Así pues, Selene estaba a salvo durante veinte días, por lo menos. La noticia inundó a Kaeso de alegría y esperanza. Al fin tenía tiempo para arreglar las cosas. Mejor aún: parecía haber descubierto, forzado por las circunstancias, a fórmula mágica que permitía establecer contacto personal con Jesús e influir en él. Además, ¿no era Jesús judío, y por ello predispuesto a asegurar una protección especial a la gente de su nación? Los cristianos, instintivamente, miraban a los judíos con rencor, pero por un arrebato sentimental que era una traición a las palabras de su Maestro. Pues Jesús nunca había aplastado más que a algunos fariseos de sospechosos excesos. Su afecto por Israel brillaba en muchos de Sus discursos. Había llorado por la ruina de Jerusalén, que los cristianos estaban dispuestos a registrar con el corazón seco, como un castigo por la adhesión a la Ley. Esta Ley cuyo yugo, sin embargo, Cristo había aceptado durante treinta años antes de repudiar algunos detalles. Un Jesús judío no podía dejar que crucificaran a una judía.
Entonces a Kaeso se le ocurrió la idea, que hasta entonces había perdido de vista, de que Jesús había querido conocer los sufrimientos de la crucifixión. Pero eso era asunto Suyo, y Selene no tenía nada que ver. La relación de causa a afecto entre una cruz y otra parecía tanto menos evidente cuanto que Selene no era cristiana. Tampoco Abraham, Jacob o David habían sido cristianos, y no los habían crucificado por tan poca cosa. A primera vista, ser judío era más bien una garantía.
La crucifixión era entonces tan corriente que los vulgares sufrimientos de un Jesús en la cruz no podían emocionar a un romano, más sensible al hecho particularmente chocante de que un dios hubiera elegido el suplicio de los esclavos y los malhechores sin derecho de ciudadanía. Lo que impresionaba y escandalizaba más que cualquier otra cosa era el aspecto metafísico y social de los sufrimientos de Cristo.
Por benévola cortesía, Kaeso acompañó al cortejo hasta el campo Sestertium. Después de todo, esos esclavos habían sido de su padre, y él había tenido relaciones con algunos. No era culpa de ellos si una ley senatorial obsoleta los había considerado cómplices de un crimen hipotético con el que no tenían nada que ver. Por el camino, Kaeso charló amablemente con el suboficial —halagado por la atención que le prestaba un augustinianus hijo de senador— con la caritativa intención de lograr que aquel soldado, que tenía aspecto de buena persona, dulcificara el suplicio en la débil medida de lo posible. Cuando era un chiquillo había observado que la lesión del nervio mediano aumentaba mucho el dolor. ¿Querría el verdugo hundir el clavo un poco más arriba? Y no se excluía un golpe de maza en las piernas antes de lo previsto.
La provisional salvación de Selene inspiraba a Kaeso tal satisfacción que ésta se leía fácilmente en su cara, y el suboficial creyó, hasta que su interlocutor lo sacó de su error, que la causa era el placer de la venganza.
Mediando una buena propina, y con la aprobación tácita del capitán, el verdugo se dejó convencer para crucificar entre el radio y el cúbito, pero su honor de especialista se sentía ofendido por el procedimiento. Por el contrario, no veía ningún inconveniente en no clavar a los condenados por los talones, que era el método más penoso.
Kaeso paseó un instante entre las cruces de poca altura con una palabra de ánimo para tal o cual esclavo; palabras cuya vanidad ilustraban, desgraciadamente, las circunstancias. Habría sido difícil decir si las mujeres sufrían más que los hombres por este trato que incluso ofendía su pudor. En todo caso era el cocinero sirio, un gordo glotón, quien gemía más fuerte. Como los pies estaban a poca distancia del suelo, era fácil dar de beber a las bocas entreabiertas, y Kaeso insistió a los soldados para que concedieran más a menudo ese irrisorio alivio.
Habiendo logrado al fin la promesa de que rematarían a los condenados en el momento en que pudieran hacerlo, Kaeso ya no vio motivos para prolongar su presencia. Ocuparse de Selene era lo más urgente. Además, los curiosos, mezcla de llorosos amigos y malsanos mirones, le ponían los nervios de punta.
De todas maneras, antes de retirarse, creyó bueno dispensarle a Niger una cristiana exhortación, y le dijo al hindú:
—Al fin debes de haber comprendido que tu doctrina es falsa. Si unas virtudes pasadas te hicieron renacer bajo la apariencia de un hombre de bien, ¿qué pecados de esta vida presente te han valido lo que estás soportando? Sólo pensabas en escapar del sufrimiento alejando el deseo, y de golpe ha venido a ti el peor sufrimiento, que se burla de los sistemas anestesiantes. ¿No entiendes que el gran problema que se le plantea al hombre no es evitar el sufrimiento, sino encontrarle un sentido y una meta? Ni Platón ni los indios han conseguido hacerlo. Pero el dios de los cristianos aporta al tema revelaciones interesantes. ¡Confía en Él, y no lo lamentarás!
Agotado ya, Niger se alzaba y se postraba a un rápido ritmo, dejando presagiar que no aguantaría mucho tiempo. Aprovechando una elevación, respondió de forma entrecortada:
—La lección es excelente… pero inoportuna…, si renazco cristiano… ¡diré que te avisen!
La conversión era un arte difícil en el que Kaeso todavía no era experto. Sin embargo, era domingo.
Lo primero que tenía que hacer era ponerse en contacto con Selene para conocer las circunstancias exactas del fallecimiento paterno. Con estas precisiones, tal vez Kaeso consiguiera que brillara la inocencia de la condenada, a pesar de que la justicia apenas se preocupase de la suerte de una esclava. Y sin duda ella, en vista de que la mayor parte de la familia del difunto senador había expirado, se empeñaría en no volverse atrás.
En la sede del Triunvirato capital, que había instalado sus penates en una dependencia de la Prefectura urbana, no pusieron ninguna dificultad para indicarle a Kaeso que habían internado a la joven que le interesaba en el gran vivero de Ostia, bajo la responsabilidad de un célebre domador llamado Cetego. Kaeso no se atrevió a re untar más y emprendió el camino de Ostia. Si el mundo de los gladiadores le era bastante familiar, el de las cazas matinales del anfiteatro, las famosas venationes, le resultaba casi desconocido, del adiestramiento no sabía una palabra. Desde las provincias más recónditas del Imperio llegaban sin cesar a Roma multitud de animales destinados a los Juegos, y los vivaria donde los depositaban en espera de aquellos eran un espectáculo familiar en las afueras. Pero el más grande estaba en Ostia, pues muchos animales, y sobre todo los más pesados, viajaban por mar, solución inevitable cuando se trataba de la reserva Africana o la de las lejanas regiones de Oriente.
Claudio había hecho construir al norte de la ciudad un nuevo puerto, que Trajano agrandaría, y cerca de los muelles, en medio de montañas de ánforas rotas, se extendía el gran vivarium. El riesgo de que las fieras escaparan lo había relegado a esta zona de vertederos, lejos de las insulae que, Si bien no abundaban en la mayor parte de las ciudades del interior, en Ostia habían proliferado como en algunas otras grandes ciudades comerciales a orillas del mar.
Hacia media mañana admitieron a Kaeso en aquel extraño lugar, por su buena pinta y tal vez por sus cualidades, y gracias a la propina, pero sobre todo porque había afirmado que tenía algo importante que comunicarle a Cetego. La propina se había convertido en un rasgo característico de la civilización.
Guiaron a Kaeso a través de las jaulas donde estaban encerrados los leones, osos, panteras, elefantes, cérvidos, avestruces y onagros; todas las piezas de caza imaginables, desde la más común hasta la más rara. Incluso había estanques donde retozaban las focas, hipopótamos o cocodrilos. Las «cazas» del anfiteatro jugaban un papel capital para desembarazar al Imperio de animales peligrosos o demasiado abundantes. Pero también se veían animales familiares como los caballos o los asnos, pues los vivaria abastecían a los directores de los teatros para sus suntuosas escenografías. ¿Hacían falta seiscientas mulas cargadas de presentes para ilustrar tal o cual tragedia? Allí estaban. Y la doma de animales salvajes o domésticos tenía un lugar tanto en el teatro como en los intermedios de los anfiteatros o de los Circos.
Al fin introdujeron a Kaeso en un gran hangar cuadrado. En el centro había una enorme jaula, que debía de haber sido prevista para los animales peligrosos. En todo el contorno se alineaban los establos, en los que se veían animales variados.
Cetego, acompañado de algunos encargados, estaba inspeccionando a sus pensionistas. Era un individuo peludo como un jabalí, en cuyos pequeños ojillos hundidos lucía un brillo magnético. Uno se sentía incómodo a su lado en seguida. Kaeso, deseoso de sondear al personaje para arreglárselas mejor con él, se presentó como un noble augustinianus amigo personal del Príncipe que sentía curiosidad por las realidades animalistas y estaba deseoso de ofrecer a unos amigos un espectáculo original. El idus o el vivarium imperial no desdeñaban algunos negocios particulares, que permitían reducir los gastos. Había «munerarios» capaces, como Vatinio, de ofrecer una jornada de espectáculo en Benevento, y los había más modestos.
Con ayuda del encanto de Kaeso, Cetego no se hizo rogar para hablar de un arte que le apasionaba. Y se sentía feliz de que un joven se interesara por él, pues la mayor parte de las veces los hijos de la clase senatorial se inclinaban más bien por la venatio, que les permitía bajar a la arena sin infamia a condición de que sólo se arriesgaran a hacerlo como aficionados. ¿No era la caza una diversión distinguida? Pero los secretos del adiestramiento no excitaban a mucha gente.
El mayor éxito de Cetego eran los elefantes que bailaban en la cuerda, a los que había llegado a hacer andar a lo largo de dos cables paralelos; y se extendió con detalle sobre otros éxitos con fieras o équidos. Guiado por Kaeso, que se dirigía pacientemente hacia lo que le interesaba, terminó por declarar:
—Pero todo esto no es nada al lado de las dificultades que conlleva el adiestramiento conjunto de un animal y un condenado a muerte para las necesidades del teatro, tal como la plebe lo concibe actualmente. El público exige siempre algo nuevo, no deja de reclamar fragmentos de vida más sangrientos y lúbricos, y para mí no es cosa de poca monta arreglar lo mejor posible, sin peligro de fracasar y ponerme en ridículo, esos instantes palpitantes para los que los autores de éxito componen sus nuevas obras. ¡La víspera de ciertas representaciones en las que he comprometido mi honor, ni duermo ni tengo apetito!
—Y… ¿dónde reside exactamente la dificultad?
—Es doble. Una se relaciona con el animal y la otra con el hombre. Para respetar la mitología, que impone su férrea ley al género, tengo que acostumbrar al animal a un régimen alimenticio o sexual que no es forzosamente el suyo propio. El oso de Caledonia, por ejemplo, prefiere la miel a la carne humana y es un gran tímido, al que la marea de espectadores distrae y paraliza. De la misma manera, un chivo o un asno no sienten ninguna inclinación natural por la mujer, y hay que tomar muchas precauciones y emplear mucha astucia para hacerlos funcionar. El animal debe familiarizarse con la muchacha, vivir con ella durante cierto tiempo, y la mujer así ofrecida sólo será deseable si le frotan diariamente la entrepierna con secreciones de cabra o burra en celo. ¡Imagínate el trabajo! De verdad que hace falta ser del oficio y haber sido formado por un padre cuidadoso. En cuanto al ser humano, no hay problemas cuando sólo se le pide que se deje devorar. La colaboración de las muchachas, que tienen que poner un poco de su parte, es más difícil de lograr. En el momento en que sustituyen a la actriz para el asalto final del animal, tienen tendencia a aterrorizarse. Para animarlas, se les promete que las estrangularán en el escenario o después de bajar el telón y que no serán crucificadas, como les ocurriría si no hubieran tenido la suerte de subir a las tablas. Pero esto no siempre basta para sacar lo mejor de ellas. Tengo que alternar, como con los animales, la autoridad y la paciencia.
Cetego puso la mano en el hombro de Kaeso e hizo esta reflexión aparentemente banal, a la que su experiencia profesional prestaba una cierta profundidad:
—Cuando alguien te diga que los hombres y los animales son de la misma especie, ¡no lo creas! Si bien los métodos de adiestramiento coinciden en muchos puntos, difieren todavía más, pues el hombre sabe que debe morir y el animal lo ignora. A pesar de mi saber y mi buena voluntad, he tenido que devolver a algunas muchachas ineptas al campo Sestertium. Hay algo en los animales con dos patas que escapa a cualquier previsión.
Precisamente Cetego tenía entre manos a una bella esclava que iba a figurar en el Laureolus, el III de los Idus de julio, último día de los Juegos Apolíneos, en el gran teatro de Pompeyo. ¡Esta obra, cuyo éxito nadie desmentía, debía de llevar en cartel cerca de doscientos años! Era perfecta para complacer al público, pues ilustraba la vida de un terrible bandido, incendiario y obseso sexual, que al final encontraba en la cruz el castigo moral por sus excesos. Un esquema semejante era de una bonita ligereza, y se renovaban a placer las escenas que empezaban a cansar al público, siendo la crucifixión final, en suma, el único fragmento obligatorio. Antes de elevar su espíritu al contacto con la filosofía griega, Kaeso había apreciado, en compañía de su hermano, el realismo colorido y picante de aquella obra. ¡Qué lejos estaban aquellos felices tiempos!
Kaeso y Cetego habían llegado ante el establo crítico. En un rincón, Selene, con la cabeza baja, estaba encadenada por un tobillo, siendo la cadena demasiado corta para que pudiera estrangularse con ella. Cetego también tenía que preocuparse de la propensión al suicidio de los animales de dos a as que sabían que iban a morir. En el rincón opuesto, un gran asno de Calabria de ojos dulces tiraba maquinalmente de su ronzal para reunirse con su compañera, de la que emanaba un delicioso perfume de burra complaciente. Y como muchos maridos que intentaban imaginar que estaban con otra (y viceversa), el asno, que vivía en estado de semierección, acariciaba con la mirada a una Selene cuyas orejas se alargaban poco a poco. Pero ella todavía no tenía en la espalda la milagrosa cruz que marcaba a la especie desde la huida a Egipto de la Sagrada Familia.
Ante este incongruente espectáculo Kaeso rió ruidosamente, para que Selene comprendiera en seguida que él sólo estaba allí para interpretar un papel que podía serle favorable.
Le preguntó a Cetego:
—¿Está el asno autorizado a ensayar antes del gran día?
—Sería una útil precaución, y he recurrido a ella con pequeños asnos adolescentes. Pero ahora el público exige animales grandes y bien dotados, que la condenada apenas puede soportar una sola vez.
Poco a poco, la desgracia le inspiraba a Kaeso una manera de ser cristiana, y agradeció a Jesús in petto[169] que hubiera previsto asnos tan grandes.
Continuó:
—¡Qué maravillosa muchacha! ¡Qué formas tan perfectas! ¡Pero si tenemos aquí a una esclava de mucho precio! Es un desperdicio dársela a un asno como forraje, para complacer a espectadores incompetentes que se conformarían con una muchacha cualquiera.
Cetego explicó que se suponía que la esclava había asesinado a su amo y que la le y no podía entrar en ese tipo de consideraciones. Selene ya le debía a su belleza el no haber sido crucificada en el acto. Algo era algo.
Ansioso, de todos modos, por proporcionarle a Selene algún alivio, Kaeso sugirió:
—Ya que la mayor parte de las escenas del Laureolus son intercambiables (¡yo nunca he visto dos veces la misma obra!), y los perros, que han vivido durante tanto tiempo en intimidad con el hombre, apenas oponen resistencia para honrar a la mujer, ¿no seria más sencillo, y también más pintoresco, echar mano de un prestigioso mastín, cuya penetración sería menos desgarradora, y que ni siquiera tendría necesidad de ensayos?
—¡Cómo se nota que no eres especialista! Después del coito, se produce en el perro una asombrosa turgescencia, que impide una separación inmediata. Y ya sabes que en el teatro no pueden haber tiempos muertos. La acción debe seguir, debe correr, y el perro satisfecho introduciría una pausa que sólo se podría llenar mediante un fatigoso diálogo. El perro llega incluso a ser peligroso. Yo tenía un mozo de pista que sentía una vergonzosa debilidad por su perro, un ejemplar grande y fuerte. Una noche que el perro, extenuado, descansaba sobre su amo, pasó un gato con la cola en alto, y el impetuoso amante se lanzó de un salto en pos del felino, arrastrando como un trofeo las entrañas del muchacho mortalmente herido. ¡Qué final para un griego, qué lección de virtud para nosotros los romanos!
Sin embargo, la mirada festiva y cruel de Cetego no tenía nada de virtuoso. ¡Otro viejo romano de la misma especie que Marco!
Los ordenanzas de Cetego, viendo que la conversación se prolongaba, habían abandonado el hangar y sus penetrantes olores, donde por momentos resonaban gritos de animales inquietos o exasperados.
—El estado de ese asno me inspira —dijo de pronto Kaeso—. Se dispone a conocer una breve felicidad que muchos mortales ambicionaríais. Si el asno no ve inconveniente, ¿podrías dejarme solo con esta belleza el tiempo de cortejaría un poquito?
Y al decir esto, Kaeso hizo relampaguear algunos aurei en la palma de su mano.
La petición era muy irregular, pero Cetego se dejó convencer y abandonó el hangar a su vez.
En el acto, Kaeso salvó la barrera y se arrojó a los pies de Selene.
—¡Te amo! ¡Te amo más que nunca! ¡Te amo para siempre!… Me di cuenta cuando te imaginé andando hacia el Sestertium con tu cruz a la espalda… ¡Qué prueba para nosotros dos!
Selene había salido de su letargo para mirar a Kaeso con los ojos de Niger cuando luchaba con agudos problemas respiratorios. Hay situaciones en las que el orador más conmovedor pierde sus derechos. Kaeso tuvo el tardío buen juicio de darse cuenta de ello y dijo:
—¿Pero qué te importa el amor ahora?
—¡En efecto! ¡Demasiado me promete ya Cetego!
—Dime más bien de dónde proviene ese error judicial, que yo pueda remover cielo y tierra para hacerte justicia.
—Va a ser muy difícil. Después de haberse atravesado con su espada, Marco, que me había libertado, me suplicó que lo rematara, y yo apoyé el pie en su garganta, donde encontraron el polvo de la planta. Y para evitar torturas inútiles, confesé también haberle clavado la espada; a petición suya, por supuesto, pero las pruebas en mi favor brillaron por su ausencia. Marco rió dejó ningún escrito anunciando o dejando prever sus funestas intenciones. Un esclavo me dijo que había llevado al correo cartas para Marco el Joven y el Prefecto de la Ciudad. Los investigadores tuvieron la honradez de comprobar que la carta al Prefecto apenas me declaraba inocente. Y Marco el Joven tal vez pueda hacerlo, pero será demasiado tarde. Incluso el correo imperial tendría dificultades para hacer el trayecto de ida y vuelta Roma-Xantén en tan poco tiempo. Es ahora cuando hay que salvarme, y sólo tú puedes hacerlo. Lo que necesito es la gracia del emperador.
El celoso asno se impacientaba, y Selene añadió crudamente:
—¡A cada cual su animal!
Kaeso prometió hacer lo imposible y la conversación tomó por fin el más tierno sesgo, ya que Selene no estaba en condiciones de descorazonar a Kaeso. El pretendiente no paraba de preguntarle: «¿Me amas?». Y ella contestaba: «¡Claro! ¿Cómo no amar a un muchacho tan afectuoso?». Pero le recordaba con dulzura que era a Nerón a quien convenía hacerle aquella pregunta en primer lugar. Le recordó también que ella tenía en casa del rabí Samuel 100 000 sestercios que podían ser útiles.
Arrancándose a su bienamada, Kaeso logró besarla en la mejilla, cerca de los labios; y, al pasar, el furioso asno le arrancó un pedazo de túnica. ¡Era delirante!
Kaeso fue a darle las gracias a Cetego, a quien encontró curando con sus ayudantes la pata de un elefante de África, especie cuya docilidad dejaba que desear. Unos rinocerontes de Numidia y unos tigres de Hircania estaban igualmente esperando sus cuidados.
Kaeso tuvo que aguardar, mientras que a lo lejos, entre las montañas de restos de ánforas, pasaban bajo el sol las velas de los barcos de carga que abandonaban Ostia o se disponían a entrar en el puerto, en cuyas aguas calmas maniobraban con precisión gracias a los ligeros timones laterales, que en aquel entonces hacían el oficio de pagayas.
Cuando Cetego estuvo disponible, Kaeso lo llevó aparte, y le dijo sin ambages:
—¡Esa muchacha es extraordinariamente hermosa, y la necesito! ¿Qué te impide utilizar a otra para adornar el Laureolus? Tales cadáveres vienen a ser intercambiables. Si quieres complacerme, habrá cien mil sestercios para ti.
Cetego sopesó los pros y los contras, visiblemente dividido entre la prudencia y la codicia. Pero salió de sus dudas para declarar:
—Un entusiasmo muy costoso por una esclava que apenas has visto. Sin duda ya la conocías hace tiempo. Lo siento, porque no puedo hacerte ese favor. En mi posición hago bastante dinero, y no me gustaría arriesgarme a perderla, ni siquiera por una suma de tal importancia. Además, perdería mucho más, por ser esclavo de la Casa del Príncipe. Lo que tú solicitas es un crimen merecedor de una muerte infame. Y si a pesar de todo me dejase ablandar, no tendría medios para llevar a cabo el proyecto. Con todos estos animales, aquí la vigilancia es extrema. Además, ¿crees que se encuentran bonitas condenadas a muerte debajo de las patas de los asnos? Pierdes el tiempo conmigo. Pero me gustan los enamorados y los aurei. Cerraré los ojos ante nuevas visitas.
Acompañando a Kaeso, Cetego añadió:
—Me resultas simpático y voy a darte un buen consejo. En el teatro tal vez halla algún recurso. Los autores y directores son libres para trucar a su antojo la obra. Ve a ver de mi parte a Turpilio, que tiene una casita al pie del Janículo. Él es el encargado de la puesta en escena del Laureolus. Es ciudadano romano y le pagan muy mal, como a todos los que trabajan en pornografía, donde hay empujones para cobrar. ¡Si le prenden por cien mil sestercios, no lo crucificaran!
Kaeso le dio las gracias a Cetego como convenía y se pasó la tarde en busca de Turpilio. Siempre lo habían visto donde ya no estaba, desde las mal afamadas termas del Aventino a toda una serie de dudosas tabernas de las orillas del Tíber. Volvió solo a su casa ya entrada la noche, con pasos un poco vacilantes. Kaeso le esperaba en el umbral de la puerta, desde donde había seguido la caída de las tinieblas sobre la Ciudad a contraluz.
En cuanto estuvo completamente seguro de que el noble Kaeso no era un ujier, Turpilio le abrió liberalmente su puerta para introducirlo en un modesto interior donde reinaba el más artístico desorden. A la luz de su lámpara, el huésped arregló un poco los trastos sin convicción, se hartó en seguida de esa tarea imposible, sacó un cántaro de vino tibio de un armario e invitó cordialmente a Kaeso a explicarle lo que le había llevado allí. Turpilio era un amable muchacho de cara ya ajada, que parecía tomarse la vida con una agradable despreocupación.
—Cetego, el famoso domador del vivarium de Ostia, me ha recomendado a ti, a causa de un negocio con el que podrías ganar mucho. Pero ya veo que eres un artista. Quizás el dinero te sea indiferente…
—¡Por Minerva, qué abominable calumnia! Los artistas desprecian el dinero tanto como son incapaces de ganarlo. ¿Qué crimen imposible de expiar debo cometer para complacerte? Los negocios honrados, como atestigua el teatro pornográfico, nunca dan nada. Habla sin vacilaciones. ¡Por veinte sestercios has comprado mi amistad hasta el alba!
—Al contrario, se trata de una buena acción…
Kaeso, que no tenía nada que perder, expuso detalladamente su problema, despertando un apasionado interés. Turpilio se olvidaba de beber. El orador dijo por fin:
—Para determinar qué artificio podría sernos favorable, creo que primero tenemos que estudiar de cerca la escena en la que interviene mi Selene. Tal vez fuera más fácil modificarla que cambiarla.
Esa era exactamente la opinión de Turpilio:
—Sería muy desagradable cambiarla, pues una bandada de escribas está trabajando ya en los programas, ¡donde figura en términos muy apetitosos! Y además, te señalaré que tengo mi amor propio de autor. Esa escena, en la que no interviene ningún dialoguista, es mía de principio a fin. Es una pequeña joya de teatro puro, que alía la bestialidad, el horror y la franca comedia. Pero hay que pensar también en los espectadores distinguidos, y la sorpresa que les reservo les dará un motivo suplementario para despreciar al pueblo grosero.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Imagina esta emocionante situación… La mujer de Laureolo lleva al asno una brazada de heno, y éste, con una innoble ingratitud, se arroja sobre ella pata violarla. Detrás de un pilar de la cuadra la condenada sustituye a la artista, que acaba de hacer el amor con el bandido en la habitación de al lado, haciendo el asno en aquel momento, picante detalle, de mirón. La mujer violada grita y pide ayuda. Laureolo se precipita hacia ella, pero demasiado tarde para impedir lo irreparable: su honor está perdido. Entonces, como buen mediterráneo, como los hombres de nuestros territorios meridionales, y no son ni uno ni dos, en lugar de pegarle al asno, estrangula a su mujer. ¿No es un hallazgo divertido? Distraerá a la plebe sin aburrir a un Petronio.
Tal vez Kaeso se hubiera divertido años atrás, pero el tiempo había pasado.
—No veo —dijo— qué se puede modificar ahí para salvar a mi Selene…
—Dejarme pensar… ¡Sí, claro, pero si es la infancia del arte! Sígueme bien… La artista que debe interpretar el papel de mujer de Laureolo, una esclava llamada Cipris, que ha hecho la calle durante diez años por Suburio, es crédula por naturaleza. Si pagamos, hará todo lo necesario para ahorrarle problemas a Selene: la condenada no sustituirá a la artista.
—Pero ¿y el estrangulamiento?
—Cipris creerá en un simulacro. Y creerá también que una policía corrupta o distraída se conformará con un ataúd cargado de piedras. Pero comprenderéis que Ciprés debe ser estrangulada, pues en la puerta de los teatros las autoridades esperan cadáveres absolutamente en regla, y el de Cipris es muy acertado. Y a fin de cuentas es mejor negocio no pagarle nada a esa muchacha y comprar a una policía que se pone por las nubes cuando se trata de un asunto que exige numerosas complicidades. Mi solución es la más sencilla y la más económica. Además, conociendo a las mujeres, no es el estrangulamiento lo que le dará miedo a Cipris, sino el asno. Pero en este aspecto se puede echar una mano, elegir un animal de formato más tranquilizador, O un animal diferente que le guste más a la actriz.
Horrorizado y asqueado, Kaeso murmuro:
—¡Me estás proponiendo un asesinato!
Turpilio protestó:
—El crimen es ayudar a evadirse a una condenada a muerte. Cuando uno mata a un esclavo, paga su precio y ya está. Cipris pertenece al Estado, que tiene muchas otras cosas que hacer además de buscarla. De todas formas, si te sofoca la moral, te ruego que consideres que el dilema es el siguiente: o bien sacrificamos a una esclava sin el menor valor, o bien sacrificamos a la mujer que adoras, y ambas son perfectamente inocentes. ¿Te sientes con valor para dejar que maten a tu Selene para salvar a una desconocida? Toda mi experiencia te grita que no hay alternativa, y puedes convencerte por ti mismo. Creo que nuestro Laureolo estrangulará por poco dinero. A fuerza de jugar al bandido, uno llega a serlo.
Desde su regreso de Grecia, Kaeso se enredaba en los casos de conciencia más espinosos. Como si tuviera un abono. O bien estaba reñido con los dioses, o bien no tenía una moral lo bastante precisa. Los judeocristianos tenían un talento natural para librarse de los casos de conciencia. Siempre sabían en el acto lo que tenían que hacer.
Turpilio argumentó hábilmente que Cipris era una pobre desgraciada sin el menor talento, cuyo porvenir sería tan sólo una larga sucesión de degradaciones abyectas. Había esperado ascender socialmente al pasar de las calles a la pornografía, pero bien se veía que no tenía vocación. Era muy evidente que sus cópulas públicas tenían algo de triste y obligado, y Laureolo, a pesar de su buena voluntad, no podía poner ardor por dos. Cipris dejaría la vida por un mundo mejor sin ni siquiera darse cuenta; y tras una última escena de amor, que le proporcionaría una última ilusión sobre su capacidad procesional, moriría en el escenario, final emocionante y admirable que todos los pantomimos forrados de oro desearían para sí.
El argumento era turbador. Las madres que abandonaban a sus hijos también se consolaban con esta perspectiva de la azarosa y decepcionante vida que les ahorraban. Cuando el asesinato se vuelve hipócrita, es señal de que hay por medio un ser moral, susceptible de hacer creer en su virtud.
Por este caritativo gesto de eutanasia, Turpilio sólo exigía 50 000 sestercios. Pensaba que podrían comprar a Laureolo por diez o doce mil, y gastar una suma equivalente para asegurarse algunas complicidades subalternas indispensables en el momento crítico.
A despecho de la nueva fuerza de sus sentimientos por Selene, enfrentada de la forma más deprimente a un lúbrico asno que no debía de ser ya muy inocente, Kaeso vacilaba. Cuando un muchacho deseoso de obrar bien, pero desprovisto de doctrina practica, ha metido el dedo en el engranaje de los problemas de conciencia, se arriesga a meterse en él de pies a cabeza, y otro problema de conciencia se estaba perfilando y a: el sacrificio de la pobre Cipris sólo era necesario si el Príncipe le negaba a Kaeso el indulto de Selene, pequeño detalle para él si estaba de amoroso humor. Para salvar a Cipris, ¿debía Kaeso exponerse a los caprichos del déspota? Su educación romana le llevaba a considerar excesiva esa abnegación. Por Selene, ¡desde luego que lo haría! Pero ¿por alguien como Cipris, un desecho sin recursos y sin metas?
Kaeso dijo que quería pensarlo durante unos días. Turpilio, cuyo carácter afeminado era perceptible, le hizo entonces proposiciones deshonestas, que Kaeso declinó con todos los recursos de una cortesía exquisita, arguyendo que Selene le había hechizado. Cuando uno ha de dominar a Nerón, no se tira a un Turpilio cualquiera a la hora de los poceros.
Kaeso disfrutó en casa de un Turpilio nada rencoroso de un largo y casto sueño, y fue temprano a casa del rabí Samuel, que estaba cerca, ya que el Janículo lindaba con el Trastévere. El rabino estaba al corriente de la desgracia de Selene, pero la devolución de 100 000 sestercios, para un fariseo escrupuloso, no era cosa fácil.
—Dices que Selene, en la más extrema angustia, desea recibir ese dinero en interés de una eventual defensa. No tendré la caradura de pretender que no te ha enviado mi correligionaria. Pero no entiendo lo que una condenada a muerte pendiente de ejecución puede hacer con cien mil sestercios, y me está permitido sospechar una utilización ilegal.
—Selene es inocente, ¿y qué importa la ley romana?
—Importa mucho. Está escrito en el Éxodo: «No oprimirás al extranjero. Vosotros habéis aprendido lo que siente el extranjero, puesto que como tales habéis residido en el país de Egipto». En la tierra que la Providencia les ha dado para siempre y que nadie les arranca, los judíos tienen la reputación de tratar a sus huéspedes con arreglo al derecho de gentes. Las leyes y las costumbres del extranjero serán toleradas e incluso respetadas en tanto que no estén en grave contradicción con la Ley judía, superior a cualquier otra al haber sido dictada por el Altísimo. Los judíos de Palestina están moralmente autorizados en la actualidad (las cuestiones de oportunidad se pueden discutir) a resistir mediante la violencia a los romanos, puesto que los romanos ocupan su territorio contra su voluntad. Pero se trata de un caso excepcional, que no ataca de ninguna manera las buenas reglas de hospitalidad. Por el contrario, insisto, los judíos acogidos en un país extranjero tienen la obligación religiosa de plegarse a las leyes locales siempre que no les planteen un problema de conciencia insuperable. El derecho criminal romano, ya sea excelente, bueno o dudoso, es como es, y no es asunto de los judíos poner a Roma en tela de juicio. Soy administrador tanto de Selene como de todos los judíos de la Ciudad. Imagina que empleas ilegalmente esos cien mil sestercios y que te prenden. Es la comunidad judía de Roma la que sufriría las consecuencias de mi imprudente piedad. Además, ni siquiera es seguro que Selene sea inocente.
Kaeso protestó:
—¡Lo es, se mire por donde se mire! ¡Te lo afirma el hijo del difunto! Nadie ha podido probar el asesinato, y aunque así fuera, seguiría habiendo legítimos motivos…
—¿No te cegará un amor celoso?
—El amor por todos los hombres, tanto por los judíos como por los demás, me obliga a decir que la víctima de una violación tienen derecho a defenderse por la fuerza. ¡Mi padre violó a esa esclava lo bastante para justificar cientos de asesinatos!
El rabino miró a Kaeso con simpática curiosidad…
—Te expresas según el derecho del Cielo, que los romanos ignoran y que hasta la mayor parte de los judíos tienen dificultades en admitir. Pero en este caso debo tener en cuenta un derecho menos ambicioso.
»¿Quieres decirme francamente lo que esperabas hacer con ese dinero?
Tras las dudas, Kaeso pasó a las confesiones, y el rabino le dijo:
—Tu incomodidad habla en mi favor. Ni siquiera para salvar a una judía se asesina a una criatura de Yahvé, por muy degradada que esté. ¿Qué sabes tú del plan divino para Cipris? No tiene por qué pagar como un chivo expiatorio por una persona legal mente condenada, haya habido o no error judicial desde el punto de vista legal o formal. La ley es la ley. Es lo que Platón nos recordó cuando puso en escena a Sócrates aceptando una condena injusta, porque la ley de la Ciudad es el fundamento de cualquier orden concebible.
Todos los argumentos de Kaeso, todas sus súplicas, tropezaron contra un muro. Yahvé y Platón estaban contra él.
El rabino precisó entonces:
—Aunque quisiera no podría darte a tiempo esa suma, colocada a petición de Selene a un alto interés en negocios de comercio naval. No te lo dije antes para tener más posibilidades de aclararte tu deber.
Anonadado, Kaeso erró por las callejuelas agitadas del Trastévere. A su pesar, sus pasos le llevaron hacia el Palacio. El sol y a estaba alto cuando le pidió audiencia a Esporo, a quien esperaba sondear y tal vez poner de su parte antes de considerar una entrevista más augusta.
Esporo consintió en recibirlo. Estaba arreglándose ayudado por sus «mujeres», que tenían curiosas voces de travestidos, y un gran espejo bien pulido le devolvía su graciosa imagen.
—¡Que los dioses sean contigo, Kaeso! Se te ve muy poco… Nerón se ha atrincherado en los jardines de Epafrodita, y trabaja con más afán que nunca en su incendio de Troya. ¡Será un fragmento asombroso!
Kaeso, luego de las cortesías habituales, le dijo a Esporo:
—He sufrido mucho, atacado por unas fiebres, y apenas estoy en condiciones de reaparecer en la corte. Siento mucho que el Príncipe se haya aislado de ese modo presa de las angustias de una creación genial, pues tengo que solicitarle un favor, cuya naturaleza conmovería su sensibilidad de esteta. Después del fallecimiento de mi padre, una esclava, sospechosa de haber tenido algo que ver, fue condenada a acabar sus días en el Laureolus de los Juegos Apolíneos. Pero se trata de una esclava famosa por su belleza, que Silano adquirió en tiempos pasados por una suma enorme, y seria una pena irreparable sacrificaría de manera tan vulgar, e incluso sencillamente sacrificaría. Confieso que este asuntillo me tiene preocupado. ¿Podrías pedirle a Nerón, que nunca te niega nada, la gracia para esta Selene, en el caso de que yo no tuviera la suerte de volver a verlo durante estos días?
Un favorito envuelto en telas diáfanas depilaba las cejas de su amo, que lanzaba delicados gritos.
Esporo dijo al fin:
—El Príncipe te aprecia tanto como antes. Sin embargo, me ha confiado que recibió una nota tuya que le entristeció.
Impaciente, Esporo despidió a sus muchachos, se volvió hacia Kaeso y añadió:
—Nerón no condena a nadie a amar. El lecho imperial no es una galera donde haya que remar a desgana y a contracorriente. Lo que ha ofendido al Amo es tu alternancia de búsqueda y desdén. ¡Sí! ¡No protestes! Te has conducido como una coqueta irresponsable, que enciende los sentidos de su víctima en nombre de la más simpática amistad para después negarse a dar el paso. Debes comprender que tales maniobras no se emplean con Nerón, que no tiene tiempo que perder. Y se ha ofendido tanto más cuanto que abrigaba por tu persona (¡y qué bien lo comprendo!) sentimientos tiernos y sinceros. Ojalá le hubieras dicho en seguida: «¡No me gustan los hombres!». Habríais quedado en los mejores términos.
»En semejantes circunstancias, el último favor que te concedería Nerón es el indulto de una mujer bonita. No hay que exigir lo imposible de la naturaleza humana.
Por mucho que el pedigüeño lamentó el malentendido e hizo todos los ofrecimientos posibles, Esporo continuaba de mármol. Kaeso se encontraba en la penosa situación del joven que desea prostituirse por una buena causa y carece de oportunidades. ¡Marcia había tenido más suerte que él!
Esporo terminó por levantarse de su asiento del tocador, rogó a Kaeso que se sentara a su lado en un diván y reconoció bajando las pestañas:
—Si uno mis súplicas a las tuyas tal vez pueda, a pesar de todo, lograr de un Príncipe compasivo la gracia que ambicionas, supongo, más de lo que tienes a bien reconocer. ¿Pero podré contar con tu agradecimiento? ¿Sabes que eres divinamente hermoso?
¡Otro caso de conciencia, y escabrosamente provocativo!
—Mi inquebrantable fidelidad al Príncipe —arguyó Kaeso— me impediría causarle esta afrenta, ¡tuviera las ganas que tuviese! Pues tu belleza supera la mía.
Esporo, sonriendo, hizo caso omiso de la objeción:
—Nerón sabe perfectamente que no puede ocuparse de mí todo el tiempo, y tiene la bondad de permitirme algunas distracciones sin consecuencias. ¡Hace tantos años que somos amigos! Sabe que mi pasión por él es de un orden superior, pero que no es precisamente mi tipo. Así, nos parecemos un poco a esas viejas parejas en las que una episódica bagatela se tiñe de ternura más que de ardor…
»¡Compláceme y no lo lamentarás!
La mano de Esporo se extraviaba. Kaeso se levantó bruscamente…
—¡No me gustan los hombres! ¡Haría una excepción por el Príncipe…, guiado, como tú, por una pasión de orden superior! No me pidas más.
—Entonces, no te retengo…
Después de haber ofendido a Nerón, Kaeso había ofendido a Esporo, y sus finanzas estaban en las últimas. Antes de abandonar el Palatino, pasó por la sede de los augustiniani para conseguir el máximo adelanto posible sobre su paga, pero tropezó con una mala voluntad casi descortés. Los augustiniani hacían cola en materia de adelantos como los poetas ante los libreros, y para ser escuchado hacia falta una protección especial de la que Kaeso carecía en ese momento. Con una palabra, el Príncipe había expulsado a Kaeso fuera de su sol.
El muchacho paseó por los Foros hasta mediodía, reflexionando con amargura y angustia en todas sus contrariedades e intentando determinar lo que todavía estaba en su poder para sacar a Selene del enredo.
Cuanto más andaba entre la multitud abigarrada y chillona, sordo a todo lo que no fueran sus pensamientos, más se le aparecía en toda su escandalosa crudeza esta sorprendente verdad: la cascada de infortunios que lo había arrastrado desde que abandonó las faldas de su madre para emprender una carrera digna de si, tenían su único origen en la permanente concupiscencia de que era objeto. Los ojos brillantes de Marcia, los turbios de Silano, los efebos de Atenas, Nerón en Roma, y Turpilio, y Esporo, y muchos otros… todo el mundo parecía haberse puesto de acuerdo para perseguirlo. Y el único amor que él había encontrado hasta entonces, perseguido a su vez hasta acabar entre las patas de un asno, Selene, para llamarla por su nombre, estaba asqueada del amor hasta el punto de permanecer casi insensible a sus declaraciones. ¿Acaso Pablo de Tarso tenía razón al considerar todos los amores profanos, tanto los peores como lo mejores, una pérdida de tiempo, un derroche de energía más o menos fútil? En todo caso, Pablo tenía la suerte de no ser hermoso, de no tener que hacer muchos esfuerzos para defender su extraordinaria virtud.
Lo que Kaeso no podía ganar mediante sus encantos, tenía que conquistarlo por las armas. Como a todos aquellos que tocaban fondo, el mundo de los gladiadores le ofrecía sus mortales besos; el atractivo del rápido lucro y la gloria que trastornaba a las muchachas. Incluso una Selene miraría a Kaeso con ojos más dulces si le debía la vida a su valor.
Kaeso volvió al pequeño ludus de la Vía Apia y, después de comer, Eurípilo le entregó una recomendación para uno de los lanistas más famosos del Príncipe, en el gran ludus del Caelio.