III

Nerón, acompañado sólo de Vitelio, cenaba con toda inocencia en medio de un apretado grupo de asesinos. Allí estaba reclinada, poniendo boquita de piñón y con verbo florido, una notable fracción de los que, el año siguiente, serían prendidos en el último momento con las manos en la masa.

En primer lugar Pisón, hombre fastuoso y escéptico, enamorado del teatro trágico, susceptible de aportar a una conspiración la garantía de un gran nombre y una reputación de indolencia estimulante para los prevaricadores.

Y Faenio Rufo. El Príncipe se había creído hábil dividiendo la Prefectura del Pretorio entre Tigelino y Rufo, pero una de las dos manzanas estaba podrida, ¡y no la más pequeña!

Y Lucano. Humillado por no poder declaman públicamente los últimos cantos de una Farsalia que no obstante condenaba al régimen, acusaba a Nerón de celos de autor, olvidando que el Príncipe había alabado sus versos mientras se había sentido halagado por ellos. Una vez arrestado, el estoico Lucano ofrecería el lamentable espectáculo de un hombre dispuesto a denunciar a su propia madre y a todos sus amigos para ahorrarse el sinsabor de las torturas.

Y Séneca, asesino por discreción.

Y senadores como el vicioso Escevino o el juerguista Quintiano, furiosos por algunos versos satíricos del Príncipe. Y «caballeros» ambiciosos, como Seneción, Próculo o Natalis. E incluso una de las libertas de confianza de Pisón, la intrigante Epícaris, que se estrangularía en una litera, entre dos sesiones de preguntas, con su sujetador…

Con muchos otros, todos eran o serían miembros de la conspiración.

Kaeso fue acogido con la mayor amistad, y Satria Gala, la depravada y bienamada mujer de Pisón, que él había quitado a uno de sus complacientes amigos, llegó a ceder al seductor invitado su lugar junto al Príncipe. Estaban sirviendo el último servicio del banquete.

Nerón, que había bebido más que de costumbre —quizá porque esa noche no estaba de humor para cantar—, apostrofó a Kaeso con fingida rudeza:

—Entonces, malvado muchacho, ¿no retrocedes ante nada para seducirme? ¡Apenas te basta un anfiteatro para clamar tu desesperación! ¡Pero si todos mis amigos tuvieran tu temperamento, nos pasaríamos el tiempo en los munera!

Kaeso, contrito, le seguía la corriente.

Vitelio declaró:

—Has sido demasiado bueno con este golfo. Hay que limpiar las arenas de tales aspirantes. Yo he bajado el pulgar, sin duda por pura crueldad, pero también para impedir que todos los augustiniani que esperan tu favor sigan el ejemplo de este insolente.

Nerón estaba resplandeciente y tuvo que reconocer:

—Si, he sido demasiado bueno. Un pueblo virtuoso exigía que el impudor se castigara, pero he preferido escuchar a mi corazón. ¿No me ha predicado Séneca durante mucho tiempo la clemencia?

Séneca, que masticaba melancólicamente una zanahoria, aprovechó ese hecho para no contestar. Los asuntos públicos cobraban un cariz demencial que quitaba las ganas de cualquier comentario. Además, cuanto más envejecía el filósofo, más misteriosa le parecía la naturaleza humana. ¿Qué hacía allí ese Kaeso, que tiempo atrás había ido a consultarle un delicado problema de moral? La conversación se hizo general. Concernía sobre todo a la gigantesca fiesta de clausura prevista para la noche siguiente en el estanque de Agripa. Tigelino le había prometido a Nerón que iba a organizar la orgía más enorme de la historia, y todos soñaban con el acontecimiento. Desde hacía días y días, los emisarios del talentoso y abnegado Prefecto intentaba persuadir y embaucar, alternando promesas, regalos y hasta amenazas confusas, a buen número de damas todavía de buen ver de la aristocracia romana para que accediesen a consagrarse al Príncipe llenando los lupanares previstos en su honor en una de las orillas del estanque Calígula había experimentado un vicioso placer deshonrando a las matronas más virtuosas de la nobilitas, y no había retrocedido ante las más cínicas y escandalosas violencias. El deseo de Nerón era más bien logran un resultado de gran envergadura dirigiéndose preferentemente con todos los artificios de la sugestión y la dulzura, a las que apenas tenían ya reputación que perder. Calígula no estaba en su sano juicio. Nerón era un moralista preocupado por la eficacia y el rendimiento. Enemigo de cualquier hipocresía, deseaba que cientos de mujeres se entregaran al fin abiertamente a los excesos que hasta ahora habían conocido a puerta cerrada. Quería, en cierto modo, ampliar las casas cerradas hasta que tuvieran las dimensiones del Estado. Y, afortunadamente para un soberano con unos puntos de vista tan abiertos y profundos, muchos maridos, padres y hermanos cortesanos echaban una mano para que los burdeles se llenaran convenientemente y no avergonzaran al augusto organizador. Por supuesto, en la fiesta no olvidarían a las prostitutas profesionales, e incluso, generosidad sin precedentes, el emperador había decretado que los lupanares serian gratuitos durante toda la velada dentro de los límites de la Ciudad. Agripa, en su anticuado tiempo, había puesto a disposición del pueblo los baños y las barberías, pero Nerón hacia algo mejor.

Séneca pensaba que este reclutamiento de matronas para una delirante orgía era un hecho nuevo y bastante inquietante, pues el helenismo de que el Príncipe hacía gala no sugería nada semejante. En cuestión de infamia, Nerón empezaba a volar con sus propias alas, sin más referencias a un pasado cualquiera, ya fuera nacional o extranjero. Grecia no estaría presente en torno al estanque de Agripa y sobre sus tranquilas aguas más que a través de un grupo selecto de invertidos.

Los invitados, que habían bebido tanto como el Príncipe, presionaban bromeando a Séneca para que mandara por una vez a su mujer Paulina al burdel, y el filósofo protestaba dulcemente:

—Es demasiado mayor, ya no sabría, su ciática le hace rabiar…

A Kaeso le parecía una conversación irreal, y sólo los latidos de su pierna le hacían volver a tierra.

En el jardín donde habían instalado los triclinia, apareció una maravillosa Leda con su cisne jupiterino, que tal vez se había beneficiado de las pacientes lecciones de Cetego. Tras una voluptuosa panada nupcial perfectamente graduada, tuvo lugar la sagrada unión… (¿Pero no estaría fingiendo el cisne?). Y mientras el animal (¿satisfecho o amaestrado?) volvía al Olimpo, Leda, distendiendo de maravilla los prolíficos músculos de su más íntima anatomía, parió dos huevos enormes, cuyas cáscaras rompió para extraer con piadosa estupefacción las doradas estatuillas de las dos parejas de gemelos sagrados: Cástor y Pólux, Helena y Clitemnestra.

Kaeso intentaba explicarle a Nerón, hablándole al oído de manera bastante confusa, que su Selene tenía problemas con un asno… cada vez más pequeño, pero tenaz…

El Príncipe le interrumpió:

—No puedo negarte nada. Has derramado tu sangre por mí. La sangre es el único don que no resulta engañoso. Pide unas tablillas, escribe lo que quieres, y tendrás el aval de mi sello.

Así pues, Kaeso dio orden de soltar a Selene al instante.

Tuvo que borrar palabras en muchas ocasiones, tanto temblaba su mano de alegría.

Nerón añadió:

—Nuestra Selene necesita recuperarse. Precisa que deben conducirla a la casita de Albino Macedo, en las primeras cuestas del Caelio. Esa casa forma parte de una herencia que me han legado hace poco. Te la ofrezco de todo corazón para abrigar ese modesto amor…

»¿De qué acusaban a la esclava?

Tras un silencio, Kaeso contestó:

—De haber matado a mi padre. ¡Pero es inocente!

—Aquellos a los que amamos siempre son inocentes. Además, si todos los asesinos fueran condenados, ¿dónde estaría yo, que tuve que hacer ejecutan, ay, a mi mujer y a mi madre?

Con esta dolorosa y habitual evocación, las lágrimas humedecieron los ojos del Príncipe, que pronto se recuperó valientemente, selló las tablillas y ordenó que se las llevaran en el acto a Tigelino, a quien habría que despertar. Cuando el emperador quería que lo obedecieran enseguida, sólo Tigelino resultaba satisfactorio.

Kaeso besó, transportado, la mano y el anillo del sello liberador, mientras que el Amo la acariciaba el cabello, como Marcia antaño.

Nerón se levantó pesadamente, dijo algunas palabras amables a Pisón y a su mujer, e incluso a Séneca y a Lucano, y después de una última y refrescante copa de vino, pidió su litera y le hizo una señal a Kaeso para que lo acompañara. Su paso era un poco vacilante, y su voz ya pastosa.

La gran litera-salón, cuyos blandos cojines estaban débilmente iluminados por una mariposa de aceite, tomó el camino de los jardines de Epafrodita, escoltada por gladiadores y pretorianos, al cadencioso paso de sus doce atléticos porteadores. Un delgado rayo de luna se filtraba entre dos cortinas mal cerradas.

De repente, el emperador sopló la mariposa y se abalanzó sobre Kaeso con torpezas de gran tímido demasiado bebido. Entonces se desarrolló sobre los cojines de la tentadora litera una lucha de lo más confusa y extraña. Mimado por los dioses, Nerón amaba a las mujeres, los amantes y los amados, con todos los medios para satisfacer permanentemente su inclinación del momento. De día, ya no sabía muy bien cuándo tirarse de cabeza y cuándo de espaldas. De noche, con algo entre ceja y ceja, presa del balanceo de una litera ambulante, y enfrentado con un adversario más cortés que competente, la anfibología fundamental de su lujosa y lujuriosa naturaleza llegaba a su colmo, se le iban las ideas y sus gestos inciertos se contradecían. Tan pronto el Príncipe suplicaba con voz de falsete: «¡Tómame, gloria insigne de la arena!», tan pronto amenazaba con voz masculina: «¡Espera a que te clave en el sitio, impúdico chiquillo!»… Asfixiado, apisonado por ese muchacho gordo y afectuoso que soñaba con ser amado por sí mismo, Kaeso ya no sabía de qué lado volverse. Y cuando el asunto parecía decidido de una forma u otra, los sobresaltos de la litera, que a los porteadores les costaba controlar, lo ponían otra vez todo en tela de juicio.

En el cruce de la Vía Salaria y la Vía Nomentana, un cojín demasiado relleno reventó, y una nube de plumas se extendió sobre el lugar de los hechos, impidiendo cualquier maniobra precisa. Sin aliento, emplumado, molido y empapado en sudor, el emperador se derrumbó sobre el regazo de Kaeso murmurando palabras inconexas.

En la Puerta Viminalia, unas canciones de borracho sobresaltaron a Nerón, que tosió ruidosamente, ordenó hacen alto y salió de la litera sostenido por Kaeso. A la luz de las antorchas, parecían dos grandes y desorientados cisnes blancos.

Les quitaron las plumas haciendo esfuerzos para no reír y limpiaron someramente la litera, donde el Príncipe volvió a instalarse para dormitar después de haber vomitado contra una pared. A pesan del estado de su pierna, Kaeso prefirió continuar a pie, rogando a la escolta que anduviera más despacio. Quizá su pierna había contribuido a salvar su virtud, pues en más de una ocasión Nerón había sentido escrúpulos de ir más lejos, tomando por quejas de virgen dolorida los gemidos del héroe herido.

Kaeso caminaba al lado de Espículo, que había pasado de la arena al mando de los gladiadores de la guardia de corps en espera de que Galba lo matara por su fidelidad al último de los Julio-Claudios. Con tacto, Espículo llevó la conversación al combate de Kaeso, que había contemplado desde el pulvinar, y le elogió, como experto que era, por su inteligencia táctica, que habría merecido más éxito. Kaeso tenía la impresión de que algunos pretorianos lo habían minado con mala cara y se lo contó a Espículo, que dijo con desprecio:

—Vienen del campo y se escandalizan por cualquier cosa. No hay nadie como los germanos y los gladiadores para velar por la vida del Príncipe sin hacerse preguntas superfluas.

Entraron en los jardines de Epafrodita. A la puerta de la villa reapareció Nerón, un poco más airoso, y antes de subir a dormir, le dijo a Kaeso, besándolo:

—¡Gracias por todo lo que acabas de darme! No lo olvidaré jamás.

Era como para preguntarse a qué se refería. El vino debía de haber llenado de brumas su memoria.

Agotado, Kaeso pasó la noche en una cómoda alcoba, donde disfrutó de un sueño sin sueños. Los cantos de los pájaros le despertaron. Pensó que en ese mismo momento, tal vez, se despertaba Selene en la casita del Caelio, llena de agradecimiento y predispuesta al amor. La velada de la víspera se le vino a la cabeza, y las últimas palabras del Príncipe le sugirieron una artimaña que habría admirado a Ulises.

Después de arreglarse un poco, pidió ser admitido en presencia de Nerón, que todavía estaba acostado, pero que ya dictaba la correspondencia. El Príncipe hizo señas a los secretarios para que se retiraran, y Kaeso se arrojó entonces a los pies de la cama.

—¡Divino Amo, desde nuestro regreso me persigue la vergüenza, que me ha privado del sueño! ¿Me perdonarás alguna vez que te haya violentado con un apresuramiento tan descortés? ¿Era suficiente excusa haber esperado tanto ese momento? ¡Dime que no te he ofendido demasiado, que sigues siendo mi amigo a despecho de mis modales de gladiador!

Una sombra de perplejidad pasó por el augusto rostro. Pero el Príncipe no tenía ningún motivo para desconfiar de Kaeso y, en el fondo, no le molestaba que lo sacaran tan fácilmente de una duda desagradable. Dando a besar su mano al arrepentido, le dijo con una severidad desmentida por su soñadora mirada azul:

—¡Mereces que te eche! Y eso es lo que voy a hacer… hasta esta noche, pues te esperaré en el estanque de Agripa.

Kaeso no se lo hizo repetir dos veces y se apresuró a llegar al Caelio, muy aliviado por el éxito de la maniobra. En este tipo de asuntos, era importante empezar con el pie derecho. Habiendo satisfecho con tan poca cosa el honor tan especial de Nerón, quizás Kaeso pasaría al rango de amante honorario más deprisa de lo previsto. El Príncipe estaba tan ajetreado…

La casita del bajo Caelio era encantadora, agazapada en una depresión de su jardincillo. Tigelino, siempre lleno de celo, había puesto siete esclavos de la familia imperial al servicio de Selene, que ya estaba descansando en las termas, modestas pero bien acondicionadas, contiguas a la cocina. En espera de que Selene saliera de allí, Kaeso echo una ojeada al piso bajo y al primer piso, que estaban muy bien amueblados, y preguntó los nombres de los sirvientes de ambos sexos, que parecían de buena calidad.

Selene se reunió con Kaeso en una habitación bajo el tejado, y se dejó caer a sus pies con las más vivas expresiones de agradecimiento. Kaeso se apresuró a levantarla; más delgada, con ojeras, nunca había estado tan conmovedora. Sentados en la cama, cogidos de la mano, se contaron todo lo que habían sufrido o esperado a lo largo de aquellos días terribles. La astucia de Kaeso para librarse del Príncipe divirtió mucho a Selene. Al fin, Kaeso planteó una cuestión que le importaba muchísimo:

—Como mi padre te libertó en su testamento, lo mínimo que puedo hacen es cumplir su última voluntad, pero primero haría falta que estuvieras en mi poder. Ahora bien, el pasivo de la herencia es muy superior al activo, y hasta nueva orden estás en poder de los acreedores, a quienes debo resarcir si quiero tener sobre ti autoridad legal.

—Mi dinero está a tu disposición.

—Rabí Samuel no lo soltará antes de cierto tiempo.

Debe de quedarme lo bastante para arreglan este asunto.

—Decididamente, ¿hasta dónde va a llegan tu bondad?

A fin de cuentas, Kaeso consideraba más cortes acostarse con Selene después de su libertamiento. Corrió durante toda la mañana para arreglarlo, logrando hacer que el tembloroso Turpilio le devolviera cuanto le debía, indemnizando a continuación al síndico de los acreedores, feliz de obtener 6000 sestercios contantes y sonantes por una esclava quizás admirablemente hecha, pero convicta por el asesinato de su amo, y que por tanto se había vuelto casi invendible. Al final, Kaeso fue a inscribir a Selene entre los libertos del Censo, en el Atrio de la Libertad, cerca de la Puerta Sancualis. Era la manera más sencilla de proceder para concederle a una esclava la gran libertad irrevocable, que también se otorgaba por comparecencia del sujeto ante un cónsul o un pretor, o por testamento. Testamento que además servia para vengarse de los malos esclavos, a quienes el difunto prohibía libertar antes de quince o veinte años. Las demás modalidades de libertamiento, por testimonio oral o escrito de un cierto número de amigos, o a través de la vieja ceremonia de la admisión oficial del esclavo a la mesa del amo, sólo otorgaban una libertad revocable; además, muchos amos comían familiarmente con sus esclavos sin que por ello se convirtieran en libertos.

La noticia de su libertamiento definitivo llenó a Selene de una extraordinaria alegría, que emocionaba a Kaeso. Y le parecía maravillosa la idea de que su valor servil se había desmoronado a continuación de la condena que había pesado sobre ella. A medida que asfixiaba a Manco con pie precavido, una vengadora Providencia había hecho que bajase el precio de sus encantos. ¡Qué bueno era Yahvé al improvisar como por juego tan hermosos símbolos!

Tras la comida, Kaeso y Selene subieron a tumbarse juntos. Era el momento de la siesta, favorable para que un amante tan abnegado disfrutase por fin de los derechos de propietario, que no se había arrogado ni durante tres cuartos de hora, abandonándolos con la elegancia del corazón. Selene sufría los acercamientos de Kaeso con amable paciencia, pero, con las piernas juntas, como si estuviera en la cruz, no le devolvía un solo beso, y una inmensa pena, de lo más sorprendente, humedeció en seguida sus magníficos ojos grises con lágrimas amargas…

—¿Qué te ocurre? Ya veo que no es la felicidad lo que te hace llorar…

Y Selene respondió en un murmullo:

—¡No me toques! Soy cristiana. He recibido el bautismo.

Y le explicó al estupefacto Kaeso:

—Tus propios esfuerzos por familiarizarte con una doctrina que fingías haber adoptado para despistar a tu padre sobre tus verdaderos motivos para defraudarlo, me instruyeron mejor sobre una religión de la que la mayoría de los judíos tiene aún una idea parcial, si no caricaturesca. Y me di cuenta de que no era cierto todo lo que me habían dicho de los cristianos.

»En el vivero de Ostia, un viejo de barbas blancas, esclavo desde la cuna, me traía la sopa y vaciaba mi cubo. Era él también el encargado, para mantener el apetito del asno de Calabria, de untarme la entrepierna con secreciones de burra en celo, cosa que hacía apartando la vista, lleno de delicadeza fraternal, y siempre se preocupaba por dirigirme, al retirarse con sus trastos, una palabra de ánimo y consuelo. ¡Qué contraste con la brutalidad de Cetego, quien, ahora puedo confesártelo, veía en tus castas y demasiado breves visitas una perversa incitación a abusar de mis encantos o de lo que de ellos quedaba!

»Las maneras exquisitas de ese amable viejecillo me habrían hecho adivinar que era cristiano, si antes no lo hubiera reconocido él mismo con la esperanza de secar mejor mis lágrimas. La caridad de los judíos es más seca y envarada. El temor a cometer impurezas paraliza en ocasiones sus más generosos arrebatos. Estas humildes visitas no dejaban de turbarme. Temía la emoción, y sin embargo la deseaba. Tal vez la gracia me había tocado ya por ese ambiguo canal, cuya tentadora boca, V de victoria o cabeza de víbora, recibe del mundo, o le da, lo mejor o lo peor de la mujer.

»Mi asno había encogido gracias a tus precauciones, y una noche me ocurrió algo increíble: mientras suplicaba al Cielo que viniera en mi ayuda, vi de pronto una cruz luminosa sobre el lomo del borriquillo virgen, que primero iluminó toda la celda, para atenuarse poco a poco hasta la débil intensidad de la luciérnaga y al fin desaparecer. Fue como si hubiera soñado, pero el sueño era imborrable.

»El hecho de que un Dios pudiera haber muerto por mí, que hasta entonces me parecía completamente absurdo, acababa de golpearme con su inexplicable evidencia. La luz de la Resurrección llegaba hasta el corazón de las prisiones más infames para recordar a las más desesperadas pecadoras que toda carne purificada por la fe está destinada a una gloria eterna.

»La amenaza de muerte innoble que me atenazaba, a pesar de todos tus esfuerzos, que podían ser vanos, sin duda favorecía una conversión, que a pesar de todo me asombra todavía. Un poco antes de que los soldados llegaran a prenderme para encerrarme en una dependencia del teatro, a la misma hora en que tú combatías por mí delante de Nerón, pedí el bautismo al amable viejecito, segura de que eso nos traería suerte a ambos, en esta tierra apesadumbrada o en nuevos Cielos.

»Libre de pecado gracias a Cristo, libre de la infamia involuntaria gracias a tus preclaros cuidados, ya no dudo en decirte que de ahora en adelante me consideres una amante hermana, que estaría encantada de que compartieras su fe. ¿Acaso las comedias que has tenido que interpretar no han dejado en ti ni una semilla de verdad? Si sigues cegado, y si vulgares tentaciones te incomodan, haz venir a Myra lo más pronto posible. Yo no soy celosa, pues mi más fiel amor ya no es de este mundo.

A Kaeso le daba vueltas la cabeza. Ciertamente, no podía excluir la posibilidad de que Selene, siguiendo su ejemplo, hubiera encontrado en la austeridad cristiana un argumento privilegiado para conservar con cortesía una libertad que le era cara. Pero la liberta, como todos los más empedernidos mentirosos, había utilizado un conmovedor acento de sinceridad, y había sabido salpicar su relato con esos detalles que no son verdaderos y que, sin embargo, dan la engañosa impresión de que no se han podido inventar. La perspectiva de recorrer el vivero de Ostia para verificar la existencia de un anciano cristiano de barbas blancas, enjabelgador de entrepiernas, le parecía odiosamente descorazonadora. Estando enamorado, Kaeso optó por la confianza, y pronto habló de matrimonio.

Al principio Selene acogió la proposición con ternura, y sus reservas fueron más impresionantes que antes…

—¡Si eres amigo mío, no me tientes así! Eres hermoso, joven, noble, el favor del Príncipe te sonríe, y te espera un matrimonio ventajoso con una muchacha muy joven para colmarte de felicidad. La gente distinguida tiene relaciones discretas, si acaso, con una liberta aún joven. Nunca se casa con ella. Piensa, además, en la vida que he llevado, en todos los hombres que me he visto obligada a conocer, el último de los cuales no era otro que tu padre. ¿Acaso te complace el incesto, tanto más grave cuanto que sería casi oficial? ¿A quién te atreverás a presentarle a esta mujer mayor que tú, deshonrada por el lupanar primero y por una relación inconfesable después? ¡Si yo tuviera la debilidad de consentir en este matrimonio pronto me lo reprocharías, y con razón! Debo ser sensata por los dos.

Lejos de estar convencido, sino más bien trastornado, Kaeso, luego de amorosas y vanas protestas, se resigno a ir en busca de Myra, a quien de todas maneras no podía abandonar en el cercano ludus.

Antes de abandonar el cuartel, Kaeso quiso darle las gracias a Pugnax por haberle conservado su antebrazo, y el hélveta hizo esta notable observación:

—A los que hacen de la violencia su profesión, les repugnan las violencias inútiles. Sólo los aficionados son crueles.

Tan hermoso pensamiento no debía quedar sin recompensa. Kaeso le entregó 10 000 sestercios a Pugnax, que éste aceptó con sencillez, diciendo:

—Un gesto desinteresado no tiene precio, y una mano de hombre libre tampoco. Acepto este dinero como anticipo por un trabajo.

Desgraciadamente, Kaeso ya no tenía a nadie a quien asesinar.

En su ausencia, habían enviado desde el Palacio multitud de vestiduras y regalos diversos, a los que Myra pasaba revista con orgullo, mientras que Selene consideraba ese salario del pecado con la mueca de superioridad de una virgen cristiana a quien basta el velo providencial de su cabello para ocultar sus atractivos. Nerón nunca utilizaba dos veces la misma ropa, y le gustaba incitar al derroche a su alrededor, diciendo que eso hacia marchar el comercio, mientras que todos los antiguos moralistas romanos, a quienes la tierra había enseñado que las malas cosechas si en a las buenas, habían predicado la virtud del ahorro y la mesura.

Habían anunciado una litera para la hora undécima, y Kaeso, vestido al estilo griego, se instaló puntualmente en ella para llegar al lugar del festín, después de que un cirujano judío renovara su vendaje. Selene, aunque hubiera visto aparecer cruces luminosas en los borriquillos del teatro, todavía no sentía ninguna confianza por los cirujanos cristianos. Cierto que los cristianos se concentraban más bien en los últimos momentos o en las resurrecciones, deseosos de decir la última palabra.

Por el camino, Kaeso pudo comprobar que Roma entera se disponía a festejar el día en muchas plazas públicas, banquete monstruo como ni siquiera el mismo César había ofrecido nunca.

Este clima de alborozo bajo un resplandeciente cielo azul se veía apenas oscurecido por un enrarecimiento bastante inquietante del agua. El calor y la sequía habían reducido el Tíber a un infecto hilillo fluyendo con disgusto entre las hileras de inmundicias, descubiertas por la bajada de las aguas, y el otro río también bajaba alarmantemente, cosa que anunciaban los acueductos, reforzados y multiplicados siglo tras siglo. La «Marcia», la «Anio», la «Tepula», la «Julia», que venían de las montañas del Latium o de la Sabina, tenían ya un caudal muy insuficiente; la Virgo y la «Apia», que venían de la cercana campiña romana, estaban casi secas; la «Alsietina», que alimentaba el barrio del Janículo a partir de Etruria, conservaba algún vigor, pero los tres manantiales claudianos, antes tan puros, y el acueducto de Nerón, que completaba el riego del Caelio, ya sólo daban un agua escasa y turbia. Hacía seis o siete años que no se había visto una escasez semejante, y los ancianos contaban con los dedos y comparaban todos los años secos que habían conocido.

Pero se trataba también de una penuria artificial, pues Tigelino había hecho valer justamente ante el Consejo del Príncipe que convenía aprovechar la bajada excepcional de los caudales para efectuar con los menores gastos toda clase de reparaciones, y un Nerón previsor había apoyado esta opinión.

Tigelino vivía grandes días. Incluso se podía haber dicho que ya no vivía. Había tenido que preparar a la vez fiestas inolvidables, el incendio de la Ciudad y todas las medidas de urgencia que permitirían al Príncipe aparecen como un diligente salvador tras la catástrofe, ya que el fuego era sólo un intermedio un poco desagradable entre los beneficios del ayer y los del mañana, entre los placeres del pasado, todavía reducidos, y los del porvenir, que colmarían o desbordarían todos los órganos susceptibles de serlo. Nunca le habían encargado una responsabilidad semejante a ningún ministro. Tigelino lo sabía, y estaba orgulloso de ello.

Este orgullo se generaba en lo más hondo de sí mismo. Tigelino era «caballero» de origen. Pero del pueblo industrioso se habían desprendido dos clases de «caballeros» muy diferentes: los hombres de negocios que consolidaban los impuestos directos y no veían más allá de sus beneficios inmediatos, y los «caballeros» funcionarios, que poco a poco habían llenado toda clase de administraciones, con tanto más éxito cuanto que eran los únicos competentes entre una clase senatorial que no quería hacer literalmente nada y una plebe inculta que no sabía hacer nada bien. Los «caballeros» funcionarios, de todas formas, mantenían relaciones con esa plebe de la que habían surgido y donde habían conservado gran número de amigos. Y la costumbre de los asuntos públicos de una administración atenta a los grados superiores o medios, les habían dado el sentido del Estado y el gusto por los proyectos para el futuro. La alta nobleza se había confundido perezosamente con Roma para saquearía mejor, pero los Tigelinos trabajaban mucho y robaban relativamente poco. Así pues, se habían reunido todas las condiciones para que los «caballeros» funcionarios, en el primer g nado de una nobleza en la que la mayoría estaba destinada a seguir estándolo mucho tiempo, alimentaran contra la nobleza de estirpe un violento prejuicio, que sentimientos desinteresados o envidiosos eran susceptibles de llevar hasta el odio. Tigelino aborrecía al senado tanto como Nerón desconfiaba de aquél, y esta comunión de puntos de vista y sensibilidad era un lazo poderoso entre ellos. Torturar a un patricio era para el fiel Prefecto del Pretorio una golosina, y no dejaba de sentirse consternado ante los previsores suicidios que condenaban a una evidente inacción a sus verdugos.

Quemar muchos palacios de la nobilitas entre unas provocativas fiestas y una langa reconstrucción durante la cual el Estado tendría siempre la última palabra era para Tigelino, por lo tanto, una obra pía que halagaba tanto sus instintos más bajos como los más elevados. Y había intentado preverlo todo, concediendo al incendio un lugar privilegiado en sus cálculos, pues la suerte del Príncipe y la suya propia estaban ligadas al suceso. Día tras día se las había arreglado para enrarecer las aguas, insinuar el desorden entre los vigilantes contra incendios, reclutan un pequeño número de hombres de confianza a quienes la amplitud, para ellos imprevista, del siniestro, volvería mudos para siempre; a elegir los puntos más favorables para la acción, y a salvaguardar en la medida de lo posible un pequeño número de monumentos, en particular el templo de Júpiter Capitolino, pues no podían permitirse trasladar antes de la hora crítica las considerables riquezas que encerraba sin dar que hablar.

Tigelino creía que tras un golpe así su suerte estaría indefectiblemente ligada a la del Príncipe, pero confiaba en la capacidad del régimen para refrenar al senado, y el gran incendio no tendría más remedio que ayudar a ello. La hipótesis de que Nerón se desembarazase de él le parecía improbable. César sólo mataba por miedo y no era ingrato con aquellos que le servían con inteligencia y eficacia. En este último punto, el porvenir le daría la razón.

Una vez más, Kaeso no reconoció el estanque de Agripa. Con una prontitud que parecía mágica, habían limpiado jardines y bosquecillos, habían sustituido las gradas norte y sur por una flota de mesas y lechos, que se estaban llenando con el grueso de los invitados, y al borde del estanque una vasta armadía enriquecida con oro y marfil, reservada para el Príncipe y sus amigos, esperaba alejarse tirada por graciosas galenas cuyos remeros podían sorprenden a cualquiera: para burlarse de los tradicionalistas del senado, Tigelino había reclutado tripulaciones de invertidos. Sin duda, la sodomía era una especialidad marina desde que las mujeres se quedaban en tierra, pero nunca se había desvelado el secreto de la escuela con un cinismo tan escandaloso. Y todos aquellos invertidos, coronados de flores, cacareaban en espera del Amo.

Ya hacían cola ante la armadía los invitados distinguidos, incluso un grupo de vestales. Kaeso descubrió a Rubria entre ellas. ¡Otra cosa sorprendente! Las mujeres soportan mucho mejor la crueldad que la indecencia, y las vestales frecuentaban normalmente los anfiteatros, los Circos o incluso los teatros cuando la violencia estaba exenta de lubricidad, pero el respeto que les era debido prohibía atraerlas a espectáculos que podían hacerlas enrojecen.

Kaeso saludó a Rubria, le dio las gracias por haber levantado en su favor su pulgar rosado, y charlaron un rato sin ton ni son mientras los invitados de todos los rangos se apretujaban en las orillas o en las cercanías de la armadía. Rubria parecía incómoda, ya fuera porque la impresionaban el encanto y la educación de Kaeso, ya porque le pareciese que la naturaleza de los preparativos de la Tiesta ofendía su pudor —quizá demasiado advertido—. Desde hacía mucho tiempo, corría periódicamente por la Ciudad el rumor de que tal o cual vestal tenía un amante, pero se habían dejado de hacer investigaciones serias y todo el mundo se quedaba satisfecho cuando una conveniente discreción de las sospechosas permitía pagarles con el beneficio de la duda.

A Rubria se le iban los ojos con inquietud hacia las tripulaciones de afeminados, que lógicamente deberían de haberla tranquilizado, y Kaeso cuchicheó:

—Corre el rumor de que esta recepción va a acaban en una orgía sin freno. Y Nerón me dijo ayer por la noche: «¡Ya estoy harto de la hipocresía de estas vestales! Tigelino me ha convencido para que ordene que unas mujeres expertas las examinen regularmente, única solución práctica para estar seguro de su virtud». Así pues, el primer examen tendrá lugar tras los postres. A las vestales dignas de ese nombre las acompañarán de vuelta antes de que la fiesta se convierta en orgía. Las otras —¿pero acaso las hay?— serán retenidas para que las entierren vivas bajo el peso de hermosos y vivarachos jóvenes.

Rubria se sobresaltó. Con un Nerón aconsejado por Tigelino, se podía esperar cualquier cosa. Cuando Kaeso sonrió con aire burlón, ella enrojeció por haberse sobresaltado tan ingenuamente y le dijo furiosa:

—¡Eres tú quien merecería ser enterrado así! —y le volvió la espalda.

Nerón llegaba con una guardia reducida de germanos, suscitando la aclamación general. La gran litera descubierta se detuvo ante la pasarela de la armadía, el Príncipe bajó y dio la señal para el embarque hacia Citerea al son de una música de inauguración. Una vez colocados los pasajeros bajo el toldo de seda azul, los jóvenes y ocasionales remeros tensaron sus débiles músculos y la armadía abandonó lentamente la orilla, levantando en su majestuoso bogar susurrantes olitas y un ligero céfiro, suave como una caricia de galeote aficionado.

Por una escandalosa extravagancia que había causado una enorme sensación, el bello y moreno Pitágoras, sacerdote de Cibeles y amante titular del emperador, tenía el mejor sitio en el triclinium, mientras que Nerón, vestido con telas impalpables, se había tendido «debajo» del anterior. A los ojos de Kaeso, este extraño espectáculo era más bien tranquilizador.

Por lo demás, la comida no fue memorable. El placer griego de una elevada conversación, que era para Kaeso lo más interesante de los banquetes de Atenas, quedaba desterrado a causa de una afluencia tan ruidosa, que había acudido a comer en espera de algo mejor. Kaeso ocupaba un triclinium distinto al del Príncipe, entre Vespasiano, cuyo discurso era bastante apagado, y un joven de la clase senatorial, P. Cornelio Tácito. Este Tácito tenía el aire de quien hace sus primeras incursiones en el mundo, y parecía tan inquieto como excitado ante la perspectiva de los desórdenes que se esperaban para más tarde. Habría preferido hacer una visita a los lupanares aristocráticos de la orilla oeste, pero temía encontrar allí a una de sus tías maternas. Las prostitutas vulgares, repartidas en las casitas de en frente, repugnaban a su delicado temperamento. Kaeso observó con cierta lógica que, en una profusión de mujeres desnudas, las distinciones sociales apenas tenían importancia. De hecho, la igualdad predicada por los cristianos se podía lograr igualmente por el ejercicio global del más perfecto impudor.

Mientras las tinieblas cubrían los jardines de Agripa, terminó el festín náutico entre risas y cantos en la iluminada armadía; y las dos aldeas del vicio también habían encendido sus linternas, mientras los animales decorativos de pelo o plumas con que Tigelino había poblado el estanque andaban en busca de un lugar para dormir, habiendo tenido la inocencia de copular bajo el sol. A medida que la armadía se aproximaba al lupanar senatorial, las prostitutas del burdel plebeyo se amontonaban en gran número en la otra orilla con la indumentaria más simple, y sus tentadores lamentos cruzaban las aguas, atrayendo a los invitados que habían celebrado el banquete alrededor del estanque y que esperaban con impaciencia que la armadía imperial, al atracar, les diera la señal de caza. Por fin la prestigiosa embarcación fue amarrada ante las casitas donde las mujeres de la buena sociedad se mantenían recluidas por un resto de decencia, y Nerón puso pie en tierra precedido por los invertidos de los barcos de remolque y seguido por sus huéspedes preferidos. Un gran grito se elevó entonces de la multitud en celo, y en todas partes reinó la más lúbrica confusión.

Como un rebaño espantado, con Rubria a la cabeza, las vestales se había precipitado hacia Kaeso para pedirle que las sustrajera a esa locura colectiva, y Rubria se aferraba a su brazo con una suplicante insistencia. Kaeso se apoderó de la antorcha de un criado e intentó, andando a contracorriente, guiar a aquellas damas hacia la salida. Tentativa bastante difícil en medio de semejante desorden. A pesar de todos sus esfuerzos, Kaeso perdía vestal tras vestal, y pronto sólo le quedó Rubria, privada de su mitra distintiva, con el cabello rojizo flameando a la temblorosa luz de la antorcha. Para escapar del jaleo, Kaeso juzgó preferible atajar a través del bosque, donde la antorcha, ya sin combustible, se apagó. Rubria, bajo un pálido claro de luna, se apretaba desesperadamente contra él. La abrazó para tranquilizarla, y ambos cayeron sobre la espesa y olorosa alfombra de agujas de pino.

Rubria ya no era virgen, y Kaeso la regañó.

—¡Fue Calígula —confesó ella llorando—, que me violó como un salvaje el mismo día que me eligió! Yo tenía diez años…

¡Maldito Cayo! ¡Qué no habría hecho!

A la puerta de los Jardines, Rubria encontró su litera y le dio las gracias a Kaeso por haber protegido tan bien una virtud que nadie debía poner en duda. Kaeso iba a volver a su casa cuando apareció Tigelino, que iba a echar una ojeada crítica al resultado de sus esfuerzos, y quizás a distraerse un poco, pues era un gran aficionado a las muchachas y los afeminados. Un día que estaba haciendo torturar a una criada de Octavia para obligarla a confesar las supuestas bajezas de su ama, la fiel esclava le había escupido a la cara: «¡El sexo de Octavia es más puro que tu boca!», y la sabrosa anécdota había corrido por toda la Ciudad. A veces, hasta los verdugos eran indiscretos.

Kaeso no podía retirarse tan temprano de la fiesta ante las narices del Prefecto, e incluso convenía que se acercase a la litera para saludarlo y agradecerle todo lo que había hecho en su favor. Tigelino le ofreció amablemente un sitio a su lado, y el vehículo se dirigió al corazón de la refriega.

Después de felicitan a Kaeso por su ejemplar combate, Tigelino le preguntó lo que opinaba de la velada, y Kaeso le contestó:

—Puesto que compartes mi desvelo por los verdaderos intereses de Nerón, te debo la verdad tal como la veo, con mayor o menor acierto. Hagas lo que hagas, nunca convencerás a la mayoría del senado para que colabore con el régimen. Pero ¿por qué alimentar la hipocresía de esos irreductibles y desalentar eventuales adhesiones o neutralidades con excesos gratuitos, que algunos moralistas podrían calificar de crímenes, pero que un político prudente tendría derecho a considerar como un error? ¿No sabes que las costumbres no evolucionan por decreto? ¿Qué tan vano es pretender, como el viejo Augusto antes de sentar la cabeza, refrenar la licencia como precipitarla? ¿No vive cada cual a su ritmo, prisionero de una educación que le pesa pero que no obstante sigue siendo su referencia más eficaz en los estados de crisis? Como acabas de ver, he tenido que acompañar a una vestal aterrorizada. ¿Durante cuánto tiempo consentirá Roma tan graves ataques a sus tradiciones? Tu audacia me da miedo, tanto por el Príncipe como por ti mismo.

Tigelino guardó silencio durante largo nato, y Kaeso pensó que lo había herido. Sin embargo, salió de su mutismo para decir:

—Estoy completamente de acuerdo contigo. Roma sólo puede soportar durante algunos días lo que está ocurriendo esta noche. ¡Pronto desaparecerá! Pero hasta entonces, debo actuar como cristiano.

Tras la prodigiosa revelación de Selene, la de Tigelino llevaba el prodigio al colmo. La estupefacción de Kaeso hizo creer al Prefecto que el muchacho nunca había oído hablar de los cristianos, y le confió:

—Se trata de una secta más o menos judía sin gran importancia, pero me dieron a leer las presuntas palabras de su fundador, un tal Jesús, a quien Pilatos, antes de que le jugase una mala pasada, mandó al calvario bajo Tiberio. ¡Es de locos lo que tengo que trajinar para mantener el orden! Bien, pues debo reconocer que las palabras de ese Jesús me impresionaron vivamente. Los filósofos tienen por costumbre fulminar el vicio y alabar la virtud entre dos casas de citas. Jesús se distingue del montón, y de una manera única. En lugar de perder el tiempo fustigando el pecado, lo que nunca habría dado resultado, perdona a los pecadores, excepto a uno solo: el hipócrita. La fiesta de esta noche debe de gustarle, y se la recordaré si tengo el honor de encontrarme con él.

Kaeso arguyó que, por lo que él sabía, Jesús también había condenado el escándalo, pero Tigelino le dijo riendo:

—¡Para guardar las formas! ¡Solamente por eso! Pues, siendo la hipocresía un pecado irredimible, es difícil ser virtuoso sin hipocresía, mientras que los pecados más escandalosos, siempre perdonables, ponen al abrigo, con toda seguridad, de ese peligroso vicio.

La litera, que se acercaba al estanque, tenía problemas para abrirse paso entre los exaltados que nunca serian condenados por hipocresía. Matronas con los senos colgantes, los cabellos al viento y la cara pintarrajeada con las sobras de su estupro, huían de las casas perseguidas por jaurías insaciables, y los mechones oscuros que se destacaban en sus cuerpos desnudos parecían otros tantos conejos de monte a escape por los jardines. Jóvenes galeotes borrachos acosaban con obscenos manoseos a los grandes portadores nubios del Prefecto, que hacían cabecear la litera como un barco embriagado de goce…

Era preciso poner pie en tierra. Tigelino guió a Kaeso hasta el umbral de una casa y lo invitó a entrar:

—¡Ven, vamos a encerrarnos tú y yo para joder al frígido senado!

Cuando Kaeso se excusó con pretextos, Tigelino lo cogió por la oreja…

—¡Demonio de hipócrita! Estás cansado porque acabas de tirarte a Rubria en un matorral. ¡Ojo al buen Jesús!

Sorprendido por el ataque, Kaeso se defendió blandamente. El olfato policial de Tigelino era asombroso y el emperador le debía el estar todavía con vida.

El Prefecto se encogió de hombros y entró sólo.

Kaeso, agotado, era libre para ir a dormir.