La noche anterior a la inauguración del munus sangriento, sirvieron a los gladiadores y a las diversas categorías de condenados que debían aparecer en él la tradicional cena libera, cuidada comida llamada «libre» porque los padres, amigos y público en general podían asistir a ella. Era un favor que se concedía solamente a aquéllos o aquéllas destinados a arriesgar o perder su vida en los Juegos del anfiteatro. Los condenados ordinarios o las víctimas del teatro pomo no tenían derecho a él. Obviamente, la cena de los gladiadores más destacados atraía al máximo de gente, y los aficionados a lo patético tenían con qué disfrutar. Algunos gladiadores eran lo bastante imprudentes como para ahogar su angustia en vino, otros habían perdido el apetito. Otros hacían su testamento, encomendando sus concubinas o hijos a algún amigo. A veces, un viejo padre o una temblorosa mamá, deshonrados no obstante por la «infamia» de sus hijos, tenían la debilidad de ir a abrazarlos, tal vez por última vez. La fiesta de los gladiadores era, en primer lugar, una fiesta para todos los curiosos, que así tenían una oportunidad más para controlar a placer la moral de su campeón.
La gente se amontonaba en torno a una mesa de veinticuatro gladiadores de la que Kaeso formaba parte, en una sala del ludus decorada con hojas y flores que daba a un patio con árboles, mientras caía la noche y se encendían lámparas y antorchas.
Kaeso comía y bebía moderadamente, enfrente de Pugnax, que se comportaba como de costumbre, con la diferencia de que su concubina belga estaba de pie detrás de él mirando a Kaeso con preocupación. Las mujeres que dependen de un hombre tienen tendencia a alarmarse por cualquier cosa. Cierto que lo probable no siempre es Seguro.
De pronto Kaeso vio a cierta distancia a un tal C. Furio Mancino, hijo de «caballero» bastante distinguido por quien había sentido aprecio y simpatía durante sus años de «gramática». Furio parecía incómodo, pero de todas maneras estaba allí. Kaeso aprovechó para abandonar la mesa, donde la comida no valía lo que la de Silano, y fue a ver a su amigo…
—Es muy amable por tu parte haber venido.
—Nos perdimos de vista, pero la desgracia acerca. He oído hablar como todo el mundo de la trágica muerte de tu padre y de su ruina. Pero confieso que no esperaba encontrarte en un ludus.
—Mi contrato sólo me obliga a un combate, y me han pagado de manera imperial.
—Ya adivino…
—Nada de lo que adivines tendrá que ver con la realidad. También para ti puede llegar un día que tengas que dar tu piel a cambio de oro. Tengo el honor y la suerte de que ese dinero no sea para mí.
—Apuesto a que lo necesitas para recobrar a una casta novia raptada por los piratas…
—¡No sólo tengo una novia en ese caso, sino varias!
Bromearon un rato y se separaron un poco emocionados.
Algunos indiscretos acosaban a Kaeso con preguntas vulgares o estúpidas. La presencia de Myra a su lado causaba asombro, y algunos sugerían que era un chiquillo.
Kaeso se retiró con la niña a su cuartito, y le costó trabajo conciliar el sueño. La aparición de Furio le había recordado brutalmente todo un pasado de ilusiones y legitimas esperanzas. La madre amante y el padre respetado se habían desvanecido. Había tenido que arruinar su reputación por una causa incierta, su misma vida estaba amenazada y todavía no poseía la certidumbre o la luz de una fe o una filosofía que lo sostuviera y disipara su malestar. Los acontecimientos, de repente, habían ido más deprisa que sus sentimientos o sus ideas. Le había faltado tiempo para analizarse y conocerse. Se disponía a morir en la confusión, sin más garantías que las que un vago instinto le prestaba.
Las carreras y las representaciones teatrales de los cuatro primeros días de los Juegos ya habían despertado el entusiasmo, y el emperador tuvo la satisfacción de verse aclamado en el Circo con más unanimidad que de costumbre. Se aplaudían de antemano los siguientes cuatro días de fiestas en los jardines de Agripa.
Kaeso oyó los más favorables ecos de la venatio, donde cientos de fieras habían sido combatidas y muertas después de haber devorado una ración excepcionalmente copiosa de condenados, empujados por los látigos de los bestiarios hacia las garras y los colmillos de los hambrientos depredadores. Si bien los gladiadores, los bestiarios y los condenados celebraban un banquete antes de un munus, las fieras ayunaban. Además siempre era un espectáculo apreciado ver dirigirse hacia el anfiteatro a los condenados por un lado y a las fieras por otro, unas en jaulas y otros encadenados.
También le contaron a Kaeso que la naumaquia, en la que los griegos habían destripado y ahogado a los persas una vez más, había resultado igualmente satisfactoria, a pesar de haberse visto enlutada por el escandaloso suicidio de algunos malos perdedores: germanos, por supuesto. Decididamente, esa gente no servía para otra cosa que para guardias de corps o mercenarios modelos.
Y durante esas dos jornadas memorables, Nerón se había obligado a presidir la mayor parte del tiempo, e incluso había hecho todo lo posible por aparentar placer. Tal ansiedad por satisfacer al pueblo era conmovedora.
Era norma que los gladiadores disfrutasen de un completo descanso en los días inmediatamente anteriores a la acción. Kaeso tuvo todo el tiempo que quiso para escribirle a su hermano diciéndole adiós, comunicándole las últimas noticias y preguntándole si la carta de su padre a Xantén aportaba algún dato esclarecedor sobre las circunstancias del fallecimiento. Su propia carta, a pesar de sus esfuerzos, resultaba un poco fría. Kaeso le guardaba rencor a Marco el Joven por haberlo defraudado, a pesar de que comprendía perfectamente que su hermano no podía obrar de otro modo y que había actuado según la inclinación de su naturaleza. ¿Por qué dos hermanos educados de la misma manera eran tan diferentes? ¿Acaso fue infiel Pomponia? ¿Merecería Kaeso, para colmo de males, el título de «hijo de Espurio»? En su amargura, ninguna maldad suplementaria del destino habría podido sorprenderlo.
La tarde de la víspera del aniversario de César y el munus de gladiadores propiamente dicho en el estanque de Agripa, Kaeso persiguió a Turpilio con terribles amenazas, pues si encontraba la muerte al día siguiente no habría nadie para sucederle. ¿En quién confiar? Después visitó por última vez a Selene. Kaeso tenía el proyecto de huir con ella —y con los 100 000 sestercios que guardaba el rabbí Samuel— a un país lejano donde ambos pudieran emprenden una nueva vida. Tal vez Cartago, donde se decía que la existencia era dulce para los enamorados… Selene aprobaba en silencio. Ya oía resonar los pasos de los soldados que pronto irían a prenderla y las historias de amor le parecían más superfluas que nunca. Sin embargo permitió, no sin mérito, que Kaeso la besara en los labios. Por una delicada paradoja, las prostitutas intentaban reservar ese favor para su chulo, y los sacrificios de Kaeso no le daban derecho a aquel título. También es cierto que Selene obraba de oídas: nunca había tenido un verdadero amor.
La inminencia de la prueba empujaba a Kaeso a asegurarse una ayuda metafísica y le costaba trabajo defenderse contra un estado de ánimo supersticioso. Los dioses protectores reconocidos por los gladiadores no le inspiraban mucho. Los recursos de la filosofía parecían muy vagos en unas circunstancias tan cruciales. Desde que se había quitado su «bola de la suerte» infantil, en la mañana de su investidura de toga, Kaeso andaba escaso de amuletos. Pablo le había negado el Espíritu Santo, pero no estaba claro que esa misteriosa Persona pudiese traer suerte. Al propio Pablo le costaba trabajo saber lo que el Espíritu quería, y no lo hacia hablar sin vacilaciones o escrúpulos. Daba la impresión de que su particularidad más notable era comportarse contrariamente al sentido común, persiguiendo insondables designios por las vías más sencillas, pero también menos frecuentadas. Puesto que el Espíritu tenía tendencia a hacer lo contrario de lo que uno esperaba, era muy capaz de dominar a Pugnax.
Al volver de Ostia, Kaeso se abrió paso a través del puente Sublicio, atestado de mendigos y prostitutas miserables, para llegar al Trastévere, donde Pedro, a decir de los cristianos de la Puerta Capena, había elegido domicilio. El apóstol estaba cenando con unos amigos en el tercer piso de una mediocre insula del barrio judío. Sin duda le gustaba la atmósfera de ese ghetto, que le recordaba las descuidadas tradiciones de su juventud.
Adelantaron un cojín para Kaeso ante el plato común. El relativo aislamiento de los cristianos tenía algo bueno: nadie en la asamblea había oído hablar todavía de las recientes hazañas del hijo de Marco. Kaeso seguía disfrutando de un prejuicio favorable. Pedro, en principio, no veía objeción para imponerle el Espíritu a Kaeso y, mientras comían, examinó su conocimiento del Símbolo, que era brillante. Pedro puso como ejemplo para la admirada asistencia a ese joven noble romano, que ya hablaba del Cielo con más elegancia que de sí mismo. Pero las cosas se estropearon un poco cuando le pidió a Kaeso que recitara el Pater…[174]
—¿Pablo no te enseñó el Pater?
—Temo que no… Me acordaría.
—¡Desde luego! Fue Jesús en persona quien nos enseñó a rezar así.
»Repite conmigo: “Padre Nuestro, que estás en los Cielos…, santificado sea tu nombre… venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo… nuestro arton epiousion dánoslo hoy…”.
Kaeso frunció el ceño y observó:
—Que los pobres le pidan a Dios arton, pan blanco de trigo, es una buena idea, pero ¿cómo se debe entender epiousion? Los griegos emplean ese término para hacer alusión a un vago porvenir, al día siguiente o a esta misma noche…
Pedro, que no estaba fuerte en griego, dudaba.
Kaeso continuó:
—A fin de cuentas, Jesús se expresó en arameo. ¿No te acuerdas de las palabras exactas?
Molesto, Pedro se rascaba la cabeza. A los invitados, que bebían sus palabras, terminó confesándoles que le fallaba la memoria…
—Habría que comprobarlo —dijo— en el Evangelio arameo de Matías. Lo principal es que la esencia esté clara.
Continuó:
—«Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores… no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal».
Pedro comentó:
—Ya ves que el principio de la oración se dirige a Dios, que es el primero en ser atendido. Sólo después nos está permitido pensar en nosotros mismos. Y Dios sólo nos oirá si escuchamos a los demás.
Kaeso juzgó oportuno excusar su ignorancia:
—No traté a Pablo durante tanto tiempo como hubiera querido. Además, ese doctor se inclina hacia una teología de nivel bastante alto. Cuesta trabajo mantenerlo en tierra. Vuela. Debo decir también que al leer el Evangelio de Marcos a orillas del estanque de Agripa, no encontré ese Pater. ¿Acaso Marcos lo ignoraba?
Todo el mundo protestó, pero había que admitir que las justificaciones de Kaeso no estaban mal.
Al final de la comida, Pedro hizo que el nuevo cristiano se arrodillara y le impuso el Espíritu.
Kaeso se levantó otra vez y preguntó:
—Supongo que, de ahora en adelante, sabré de buena tinta dónde está el bien y dónde el mal…
La respuesta no era fácil. Pedro se limitó a declarar:
—Si observas todos los mandamientos de Jesús y rezas con ardor, el Espíritu te indicará el camino recto. Sólo ilumina a los que se lo merecen.
Colmado de bendiciones, Kaeso volvió al ludus para dormir. Nunca había sido tan cruel la ausencia de Marcia.
Por la mañana, Kaeso besó a la llorosa Myra, que se había negado enérgicamente a asistir al espectáculo, y se reunió con sus compañeros, que se encaminaban al anfiteatro en medio de una muchedumbre ya densa.
Los jardines de Agripa estaban irreconocibles, invadidos y pisoteados desde hacía dos días por bandadas de obreros o espectadores. Hasta los bosquecillos habían servido de improvisados dormitorios comunes o de áreas para merendar. Al norte y al sur del estanque, lleno de arena, se habían elevado dos grandes superficies de gradas de madera, sin duda para que la asistencia no tuviera el sol de frente en ningún momento; en el oeste habían construido casas campestres y, en el este, cerca del Pórtico y del templo del Buen Evento, casas más pequeñas seguían a las termas de Agripa. Los marinos de la flota de Micenas habían tendido por encima de este extraño anfiteatro un inmenso toldo azul celeste sembrado de estrellas doradas, en cuyo centro figuraba un gigantesco y brillante Nerón representado en gloria sobre el carro de Apolo. El emperador y las principales personalidades se instalarían al sur, si había que juzgar por un pulvinar todavía desierto. Pero las gradas, e incluso el césped que había entre las casas, se estaban llenando a ojos vista.
En los zócalos de las graderías del sur habían habilitado, para los gladiadores de valor, los vestuarios, la enfermería, las salas de armas, descanso y masaje, y a ese lado se abría la Puerta de los Vivos, mientras que la Puerta de los Muertos y el espoliario estaban al norte.
Al empezar la jornada, bajo la presidencia del pretor, delegado para este oficio en ausencia del Príncipe, entretuvieron a los espectadores con confusas peleas de condenados de buena voluntad que no habían aparecido en la naumaquia.
Nerón y su séquito llegaron a media mañana, mientras terminaba, ante una considerable muchedumbre, una distraída presentación de andabates. Las cosas realmente interesantes podían empezar.
Pronto entró en la arena, bajo unánimes ovaciones, la soberbia pompa tradicional. En cabeza, lictores; después la orquesta, cuyos metales interpretaban una animada marcha mientras resonaba un gran órgano hidráulico; tras ellos, carros publicitarios y portadores de pancartas, que recordaban la composición de las parejas y precisaban su orden de aparición; después los portadores de almas destinadas a los vencedores; luego el representante del magistrado curul «editor» (el Príncipe, en esta ocasión). Nerón había honrado a su amigo Vitelio confiándole ese papel, que interpretaba tanto mejor cuanto que adoraba a los gladiadores. A continuación venían los encargados que paseaban gloriosamente los cascos labrados de los gladiadores. El anfiteatro era un divertimento de buen tiempo, y sólo en el último instante se ponían los combatientes un casco que el sol o el calor habrían transformado, de otro modo, en un horno. Ese día, además, hacia una temperatura agobiante. Después venían los caballerizos, que llevaban de la brida a los caballos de los jinetes que abrían el espectáculo con duelos llenos de gracia, y los jinetes desfilaban tras sus monturas. Cerraban la marcha las cuarenta parejas de gladiadores, a pie, con armas y escudos.
Kaeso, que iba en medio del grupo al lado de Pugnax, se sentía impresionado por la dulce luz de acuario que reinaba en esos lugares de matanza, y las dos elevaciones de graderías lujosamente decoradas y negras de gente le parecían las mandíbulas de un monstruo dispuesto a devorarlo.
Pugnax le dijo:
—Esa gente no cuenta. Dentro de un momento estarás solo, y sólo podrás confiar en ti mismo. Entonces olvidarás que te están mirando.
La pompa daba la vuelta a la arena. Al pasar bajo el pulvinar, donde Nerón se sentaba como triunfador flanqueado por Popea, Kaeso reconoció entre otras las caras de Esporo y de Petronio, que a su paso elevó breve y discretamente el pulgar como para decirle que, si de él dependiera, lo sacaría de ese avispero. Esta muestra de simpatía era consoladora.
Al volver a los zócalos del ala sur, empezó para Kaeso una larga sufrida espera, puesto que no le tocaría el turno hasta el final de la tarde. Bajo aquel monumento de madera, el calor almacenado era aún más penoso que en el exterior. Kaeso subió a echar una ojeada desde lo alto de la escalera. Además, para él no era indiferente el humor del público.
Los duelos de jinetes habían terminado y cuatro parejas entraron en liza, una de ellas formada por un reciario y su secutor. Según un procedimiento que Kaeso conocía bien por haber asistido a decenas de munera, los hombres fueron en primer lugar a saludar con sus armas al emperador-presidente. Después del desastroso resultado del morituri te salutant de la naumaquia de Claudio en el Fucino, se abstenían cuidadosamente de una fórmula que supuestamente traía mala suerte. A continuación, los equipamientos y las armas fueron examinados, misión de confianza honorífica, por amigos que representaban al «muneranio» imperial. El árbitro en jefe, provisto de su larga varita, recordó entonces a los gladiadores las reglas del combate, mientras se preparaban las varas, los látigos y los hierros al rojo, que probablemente no servirían para nada. Cumplidas estas formalidades, las parejas se separaron, guiadas por su árbitro particular. Los gladiadores, con la cabeza descubierta, libraron algunos asaltos corteses para calentar los músculos y dar una idea de su estilo: era la prolusio, a la que Ovidio había comparado, precisamente, sus primeros trazos polémicos. Pero estas elegantes demostraciones no podían durar mucho, so pena de cansar a los espectadores. A la primera señal de impaciencia de los invitados, el presidente Nerón, que se tomaba en serio su papel, hizo un signo a un mensajero disfrazado de Mercurio para que transmitiera a los interesados la señal de combate. Unos niños les llevaron a los gladiadores el casco; los cuatro árbitros levantaron sus varitas, que acababan de separar los pechos adversarios; el ritmo de la orquesta se volvió más obsesivo; y el hierro hizo tañer el bronce.
Las parejas se sucedieron hasta la pausa del mediodía, momento en que su número se redujo de cuatro a tres. Habían combatido cuarenta y dos gladiadores. Dos habían muerto en la lucha, uno de ellos traspasado, por exceso de ímpetu, de manera accidental. Y cinco habían sido degollados por su adversario después de haberles sido denegada la gracia. No obstante, tres de ellos habían luchado con un ardor bastante honorable. No habían abandonado el combate levantando el dedo, poniendo una rodilla en tierra o tirando el escudo, sino a consecuencia de heridas serias. Pero ninguna de esas cinco víctimas se contaba entre los favoritos del público, como Petraites, Prudes, Hermeros o Calamo, que garantizaban siempre el final del espectáculo. En suma, parecía que las exigencias de una plebe demasiado consentida iban creciendo, que los mediocres tenían cada vez menos posibilidades de suscitar simpatía, que el umbral por encima del cual una buena reputación podía hacer perdonar una debilidad era cada vez más elevado. Sin lugar a dudas, una evolución semejante, que aumentaba el encarnizamiento de los combates, reforzaba la belleza del espectáculo, pero la esperanza de sobrevivir del gladiador novicio o medio era reducida. En Benevento, de donde la familia de gladiadores de Marco había salido tan mal parada, de doce tirones contratados por Vatinio murieron dos, otro había resultado gravemente herido y tres fueron rematados por insuficiencia.
En caso de derrota, la existencia de Kaeso dependería de los dudosos resultados de la propaganda que él mismo había suscitado para aumentar su prima, pues el emperador, precisamente porque no se apasionaba por los gladiadores, había acatado durante toda la mañana las decisiones de la mayoría. El deseo de salvar a Kaeso, admitiendo que fuera muy ardiente, no pesaría mucho frente a la molesta perspectiva de disgustar al pueblo. Nerón podía, incluso, hacer el papel de Bruto, sacrificando con lágrimas de cocodrilo a un supuesto favorito para obedecer la ley de la mayoría. El terreno era resbaladizo.
Bastante deprimido, Kaeso bajó otra vez para comer algunas aceitunas y beber un cubilete de agua con un poco de vino. Pronto subió de nuevo para respirar. La pausa se aprovechaba para intercalar la ceremonia de la vapidatio: un grupo de tirones recientemente alistados eran azotados simbólicamente para significar su entrada en el oficio. Tomarían parte en un próximo munus. Naturalmente, Kaeso se hallaba eximido de la ceremonia a causa de su inmediata participación.
Un poco más lejos, los pegniaries, gladiadores con armas embotonadas, luchaban con la espada para distraer a los espectadores que se habían quedado en sus sitios. Una sorprendente corriente de aire llegó hasta Kaeso, que estiró el cuello fuera de la boca de la escalera. Por casualidad se encontraba en el sector de las vestales, que se habían retirado en su mayoría. Pero a poca distancia, a su izquierda, se sentaba Rubria, que parecía cansada, y un pequeño esclavo la abanicaba con aplicación. En materia de indultos para los gladiadores, la opinión de las vestales era especialmente importante. Kaeso tosió y, con una encantadora sonrisa, le ofreció a la dama algunas olivas que le quedaban en la palma de su mano. Rubria miró primero al intruso con altivez, pero como Kaeso era irresistible, terminó por coger una aceituna con la punta de los dedos…
—¿Quién eres?
—Me reconocerías si aún llevara la coraza de la pompa.
Rubria se sobresaltó y miró a Kaeso de pies a cabeza con una mezcla de curiosidad y reprobación.
—¿Por qué me miras así? Se dice que estoy enamorado de Nerón, pero eso es una calumnia. Pertenezco a Nerón tanto como tú, a despecho de todo tu encanto. Y si me pones mala cara porque soy gladiador, te contestaré que no lo he hecho a propósito, no más que tú ser vestal. No sé qué emperador te eligió en tu infancia, y también a mí me ha marcado un destino cruel.
Rubria se dulcificó y preguntó:
—¿Qué quieres de mi?
—Que levantes muy alto el pulgar si por azar yo estuviera en peligro.
—¿Y qué ganaré con ello?
—Te raptaré por la noche e iremos a ocultar nuestra felicidad a una isla desierta. Allí bordarás mis zapatillas, limpiarás la casa, cocinarás, buscarás mariscos, cazarás conejos o erizos que cocerás sobre un fuego de leña y, mientras, yo descansaré cómodamente con mi mono favorito en una alfombra de olorosa hojarasca… Y si piensas en otro, o dejas que se extinga el fuego, irás a cortar juncos para que te azote hasta hacerte sangrar.
—¡He hecho bien al no casarme!
—¡Puesto que te he convencido tan fácilmente, levanta el pulgar! ¡Y haz que tus amables hermanas lo levanten!
Rubria miraba hacia la puerta fúnebre, cerca de la cual unos soldados cortaban tranquilamente la cabeza de los condenados que habían tenido la inmunda cobardía de negarse a combatir.
—Te concederé la gracia —dijo ella— si me siento satisfecha de tu valor.
—¡Haré lo imposible para complacerte!
—No me complazcas demasiado: ¡he apostado trescientos sestercios por Pugnax!
Ese era un elemento favorable. Los espectadores tenían tendencia a sacrificar a los vencidos que les habían hecho perder dinero.
Unos heraldos anunciaron los suplicios, de cariz mitológico o legendario, de algunos temibles bandidos, mientras que los pegniaries evacuaban la arena. El más conocido de estos condenados, Galeno, había robado, incendiado y torturado en la región, tan difícil de controlar, de las marismas Pontinas. Hizo irrupción un carro, conducido por Aquiles y arrastrando tras él al feroz Galeno en el papel de cadáver de Héctor. El remolque atravesaba los talones del condenado, que lanzaba gritos espantosos, pues no había ensayado lo bastante su papel de cadáver. Por otra parte, se disponían a aplastar a un Sísifo bajo una roca.
Kaeso, que sólo tenía ojos para su vestal, sugirió:
—Si el rapto te da miedo, esperaré veinte años a que dejes tu cargo y un tierno himen nos unirá. Te haré el amor en todas las posturas del catálogo, y tú me darás nueces o golosinas…
—¡Dejaré el cargo, si me place, dentro de siete años!
—Por Venus y todas las que forman su cortejo, te habría echado veintidós años, tal vez veinticinco…
—¡Cállate, despreciable adulador!
Pero Galeno no quería callarse. Acababa de pasar al galope de su cuadriga ante el desierto pulvinar, con salvajes alaridos e insultos que mostraban a las claras su completa impenitencia.
Aprovechando el momentáneo alejamiento de aquel salvaje, Kaeso miró fijamente a Rubria con aire convencido, y cantó a media voz sobre una melodía de moda:
Guarda para tu diosa de recelosas cejas
el mejor de tus dones, que atrae y que repele,
y esos labios de fruto, y el níveo, altivo seno,
y tu sellada grieta de tan dulce vellón.
¡De todos tus encantos, que dominan los Juegos,
sólo aspiro, devoto, a chupar tu pulgar!
—¿Acabas de improvisarlo?
—¿Acaso seria eso posible? Como todos los jóvenes romanos, desde hace años, sueño contigo, que eres el más bello adorno de tu colegio.
Un nuevo paso del insoportable Galeno y los gritos de alegría de la muchedumbre restante habían ahogado a medias las últimas frases de Kaeso. Por fin la roca había aplastado a Sísifo, y sus piernas que emergían de la masa, se agitaban con los sobresaltos de la agonía. ¡Había que tener el instinto de supervivencia bien metido en el cuerpo para galantear a una vestal ya madura en condiciones tan aberrantes!
Rubria terminó por enfadarse:
—¡Déjate de palabras sacrílegas y vuelve a tu agujero!
No eres el primero que intenta especular con mi bondad.
Antes de obedecer, Kaeso le dijo a Rubria:
—Piensa que quizás eres la última mujer hermosa a quien dirijo la palabra, y tal vez perdones mi audacia. Conserva esas aceitunas como recuerdo. Si muero por tu culpa, los huesos te recordarán la dureza de tu corazón.
El espectáculo se reanudó sin que Kaeso tuviera, desde ese momento, valor para seguir mirando. De tres parejas por vez pronto se pasaron a dos, y después a una sola, bajo el control del árbitro en jefe. Llegaba el momento de los gladiadores que tenían una cuarentena de victorias en su haber. A medida que la tarde avanzaba, menor era la proporción de los que las floridas parihuelas arrastraban hacia la siniestra Puerta Libitina. Nadie tenía interés en sacrificar a la ligera gladiadores de precio. Pero Kaeso se había colado entre ellos sólo accidentalmente. Y cuanto más tiempo pasaba, más alta era la marea de los apasionados clamores y más vibrante se volvía la orquesta.
Hacia el final de la hora décima, Kaeso y Pugnax se armaron en silencio, ayudados por los sirvientes, mientras luchaba la pareja precedente. Kaeso tuvo un pensamiento pana Selene. Todo parecía en orden, al menos lo más posible: su testamento, cuyo codicilo preveía el pago final de Turpilio y sus cómplices, había sido depositado en manos de las vestales, y el dinero que le quedaba dormía en los cofres del gran ludus bajo la vigilancia de Atímeto. Al fin resonaron las trompetas que anunciaban un nuevo triunfo, y Kaeso tuvo la sensatez de no pensar más que en sí mismo.
Guardaría un recuerdo confuso de los preliminares de su combate y de la banal prolusio durante la cual se esforzó en no desvelar su táctica. El estrépito ambiente, los gritos y la música llegaban hasta él como en un sueño.
Y de pronto se vio con el casco en la cabeza, y ante otro casco amenazador. Se esperaba que Kaeso, enfrentado a un adversario conocido por su prudencia y poca agresividad, adoptara una actitud ofensiva en relación con su armatura, y más todavía con su juventud. Con peligro de defraudar provisionalmente al público, Kaeso había decidido utilizar la táctica contraria para obligar a Pugnax a una esgrima que no tenía nada que ver ni con sus costumbres ni con su temperamento.
Así pues, Kaeso esperó entre silbidos y abucheos hasta que el hélveta, aunque sólo fuera para mantener su reputación, se vio obligado a dirigir el asalto a regañadientes y a cansarse prematuramente más de lo previsto. Como Kaeso era hábil para esquivar, y capaz de contraataques peligrosos, los pases se eternizaron bajo el gran pulvinar del Príncipe. Kaeso había recuperado toda su sangre fría, y Pugnax, que sufría los achaques de la edad, resoplaba con mal humor bajo su casco.
Después de un ataque especialmente brutal, el sable de Kaeso se quebró. El árbitro se interpuso inmediatamente, trajeron en seguida un arma idéntica, y el enfrentamiento se reanudó bajo los gritos, bastante imparciales, de la muchedumbre. Por su parte, la graciosa muchacha que Kaeso ya había visto en casa de Silano, luchaba con su órgano, del que arrancaba los más bellos efectos.
Pugnax, amenazado por el agotamiento, quería terminar y empezaba a cometer imprudencias. Se dio cuenta y se refugió en una reposada pasividad hasta que lo sacaron de ella los indignados gritos del público.
Jugándose el todo por el todo, Pugnax se abalanzó sobre Kaeso, a quien hirió en la pierna derecha, por encima de la canillera, mientras que él resultaba herido en el hombro izquierdo. Ahora le costaba sostener su pesado escudo, pero Kaeso, que sufría mucho, se desplazaba penosamente.
El casco de Pugnax empezó a hablar, y Kaeso oyó de pronto:
—¿Levantamos juntos el dedo?
A veces los espectadores pedían la devolución, sin vencedor ni vencido de dos gladiadores que habían llegado al límite de sus fuerzas sin poder vencerse. También ocurría a veces que dos gladiadores agotados solicitasen su missio[175] con una demostración sincrónica. El público, según su humor, se decidía entonces a despedirlos o a hacerlos degollar. Pugnax, siempre circunspecto, contaba con su reputación y con su herida para lograr una decisión favorable, que al mismo tiempo beneficiaria a Kaeso, herido como él e imposibilitado para la lucha.
El problema residía en las dificultades de una perfecta sincronización. El artificio propuesto podía disimular una trampa si el ingenuo levantaba la mano mientras que el tentador no se movía.
Kaeso le contestó a Pugnax:
—Mejor retrocedamos algunos pasos. Y soltaremos a la vez tú el scutum y yo la parma.
Pugnax dio un paso atrás, Kaeso dos, y dejaron caer lentamente sus escudos.
El gesto desencadenó una contradictoria tempestad. Algunos encarnizados querían la muerte de los dos heridos. Otros habrían preferido la missio. Pero, poco a poco, una mayoría se decidió por la continuación del combate, decisión que el Príncipe transmitió al árbitro.
Los cuidadores vendaron someramente las heridas y la lucha siguió. El golpe recibido por Pugnax parecía bastante superficial; Kaeso, con la pierna cada vez más rígida, perdía mucha sangre, mientras que en el interior de su casco recalentado, el sudor corría a chorros sobre sus ojos. Pugnax, que arrastraba su escudo como un peso muerto, sentía que no obstante el tiempo trabajaba a su favor, y ya no corría ningún riesgo.
El tiempo que pasaba le parecía a Kaeso una eternidad, y se le ocurrió la extravagante idea de que el tiempo de la eternidad, en lugar de ser más largo que el nuestro era, quizás, al contrario, mucho más denso. Pero no quería ceder.
Cuando Pugnax tuvo la impresión de que Kaeso, que daba vueltas en torno a su pierna herida, estaba agotado, lo agredió de manera definitiva; pero, con una inesperada elegancia, en lugar de golpear con el filo de la espada asestó con la hoja horizontal un violento golpe en el antebrazo que sostenía el sable. Con el miembro paralizado, Kaeso dejó caer su arma, tiró en el acto su escudo y se apresuró a levantar el brazo izquierdo hacia el pulvinar, bajo la protección del árbitro que se había precipitado hacia ellos.
La pasión que aumentaba desde la mañana estaba en su cénit. Tanto en el sur como en el norte, al este como al Oeste, los espectadores se habían levantado y manifestaban su preferencia con la voz el gesto. Unos pulgares se elevaban, otros descendían, faldones de toga se agitaban en las blancas graderías inferiores ocupadas por los ciudadanos que tenían derecho a hacerlo. El inmenso clamor que resonaba bajo el toldo, hirió como un latigazo a Kaeso, hasta entonces absorbido por el combate. Nerón, enigmático, callaba, esperando que se definiese una tendencia, lo que era más bien mala señal, pues el presidente tenía derecho —aunque es cierto que raras veces usaba de él— a imponer su opinión, con mayor razón cuando se llamaba César. Pero quizás el Príncipe esperaba una mayoría favorable, a la que sólo tendría que imitar. Petronio y Popea levantaban el pulgar, y también Esporo, que no era rencoroso. Rubria lo había levantado en seguida, arrastrando a algunas otras vestales.
La multitud, sin embargo, y ante la sorpresa de Kaeso, evolucionaba poco a poco de la manera más enojosa. Y muchos clamores reveladores daban la explicación. A pesar de todos los esfuerzos de Nerón, una homosexualidad sin pudor, exhibida insolentemente como una hazaña, no había conquistado el corazón de los romanos. Muchos senadores, que preferían entregarse a sus vicios en secreto, eran hostiles a ella, y más aún los ciudadanos de la plebe, cuyo patriotismo, aún quisquilloso, se sentía ofendido por los modelos griegos. Y a estas consideraciones se sumaba, en la mayoría, una especie de deportivo deseo, constatado a menudo, de contradecir los presuntos deseos del Príncipe. Ya no se trataba de saber si Kaeso había luchado bien o no. En aquella fiesta conmemorativa de las guerras púnicas, la multitud, aplastando a un impúdico favorito, pretendía darle a su Amo un aviso y una lección por poco precio.
Una ola de desesperación sumergió a Kaeso, que invocó, por si acaso, el socorro del Espíritu Santo.
A pesar de todo, el partido homosexual se reafirmaba cada vez más. Los ambivalentes, los especializados y todos los que lo eran francamente, se agitaban de manera frenética en favor de Kaeso, arrastrando gradualmente a todos los que lo habían intentado, los que habían fingido, los que habían jugado a tocársela a su más tierna edad con otros amiguitos; y se veía con asombro que formaban una multitud inesperada. Kaeso tuvo la buena idea de desnudarse casi por completo, poniendo así de relieve su magnífico cuerpo, y tendió los brazos hacia todos los hombres de buena voluntad que juzgaban al prójimo ante todo por su valor. Un pederástico delirio, al que un Príncipe helenista no podía ser insensible por mucho tiempo, inflamó graderías enteras. Se perfilaba y erguía el porvenir de una Roma sin prejuicios, cual un luminoso falo ante ojos deslumbrados.
Petronio le dijo al oído: «¡No se puede matar a un Apolo durante las fiestas de Apolo!». Rubria pataleaba de generosa excitación, y ahora todas sus hermanas imitaban el movimiento. Y el Espíritu Santo, que tenía absoluta necesidad de Kaeso para el éxito de sus misteriosos planes a largo plazo, apremiaba en todas partes a los buenos ángeles para que arreglaran definitivamente las cosas con insinuantes palabras.
Nerón suspiró y cedió. Su augusto pulgar se elevó en medio de una confusión de aclamaciones e imprecaciones.
Salvado por los homosexuales y las vestales, Kaeso se dirigió lentamente hacia la Sanavivaria, la Puerta de los Vivos, mientras que Pugnax, un poco olvidado en todo este tumulto, subía hacia el pulvinar de olor a azafrán para recibir una vez más palma, corona y aurei.
En las entrañas del edificio vendaron a Kaeso con más cuidado, y Liber, a pesar de que el contrato había terminado, le ofreció hospitalidad durante algunos días. Kaeso volvió al ludus en litera, encontrando a Myra, que se mordía las uñas hasta hacerse sangre, delante de la gran puerta. La vista de su amo casi indemne la sumió en un éxtasis de alegría.
Kaeso hizo que le llevaran una nota a Selene, con la complicidad de Cetego, para tranquilizarla sobre su suerte común; después cayó en una honda meditación. Los escrúpulos del rabí Samuel a propósito de esa estúpida de Cipris le perseguían de pronto con tanta mayor acuidad cuanto que se daba cuenta de que una providencia cómplice lo había salvado por milagro, y sin considerar sus méritos. Acababa de recibir la vida por segunda vez y se disponía a destruir otra de manera aún más inexcusable que antes, puesto que el perdón que el Príncipe le había concedido hacía esperar el de Selene. Sin duda a Selene la sustituirían en el acto por otra condenada, pero eso era cosa de la justicia y Kaeso no se sentía responsable. En suma, un nuevo caso de conciencia después de tantos otros: ahora se trataba de sufrir los probables favores de Nerón, no ya para salvan a Selene, sino para salvar a una desconocida despreciable e imbécil. Para un espíritu grosero no habría duda posible. Pero Kaeso tenía una elegancia natural, y la tentación de actuar humanamente era fuerte.
Durante la hora de la cena, Kaeso, que se había refugiado solo en su habitación, meditó sobre ese urgente problema con todas las facultades que le quedaban tras las terribles emociones que acababa de sufrir.
Toda su educación lo había llevado a consideran a las esclavas e incluso a la plebe como cantidades despreciables, en nombre, esencialmente, de un prejuicio cultural. Ningún desprecio iguala el que siente la gente instruida por la gente inculta, ninguno es más difícil de desarraigar ni más hipócrita cuando pretende haber desaparecido, pues la misma cultura segrega sus propios venenos, que colorean el orgullo del intoxicado con el aspecto más razonable. Antaño, los romanos dominaban con la espada, y al final la cultura había acudido en ayuda de la espada embotada para sentar mejor, dentro del Imperio, la dominación de los letrados. Símbolo sorprendente: el estilete para escribir sobre la maleable cera era también un puñal cuando la ocasión lo requería.
Pero el azar había hecho que Kaeso tropezara con la secta cristiana, cuya teología natural, en su fulminante simplicidad, parecía independiente de cualquier cultura —en espera, tal vez, de que algunos pontífices expertos en griego la convirtiesen en el complejo reflejo de la civilización que tenía sus preferencias—. Pablo ya había trabajado en ello. Sin embargo, Jesús había confiado su Iglesia a Pedro y a hombres que se le parecían. Un Jesús que había decidido dirigirse al universo en un dialecto regional desconocido para la mayoría de los habitantes del mundo romano, con un divino desprecio por el griego y el latín, pero bastante seguro de Sí como para esperar o prever que ninguna traducción a la lengua de los sabios o los vencedores llegaría nunca a borrar lo esencial de su empresa. Y esta religión de los pobres de espíritu trastornaba tranquilamente, con algunos trazos elementales, las dominaciones presentes y futuras de la pluma o la espada. El áspero Marcos griego le decía a Kaeso que un Dios Padre no hacia diferencias entre sus hijos cuando éstos aceptaban no hacerlas entre ellos. La Igualdad descendía sobre la tierra.
Kaeso sabía bien que los pobres no eran simpáticos, que siempre trataban de despertar la piedad del prójimo para engañarlo mejor y que eran aún más egoístas que los ricos de toda la vida cuando un modesto éxito los sacaba del fango. Pero la cuestión no era ser caritativo con Cipris. Sólo hacerle justicia, porque Dios, que no tenía que rendir cuentas a nadie, se había tomado el trabajo de crearla y hacerla crecer.
Cuanto más reflexionaba Kaeso, más obligado se sentía a confesarse con fastidio que esa Cipris tenía derecho a seguir viviendo, aun a riesgo de que ella misma destrozara su existencia.
Además, según el Pater de Pedro, Dios sólo perdonaba a los que perdonaban. Pero, para perdonar, había que estar vivo. Si Kaeso hacia desaparecer a Cipris, ¿cómo iba a perdonarle alguna vez? El carácter irreparable del suceso daba miedo, pues no se excluía la posibilidad de que un Dios vengador pidiera opinión a las víctimas antes de perdonar a sus verdugos.
Mientras caía el día de verano, Kaeso cogió su punzón suspirando…
«Kaeso a César:
»¿Puedo verte esta noche? Otra vez tengo que poner tu generosidad a prueba. Perdona que antes no exigiera lo bastante de tus bondades. No volveré a las andadas. La pierna me duele, pero si hace falta iré a verte de rodillas. Espero que te encuentres lo mejor posible».
Kaeso encargó a Myra de la nota, con todas las recomendaciones posibles para que llegara esa misma noche y una suma de dinero para forzar obstáculos subalternos. La notoriedad de Kaeso, ay, se había vuelto suficiente como para que la entrega en mano no fuera fácil.
Lo que consolaba a Kaeso de llegar a ese extremo es que era más que probable que el Príncipe le convocara tarde o temprano para levantan acta de su espectacular sacrificio. Habría sido una pena sacrificar a Cipris para retrasar un poco una tarea ineluctable.
Myra regresó pronto del cercano Palatino, donde uno de los libertos subalternos de la inmensa familia imperial le había prometido entregar la carta enseguida. Nerón cenaba esa noche en la soberbia villa que Pisón poseía en la Colina de los Jardines. El Príncipe tenía a ese patricio por un amigo, y era un habitual de su villa de Bayas, donde le gustaba descansar con toda sencillez. Si el emperador estaba aún con vida, era porque a Pisón, héroe de la antigua hospitalidad, se le había metido en la cabeza no asesinarlo dentro de su casa. A veces ocurre que acontecimientos de la más prodigiosa importancia se ven obstaculizados por el destino por motivos de asombrosa futilidad. Si Pisón hubiera sido menos hospitalario, Pedro y Pablo hubieran muerto en su cama preguntándose por qué el martirio los había olvidado.
Hacia medianoche, Kaeso recibió unas líneas encantadoras de Pisón…
«C. Calpurnio Pisón a K. Aponio Saturnino, ¡cordiales saludos!
»Eres el hombre del día, todo el mundo quiere verte, y yo no soy el último después del Príncipe, todavía emocionado por tu valor. Para conocerte más rápidamente te envío una litera y una escolta triunfal, y reservo para ti algunas exquisiteces que te harán olvidar el rancho del ludus, ¡oh muchacho turbador, que haces latir el corazón de los romanos más rápido aún que el de nuestras vestales! ¡Hasta pronto!».
Un post scriptum añadía: «Apreciaba mucho a tu madrastra, una mujer exquisita, que hablaba de ti con una sagaz ternura. Magia del amor, tú has heredado su belleza. Antes levanté mi pulgar en recuerdo de ella».
¡Uno se sentía verdaderamente en familia!
Kaeso se acicaló y descendió cojeando.