orgulloso de haberlo conseguido en buena medida, ya que nunca había visto, en la gran maqueta del Palacio, los edificios nuevos que Nerón le había preparado artísticamente en sustitución de las vetustas construcciones. La memoria de Aponio apenas se había chamuscado.

La hubieran olvidado en su estante hasta que las ratas dieran cuenta de ella, si, a partir de principios del mes de agosto, no se hubieran propagado rumores cada vez más insistentes acusando a Nerón de haberle prendido fuego a Roma por pura maldad o para proporcionar alimento escogido a su inspiración poética, pues todo el mundo sabía que estaba escribiendo la Troica, que debía formar gloriosa pareja con La Eneida.

La enormidad fútil y completamente inverosímil de una acusación semejante, salida de no se sabía dónde, debería de haberla condenado a un pronto ridículo, pero la oposición senatorial se había lanzado sobre aquel hueso celosamente y había favorecido la maledicencia poniendo en juego a todas sus clientelas, de modo que el rumor había crecido cada vez más adornado, cada día con un nuevo motivo de sospecha y animosidad. Algunos testigos dignos de crédito habían llegado a ver al fantasma de Cicerón escapando de la casa del llorado Silano, pues era bien sabido que los fantasmas no pueden soportar los incendios. Y Cicerón, empujando su cabeza a puntapiés, puesto que también le habían cortado las manos, había proferido las más claras acusaciones, salpicadas de resonantes Oh tempora, oh mores! Un régimen está en mala posición cuando debe presentar la prueba indudable de que semejantes testimonios son sospechosos.

Nerón y Tigelino, que ciertamente esperaban algunos rumores de ese tipo, se lo habían tomado con paciencia al principio, persuadidos de que tales tonterías no tenían futuro. Pero a mitad de agosto los rumores se habían convertido en clamores y el Príncipe empezaba a mirar a su Prefecto con malos ojos, como si lo considerara sospechoso de haber cometido alguna torpeza grosera e inconfesable. Cada vez más nervioso, Tigelino se daba cuenta de la urgente necesidad de improvisar un desfile, una diversión cualquiera, pero a pesar de su agudo don para la acción, no veía nada eficaz.

Fue entonces cuando uno de los policías que habían ido a consultar la memoria de Aponio señaló a los agentes del Pretorio que un senador asesinado había designado a los cristianos como susceptibles de premeditar el incendio de la Ciudad para satisfacer sus apocalípticas inclinaciones.

Por si acaso, Tigelino leyó el texto, y se quedó literalmente deslumbrado.

Los gobiernos previsores tienen siempre a mano alguna pandilla de marginados para que sirvan de chivos expiatorios si hay problemas. El chivo ideal, fácilmente sospechoso de todos los crímenes, debe presentar, sobre todo, la esencial característica de parecer que pone en peligro las bases de la sociedad que tiene la imprudencia de darle asilo, para que los sentimientos del interés público ahoguen la menor piedad en el curso de la represión. Pero es muy difícil disponer de chivos expiatorios completamente creíbles en número suficiente y en el instante crucial en que se los necesita. Los cocineros más hábiles a veces fracasan al intentar batir la mayonesa.

El cristiano estaba hecho a medida para llenar de alegría a Tigelino y a su Príncipe. Era el antisocial e intolerante típico, en completa contradicción tanto con la Roma tradicional como con la Roma de Nerón. Y a estas profundas cualidades se sumaban la de ser todavía poco conocido por el grueso de la población, e incluso por la mayor parte de la gente culta; la de moverse con trazas de sociedad secreta entre los miserables y los esclavos; incluso la de —¡y esto era lo más hermoso e inesperado!— deshacerse en parloteos incendiarios pretextando teología apocalíptica. El cristiano se había ejercitado en chocar con todo el mundo, en cometer todas las imprudencias posibles, y no habría que calumniarlo mucho para convertirlo en un coco digno de aterrorizar tanto al senado como a la plebe. ¡Y ni siquiera estaba claro que no fuera realmente peligroso para la ciudad romana! Si no había quemado Roma, la quemaría cualquier día, y entonces se trataría de la nueva Roma, de la Nerópolis resplandeciente de lujo y voluptuosidad a la que el Príncipe quería vincular eternamente su nombre.

Arrebatado, Tigelino hizo en seguida que copiaran y volvieran a copiar la preciosa memoria para comunicársela al emperador y a todos los miembros permanentes u ocasionales de su Consejo; y al mismo tiempo, dejando todos los demás asuntos, ordeno una investigación detallada, pero rápida, sobre esos terribles cristianos que hasta entonces nunca habían llamado su atención. Farfullantes informes policiales persistían perezosamente en confundirlos en mayor o menor medida con los judíos, de los que Aponio, sin embargo, decía cosas tan prometedoras.

Era muy indicado ponerse en contacto con la comunidad judía de Roma a todos los efectos. Así fue como le solicitaron al Gran Rabino que diera su opinión sobre la queja del senador desaparecido; y él confió la redacción de la respuesta al rabino Samuel, después de haber establecido las líneas generales con él y algunos otros notables. Samuel tenía una gran reputación de equidad.

La noche siguiente a la segunda y última visita de Kaeso, Samuel le llevó su trabajo al Gran Rabino, que vivía en el barrio de la Puerta Capena: el texto fue expurgado y corregido de común acuerdo, lacrado con el sello del Gran Rabinato y enviado.

La comunicación llegó a manos de Tigelino a la mañana siguiente, X de las Calendas de septiembre. Era la fiesta de Vulcano, el dios del fuego, y mientras le inmolaban un becerro rojizo y un berraco, el Prefecto, incrédulo de pies a cabeza, leía estas piadosas líneas con vivo placer…

«El Gran Rabino de Roma a. C. Ofonio Tigelino, Prefecto del Pretorio Imperial, ¡salud!

»Desde hace una generación, los judíos, por boca de sus doctores y con creciente inquietud, llaman la atención de las autoridades romanas sobre el peligroso carácter del fenómeno cristiano, peligroso para Roma, peligroso para los judíos y peligroso para los propios cristianos. A todas estas autorizadas advertencias se suma ahora la del senador Aponio, que no habría tenido razón de ser si nos hubieran escuchado antes.

»Una queja que emana al fin de un miembro del senado despierta naturalmente tu curiosidad sobre los cristianos, y en el manco de tu investigación me animas a que haga toda clase de comentarios útiles sobre la memoria de Aponio. Hace mucho tiempo que soportamos blasfemias, insultos y provocaciones de esa secta, y por cierto que estamos en buena posición para saber algo de ella, puesto que, ay, salió de nuestro seno por un deplorable azar y osó corromper nuestros más sagrados Libros para ponerlos al servicio de una propaganda impía.

»Así pues, puedo afirmar que las acusaciones de Aponio son, en conjunto, enteramente exactas, lo que no tiene nada de sorprendente, puesto que fue detalladamente informado por un hijo “bautizado” y una esclava judía de buena voluntad.

»Las semejanzas y diferencias entre judíos y cristianos se deducen claramente de esa honrada comunicación. Como los cristianos, los judíos consideran pecado la sodomía, el aborto, el onanismo, los Juegos salaces o sangrientos, las termas mixtas y el culto a los ídolos, pero sin pretender en lo más mínimo privar de todo esto a los romanos o a los griegos. Por el contrario, la indisolubilidad del matrimonio predicada por Jesús está en perfecta contradicción con las leyes mosaicas, como también con el sentido común y la naturaleza humana. No insisto en la invención por parte de los cristianos de dos personas complementarias, que formarían con Yahvé una trinidad inesperable que recuerda a la tríada capitolina y a algunas otras, ni en la presunta resurrección de Jesús, que es imposible, puesto que nuestro Yahvé, por definición, no puede revestir la carne humana. Prefiero más bien convencerte de una alarmante verdad: esa grosera caricatura del judaísmo que divulgan los incultos cristianos se dirige efectivamente a cualquiera, como muy bien señala Aponio, para apartar del culto imperial a los súbditos del Imperio. ¿Cómo nuestra dispensa de sacrificios idólatras, por la que cada día damos las gracias a Roma, podría extenderse sin daños irreparables a la muchedumbre de los ciudadanos romanos, de los provincianos o de los libertos? ¡Si, Aponio tenía razón al escribir que los cristianos “hacen que estalle el ghetto de Israel”! Y este estallido hará temblar a Roma hasta sus cimientos si dejáis que continúe. No vacilo en subrayarlo, seguro de que un preclaro Príncipe me comprenderá: la religión de Israel está en tal oposición con todas las demás religiones conocidas que obliga a los judíos respetuosos con la Ley a vivir en un piadoso aislamiento. Y esto no tiene ninguna importancia enojosa para Roma, puesto que formamos un pueblo determinado. Ya sabes que muy pocos romanos se hacen circuncidar. Pero la oposición entre la religión cristiana y la romana no solamente tiene un carácter absoluto: los cristianos sólo sueñan con persuadir a la mayor cantidad de gente posible, y no están de humor como para retirarse a un ghetto. En teoría —¡perdona esta ridícula exageración, si pensamos en la perennidad del Imperio!— es necesario que Roma o los cristianos perezcan, pues si bien el judío se reproduce a través del matrimonio, el cristiano se propaga mediante el verbo.

»Un afán de justicia me obliga a precisar que las acusaciones de antropofagia contra los cristianos no son exactas, aunque las hayan estimulado con declaraciones insanas, pues van contando que comen la carne y beben la sangre de su Jesús durante ceremonias sacrificiales en las que, por otra parte, no admiten a los no iniciados. Como se sabe que Jesús está muerto desde hace mucho tiempo —¡y probablemente enterrado!—, el populacho incompetente tenía excusas para imaginar que inmolaban niños en su lugar. Los propios judíos tardaron cierto tiempo en poner el asunto en claro. En realidad los cristianos comen pan y beben vino imaginando que se trata realmente de la carne y la sangre de Jesús muerto en la cruz. De donde se desprende, para nosotros los judíos, que el cristiano es mucho más repugnante que un antropófago, en vista de que, según él mismo reconoce, no come hombre, pero se atreve a hincar el diente en el presunto cuerpo de su Creador. Para ti, que eres romano, semejante ilusión te dará una idea acertada sobre la contagiosa locura de los cristianos.

»En cuanto a saber si esa ralea es o no de naturaleza incendiaria, el temor al falso testimonio me disuade de una afirmación sin matices.

»Lo cierto es que los cristianos, que ya tomaron tanto de nosotros para disfrazarlo, se han lanzado también al género apocalíptico. Como indica ese nombre griego, se trata de revelaciones divinas en forma de visiones cargadas de símbolos. Desde hace más de dos siglos, ese derivado del profetismo clásico está de moda en los medios judíos, donde excita el talento de aficionados con una imaginación ardiente y confusa. Nuestros doctores no animan a tales intentos, pues no es fácil distinguir una visión verdadera de una falsa, y la interpretación de símbolos desencadena discusiones estériles. No hay apocalipsis en nuestros escritos canónicos, y espero que tarde en haberlos.

»Otro motivo de reserva: como los apocalipsis tratan del destino de la humanidad y de sus fines últimos, rebosan de aterradoras catástrofes, susceptibles de trastornar inútilmente al pueblo.

»Abandonados al azar de direcciones incompetentes, nuestros cristianos no imitaron la prudencia de los rabinos. Se lanzaron a los apocalipsis con ardor, y le atribuyen al propio Jesús aterradoras visiones, donde se mezclan la ruina de Jerusalén y el fin de los tiempos, que muchos creen próximo.

»Si se hojean los escritos cristianos, uno se siente impresionado, además, por la fascinante importancia del fuego. Los cristianos envían de antemano al fuego de la Gehenna, que nunca se extingue, a todos aquellos que tienen la desgracia de disgustarles.

»Así pues, reina incontestablemente entre los cristianos un clima de excitación escatológica de lo más malsano, que podría llevar a algunos de ellos a apresurar con crímenes inauditos la conflagración final que temen y desean a la vez. Riesgo tanto más serio cuanto que las múltiples pequeñas iglesias cristianas constituidas en Oriente e Italia viven en el desorden de la improvisación y han reclutado a la mayor parte de sus adeptos entre la gente humilde, ya inclinada por su sola condición a desprecian y odiar el orden establecido. Al cristiano le repugna naturalmente cualquier autoridad que no sea la de su conciencia, a la que provee con una delirante fantasía.

»Todavía no hemos oído decir que los cristianos le prendiesen fuego a la Ciudad, pero está claro que los peores elementos de la banda podrían haber tenido la tentación de hacerlo, especialmente escandalizados, en su indiscreta intolerancia, por el espléndido festín que le ofreciste a César en el estanque de Agripa. Ciertamente, no estaría de más una investigación en ese aspecto.

»De todas formas, incluso si algunos cristianos se hubieran encargado de ese odioso atentado, la mayoría, de hecho, sería inocente. Te aconsejo vivamente que aproveches la ocasión para inaugurar contra el conjunto de los cristianos una política eficaz y clarividente, que apunte a la desaparición total de esa secta superflua.

»Piensa que el cristiano comparte con el judío, de quien es un primo descarriado, la cualidad y el defecto de que la violencia y la adversidad refuerzan su fe, mientras que una dulce tranquilidad la debilita. En vista de la manera en que los cristianos se han diseminado solapadamente por el Imperio, no creo que las persecuciones criminales puedan acabar con ellos. Serían demasiado localizadas, demasiado episódicas, y no harían más que volver más vivaz a la especie. Es la majestad de la ley civil, constante y universal, lo que debe reducir poco a poco a la nada al cristiano, sometido a una legislación discriminatoria y descorazonadora.

»Por lo tanto, haz un censo de los cristianos. Agóbialos con impuestos especiales. Expúlsalos de las escuelas, de la armada, de los tribunales, de cualquier función pública. Prohíbeles todo lo que pretenden execrar, los lupanares, los Juegos y las termas, ¡y tendrán más ganas que nunca de frecuentarlos! Que releguen sus cadáveres, pretextando higiene, a lejanas necrópolis. Y sobre todo, prohíbe que liberten a los esclavos cristianos, pues por culpa de las murmuraciones de los esclavos Jesús se aparta de los ricos y los poderosos. ¡Paciencia! No serán necesarias dos generaciones para que el cristianismo entregue el alma. Ninguna religión resiste al sentimiento de haberse convertido en una vergüenza social. ¡Ninguna, salvo la mía!

»En resumen, puesto que los cristianos aborrecen las instituciones y las costumbres del Imperio, y no obstante aspiran a vivir dispersos en él, es urgente y justo hacer que vegeten apartados hasta que se extingan en el olvido. Al ghetto judío, monumento imperecedero de piedad y fidelidad, debe sumarse provisionalmente un ghetto cristiano sobre las arenas movedizas de la historia.

»Respetuosamente sumisos a las leyes del Imperio, te proporcionaremos, si lo exiges, informes más precisos para iluminar tu justicia, de manera que evites cualquier enojosa equivocación. En vista de los progresos de la secta, ya no son solamente los desgraciados judíos los que corren el peligro de que los confundan con cristianos o con individuos sospechosos de serlo.

»Tengo que hacerte una dolorosa confesión: por culpa de que una adhesión al judaísmo exigía de él estudios demasiados largos y serios se extravió Kaeso entre los cristianos. Nos han dicho que Pablo de Tarso, que se presenta como ciudadano romano, fue el artífice de esa aberrante conversión. Pedro, jefe nominal de la secta, no sabe ni la A ni la B, pero ese Pablo, excepcionalmente instruido para ser un cristiano, puede confundir a mucha gente, y no estaría de más poner término a su actividad.

»Suplicamos al Altísimo que te colme de todas las bendiciones que tus raras virtudes merecen».