El gran ludus era un mundo donde reinaba una constante animación. Allí residía Atímeto, el liberto imperial que lo dirigía; los lanistas a sus órdenes, que se ocupaban de los contratos o reenganches de los gladiadores y supervisaban su entrenamiento; los maestros de armas; los árbitros, médicos, armeros y todos los comparsas de la arena, sin hablar de los propios gladiadores, esclavos o bajo contrato, que iban desde el héroe preferido de las muchachas al tunicati[170] afeminado y relegado la mayoría de las veces al papel de reciario, el grado más humilde entre los gladiadores. De día había un entrenamiento intensivo, y de noche el cuartel era un vaivén de muchachas cloqueantes, matronas discretamente veladas o muchachos con los ojos pintados.
Por la tarde del mismo día, al terminar la siesta, el lanista Liber —otro liberto del Príncipe— acogió a Kaeso con vivo interés. En previsión de los Juegos Apolíneos sin precedentes que se habían anunciado para festejar el afecto de Nerón por Roma y el sacrificio en su vocación de cantor que acababa de consentir por la plebe, Tigelino había ordenado abrir Suntuosos créditos. No debía descuidarse nada para aumentar y afianzar la popularidad imperial, y el prodigioso recuerdo de estos Juegos debía sobrevolar durante mucho tiempo la Ciudad en ruinas, como una garantía y una promesa de nuevas liberalidades. Así pues los gladiadores, un poco descuidados por un Príncipe demasiado refinado, habían recibido favores tangibles, y muchos de ellos encontrarían al fin en Roma la manera de emplear su talento a pleno rendimiento, sin tener que dar lecciones a domicilio por Italia o las provincias. Además Nerón había prometido presidir personalmente los munera. Y, naturalmente, no faltaba dinero para atraer a la arena a esa nobleza que el pueblo amaba en cuanto se sacrificaba por él, a esos aristócratas desvergonzados que el Príncipe no había dejado de empujar a la degradación. Kaeso, hijo de un senador Hermano Arval, era por tanto un elemento escogido, digno de atraer al público y halagar la imperial manía.
El pretendiente podría haber negociado directamente con un representante del pretor urbano, «editor» teórico hasta nueva orden de esos Juegos altamente tradicionales. Recurrir a un «munerario» semejante le habría dado libertad de acción hasta la ejecución de ese contrato ocasional. Pero Eurípilo le había recomendado que tratara con un lanista del Príncipe, de cuyos consejos podría beneficiarse tanto como de la disciplina formativa del ludus, siendo ésta última casi indispensable puesto que el gladiador aspirante apenas estaba en forma.
Kaeso exigía librar un solo combate, y por supuesto reclamaba una prima de contrato que Liber, a pesar de la prosperidad de sus finanzas, juzgaba extravagante.
—Pareces ignorar —le dijo a Kaeso— que la prima del tiro, gladiador novicio, no excede por lo común los dos mil sestercios, y que por el reenganche de un rudiarius, veterano experimentado, el techo es normalmente de doce mil. No hay duda de que eres un joven noble y de hermoso aspecto y no pido nada mejor que tener en cuenta esas cualidades, pero no hay que exagerar. El contrato con el que sueñas no se le concedería ni a un noble conocido, empujado a la arena por una de esas historias escandalosas que enloquecen a la plebe sentimental. Y no veo, en tus antecedentes, en qué podría basar una publicidad excitante…
Kaeso tuvo una repentina inspiración:
—Voy a combatir por desesperación amorosa.
—Sin querer ofenderte, eso es de lo más banal. Sobre el escritorio había unas tablillas vírgenes. Kaeso cogió un estilete y escribió lentamente bajo los ojos asombrados de Liber:
«K. Aponio Saturnino a Nerón, César y Emperador: ¡Salud!
»¡Oh bienamado, cómo me tratas! Noches enteras tuve la suerte de cenar en tu seno, de respirar tu embriagador perfume, de beber tus palabras, de vibrar con tu canto. Y en Nápoles, si es que te acuerdas, ingrato, fue mirándome a los ojos como lograste dominar tu voz y tu lira mejor que dominas al universo. Ay, una fiebre maligna me venció y cuando acudí a ti con paso vacilante, ya me habías olvidado. Sólo vivía para complacerte, y no soy nada desde que pasas distraído, sin que ni siquiera pueda rozar el borde de tus vestidos. Así pues voy a sacrificarme por ti, como antaño nuestros generales, desesperando de la suerte de una batalla, se arrojaban sobre las picas enemigas para lograr de los dioses la victoria que huía de sus armas. Será en la arena donde muera pronto ante tus ojos. Me habrá matado tu desdén, pero mi sombra seguirá tu gloriosa y fúnebre apoteosis, buscando bajo las apolíneas huellas de tu carro los besos que me niegas. Y mientras tanto, ante mi ensangrentado cadáver arrastrado hasta el espoliario[171], podrás decir con un tono pensativo: «¡Este, tal vez, me amaba de verdad!».
»Espero que te encuentres bien. Mi postrer suspiro subirá hasta tu palco como un último y enamorado reproche».
Liber, muy dubitativo, se rascaba la cabeza. Al fin dijo:
—Cierto que esto se sale de lo común y sería perfecto para emocionar al público. Pero ¿estás seguro de tu empresa? Nerón puede reírse de tu carta. O también ordenar que te maten por tu insolencia antes de que hayas pisado la arena.
—No lo hará. Me ha amado y sólo por ese motivo me mira con malos ojos.
—No lo entiendo.
—Fui yo quien rechacé sus avances, y sólo deseo combatir por dinero.
Liber observó riendo:
—¡Eres un hábil muchacho! Si le infligiste esa afrenta al emperador, semejante retractación pública podría, en efecto, conmoverle. Pero si sales vivo de la arena, corres el riesgo de que el Príncipe te tome en serio.
—¡Qué importa, si tengo el dinero!
—Bueno, voy a enviar esta carta. Si el emperador la encaja bien, podré hacer correr atractivos rumores sobre ti y aumentar tu contrato. Hasta es posible que Nerón añada algo… Con mis propios fondos llegaré, en el mejor de los casos, hasta 20 000 sestercios.
—No es bastante.
—Bueno, 25 000 será mi tope. Y si vuelves vencedor, el presidente te entregará también un premio en especias.
—Muy desdeñable.
—Tómalo o déjalo.
Kaeso se retiró a Aricia para esperar que su nueva carta a Nerón hiciera efecto, pensando en Selene noche y día, y más cuando los asnos de la región se ponían a rebuznar. El humilde y dulce asno, cuya imagen había acunado la protegida infancia de Kaeso, cobraba en su dolorida imaginación las dimensiones de un monstruo sediento de estupro. Y cuando veía, mientras paseaba con Myra, a un campesino pegándole a su asno, lo animaba sin vergüenza. Las relaciones del hombre con el animal o son antropocéntricas o son mitológicas.
A fuerza de interrogar a Kaeso, Myra se había hecho una idea de la situación, y se compadecía de todo corazón de una historia de amor que la hacia soñar. Incluso se ofreció para pasar algunas horas entre las «burritas» del albergue y así mejorar sus finanzas, pero Kaeso se tapó las orejas gritando:
—¡Muchas gracias! ¡No me vuelvas a hablar de asnos ni de burras!
Pasaron algunos días y, en la mañana de la fiesta de Summanus, mientras se liquidaban los últimos bienes de Marco, llegó una nota de Liber:
«Liber a Kaeso, ¡salud!
»El Príncipe ha tenido la bondad de añadirle a tu prima 50 000 sestercios. Yo pujaré hasta 30 000, ya que hay vía libre para hacer una excitante propaganda que, según el rumor, halagaría a Nerón. Es evidente que los dioses están contigo, y esto me anima a proponerte el mejor contrato posible. Cuídate. Te espero».
Kaeso salió corriendo. No había duda de que Nerón le había perdonado, pero a condición de que arriesgara su cabeza en castigo por su desenvoltura. Por seguir a Jesucristo, la cruz. Por seguir a Nerón, la cabeza cortada. Se mirara por donde se mirase, el amor estaba plagado de atrocidades.
Liber consintió en que Kaeso bajara a la arena una sola vez, pero, por el contrario, habría deseado, para dar cuerpo a la representación, un encuentro con suppositicius; es decir, que Kaeso combatiera sucesivamente con un adversario y su sustituto…
—Rara vez se hace, pero ésta es la ocasión. Ahora o nunca. De todas formas, ¿qué arriesgas? Si hay que creer a Eurípilo, eres demasiado hábil para que te maten en el acto, y si tienes que abandonar la lucha, ¿no está allí Nerón para indultarte? El pueblo no admitiría que una historia de amor tan bonita acabase en degüello.
Kaeso no tenía ninguna confianza en el pueblo y menos aún en Nerón, que quizás esperaba ansiosamente el momento de bajar el pulgar. Liber se resignó a un combate corriente, pero le advirtió honestamente a Kaeso:
—Puesto que comprometo publicidad y reputación en esta historia, si sólo te mides con un adversario comprenderás que no puedo oponerte a un tiro oscuro o a un veterano de tercera clase. Y tampoco es cuestión de hacerte combatir contra un joven noble y novicio cuya situación fuera análoga a la tuya, pues vuestras historias se contrapondrían de forma enojosa. Estoy obligado a emparejarte con un gladiador, si no célebre, por lo menos bastante conocido. Pero, ante un hombre de oficio, temo que no des la talla.
—¡Qué importa si ya tengo el dinero!
Las cuatro primeras jornadas de los Juegos debían alternar las carreras y las representaciones teatrales. Y el interés de las cuatro últimas debía concentrarse en el estanque de Agripa del Campo de Marte, que el emperador había encontrado adecuado para sus extraordinarios proyectos. El primer día, en el fondo del estanque que ya habían vaciado y estaban limpiando de arriba a abajo, se celebraría de la mañana a la noche una gigantesca venatio, cuyos raudales de sangre embeberían la arena repartida. Al día siguiente, en el estanque otra vez lleno, se desarrollaría una naumaquia ilustrando la batalla de Salamina. El tercer día, de nuevo sobre el fondo desecado y enarenado, los gladiadores lucharían desde el alba a la caída de la noche, con tanto más ardor cuanto que era el aniversario del nacimiento del gran César. El cuarto y último día, a la caída de la tarde y por la noche, se serviría un inmenso banquete. Los espectadores invitados comerían a orillas del estanque; el Príncipe y sus huéspedes señalados lo harían en instalaciones flotantes, con el estanque lleno de agua definitivamente. Al mismo tiempo, otros festines regocijarían a la élite de la fiel plebe en muchas plazas públicas de la Ciudad. Y para despertar el apetito y quizás para recordar que las «cazas», naumaquias y gladiadores no eran el ideal de un emperador artista a quien la sangre no excitaba, esa mañana se habría interpretado en el teatro de Marcelo, ante unas gradas semidesiertas, una aburrida tragedia de Eurípides, y después de la hora del refrigerio, ante un hemiciclo superpoblado, se representaría el vulgar Laureolus, dos obras cuyo contraste chillón resumía la complejidad de un Nerón. El derroche de medios necesarios para un uso tan extravagante del estanque llevaba, además, la huella del atormentado espíritu del Príncipe.
Así pues, Kaeso debía aparecer el día aniversario de César al final del espectáculo, pues la regla quería que se guardara lo más apasionante para concluir. Tras las prestaciones de los mejores gladiadores, ya sólo quedaban los elefantes furiosos enfrentados a una élite de cazadores intrépidos. Pero se planteaba el problema de la elección de la panoplia, de la armatura, como se decía en latín.
Muchas de estas armaturae pertenecían a especialidades, aunque iban más allá del marco de la esgrima propiamente dicha, y necesitaban disposiciones especiales y un largo entrenamiento: combatientes en carro o a caballo, reciarios y sus perseguidores, vélites, etc. Pero los grandes gladiadores habían hecho carrera, sobre todo, con las dos armaturae que tenían el constante favor del público y los Príncipes: la de mirmillo y la de thraex. El mirmillón tenía un equipo pesado; casco, escudo rectangular —el scutum—, canillera derecha, brazal derecho y espada. El tracio, también con casco, tenía un escudo redondo —la parma—, dos canilleras para compensar la reducción del escudo, brazal derecho y sable corto. Los hombres más robustos preferían la armatura del mirmillón. Los más ágiles y nerviosos tenían tendencia a equiparse como tracios. Y desde hacía generaciones, igual que en el Circo los «Azules» se oponían a los «Verdes», la querella de los escudos largos o redondos, de los scutarii y los parmularii, no tenía fin, y cada emperador interesado en los gladiadores se inclinaba por una u otra de estas armaturae. Calígula sólo juraba por los escudos redondos. Nerón era más bien partidario de los escudos largos, pero aparentemente sin fanatismo. Después de sopesarlo todo bien, Kaeso escogió el escudo redondo, que iba mejor con su constitución y con su temperamento.
Nunca se emparejaban los armaturae semejantes, y era clásico emparejar al mirmillo y al thraex. Liber le propuso a Kaeso un tal Pugnax, hombre libre de unos cuarenta años de edad, originario de Helvetia. A las treinta y dos victorias, este scutarius había sido liberado de sus obligaciones, pero pronto se había reenganchado para verse acreditado por siete victorias más. Kaeso no tenía motivos para rechazarlo.
Como todo parecía estar en orden, Liber procedió a la redacción del contrato de auctoratio, que Kaeso llevó al tribuno de la plebe idóneo para que le diera el visto bueno; su sede estaba entre el Circo Máximo y el Tíber, en una dependencia del templo de Ceres. Como un contrato semejante daba a un «munerario» o a un lanista un derecho de propiedad temporal, pero que podía llegar hasta la muerte, sobre la persona de un hombre libre, era normal que la autoridad verificase si el hombre en cuestión estaba en situación legal, edad o estado mental para abdicar de su autonomía de forma tan grave.
Kaeso abandonó con alivio aquel lugar siniestro, donde toda clase de indigentes iban a reclamar pan a los ediles, para dirigirse al ludus familiar. Deseaba saber la opinión de Eurípilo sobre los términos de su contrato.
Este último felicitó a Kaeso por la excepcional importancia de la prima, pero el nombre de Pugnax le hizo Poner mala cara…
—Podrías haber tropezado con alguien más peligrosos pero no más difícil de vencer. Ese montañés es una roca. Se oculta prudentemente tras su gran escudo y espera el error, como hombre de sangre fría con tanta experiencia como aliento, intentando ganar por desgaste. En este tipo de encuentros, los espectadores zarandean al thraex, que en su opinión nunca es bastante agresivo, hasta que la irritacion lo empuja a descubrirse, y Pugnax se aprovecha. Su ataque no es vivo, pero sí preciso.
—Entonces, ¿qué puedo hacer contra esa roca de Helvetia?
—Ser más paciente que él, aunque no sea la primera cualidad de la juventud.
—¿Crees que intentará matarme?
—A menos que exista una animosidad particular, tú sabes que los gladiadores, por un acuerdo tácito, intentan no infligirse heridas mortales. Cierto que un accidente ocurre con facilidad. No obstante, conserva toda tu calma. Los riesgos de heridas graves son escasos, y en caso de derrota, los espectadores se inclinan a indultar a quien se ha portado bien. De cada diez combates entre gladiadores de igual fuerza, sólo hay uno o dos muertos.
—¡Es que, precisamente, nosotros no tenemos la misma fuerza!
—En todo caso, evita insultar a Pugnax para hacerle perder su sangre fría. Sólo conseguirías despertar su animosidad. En Benevento, Ático, un griego de Corinto, se exasperó y lo trató de cornudo. Pugnax sigue siendo cornudo, pero Ático ya no puede decírselo.
Si el riesgo de muerte era de uno a diez en cada encuentro, Pugnax tenía una fuerza cuatro veces superior a la media, puesto que llegaba a su enfrentamiento número cuarenta. Pero Eurípilo, para no atemorizar a Kaeso, había estado muy por debajo de la verdad. Ya se dibujaba una evolución que debía triunfar en los siglos siguientes; defraudados por los miramientos que los gladiadores cultivaban por comprensible interés, los espectadores se sentían cada vez más inclinados a mostrarse difíciles en materia de indultos. El degüello del vencido, que durante mucho tiempo castigaba una cobardía evidente, tendía a convertirse en una conclusión normal, y había que merecer la gracia mediante un valor excepcional. Y no había que sorprenderse ante tal deslizamiento. Pues en el fondo la muchedumbre no iba a las arenas tanto por la belleza del espectáculo o de la esgrima como por el placer de tener en sus manos la vida de un hombre quebrantado, lleno de mudas súplicas. Era el momento que todo el mundo esperaba y la gente se interesaba sobre todo por eso.
Antes de poner su sello en el contrato, Kaeso fue en busca de Turpilio, para ver si estaba todavía en disposición favorable. Los artistas son gente ligera, que se inflama y se cansa fácilmente.
Turpilio estaba en el teatro de Pompeyo, trabajando en su puesta en escena, rodeado de actores y tramoyistas. Llevó a Kaeso aparte entre dos decorados, y le repitió a media voz, con fiebre codiciosa, que sólo esperaba un buen adelanto para poner en marcha el proyecto. Y le señaló con la cabeza, a alguna distancia, a una muchacha grande de ojos bobalicones, que era Cipris…
—Es una griega de Cánope, cerca de Alejandría. Ya ves que no ha inventado la rueda.
¡Kaeso se las habría arreglado perfectamente sin aquella confrontación!
Se interesó por un detalle:
—En Atenas, en el teatro de Dionisos, vi al principio de una representación a una condenada violada por un asno, pero los soldados que la custodiaban la arrastraron hasta el animal…
—Si, eso se hace. Pero una licencia semejante destruye toda la poesía. En Roma, en la medida de lo posible, no se permite que los soldados de escolta suban al escenario, a menos que su presencia esté justificada en el libreto. La policía confía plenamente en los actores para que se ocupen convenientemente de la condenada. ¿Cómo podría escapar? Además, tratamos a esas desgraciadas con más humanidad que sus carceleros habituales. Las embrutecemos con vino, es hacemos promesas pueriles, les contamos historias… ¡Aquí sabemos tener mano izquierda! Y además la policía nunca ha tenido quejas de la celosa vigilancia de Cetego.
—¿No hay peligro de que los soldados se den cuenta de que nuestro cadáver no es el bueno?
—Compraré al verificador por cinco o seis mil sestercios. Y eso por prudencia, pues como no desconfían no tienen la costumbre de mirar con tanto cuidado.
—Mi Selene tiene los cabellos un poco más claros que Cipris.
—La angustia los moja y los vuelve más oscuros.
Turpilio tenía respuesta para todo.
Como último escrúpulo, Kaeso se apresuró a dirigirse a Ostia, donde llegó antes de mediodía, para informar a Selene de lo que se preparaba y lograr su conformidad. En una judía, tal vez había que temer una reacción moral parecida a la de Samuel.
A Selene, que amenazaba con dejarse morir de hambre, la habían aislado en una celda y le habían quitado las cadenas.
Una vez al corriente, la esperanza la reanimó en seguida:
—¡Es un plan maravilloso! Pero ten mucho cuidado de que ese bribón de Turpilio no te time. Puede coger tu dinero y juzgar más prudente no darte nada a cambio.
—Ya he pensado en eso. No hay duda de que Turpilio tendrá miedo de actuar. Pero tendrá más miedo todavía a que un gladiador desesperado lo atraviese con su espada.
—A condición de que sobrevivas al munus, que tendrá lugar la víspera del Laureolus.
—¡Puesto que te amo, sobreviviré!
Para tranquilizar del todo a Selene, Kaeso le reveló que sus relaciones con el Príncipe parecían haber dado un nuevo giro, y la acorralada esclava se sintió felizmente impresionada.
—¡Qué bueno eres conmigo! ¡Pones a mi disposición tu inteligencia, tu dinero, tu valor y tu encanto!
—¡Y hasta voy a yerme envuelto en un vergonzoso asesinato!
—¿Qué quieres decir?
—Esa pobre Cipris, bestializada, estrangulada…
Selene se echó a reír:
—Los griegos saquearon la tienda de mi familia y yo estoy aquí por culpa suya. ¡Qué me importa una griega más o menos!
—Samuel tenía delicados escrúpulos sobre ese punto.
—Ese santo varón, por lo que me has dicho, ha sentido escrúpulos para devolverme mi dinero. ¡Podría haber tenido el pudor de no alimentar escrúpulos suplementarios!
Los judíos odiaban a los griegos tanto como a los romanos. Sólo tenían un prejuicio amistoso contra los pueblos a los que no conocían. O bien es que tenían mal carácter, o bien es que su Yahvé los malquistaba con todo el mundo.
Selene esperaba que Kaeso, siguiendo las huellas de su padre, le hiciera imperiosas exigencias, ya estaba buscando amables pretextos para repudiar la fastidiosa faena. Pero Kaeso no pensaba en eso en absoluto, retenido por una natural elegancia. Cuanto más da uno de si mismo, menos inclinado se siente a exigir, y no salta de improviso sobre una condenada a muerte que ni siquiera ha podido asearse un poco. Kaeso dejaba para más tarde las delicias compartidas que se prometía.
Juró volver lo más a menudo posible, se detuvo en Ostia para bañarse, pues los efluvios del vivero se adherían a la piel, y volvió directamente a Aricia para pasar la noche. Desde que estaba enamorado y a no tocaba a Myra, que tenía la sentimental ingenuidad de no sorprenderse por la reacción. Además, estaba orgullosa de compartir la vida de un héroe de novela.
Al día siguiente, con Myra y el equipaje, Kaeso se insta lo en el gran ludus, donde puso su contrato en regla. Después, en compañía de algunos novatos, prestó el terrible juramento de los gladiadores, por el que se aceptaban de antemano «las cadenas, el látigo, el hierro al rojo y la muerte». Séneca había comparado el juramento de los gladiadores con el del sabio enfrentado a una adversidad sin remedio. En realidad, sólo encadenaban a los gladiadores insoportables, y el látigo y el hierro al rojo no servían más que para recordar su deber a los hombres más nerviosos, aterrorizados por la matanza. Estos sólo figuraban como decorado en los combates de altos vuelos.
Y, al final, Kaeso recibió su pretium[172]. Por la noche, fue a llevarle 25 000 sestercios a Turpilio, a quien encontró en su madriguera ante un enésimo cántaro de vino.
Mientras Turpilio contaba los aurei, que brillaban de una forma fascinante, Kaeso no olvidó decirle:
—Este dinero proviene de un contrato de auctoratio. La víspera del Laureolus, me enfrentaré en el estanque de Agripa con el célebre gladiador Pugnax, que y a cuenta treinta y nueve victorias, y acabaré con él en un dos por tres. Si me traicionas te abriré el vientre, y en el caso de que me ocurriera una desgracia en el munus, mis amigos gladiadores vendrán a despedazarte como carne para picadillo. ¡Tu vida depende de la de mi Selene! ¿Estamos de acuerdo?
Palideciendo, Turpilio había soltado los aurei como si quemaran.
Kaeso añadió:
—Me has dado tu palabra, y no aceptaré tu perjurio. Si aprecias en algo tu pellejo y los veinticinco mil sestercios, sólo tienes que proceder rectamente. Con denunciarme a la policía no ganarías nada, pues no puedes presentar ninguna prueba contra mí. Además, como algunos otros gladiadores, soy amigo de Nerón, a quien hago cosquillas donde me place.
Los gladiadores del Príncipe daban muchísimo miedo. Turpilio se deshizo en protestas de buena fe y declaró que dejaría a un lado todo lo demás para ocuparse de modificar la escena crítica, introduciendo a un animal compatible con una griega de Cánope sin prejuicios.
Kaeso volvió al ludus más o menos tranquilo, y desde entonces se vio sujeto a una vida de lo más regular. Se levantaba al alba y, después de un desayuno sustancioso, dedicaba la mañana al ejercicio físico o a las armas, en sala cubierta o en la gran arena de entrenamiento rodeada de pórticos, bajo la dirección de maestros de gimnasia o de armas que aseguraban también una instrucción verbal durante las pausas. A mediodía, comía en mesas comunes un alimento que sólo pretendía engañar el hambre en espera de la cena. Por la tarde estaba libre. Después de la siesta podía bañarse sin salir del ludus, que disponía de termas bien acondicionadas e incluso de una pequeña biblioteca que abundaba sobre todo en obras de medicina o atletismo, pues muchos gladiadores que habían conocido días mejores eran más o menos instruidos. La cena, que acababa antes de la noche, ofrecía un régimen abundante y sano, objeto de investigaciones dietéticas. Habían intentado adaptarlo a hombres que tenían que realizar grandes esfuerzos musculares. Había múltiples comedores que satisfacían el gusto romano por la jerarquía. La élite de los gladiadores, con copiosos contratos, tenía una sala aparte, pero su ración de vino era tan reducida como la de los demás. Había otra sala reservada a las concubinas e hijos de los combatientes, que pagaban la pensión con sus denarios. La libertad que los gladiadores disfrutaban tenía por límite la necesidad de mantenerse en perfecta forma, cosa de interés tanto para ellos como para el ludus. El hombre que se descuidaba, pronto era llamado al orden y las sanciones iban desde la privación de salida hasta el ergástulo[173].
En aquel lugar tan especial reinaba un espíritu de solidaridad y una camaradería sin fallos graves, indispensable para mantener una buena moral. Después de algunas jornadas en el ludus, uno entendía mejor el reenganche de los rudiarii desorientados y defraudados por el retorno a la vida civil. El cuartel de los gladiadores proporcionaba una especie de disciplina familiar, y todas las preocupaciones desaparecían ante la de sobrevivir, la menos apremiante para individuos incapaces de ordenar personalmente su existencia.
Tras la subasta de los bienes de Marco, su modesto ludus de la Vía Apia había sido liquidado, y la mayor parte de los gladiadores restantes habían sido contratados por los lanistas del cuartel del Caelio. La llegada de ese pequeño grupo no consolaba a Kaeso de la pérdida de Capreolo, pero esas caras conocidas eran lo primero que dulcificaba su soledad. No obstante, Tirano se había marchado a Verona, y Eurípilo a Pérgamo, cuyo ludus era célebre.
Los gladiadores que vivían con una concubina habitual tenían un cuartito particular. Era un regalo imprevisto que Myra le había hecho a Kaeso. La pequeña, a quien la atmósfera del ludus impresionaba, estaba muy preocupada por los peligros que corría su amo. Pero no quería oír hablar de libertamiento, sintiendo que su libertad seria el principio de nuevos infortunios. A Kaeso se le ocurrió la luminosa idea de legar a Myra al judeocristiano de la Puerta Capena, con el ruego de libertarla cuando cumpliera veinte años y de entregarle los cinco mil sestercios que acompañaban el legado, cuyas rentas percibiría el amo durante el intervalo.
Sobre este tema, Kaeso escribió en su testamento:
«La joven Myra ha conocido largos días de infamia por culpa de empedernidos pecadores, que abusaron de su inocencia y de su tierna edad. Sin embargo es una chiquilla amable y sensible, agradecida por todo lo que he hecho por ella. Ruego que la acojáis en recuerdo mío y que la tratéis igual que a una hermana en Cristo, como yo mismo he hecho siempre. Myra necesita una dirección firme y piadosa, que estoy seguro que encontrará bajo tu techo. Dios te devolverá el bien que le dispenses y ella será para ti una liberta respetuosa y abnegada».
La virtud de los cristianos no dejaba de incitar a la mentira. Apoyándose en detalles y ejemplos, Kaeso le explicó a Myra cómo había de conducirse entre los cristianos, lo que debería y no debería hacer, decir o no decir…
—¿Ya no tendré que acostarme con nadie?
—Sólo con un marido virgen si te encuentran uno, y cada vez escasean más.
—¡Están locos esos cristianos!
—Con tu cerebro de pájaro, piensa bien en esto: tal vez los cristianos estén locos de atar, pero sólo puedo confiarte a ellos para salvarte del lenón. Ya te has salvado del lupanar y me he empeñado en no salvarte de los cristianos, incluso si te parecen un poco raros. Pues si sólo hubiera verdaderos cristianos en circulación, no habría más lupanares. ¿Entiendes?
—¿Y no habrá siempre falsos cristianos para que los burdeles funcionen a las mil maravillas?
—¡No discutas y haz lo que te digo!
Myra lloriqueó durante mucho tiempo, viendo ya muerto a Kaeso. Aquellos excéntricos cristianos no le decían nada que mereciera la pena.
Cuando Kaeso no estaba demasiado cansado, corría a Ostia a la caída de la tarde, donde, a fuerza de dinero, lograba hacerle la corte a Selene un ratito, hablando por los dos con honda pasión que habría sido contagiosa en otras circunstancias y con otra persona por objeto. El miedo que atenazaba a Turpilio había llevado a Cetego, acostumbrado a los caprichos de los autores o directores, a sustituir al gran asno de Calabria por un borriquillo enternecedor, del que uno podía preguntarse si no conservaría su doncellez para un matrimonio cristiano, y este nuevo enfrentamiento presagiaba un contacto menos rudo para la sacrificada. El amor de Kaeso fastidiaba tanto más a Selene cuanto mayores eran su amistad y su agradecimiento, pero su crítica situación la obligaba a soportarlo sin protestar.
Por temor a que la suerte de Cipris despertara en Kaeso una piedad superflua, Selene no dejaba escapar una ocasión para hablar mal de los griegos, y con argumentos convincentes:
—Los griegos, raza impía de pederastas, esclavos anodinos y lesbianas, que sólo se reproduce por accidente, tienen un orgullo insensato. Los romanos ofrecen su Ciudad a los vencidos, que éstos intentan digerir y asimilar poco a poco. Pero en todos los Estados que nacieron bajo las huellas de Alejandro, los griegos siguen plantados como en país conquistado. Sin preocuparse por los indígenas, han fundado en todas partes ciudades puramente griegas, autónomas y aisladas, como briznas de paja en un mar desconocido. Si un día no estuviera allí la fuerza romana, esas ciudades desdeñosas y parásitas serian rápidamente barridas, las ideas y costumbres de los griegos desaparecerían de todo Oriente y los pueblos oprimidos volverían a respirar. Pues, en Oriente, romanos y griegos se reparten la tarea: el romano administra, el griego ocupa. Y esta ocupación, sin más patria que sus provisionales colonias despobladas por la corrupción, no puede resistir la menor competencia. En Alejandría, un agresivo populacho que no deja de fastidiar y molestar a los judíos, y naturalmente, después de cada revuelta, el Prefecto reprende a los griegos y envía a los judíos a la muerte. Cuando o era todavía una niña, ejecutaron a miles de judíos con inimaginables refinamientos de crueldad en el gran teatro de la ciudad, y Cipris debió de aplaudir.
Kaeso observó que los judíos también vivían en el aislamiento y tenían más bien malas pulgas, pero Selene le contestó:
—Los judíos se aíslan por virtud, y los griegos para fornicar.
La virtud, siempre fácilmente victoriosa en teoría, sólo se enfrentaba con dificultades en la práctica. Y eso era también lo que parecía decir el asno, que de todas maneras, al contrario que el emperador que retozaba en las termas, estaba bastante bien dotado para ser un asno pequeño.
Durante la velada de la víspera de las Calendas de julio, con un calor infernal, Turpilio visitó a Kaeso, que lo recibió en la piscina fría del establecimiento. El individuo tenía un aire muy deprimido y cuchicheó temblando:
—Perdona que te moleste en tu baño, oh Aquiles, pero creo que he presumido de mis fuerzas. El fantasma de esa imbécil de Cipris, ¡y yo soy el primer sorprendido!, atormenta ahora mis días y mis noches…
—¿Te burlas de mí?
¿Cómo me atrevería a hacerlo? Ocurre sencillamente que me conocía mal. Nosotros los artistas vivimos gracias a la imaginación. Cuando una ley draconiana nos invita a acariciar en sueños suplicios estéticos para cualquier condenado a muerte, tenemos la sensación de que esos suplicios y esos condenados no son de verdad: que forman parte de la leyenda y el decorado. Y gracias a ti me he dado cuenta repentinamente de que el asno, Cipris y Laureolo eran reales. Me siento enfermo y te suplico que recuperes tu dinero.
—Tienes miedo de que el asunto salga mal y estás haciendo comedia.
—¡Más que de cualquier otra cosa tengo miedo de ti, que te mueves en medio de una manada de tigres!
Kaeso salió del baño, condujo a Turpilio a la armería, hizo que la abrieran y le mostró detalladamente la resplandeciente floración de cascos y escudos de orfebrería, brazales, canilleras, venablos, tridentes, espadas y sables.
—Con esto es con lo que debes soñar —le dijo a Turpilio— y hay material suficiente como para que re flexiones.
Cogió un sable, comprobó el filo con el índice y añadió:
—Tan cierto como que estoy enamorado igual que Aquiles lo estaba de Patroclo, es decir, sin la menor piedad y dado a feroces cóleras, que probarás el hierro de este sable, por mi mano o la de un compañero, si no vuelvo a ver viva y bien viva a mi Selene.
Turpilio chorreaba de calor y temor a la vez.
Mientras lo escoltaba hasta a puerta del ludus, Kaeso le dijo:
—El otro día argumentaste muy justamente que había que sacrificar a Selene o a Cipris. Recoge tu argumento. ¿Cómo te atreves a preferir a esa prostituta antes que a la noble muchacha inocente que es mi bien más preciado?
Turpilio gimió:
—¡A Cipris la veo a todas horas! Incluso me acosté con ella cuando me abandonó mi amado… ¡precisamente por un gladiador!
Kaeso empuñó el hombro de Turpilio:
—¡Si quieres ver de cerca a mi Selene, ve a Ostia de mi parte!
—No, no vale la pena… haré lo que quieras, y lo que pueda…
—¡Todo lo que puedas!
—¡Si, todo! Perdóname…
Durante los días que siguieron, Turpilio escribió varias veces a Kaeso en una cera reblandecida por el calor y las lágrimas para informarle en términos velados sobre los progresos de la operación. La actriz propuesta había «aceptado valientemente la proposición» mediando 7500 sestercios pagaderos por adelantado y otros tantos tras el éxito de la empresa. Laureolo había exigido un modesto suplemento, pero el humilde verificador se había mostrado razonable. Lo importante para él era ver pasar un cadáver que pudiera dar el pego. Evidentemente, la ausencia de cadáver habría obligado a corromper a todos los soldados de la escolta, y éstos habrían pedido mucho, admitiendo que se hubiesen dejado convencer.
Kaeso respiró. Sin embargo aún le atormentaba cierta incomodidad, pues sabía que Pablo hubiera compartido las prevenciones de Samuel. Pero ¿no era exagerada una moral semejante?
En los días que precedieron a la víspera de los Nones, principio de los ocho días de Juegos Apolíneos, Kaeso se interesó más detalladamente por Pugnax, hombre tranquilo y poco hablador que lo hacía todo con calma —motivo por el cual, tal vez, su concubina belga le ponía prestamente los cuernos. Pugnax siempre la estaba buscando por todos los rincones con un aire triste y sin ilusión.
Todo el mundo estaba de acuerdo en reconocer que no era bueno que futuros adversarios entraran en relación. Tales contactos, si no tenían por efecto contener los golpes, amenazaban con animar acuerdos ilícitos, fraudes, engaños. Para un gladiador novicio, era tentador comprar la mansedumbre de otro más fuerte, o para dos gladiadores experimentados ponerse de acuerdo para realizar un asalto espectacular sin hacerse mucho daño. Pero nada garantizaba que la palabra dada se respetara, y una legítima desconfianza recomendaba abstenerse.
Kaeso había observado durante mucho tiempo el entrenamiento de Pugnax, que tenía una esgrima muy prudente y cerrada, y que a veces se tiraba a fondo con el profundo Suspiro del leñador que abate un árbol. Pero Pugnax sólo contempló los esfuerzos de Kaeso durante un momento, como para confirmar la mediocre impresión que se había formado. Ya había encontrado repetidas veces jóvenes ardientes rápidos, capaces de una esgrima correcta, pero él seguía allí, pesado y macizo, confiando en su solidez.
El renovado y muy natural interés de Kaeso por el hélveta lo llevó a hablar con él cuando el mirmillón salía de las termas, y le dijo amablemente:
—Permíteme decirte que me siento muy orgulloso de tener que combatir pronto con un hombre tan valiente. Y soy muy consciente de que no es mi experiencia lo que me vale este honor, sino el rango que había ocupado mi padre y esa imperial historia de amor, que ya todo el mundo conoce.
En efecto, la propaganda de Liben, supervisada por el director Atímeto, había logrado sus frutos, y Kaeso se había convertido rápidamente en objeto de una curiosidad de dudoso gusto.
Pugnax consideró en silencio a Kaeso y contestó al fin:
—Es un honor para mí combatir con un noble enamorado. Yo también estuve enamorado una vez y no he muerto por ello.
Y con estas mitigadas palabras de aliento, Pugnax se retiró.
Cuando Kaeso paseaba por la Ciudad, llamaban su atención los múltiples anuncios de los próximos espectáculos, pintados en las paredes o en la fachada de las tabernas, que habían seguido al anuncio oficial y general; el complejo munus del estanque de Agripa tenía, con mayor motivo, sus propios carteles.
En vista de la importancia que concedía a estos Juegos, el emperador se había decidido por fin a «editarlos» personalmente, encargando de su organización, a título de suntuosos «muneranios», al pretor y a su colega, designados normalmente. (Los demás Juegos religiosos y clásicos dependían de los ediles curules o plebeyos).
El anuncio del munus lacustre, tras rimbombantes consideraciones imperiales, precisaba el lugar y los días. Más arriba se hacía mención del espectáculo de gladiadores, y del número de las parejas presentadas. Si bien la generosidad de los pretores o ediles había sido prudentemente limitada, el emperador podía presentar el número de combatientes y parejas que quisiera, en esa ocasión unas cuarenta, lo que era mucho incluso para una jornada entera, pues había que sumar los combates gregarios del principio. Se evitaba el riesgo de dispersar la atención presentando sólo un pequeño número de valerosas parejas a la vez, y era corriente que la pareja en pista fuese la única. Después, el cartel trataba de la naumaquia, donde debían matarse entre sí, en aquel espacio bastante angosto, más de 1500 condenados. Por fin venían los apéndices del munus: la venatio, que, con arreglo al deseo popular, rebosaba de leones, osos y panteras; el toldo, tanto más necesario por caer el sol a plomo; las aspersiones de agua azafranada, los repartos de regalos y el festín final. Siempre había gente ante tales inscripciones, que evitaban cubrir durante el mayor tiempo posible en homenaje a los generosos «editores». También se veían, aquí y allá, carteles piadosamente conservados, que databan de varias generaciones atrás, y cuando la memoria de un mal emperador —al menos a decir del senado— era condenada, la gente se limitaba a borrar su nombre del cartel.
Pero las pasiones se excitaban sobre todo a propósito de otro género de anuncios: las hojitas de papiro abundantemente repartidas que determinaban la composición de las parejas, informes indispensables para hacer apuestas. En numerosas tabernas habían fijado esa composición en una pared, donde el tabernero señalaría los resultados de los combates al final del munus. Así la gente podía apostar y seguir la representación sin salir de su popina favorita. Tales programas incluían, desde luego, toda la información susceptible de interesar al público a propósito de los gladiadores emparejados.
Al bajar del Caelio hacia los Foros, Kaeso evitaba ahora la casa familiar donde sus padres habían vivido antes de que él naciera, pero a veces se detenía en la popina en la que había comido con Pablo y Lucas y donde a su padre, borracho, le robaron la toga en tiempos ignorados. Una tarde, Kaeso ojeó, a la derecha de la puerta, la composición de las parejas, inscrita desde hacía poco, y que constituía el tema de todas las conversaciones tanto fuera como dentro de una taberna cerca del gran ludus. Se recordaban odas las victorias de Pugnax, y tras ellas se podía leer:
«K. Aponio Saturnino, tiro, desesperado favorito del Príncipe». Y le daban uno contra siete. ¡Como para disuadirlo de apostar por sí mismo!
La maldición del sexo le perseguía. Incluso cuando cogía la espada, seguía siendo su trasero lo que llamaba la atención. En su declaración de amor a Nerón había empleado términos lo bastante neutros como para sembrar la duda y no desilusionar a nadie, pero la inculta plebe prefería un emperador macho antes que uno hembra, y la reputación de Kaeso ya estaba decidida. Decidida con tanta más precisión cuanto que los organizadores habían tenido mucho cuidado de no darle un nombre de guerra, para mejor poner en evidencia la nobleza de su origen y el lado conmovedor de sus desilusiones amorosas.
La antevíspera de la inauguración del munus cinegético y de gladiadores, tercer día de los Juegos Apolíneos, tuvo lugar el desfile habitual, que los griegos aticistas llamaban propompe —exoplasiai en griego vulgar— para distinguirlo de la pompa propiamente dicha que abría el munus. Después de la hora de las termas, desfilaron las cuarenta parejas previstas por las calles más frecuentadas, desde el cuartel del Caelio al teatro de Balbo, que daba la espalda al Tíber, y cuyo muro de escena lindaba con el gran pórtico corintio de Cn. Octavio, antaño vencedor de Perseo. Y allí los hombres emparejados, con el pecho semidesnudo, hacían poses y mostraban sus músculos para mayor satisfacción de los aficionados y los apostadores. Ante las cuerdas de salida, los caballos de las bigas o cuadrigas se exhibían también antes de la prueba.
A pesar de la presencia de un buen número de gladiadores de élite, pues habían elegido para aquella ocasión a la flor y nata del ludus, la belleza y los infortunios de Kaeso concentraban el más vivo interés. La plebe frumentaria o piojosa del todo lo cubría de apóstrofes divertidos u obscenos, y la compacta tribu de los homosexuales de la Ciudad vibraban por él con una particular simpatía, llegando incluso, en su emoción, a injuriar a Pugnax: «¡Devorador de niños! ¡Cristiano!». Para Kaeso era la primera señal de que la reputación de los cristianos era verdaderamente mala entre el pueblo. Pugnax, que ya se había visto en situaciones parecidas, permanecía impasible como un roble de Helvecia.
Por la noche, Myra, que había seguido apasionadamente la propompe, pudo decirle ingenuamente a Kaeso: "¡Ahora eres célebre!
Pero no era ésa la celebridad con la que había soñado Marcia, ni siquiera Marco.