Kaeso se entretuvo un poco, como esos viajeros a quienes les cuesta apartan la mirada de un panorama, porque dudan de tener la oportunidad de verlo dos veces. Tras los primeros arrebatos, la fiesta había cobrado su velocidad de crucero. Ya no había gritos, sino sólo jadeos.
A orillas del estanque, Kaeso tropezó con Eunomos, a quien Tigelino había confiado la responsabilidad de los invertidos de las galeras. El apocalíptico predicador había tenido que elegir los, ordenarlos en los bancos de remo según la altura, la pigmentación e incluso la especialidad, para prevenir en la medida de lo posible ociosas disputas y ofrecer de ese modo el espectáculo más sereno y decorativo. A pesar de que ya estaba acostumbrado a las fantasías de Nerón, su asco y exasperación eran extremos, y tanto más desesperados cuanto que todos sus esfuerzos para cambiar de trabajo habían resultado vanos. Antes de su brutal conversión había acostumbrado al Príncipe a Tigelino a sus excelentes servicios, y ahora no podía descuidar su tarea con el pretexto de que un nuevo dios le estaba haciendo señas.
Al ver a Kaeso, el rostro de Eunomos se endureció. Si Pedro y su entorno inmediato no estaban aún al corriente de las bajezas de aquel cristiano más que sospechoso, Eunomos no había tenido más remedio que advertirlo. Pero la primera cualidad de un esclavo, incluso rico, era ser cortés, y fue Kaeso quien intentó justificarse con algunas frases, incluso antes de que le hicieran el menor reproche…
—Como tú, mi pobre Eunomos, he tenido que prostituir mi talento y hasta mi persona. No, por cierto, para salvan mi vida o mis bienes, sino para garantizar la seguridad de un ser que me era querido…, e incluso de otro que no me lo era tanto. Hemos bebido del mismo cáliz de amargura…
—¡Basta! No es cosa mía juzgante. Disfruta más bien de la velada. El fuego del Cielo está cerca, barrerá todas estas infamias, y pronto habrá llantos y crujir de dientes. Recuerda la suerte de Sodoma.
—Era demasiado joven entonces como para acordarme ahora de cualquier cosa de esa clase. Pero permite que te dé un consejo amistoso. Puesto que quieres dejar a Dios la responsabilidad de juzgarme, dé jale también juzgar al mundo y fijar la fecha para hacerlo. Ya sabes que los incendios en Roma son constantes. A fuerza de atraer el fuego con oraciones y mostrar júbilo tras cada catástrofe punitiva de un Dios vengador, los cristianos acabarán por verse acusados de haber tenido algo que ver. Se dirá que no hay humo sin fuego, ni fuego sin cristiano.
—Jesús anunció grandes persecuciones contra nosotros. Estoy dispuesto.
—Jesús no dijo que hubiera que precipitarlas a cualquier precio.
»Apuesto que, para librarte de la situación en que se halla tu ardiente virtud, sin por ello buscan el martirio, lo acogerías con alivio y agradecimiento…
—¡¿Acaso lo dudas?!
—Tus palabras te condenan, y desgraciadamente amenazan condenar a muchos otros, tal vez menos inocentes que tú, pero que tienen la debilidad de apreciar la existencia.
—¡Con todo el respeto que le debo a un gladiador amigo íntimo de Nerón, tendrás que soportar, noble joven, que me sorprendan tus palabras!
—En lugar de sorprendente ante el buen juicio, toma ejemplo de Jesús, que escapó en muchas ocasiones de las manos de quienes le deseaban el mal y sólo se dejó capturar a la hora fijada por su Padre. Toma también ejemplo de Pablo, que siempre ha defendido su cabeza con obstinados procedimientos. Pues, incluso una vida escandalosamente ilustrada por un imperial artista en algún jardín de citas sigue siendo buena para la mayoría. Tu mentalidad suicida no es conforme al Evangelio. Y me preocupa tanto más cuanto que yo mismo, que no tengo la menor vocación de suicida, como el peligro de verme comprometido un día u otro por tus incendiarias intemperancias de lenguaje. ¡Suicídate si quienes, pero no arrastres a los demás!
—¡Cuánto apego le tienes a este mundo!
—Si Dios se tomó el trabajo de hacerlo, no puede ser tan malo. Hablas con el pesimismo de un hindú que conocí. Y él tenía mejores motivos que tú, pues encontró la manera de morir en la cruz, mártir de una desgraciada casualidad, con la que nada tenía que ven.
Una dama se aproximaba a pequeños pasos, flanqueada por cuatro enormes germanos con la mano en el puño de la espada, que formaban una muralla en torno a ella. Uno se preguntaba qué virtud podía tener necesidad de tales garantías en una noche semejante. Era la de Esporo. El eunuco parecía abrumado, y se secaba frecuentemente los ojos con un pañuelo que sacaba de la larga manga de su vestido. Al ver a Kaeso, Esporo detuvo su paseo, y Eunomos, después de un cumplido saludo, se retiró por discreción.
—¡Vas terriblemente custodiado esta noche!
—Es necesario. Actualmente, las personas atractivas ya no pueden salir sin que las importunen.
La declaración, completamente desprovista de humor, denotaba en aquel marco una inconsciencia bastante notable.
—Entonces, ¿de dónde viene esa conmovedora tristeza?
—¿Cómo puedes hacerme esa pregunta? ¿No sabes que mi Príncipe se casa?
—Pero ¿Popea…?
—Ella sólo será testigo, pero en un verdadero matrimonio, un matrimonio entre hombres. Pitágoras desposa a Nerón pasado mañana, en Antium. En la ceremonia no faltará nada. Consultarán los auspicios, pondrán el flameante velo de los recién casados en la cabeza del emperador, que será escoltado con antorchas hasta el lecho nupcial, donde lanzará gemidos de verdadera jovencita de antaño. Nerón ha querido casarse en la ciudad donde nació.
Por extravagante que fuera, una noticia semejante no dejaba de estar en cierta armonía con la fiesta.
Kaeso intentó consolar a Esporo:
—Ya que Pitágoras es uno de los amantes favoritos del Príncipe, una unión semejante no le añade gran cosa y no te quita nada. Te creía más libre de celos sin importancia.
—¡Si se tratara de celos! No, es cuestión de dignidad.
Esporo se preocupaba mucho por la dignidad. Después de la trágica muerte de su Amo, antes de que lo expusieran a una curiosidad, malsana en los escenarios de los teatros, pondría fin a sus días discretamente.
—¿Por qué está en tela de juicio tu valiosa dignidad?
—Nerón me había dado a entender que yo seria el primer des osado. Me ha prometido que tendré derecho al velo de la novia durante el viaje a Grecia, pero este honor no impedirá que yo pase a segundo plano.
Más adelantado que nadie, inventor del matrimonio homosexual y deseoso, por un afán muy griego de equilibrio, de ofrecer sacrificios a los placeres activos y pasivos del himen, Nerón había tenido que resolver el problema de saber cuál de los dos matrimonios debía preceder al otro. Problema tanto más delicado cuanto que no había precedentes, y los manuales de usos sociales no podían sugerir una respuesta. Los innovadores inspirados se enfrentan a menudo con problemas de este calibre.
—Era preciso —observó Kaeso— que uno de los dos fuera el primero. Si Nerón se hubiera casado con ambos al mismo tiempo, ¿qué vestimenta decente se hubiera puesto? ¿Cómo concebir un vestido de matrimonio que fuese de novio por delante y de novia por detrás? ¡Sé un poco razonable!
—Una elemental galantería tenía que haberme asegurado la preferencia. ¡Cuando la gente va a cenar a casa de una pareja homosexual, le regala las flores al amado!
—¿Qué argumentos te ha dado el Príncipe para infligirte esa cruel decepción?
—Me dijo: «Tengo buenos motivos para consumar ahora la unión que trasluce el mayor desdén por todas las estúpidas tradiciones romanas. Un poco más de tiempo, y la gente pensará forzosamente otra cosa».
—Así pues, la elección tenía para él un aspecto político. Eso debería consolarte.
Esporo se tapó otra vez los ojos. El maquillaje se le había derretido y corría por sus mejillas. Kaeso lo advirtió y lo ayudó a retocarlo.
—¡Qué amable eres ocupándote de mi! ¡Me siento tan solo!
Vigilado por cuatro guardias de corps en el seno de una multitud presa de los más elementales delirios, el pobre Esporo se sentía solo. El corazón tiene razones que la carne ignora.
Un poco más sereno, Esporo le dijo a Kaeso:
—Estoy muy disgustado por ti, pues tengo una noticia decepcionante. Cuando hace un rato yo le estaba reprochando amargamente a Nerón haberse exhibido con Pitágoras de esa manera durante el festín, me contesto: «No eres el único que tiene penas. Kaeso me ha decepcionado íntimamente. Puesto que no consigo acordarme de lo que pudo hacerme en mitad de una oscura batalla de almohadones, tengo excusa para concluir que no está muy dotado. Seguirá siendo mi amigo y mi puerta permanece abierta para él, pero no irá a Antium».
A Kaeso le costó muchísimo trabajo mostrar una desgarradora tristeza. Esporo lo cogió amistosamente del brazo y le confió:
—A pesar de todo, tienes quinientos mil sestercios en la sede del «dispensador» imperial. Incluso cuando lo defraudan, mi encantador Príncipe sigue siendo generoso. Pero no es el dinero lo que debería mover el mundo. A menudo los más fieles a Nerón son los que menos han obtenido de él, y espero que tú seas de éstos. En todo caso, ¡que el fracaso te sirva de lección! Los gestos más banales del amor no se improvisan en una nube de plumas, y menos aún las delicadezas entre los amantes y sus amados, puesto que no se trata de relaciones vulgares para las que el instinto animal sirve de guía. Si hubieras pasado por mis brazos, habrías estado más brillante.
Kaeso gimió:
—¡Es demasiado tarde! Mi más distinguida vocación ha ido a parar al agua.
—Nunca es demasiado tarde para aprender y perfeccionarse.
—Estos cuatro magníficos galanes te darán más satisfacciones que un aprendiz.
—¡Pero es que me dan miedo!
Librándose de Esporo con muchos esfuerzos, Kaeso se alejó del estanque y se dirigió a la salida, con un paso tanto más ligero a medida que apreciaba mejor la alegría de verse libre, en adelante, de las asiduidades del Príncipe, sin que por ello hubiera la menor desavenencia. Las extravagancias del régimen amenazaban con llevarlo tarde o temprano a su pérdida, y por ello era preferible no contarse entre los íntimos más constantes del emperador.
Kaeso descansó un rato bajo un cenador, donde dormitaban un senador y su amado confundidos en los repliegues de la misma toga pretexta, y se le ocurrió una extraña reflexión en la que se mezclaban Nerón y Jesús.
La pasión creadora conduce fatalmente al artista al desprecio de toda tradición, puesto que el artista que cree en si mismo está condenado a abandonar los caminos trillados para imaginar constantemente formas nuevas. En materia de arte, una vez rechazados todos los criterios discutibles, se impone solamente un único tipo de juicio a la evidencia: esto es una copia, aquello es nuevo. El verdadero artista, lo quiera o no, tiene un alma revolucionaria. Y en Nerón había un improvisador que vivía en estado de revolución permanente, buscando siempre más allá de lo que satisfacía a los perezosos partidarios de la rutina y la repetición.
Jesús también pretendía haber aportado algo nuevo, pero de una vez por todas, puesto que era Dios, desdeñando por ello las búsquedas y los retoques. Con algunas frases había roto las tradiciones del pueblo judío, el más tradicional de la tierra, y propuesto a todos los hombres una verdad revolucionaria que ninguna tradición podía reclamar para sí.
Nerón en nombre de las formas y de lo sensible, y Jesús en nombre de lo que no se veía, se habían dado la mano para hacer caso omiso del pasado, y cada cual había apurado su sistema. Entre las turbadoras exigencias de estos dos enemigos irreductibles, ¿existía un término medio, una zona de calma y razón para hombres de buena voluntad? ¿O bien Jesús y Nerón estaban llamados a luchar entre ellos hasta el triunfo definitivo del vicio o de la virtud, arrastrando en su querella ideal, de generación en generación, a grupos cada vez más numerosos y menos moderados?
En todo caso, entre Nerón y Jesús había una semejanza que amenazaba con eternizar el conflicto: lo bello y lo feo no entraban en el dominio de las pruebas; la Resurrección tampoco. Los hombres nunca luchan tanto a no ser por causas que sobrepasan cualquier experiencia.
Kaeso pensó durante mucho tiempo. Nerón le asqueaba y Jesús le molestaba. Además era posible, e incluso probable, a causa del carácter excesivo de los dos pretendientes, que su guerra abortara o no fuera más que un fuego de paja. Lo importante era permanecer prudentemente en las graderías de la arena.
Caía un cierto frescor que anunciaba el alba, y el senador se despertó un instante para cubrir con el faldón de la toga los hombros de su muchacho, que se estremecía.
A lo largo de una avenida adyacente, Cetego y un ayudante, que arrastraba a un chivo, caminaban hacia la Ciudad dormida tras una noche de placer. El animal parecía cansado y tiraba de su cornea. Más humanos que los carneros, los chivos, como los pernos, podían dejan que mujeres expertas abusaran de ellos, y Tigelino, en su ardor de perfección, había velado para que las matronas degeneradas al acecho de sensaciones inéditas no carecieran de nada. Un día Selene le había contado a Kaeso que entre los nómadas de Oriente o de Egipto, las mujeres se acoplaban con chivos cuando los hombres estaban en los pastos, donde los mismos hombres se aliviaban, ocasionalmente, en la vertiginosa vagina de las yeguas en celo. Y Selene afirmaba que la costumbre judía de expulsar al desierto a un chivo expiatorio de los pecados de Israel encontraba su lejano origen en esta bestial licencia de las judías, descuidadas demasiado a menudo. ¡Claro, las mujeres siempre estaban equivocadas, y era más barato sacrificar a un chivo que a una yegua!
Kaeso estuvo a punto de correr hacia Cetego para preguntarle por el anciano de barbas blancas, pero su desconfiad a curiosidad le dio vergüenza y no se movió. En el fondo, temía enterarse de lo que ya sabía demasiado bien: Selene no lo amaba y sin duda no lo amaría jamás. Una maldición pesaba sobre él. Ardientemente deseado por Grecia y Roma, había tenido que rechazan el gran amor de Marcia, y su propia pasión por Selene parecía no tener salida. ¿Acaso le estaba castigando el Cielo por haber rechazado a Marcia y no haber consentido en favor de su padre el irrisorio sacrificio que finalmente había prolongado la inútil existencia de Cipris?
De regreso al Caelio, Kaeso hizo nuevas reflexiones sobre el amor. Con toda seguridad, el mejor y más claro amor era aquel donde el sexo no tomaba parte. Jesús lo había afirmado, y Platón lo había presentido. Desde entonces, era tentador reducir el amor físico a sus más humildes y banales satisfacciones. ¿Acaso no venía toda la mala suerte de los enamorados de que intentaban sublimar lo que debería de haber seguido siendo prosaico, como gastrónomos fetichistas que, en lugar de comer sin maneras, cayesen de rodillas ante un cuarto de carne igual a tantos otros? Las viejas tradiciones romanas daban una lección de sencillez y buen juicio en la materia a quien todavía era susceptible de recibirla. ¡De todas formas, era impensable que una Selene se atreviera a repudiar indefinidamente a un Kaeso!
Lo malo era que el joven e imprevisor amo ya no tenía ningún derecho a coaccionar a la reacia. Las libertas estaban todavía menos consentidas legalmente que los libertos. Obligadas, como estos últimos, a respetar al patrón y a realizar toda clase de servicios, tenían además en su antiguo amo a un tutor jurídico capaz de controlar su matrimonio y su testamento. El derecho de testar más o menos libremente sólo se les había concedido, para fomentar la natalidad, a las madres de cuatro hijos. ¡Pero, en principio, las libertas se acostaban con quienes ellas querían! Dura lex, sed lex[176]. Había pasado el tiempo en que los patrones tenían derecho de vida y muerte sobre sus libertos.
De vuelta, ya al alba, Kaeso se equivocó de alcoba, para constatan que Selene y Myra dormían una en brazos de otra, espectáculo que ciertamente podía ser inocente, pero que acabó de ponerlo de mal humor. Si Kaeso rechazaba a Myra y Selene rechazaba a Kaeso, ¡no era motivo para que ellas se aproximasen hasta ese punto!
Pasaron cinco días, durante los cuales la atmósfera de la casa fue tensa. Kaeso no se atrevía a tratar bruscamente a Selene, a quien lanzaba, según los momentos, miradas de chivo o de perro rastrero, mientras que Myra se encogía más que de costumbre.
Selene, con una calma impresionante, jugaba a la liberta modelo.
Había tomado la casa a su cargo, y todo estaba en perfecto orden. Incluso la mesa era excelente. No solamente tenía sobre los esclavos una autoridad natural, sino también la que se desprendía de una larga experiencia en todas las artimañas de la servidumbre. Estaba en todas partes y todo lo veía. Una noche que sorprendió a un criado cuya mano fisgoneaba en el complaciente trasero de una ayudante de cocina, azotó en persona la mano y el trasero culpables, para que todos tuvieran muy claro que las horas de trabajo eran sagradas. Kaeso sólo tenía que dejarse vivir, mientras Nerón, con un diáfano vestido, inauguraba en Antium la nueva era de una homosexualidad conyugal que tendría que haber desembocado en una trigamia ordinaria, pues el Príncipe no se sentía menos inclinado hacia las esposas. Tras la muerte de Popea encinta, en el curso del año siguiente, se casaría con Estatilia Mesalina, que serviría en Grecia de testigo, con una dulce filosofía, de la boda de Nerón y el amable Esporo. ¡Si la moda se hubiera extendido, los juristas habrían tenido trabajo! Mientras tanto, Kaeso no tenía ni mujer, ni amante ni amado, y se consumía de amor frustrado.
En la mañana del XV de las Calendas de agosto, aniversario del desastre del Alia, que antaño había llevado a Erenno hasta los muros del Capitolio, Kaeso pensó en pedir que le entregaran la famosa torques[177] que Silano le había legado, y que resultó ser un collar de oro trenzado, de una bárbara belleza. El objeto le inspiró amargas meditaciones. ¿Qué habría hecho Manlio Torcuato si una esclava que acabara de libertar le negase insolentemente la menor complacencia? ¿Era Kaeso un enamorado o un imbécil? Pedía bien poca cosa, en suma, a una muchacha a quien, a despecho de los sentimientos que debería o podría haber alimentado, no podía importarle mucho un hombre más o menos.
También Marcia había solicitado esa bien poca cosa de Kaeso, y no la había obtenido. Pero Kaeso no veía la relación. Por primera vez caminaba ciegamente tras las huellas libidinosas de su desgraciado padre.
Pretextando respeto, Selene se había negado terminantemente a tenderse en el triclinium del jardín junto a Kaeso. Comía sentada en una silla, lo que permitía más libertad para vigilar el servicio, pero no era lo más adecuado para poner a Kaeso de buen humor, y a que un rechazo semejante hacia presagiar muchos otros.
La cena del XV fue especialmente desabrida. Desde el mediodía soplaba un viento del sur tórrido y enervante, que había suscitado dudas sobre si cenar o no en el jardín, y habían tenido que acumular provisiones de agua, pues los cientos de depósitos reguladores de la Ciudad se habían vuelto tan insuficientes como caprichosos. Myra, incitada en secreto por Selene, había cuidado su aspecto e intentaba llaman la atención del amo con torpe coquetería. Sabía muy bien que el mal de amor sólo se cura con el tiempo, pero se obstinaba por humilde simpatía.
Al final de la comida, canturreó para Kaeso una canción griega de Cánope, que Selene le había enseñado en la cama, y cuya melancólica obscenidad reducía la crisis amorosa a sus más modestas proporciones:
Aprended, oh morosos amantes,
En búsqueda de un vano Paraíso,
Que por la noche todos los gatos son pardos
Y de día todas las gatas rosas.
Caía el crepúsculo. Era la hora entre gatos y gatas. Para animarse al ataque que premeditaba, Kaeso había bebido, a despecho de su conciencia que le cuchicheaba sordamente: "¡Cuidado! Hasta este momento puedes haber cometido faltas, pero que no se fundaban en bajos motivos. Te dispones a perpetrar el pecado más abominable, el que haría enrojecer a un Nerón: atentan contra una libertad que acabas de esculpir con tus propias manos. El Cielo no lo tolerara.
La canción crispó los nervios de Kaeso, que despidió a Myra con un gesto de la mano y le dijo a Selene, mintiendo para asegurarse mejor de la verdad:
—Hace unos días, en los enloquecidos jardines de Agripa, encontré a Cetego. Ni eres cristiana ni estás bautizada.
—¡Mejor es eso que estar bautizado sin ser cristiano!
—¿Reconoces entonces tu mentira?
—No he mentido, y por dos buenas razones: en primer lugar, mentí por cortesía; en segundo lugar, no fuiste lo bastante corto como para creerme, puesto que se te ocurrió, al menos por lo que cuentas, la superflua idea de comprobarlo.
—En una palabra, ¿querías tratarme con amistosa consideración?
—Amistosa, sí. ¿Qué relación hay entre el agradecimiento y el amor?
—Algunas mujeres pueden establecerla, sobre todo cuando el pretendiente tiene algunas cualidades.
—Tú las tienes todas, pero con el defecto de ser un hombre, aunque me complace reconocer que de eso no eres responsable.
—¡Qué generosidad la tuya!
Selene se levantó de la silla, fue a sentarse en el borde del lecho de Kaeso y le dijo:
—Si eso que llaman amor no enturbiara tu vista, tendrías más inteligencia de la que hace falta para comprenderme. Me arrojaron como carnaza a los hombres cuando era muy joven, y lo que tantos hombres destruyeron en mí, no está en poder de uno, aunque éste sea Kaeso, reconstruirlo. La libertad, a mis ojos, es en primen lugar la esperanza de que ningún hombre vuelva a tocarme contra mi voluntad. Y mi voluntad es que ningún hombre me toque nunca más.
—Lo que me dices apenas me sorprende, pero…
—¿Qué pero puede haber después de lo que te he dicho?
—¡No te pido que goces en mis brazos como una bacante desmelenada! Yo tampoco estoy obsesionado por las manifestaciones físicas del amor. ¡Porque pienso demasiado, si hay que creen a Myra! Es un hecho que me decepcionó una y otra vez. Lo que siento nunca está a la altura de lo que esperaba. Ya ves que y o no sería para ti un amante o un marido muy exigente. Te pido solamente que me permitas amarte como un amigo tierno y respetuoso. Y me decía, puesto que por tu parte tú pretendes sentir cierta amistad por mí, que quizá podrías hacen un mínimo esfuerzo para acoger mis amantes aproximaciones, después de haber hecho grandes esfuerzos para soportar agresiones brutales.
Selene despeinó de un amable manotazo el cabello de Kaeso…
—¿Sabes que hablas como un retórico de Atenas? Pero un retórico novicio, porque tus argumentos se vuelven contra ti. ¿Por qué iba yo a hacer un mínimo esfuerzo, si es para defraudarte cada vez? Y por cierto que así sería. No es tu Selene a quien deseas: buscas en mí, como Narciso en el fondo de las aguas, el reflejo de tu turbadora imagen, y te ahogarías antes de tocarla. No puedo hacer nada por ti. En verdad, a pesan de las halagüeñas apariencias, ni tú ni yo estamos hechos para el amor.
»Pero me sentiré feliz dándote todo lo que una mujer puede ofrecer además de si misma. ¡Ten pues la sensatez de sentirte satisfecho con lo posible, y deja de perseguir un mito!
Selene se levantó y Kaeso le espetó:
—Si hay algo de verdad en lo que dices, y tu conocimiento de los hombres me hace creen que así es, me interesa destruir el mito y desengañarme lo más rápidamente posible. Así pues, te ruego que me consideres como un enfermo al que hay que curar. Ya me has administrado con mucho ante un agradable remedio, que ha debido de empezar a hacer efecto. Acostémonos también dos o tres veces, me sentiré cada vez mejor, y no volveremos a hablar del asunto. Para un patrón, es una exigencia bien modesta.
—Un patrón no puede exigir nada de ese género.
—La mayor parte de los patrones no se andan con chiquitas para acostarse con las libertas que les gustan.
—Porque las persiguen hasta que ceden. Después de tantas pruebas y declaraciones de amor, ¿aún tienes humor para perseguirme, por casualidad?
—¡Has escuchado esas declaraciones y has aceptado esas pruebas! ¡Y muy contenta, además!
—Era esclava y tenía que salvar la vida. Ahora soy libre y me encuentro bien.
Con esas palabras, Selene subió a acostarse sin Kaeso, cuya exasperación crecía por momentos.
Myra apareció rozando las paredes, y sugirió tímidamente:
—Selene está de mal humor esta noche. ¿Puedo dormir yo contigo?
—¡No seas hipócrita! Tú no tienes miedo de molestar a Selene y dormir conmigo apenas te importa. Si te pones mimosa es solamente para disuadirme de fastidian a Selene, que se burla de mí.
—¡Selene es muy capaz de defenderse sola!
Bastó esa observación anodina para precipitar a Kaeso hacia la escalera. Abrió de golpe la puerta de la alcoba de Selene, que se estaba cepillando el cabello en su tocador, y con el tono de un Manlio Torcuato le dijo:
—¡Dejémonos de comedia! ¡Te amo y te deseo! ¡Desnúdate!
Selene se había dado la vuelta y replicó fríamente;
—¿También tengo que desnudarme yo misma? ¿Como me ordenó tu padre que hiciera la primera vez que me vio? ¿Y si me negara?
—Sabes que te poseeré tarde o temprano. ¿Por qué no en seguida? Los manes de mi padre se acomodarán.
Selene sopesó los pros y los contras. Sentía que le invadía un gran cansancio, y temía por los 100 000 sestercios detenidos en casa del rabí Samuel, que ella había depositado cuando era esclava y que Kaeso podía discutirle ahora.
Al fin se resignó y dijo:
—Has hablado de dos o tres veces, el tiempo de desengañarte. ¿No sería indicado que me dieras una suma conveniente por esos favores terapéuticos?
—¡No acepto que me desengañen hasta ese punto!
—Entonces, tendrás lo que has pagado.
Selene empezó a desnudarse con lentitud, ordenando sus vestidos con cuidado. Kaeso tenía ganas de lloran, y volvió la cara.
De pronto, por la ventana abierta de par en par, Kaeso vio llamas inmensas en la «cabeza» semicircular del Gran Circo, justo donde habían depositado recientemente un montón de resinosos maderos de roble para reparan el inmenso edificio en previsión de los Juegos Apolíneos. Por detrás del Palatino, en la depresión de la Murcia, las superestructuras del Circo ya debían de estar ardiendo, pues espesas nubes de humo negro, deshilachadas por el viento, aparecían por encima de la colina dirigiéndose hacia los Velabras. Y de la «cabeza» del Gran Circo, un muro de fuego avanzaba a ojos vistas hacia el Caelio, alcanzando el Palatino por el este. La envergadura del siniestro era pasmosa, y había hecho falta toda la fascinación ejercida por Selene para que Kaeso se diera cuenta tan tarde de la catástrofe, tanto más cuanto que un gran rumor iba creciendo.
Selene se acercó desnuda a la ventana. La noche anterior la luna fue llena, y había más claridad en la ciudad que en la estancia, donde sólo ardía una débil lámpara. Pero pronto, tal como iban las cosas, Roma ya no tendría necesidad de luna para verse iluminada.
Durante un rato, Selene contempló el espectáculo con una alegría salvaje, que no conseguía disimular. Y acabó declarando, acariciándose descuidadamente el sexo:
—Bueno, creo que me poseerás otro día. Los cristianos deben de haberle pegado fuego a Roma para impedir que peques. Es hora de que me vuelva a vestir…
La acusación de Selene sólo tenía de salida ingeniosa las apariencias. La Providencia movía montañas desde hacía siglos para parir una rata, cuyo grito interrumpía una lectura de auspicios y detenía toda la política de un gran Estado.
El júbilo de Selene asombraba a Kaeso…
—¿Disfrutas por librarte de mi o por ver arder Roma?
—Las dos cosas están bien.
—Si bien yo te he ofendido con mi ardor, ¿qué te ha hecho Roma? Si no fuera por ella, la suerte de los judíos, expuestos a tantos odios, ¿no sería peor aún? Tal vez los romanos refrenen a la especie, pero la conservan.
—¿Quién ha agradecido nunca una brida?
—El animal inteligente, que sería devorado en libertad.
Detrás de la puerta gemían los aterrorizados esclavos. El incendio, empujado por un viento del sur que no quería amainar, amenazaba alcanzar en algunas horas el Caelio, donde la densidad de las casas era menor que más abajo, pero donde numerosos pinos marítimos le darían alimento suplementario. Kaeso entreabrió la puerta de la habitación para ordenar a los esclavos que reunieran todos los objetos valiosos.
Myra, que había aprovechado la ocasión para colarse en la alcoba, esperaba unas palabras de consuelo de Kaeso, como si la situación fuera a escala humana. Como Kaeso no podía hacer otra cosa que suspirar, ayudó a Selene a vestirse, lanzando a veces una ojeada de reproche a su abusivo amo.
—No he tocado a Selene —le dijo Kaeso—. Se desnudó para disfrutar mejor de la penetrante tibieza del incendio.
Selene rió burlonamente:
—Los romanos han construido por todas partes ciudades que sólo benefician a los ricos y a los mendigos. ¿Qué les han dado a los demás? ¿Qué perdería la mayoría de la población viendo arder todas esas ciudades que sólo sirven para derrochar lo que producen los campos?
Kaeso replicó:
—Desde ese punto de vista, ¿para qué sirve Jerusalén?
La casa de Cicerón ya se había derrumbado envuelta en llamas, y el fuego, que había desbordado el Gran Circo por el oeste, progresaba hacia el Tíber. El avance parecía irresistible.
A mitad de la noche había llegado al Velabra inferior, una parte notable del Palatino flameaba, y el incendio devastaba, al pie del Caelio, las «Viejas y Nuevas Curias». Kaeso juzgó prudente abandonar la casa antes de que el flujo de refugiados obstaculizara la salida, y subió con su familia hasta el gran ludus para pedir asilo provisional. Además, allí estaba la mayor parte de su dinero inmediatamente disponible. ¡No era momento para ir a buscar 500 000 sestercios al Palatino!
Abandonados sin órdenes, los gladiadores se habían decidido, a pesar de las furiosas protestas de los habitantes, a abatir las casas que lindaban con el cuartel para cerrarle el paso al fuego, que no dejaba de ganar terreno hacia el norte, aunque un viento del este algo menos violento hubiera sucedido al viento del sur. Kaeso, en agradecimiento por la hospitalidad concedida, participó en el trabajo de destrucción antes de permitirse algunas horas de sueño. La pierna todavía le hacia sufrir.
En una atmósfera de horno, oscurecida por las humaredas que se renovaban constantemente, resultó difícil distinguir el alba.
Roma ardió sin interrupción durante cerca de siete días, el tiempo que había empleado Yahvé para crear el mundo a partir de una enérgica luz. Una vez asegurado un buen principio gracias a los afanes de Tigelino y sus hombres de confianza, había bastado dejar correr al monstruo, atizado por los vientos dominantes del sur o del este.
El fuego se había precipitado en primer lugar sobre los barrios bajos de la ciudad, donde el amontonamiento de las insulae por una parte y las vías estrechas y tortuosas por otra habían azuzado sus constantes progresos. Tomándose su tiempo para llegar a los palacios y las villae del Palatino, había fulminado las Carenas[178] y los Foros hasta alcanzar el río, pasándolo en grande en las regiones de los Velabras y del Suburio, mientras que los retornos de llama, cuando el viento soplaba del este, hacían arder intermitentemente el Aventino y los muelles, regiones industriosas donde numerosos depósitos ofrecían una inagotable mina de combustibles.
Después el incendio atacó con todas sus fuerzas las alturas que rodeaban las infernales hondonadas, empezando por el Caelio, que era el más cercano al foco y había sufrido terriblemente a causa de ello, y empujando más tarde agresivos botones de fuego al asalto del Esquilino, el Viminal y el Quirinal, pero con limitado éxito. La rica o acomodada población de estas alturas se repartía según un habitat más disperso y no carecía de una mano de obra que había tenido tiempo de organizar. Los daños, sin embargo, habían sido inmensos para algunos. En cuanto al Capitolio, donde Tigelino, prudentemente, había concentrado a la élite de los Vigilantes, más o menos se había salvado.
En los dos últimos días, las llamas acabaron su obra a través de las enormes armazones de madera de los templos y monumentos públicos y los abarrotados emporia[179] de la zona sur.
En la mañana del VIII de las Calendas de agosto, vigésimo quinto día de julio, el viento amainó, el fuego pareció dominado, y nadie imaginaba que el desastre pudiera ser peor. Pero al caer la tarde, la espléndida villa que Tigelino se había adjudicado fuera de los muros, en el barrio Emiliano, entre el pie del Quirinal y los Septa Julia, se inflamó como una antorcha, el fuego se propagó a toda la región, y no acabó hasta la mañana del VI. El gracioso Pórtico de Pola y el inmenso Diribitorium, construido para distribuir la paga de los soldados, habían ardido, y el siniestro se había extendido, al norte del Palatino, hasta el Circo Flaminio, reducido a sus cimientos. En resumen, ocho días y una decena de noches espantosas. De las catorce regiones administrativas con que contaba Roma, intramuros, extramuros o a caballo sobre la vieja muralla de Servio, tres habían desaparecido por completo, y siete habían quedado destruidas en gran parte. Dos, Esquilino y Quirinal, sólo habían sido alcanzadas marginalmente, y sólo dos se hallaban indemnes: Trastévere, en la orilla derecha defendida por el Tíber, y Puerta Capena, situada extramuros y por encima del Gran Cinco en relación a la dirección de los vientos que habían favorecido la propagación del fuego durante la mayor parte del tiempo. Una buena mitad de las cuatro mil yugadas[180] más o menos edificadas había sido presa del gigantesco incendio, pero al menos los dos tercios de los habitantes se habían visto afectados, pues eran las zonas bajas más pobladas donde la devastación había sido más completa. El increíble número de gente sin hogar parecía acercarse al millón.
A los ojos de un emperador —anormalmente previsor para ser un artista— deseoso de expropiar sin gastos para hacer felices a los arquitectos y crear una Ciudad de ensueño, aquel era un notable resultado, que sobrepasaba incluso todas las esperanzas. Tigelino, aunque tan pesimista como los cristianos sobre la naturaleza humana, había previsto acertadamente que un gran número de romanos colaborarían de todo corazón en su obra, pero nunca hubiera pensado que serían tan numerosos. ¿Qué policía podía presumir de conocer de verdad los bajos fondos de una gran ciudad?
En cada incendio ordinario, un innoble pueblo al acecho de una buena oportunidad de robo y pillaje surgía de las sombras. Aprovechando el desorden, esta gente ofrecía o imponía su ayuda, para mejor hurtar todo cuanto se presentaba. Y los salvadores más animosos se esforzaban solapadamente por echar una mano para que las llamas extendieran su acción de manera más fructífera. Los vigilantes estaban siempre abrumados por el número y la insolencia de estos terribles granujas. Y cuando sólo quedaban algunos trozos de pared, un sinvergüenza de otra clase enviaba a los afectados un amable hombre de negocios, que compraba al contado a un precio miserable el codiciado terreno para una construcción especulativa. Craso, el glorioso vencedor de Espartaco, hizo fortuna en otros tiempos con los permanentes incendios. ¡A saber si no provocó algunos!
Para la más baja y miserable turba de estos parásitos incendiarios, la gran obra de Nerón había sido la señal de una movilización general y entusiasta. De todos los agujeros de la Ciudad salieron procesiones de ratas para hincarle el diente al queso antes de que se fundiera. Estos inútiles dispuestos a todo acechaban, a la salida de una casa en llamas, al burgués cargado de oro y abandonado por sus esclavos, que se aferraba desesperadamente a su bolsa mientras violaban deprisa y corriendo a su mujer o a su hija; arrojaban antorchas por las ventanas o en los huecos de las escaleras para desalojar más deprisa a la presa; saqueaban lo que ardía todavía o lo que acababa de ser abandonado; se introducían por la fuerza en las viviendas más modestas y accesibles para apresurar la evacuación a patadas en el trasero, gritando que el Pretorio o el Prefecto de los Vigilantes les habían dado órdenes.
Y a todos estos habituados a las llamas, a todos estos especialistas de la desgracia pública, pronto se había sumado una bandada de aficionados ocasionales: boxeadores o gladiadores de desecho, desertores, esclavos fugitivos, mendigos, todas las categorías de asesinos o ladrones que Roma podía abrigar en su seno, y cada día llegaban refuerzos de los alrededores. Tras la fiesta del sexo de los jardines de Agripa, vino la fiesta del fuego para todos los que no tenían alojamiento ni familia que perder.
Para proseguir y acabar el trabajo de Tigelino, la Roma de las sombras, con un sentimiento de odio y venganza contenido durante mucho tiempo, se había precipitado espontáneamente hacia la luz y el humo de ese prodigioso sacrificio.
En su villa de Antium, maravilla de las maravillas donde se desplegaban en extraordinaria profusión las más célebres obras maestras del arte griego, la recién casada Nerón[181] había vuelto a trabajar en su Troica, con tanto ardor que olvidaba sus pederásticos deberes conyugales. Una cuestión de capital importancia obsesionaba al Príncipe, una cuestión que atañía a la creación literaria, y más concretamente poética. ¿En qué medida era el genio tributario de experiencias y pasiones originales? La imaginación, ¿encontraba su fuente de inspiración en un contexto cualquiera, o bien en los más misteriosos repliegues del ser? Nerón se sentía impresionado al constatar que alguien como Virgilio había llevado una vida completamente anodina, ¡y eso sin hablar de Horacio, hijo de un liberto que se ocupaba de subastas! Si el genio y la imaginación dependían de factores exteriores favorables, ¿acaso Nerón no debería haber llegado más lejos que todos sus rivales? ¿Qué vida había más rica y excitante que la suya? Y era justamente ahí donde el gran incendio de Roma ocupaba un lugar de lo más interesante en las imperiales preocupaciones. Tendría un incomparable valor de prueba. Una multitud de grandes y pequeños poetas habían descrito ya vastas ciudades en llamas sin haberlas visto jamás en ese estado privilegiado. Nerón vería si, después de haber contemplado Roma en el mejor momento, en un océano de fuego, ese espectáculo único e inolvidable tendría o no influencia decisiva sobre la calidad de sus versos. Y, después de todo, incluso si la prueba dejaba que desear, Roma no habría ardido para nada…
Estas consideraciones habían disuadido al Príncipe de pulir su obra antes del incendio, y abandonó la epopeya por odas de circunstancia. Cuando le avisaron que se había declarado el fuego, estaba trabajando, ante un mar quieto, en una pequeña oda en arquiloquianos mayores y senarios yámbicos catalécticos alternados[182], en los que reprochaba al dios Tíber haber dejado perecer a Roma por falta de agua. Ante esta capital noticia, el Príncipe palideció, gimió y se llevó la mano al corazón. Naturalmente, Tigelino y él eran los únicos que conocían el secreto sin contar a los ejecutantes subalternos.
Durante varios días, el emperador engañó con la poesía su febril impaciencia por subir a Roma para disfrutar de la nueva tragedia con una nueva mirada. Emboscado en su campo pretoriano bajo un cielo denso de humo, Tigelino lo tenía hora tras hora al corriente de los progresos de la puesta en escena, de forma que su Amo, sublime actor en el más inmenso de los teatros, hiciera su aparición en el momento en que el decorado fuera más bello; pero Nerón no podía llegar demasiado pronto, por el simple hecho de que tenía que presentarse como salvador y en ese caso le habrían reprochado su inactividad.
Sólo al quinto día, poco antes del mediodía, llegó el Príncipe, que había dado la vuelta a la Ciudad por el este, pues ya no era posible acceder por el sur. Se dirigió a los jardines de Mecenas, pasada la puerta Esquilina, en la cima de la colina del mismo nombre. El amigo de Augusto y Virgilio había hecho edificar allí tiempo atrás una torre belvedere, desde donde se divisaba toda una Roma apacible.
El emperador, con su cítara en la mano, subió soñadoramente los escalones del observatorio, y permaneció mucho tiempo mudo ante la fantástica visión. La Roma popular de las antiguas marismas ya no era más que brasas que enrojecían al viento. El Aventino y el Caelio estaban coronados por las llamas, que empezaban a lamer las demás colinas. Todo un pueblo de arrendatarios menesterosos, Perseguido por el fuego y los saqueadores, había retrocedido hacia el Campo de Marte en un insondable desorden. Y al pie de la torre, los germanos, que mantenían a distancia hasta a los amigos más íntimos del Amo, estaban empezando a adivinar que acaso las civilizaciones son mortales.
Sobre las ruinas acumuladas de su patria, Nerón lloró con una emoción que no era completamente falsa, y tocó algunos acordes simultáneos. Pero la inspiración huía de él. Evidentemente, la singularidad del poeta era agregar a las apariencias una esencia que sólo podía extraer de si mismo, y la tarea resultaba tanto más indecible cuanto más extraordinarias eran las apariencias. ¿Qué genio habría podido dominar y traducir una situación semejante? Impotente ante su obra maestra, en el colmo de una decepcionante soledad, Nerón lloró sinceramente.