Marco releyó con cuidado esta comunicación para Flavio Sabino, que tanto trabajo le había costado acabar, aunque estuviera poco más o menos en ayunas y poseído por una furiosa inspiración. Sus ideas se habían confundido muchas veces, muchas veces lagunas de memoria lo habían paralizado; y fenómenos anormales, exasperantes, lo habían distraído: el tintero se desplazaba solapadamente, la tinta se volvía demasiado fluida o demasiado espesa, el papiro se arrugaba entre sus manos febriles y de pronto se replegaba como una serpiente, al soltarse una pinza; la misma silla crujía, las lámparas vacilaban y se apagaban aunque no hubiera ni un soplo de aire en el pequeño despacho…
En efecto, compactas legiones de ángeles buenos y malos libraban en torno a Marco un combate épico en el seno de aquella exigua estancia, donde sus alas apenas podían desplegarse. Combate tanto más dudoso y confuso cuanto que no solamente había buenos y malos ángeles. Había también ángeles que estaban en el secreto y, en menor número, ángeles que habían acudido tardíamente en razón de la importancia de lo que estaba en juego, y cuyas improvisaciones introducían el desorden en cada bando. Los divinos ángeles que estaban en el secreto no dejaban de animar y consolar a Marco, de inspirarle a su mente debilitada por los redoblados golpes del destino las expresiones más afortunadas y conmovedoras. Los malos ángeles inteligentes, por su parte, hacían lo imposible para agobiar al escritor y apartarlo de su proyecto. Pues sabían bien que la Iglesia de Pedro tenía absoluta necesidad de una larga serie de persecuciones intermitentes, localizadas y torpes para establecerse y sobrevivir, que no iba a dejar de extenderse y prosperar arrojando sus mártires a la cara del mundo como otros tantos testigos irrefutables de la decisiva Resurrección. Pero los tiernos e ingenuos angelotes de los coros subalternos, ante la perspectiva de semejante carnicería de pobres mártires, intentaban detener la rabiosa mano de Marco, mientras que los jóvenes demonios incompetentes, excitados por el olor de toda esa sangre derramada, se agitaban de forma contagiosa. No se había visto una batalla tan encarnizada y contradictoria desde el asunto de Judas, y los sublimes arcángeles de Yahvé se acordaban todavía de la emoción que aquel traidor integral les había infligido cuando sus escrúpulos habían estado a punto, por un momento, de cambiar el curso de los acontecimientos y estropear la Redención.
Por suerte, Marco había tenido menos escrúpulos, y el rollo estaba por fin lleno, listo para hacer su obra.
Todo el mundo dormía en la casa. Marco fue a las cocinas para beber un largo trago de vino puro y volvió a su despacho para decirle adiós a su hijo mayor…
«M. Aponio Saturnino a su muy querido hijo Marco, ¡salud!
»Kaeso se ha hecho cristiano, se ha negado a entrar en casa de Silano, Marcia se ha envenenado, Silano se ha abierto las venas, yo he echado y maldecido a Kaeso, estoy arruinado y sólo me queda morir como Catón de Utica.
»¡Ojalá te hubiera preferido a Kaeso, a ti que sólo me has dado satisfacciones! Me hubiera gustado dejarte una herencia mejor, pero confío en tu valor para abrirte camino como mereces. Arrojándome sobre mi espada, mi último pensamiento será para ti, pues es de gran interés para tu carrera que yo muera antes de que mi ruina me expulse del senado. Si un día piensas que podría haber sentido por ti un amor más atento, considera mi sangre una compensación.
»Piensa en mí como en un hombre muy desgraciado, todos cuyos nobles deseos se han visto contrariados una y otra vez. Debo de haber nacido bajo una mala estrella. No se puede hacer nada contra una suerte adversa tan empecinada, salvo sacrificarse como romano una última vez. Te he querido bien, ¡puedes estar seguro!
»¡Cuídate lo mejor posible y desconfía de Kaeso!».
Marco se durmió pesadamente sobre su escritorio, donde lo despertó el alba. Acabó de poner en orden sus asuntos agregando a su testamento, irremediablemente muy teórico, un codicilo prescribiendo la libertad de Selene, con la esperanza bastante yana de que el peso de las deudas autorizaría esta corriente y póstuma generosidad. Pero la idea de libertar a Selene mientras tuviera un soplo de vida le resultaba insoportable.
Despertó a un esclavo inútil, le ordenó que fuera a llevar la nota para el tribuno Marco al Correo Central y el alegato para Flavio Sabino a la Prefectura urbana, situada en las primeras cuestas del Esquilino, frente al Palatino por la izquierda y al Capitolio por la derecha. Después entró en su alcoba, donde Selene dormía profundamente, descolgó su espada, que nunca le había servido para nada, y se sintió un poco desarmado ante ese suicidio estoico que se volvía tanto más indispensable por el hecho de haber avisado de él a Marco el Joven.
En el fondo, Marco no tenía ningunas ganas de matarse, y era una pena que un buen cirujano fuese tan caro. Con esa espada corría el riesgo de errar lamentablemente el golpe, pero cualquiera de sus esclavos habría sido más torpe que él. ¡Tal vez incluso lo errase a propósito, llevado por un vicioso placer! Marco pensó en llamar a uno de los gladiadores de su ludus, pero le faltó el valor para imaginar al verdugo acercándose paso a paso a lo largo de un itinerario que tan bien conocía.
El tiempo pasaba. Marco se preguntó tontamente si el día seria favorable, ¡como si para un suicidio hubiera días fastos o nefastos! La víspera había sido la fiesta de Mens, diosa de la inteligencia animosa, a la que el senado había dedicado un templo en el Intermonte del Capitolio tras el desastre de Trasimena para levantar la moral de los aterrados ciudadanos. Mens debía de haber ayudado a Marco con sus últimas cartas. Ese día era una fiesta de Vesta, y también la fiesta de los panaderos. Al día siguiente era la fiesta de la nodriza de Baco. Y dos días después de los Idus era la Fiesta de las Cenizas, porque se arrojaban al Tíber las cenizas anuales del hogar de Vesta. Nada de todo esto era muy prometedor.
De pronto, Marco tuvo miedo de que Selene se despertara y lo sorprendiera en la ridícula postura del suicida dudoso. Este temor pueril precipitó su acción; apoyó el puño de su espada contra la pared y se atravesó un poco al azar.
La quejumbrosa caída de Marco sobresaltó a Selene, que abrió un ojo para ver a su amo tumbado de espaldas a los pies de la cama, con una espada en algún lugar de su informe estómago, perdiendo sangre en abundancia y pidiendo ayuda con voz débil…
—¿Qué quieres?
—Creo que he fallado el golpe. Haz venir a un médico.
Selene se tomó su tiempo para estirarse a medias sobre la cama y le hizo observar al paciente:
—Pues se diría, por el contrario, que te has matado muy limpiamente. ¡Ten un poco de paciencia! Roma no se hizo en un día.
—¡Un médico, te digo! ¿No ves que me muero?
—¡Decididamente, no sabes lo que quieres!
Selene, por prudencia, iba a molestarse por fin en llamar a un médico cuando Marco, que había intentado arrastrarse hasta la puerta, perdió el conocimiento, y ella aprovechó para volverse a tumbar. Un lago de sangre inunda a poco a poco la habitación.
Al cabo de un momento, Marco abrió de nuevo los ojos ya velados por la muerte, lanzó un grito ahogado, vomitó una sangre negruzca y miró a Selene con horror, dispuesto a llevarse a la tumba la imagen de ese odio inextinguible súbitamente revelado.
Con la boca llena de sangre, gorgoteó:
—¿Qué te he hecho yo?
—¡Te has atrevido a tomarme, gran puerco incircunciso! ¡Chivo impuro! ¡Perro enfermo! ¡Serpiente viscosa! ¡Odre lleno de vientos! ¡Borracho inmundo! ¡Has osado tocar a una judía! Que los infiernos te engullan, y que cada noche me acunen tus alaridos…
Mientras Selene daba rienda suelta a todos sus pensamientos, Marco no acababa de morirse, y la cosa empezaba a ser inquietante. La mañana avanzaba, y podía aparecer un esclavo para recibir órdenes y recoger un último soplo vengador…
La muchacha se levantó, rodeó el charco de sangre, suavemente un pie desnudo en la garganta del moribundo y, con siniestra lentitud, apretó hasta reducir a casi nada el hilillo de aire que el amo se afanaba en aspirar. Pero la cara, so pena de inspirar sospechas, no debía ponerse azul. Así pues, Selene disminuyó la presión y después reanudó su maniobra, desgranando en voz baja nuevas injurias. A la cuarta presión, Marco dio una pequeña coz y dejó de respirar. Desafortunado de principio a fin, se había predispuesto contra los cristianos, pero había descuidado a los judíos, aún menos dotados para el perdón.
Selene abrió entonces la puerta de la habitación y gritó:
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡El amo se muere! ¡El amo ha muerto! Se ha matado mientras yo dormía…
A su regreso, el emperador publicó un edicto anunciando de una vez por todas su viaje a Oriente para la mañana de las Magias de Vesta, el V de los Idus de junio. El Príncipe aseguraba que su ausencia no sería larga, que el descanso y la prosperidad del Estado no se alterarían, que se habían tomado todas las precauciones para que el abastecimiento de la Ciudad fuera garantizado regularmente. Semejante declaración había causado sorpresa. La gente se preguntaba por qué Nerón, que había llegado hasta Benevento por el camino de Grecia, había regresado a Roma para anunciar oficialmente que se iba otra vez.
La mañana de las «Vestalias», mientras Marco ponía fin a sus días, Nerón subía al Capitolio para adorar a los dioses con ocasión de su viaje, seguido por los principales personajes del Estado, por todos aquellos que eran ilustres en la Ciudad y por una gran afluencia de sacerdotes…
Allí se veía, con un gorro cónico de borla, a los pontífices mayores patricios y a los pontífices menores y plebeyos, eminentes guardianes de los ritos, bajo la autoridad de un perpetuo Soberano Pontífice que no era otro que el emperador; allí estaban los ministros de los altares, encargados de ofrecer los sacrificios, y que se llamaban flamines porque sustituían su pesado casco en punta por un velo cuando se ponían las ligeras vestiduras de verano, flamines patricios o plebeyos, asistidos por un «Rey de los sacrificios» que se ocupaba también del calendario; allí estaban los flamines de Hércules, vinculados al altar Máximo que se elevaba frente a las carceres del Gran Circo y que, por una sorprendente derogación de origen legendario, se reclutaban entre los esclavos públicos; allí estaban los quindecemviros, que se encargaban de la guardia y la consulta de los libros sibilinos, encerrados en dos cofres de oro bajo la estatua de Apolo Palatino; y también los epulones, que organizaban los banquetes sagrados en el templo de Júpiter o en otros lugares; allí estaban los augures y los arúspices, que tenían la misión capital de escrutar la voluntad de los dioses. Ornitólogos distinguidos, los augures leían los auspicios observando el vuelo de los quebrantahuesos, cernícalos, águilas y buitres, y el vuelo y los gritos de los cuervos, cornejas, picamaderos, lechuzas y búhos. Por eso los militares en campaña utilizaban vulgares pollos, en la duda de tener siempre a tiempo un pájaro idóneo y complaciente en el cielo. Los arúspices, que examinaban las entrañas de las víctimas sacrificadas, se cotizaban mucho menos que los augures. Y allí estaban también los miembros de los diversos colegios especializados, sacerdotes de Augusto, Lupercos, Arvales, Salianos o Feciales… Todo un mundo que velaba desde hacia siglos para que Roma viviera en armonía con sus dioses, y que los cristianos habían jurado mandar a las mazmorras. Pero la ceremonia también había atraído representantes de numerosos cultos no oficiales, egipcios o sirios, que únicamente eran admitidos a condición de jurar fidelidad a los dioses tradicionales de la ciudadanía romana. La tolerancia de los romanos sólo se otorgaba a ese precio, pues, después de todo, estaban en su casa.
El templo corintio de Júpiter Capitolino se componía de tres naves. La de en medio, la más grande, estaba en su mayor parte a cielo descubierto, artificio que se conciliaba a las mil maravillas con la majestad del rey de los dioses, cuya estatua, al fondo de dicha nave, parecía reinar entre el cielo y la tierra. Las otras dos naves estaban consagradas a Minerva y a Juno, y así Júpiter se sentaba entre su mujer y su hija, imagen tutelar de la familia romana.
El emperador fue a recogerse un instante ante el Padre de todos los dioses. El coloso de marfil, envuelto en una toga púrpura, sostenía una lanza y un rayo de oro, y bajo su corona radiada, su rostro estaba pintado de bermellón. También Escipión el Africano se había entrevistado con Júpiter antes de tomar una grave decisión.
Cuando el dios dio sus consejos al implorante, Nerón paseó durante cierto tiempo a través del revoltijo de maravillas que los siglos habían acumulado en aquel recinto. Conmovedores trofeos militares que narraban la conquista del mundo, botines preciosos, ofrendas de soberanos extranjeros, cónsules, emperadores o hasta simples particulares; obras de orfebrería, cristales, joyas, objetos de arte se amontonaban allí, mientras que lo más raro se hallaba reunido tras las verjas que aislaban las tres divinas estatuas del alcance del vulgo. Ante la verja de Minerva había una estatua de esta diosa donada por Cicerón cuando marchó al exilio, y detrás de la verja se podían admirar, sobre todo, las joyas de Cleopatra.
Desde la explanada que rodeaba el templo y que estaba igualmente atestada de trofeos y estatuas, se descubría la mayor parte de Roma. Nerón se entretuvo en el lado oeste, que dominaba inmediatamente el templo de Belona y el Circo Flaminio. A lo lejos, bajo el sol, las plateadas aguas del Tíber, más allá de la isla Tiberina, parecían anormalmente bajas. Hacía cada vez más calor y la acusada escasez de las lluvias de primavera ponía en peligro muchas cosechas. Nerón miró después hacia el lado meridional.
El Príncipe parecía estar diciéndole hasta pronto a la Ciudad, pero se trataba más bien de un adiós, pues su temperamento de poeta y jugador le hacia admirar, en lugar de los borrones de las insulae mugrientas que deshonraban los Velabras, los alrededores de los Foros y las Carenas, agradables inmuebles de altura razonable, flanqueados por graciosos pórticos, aislados en medio de verdes jardines. Y esos islotes de tranquila felicidad se comunicaban por majestuosas avenidas o risueños canales. Entre el Palatino y el Esquilino, recompensa del imperial arquitecto, un inmenso palacio surgía de la tierra, entre bosques, cascadas y praderas. Era la obra de veinte años…
Y en esa nueva Ciudad, había nacido una raza nueva para aclamar a su Príncipe. Por todas las arterias de Roma, adornadas con suntuosos monumentos de mármol pulido y tejas de bronce dorado, padres agradecidos empujaban hacia el Palacio alegres procesiones de hermafroditas impúberes, cuyos rosados traseros le guiñaban el ojo a César.
Semejante visión habría disipado las últimas dudas de un Príncipe menos aventurero y benevolente. El emperador, henchido de grandes proyectos, descendió lentamente los escalones del Capitolio acompañado por las vestales, a quienes deseaba llevar hasta su cercana vivienda. Era oficialmente indicado saludar el fuego de Vesta, hogar permanente del pueblo romano, antes de partir para un largo viaje.
El atrium de las vestales, edificio de dimensiones bastante modestas pero cubierto de un bronce que provenía del saqueo de Siracusa, se había construido en el corazón de los Foros, cerca de la casa de Numa, que durante mucho tiempo sirvió de residencia al Supremo Pontífice. Bajo una cúpula calada para facilitar la salida del humo, el fuego sagrado ardía sobre el altar de la diosa. Las vestales también eran responsables del misterioso Palladium, cuya conservación interesaba a la salvación del Imperio tanto como la permanencia del fuego.
El emperador permaneció un buen rato contemplando el hogar, pensando que una Roma digna de él iba a salir del fuego destinado a asegurar su salvaguardia, paradoja de la que gustaba un espíritu nada apegado a las supersticiones corrientes.
La mirada de Nerón cayó sobre la vestal Rubria, que le sonreía como para desearle buen viaje. Había en esta lozana aunque madura mujer un detalle que no dejaba de excitar la depravada imaginación del Príncipe. Se rumoreaba que la continencia de las vestales no era tan absoluta como debería ser, y que la asidua práctica de vicios solitarios las había dotado de clítoris pasmosos. La curiosidad de comprobarlo cosquilleaba a Nerón, a quien a veces se le ocurría la fantasía de verse sodomizado por una pandilla de vestales en celo, entre las cuales la casta Rubria jugaba un papel particularmente desenfrenado. Pero con las vestales ocurría lo que con muchas otras cosas: El Príncipe, aunque sólo fuera por prudencia política, no llevaba a cabo más que una irrisoria fracción de sus fantasías. Si la virtud puede definirse como una relación favorable entre los deseos viciosos y las realizaciones posibles, la virtud de Nerón era excepcional, y, virtud más rara todavía, tenía la modestia de no darse apenas cuenta de ello. No obstante, sufría confusamente por esa escasez de placeres, y la creación de una nueva Ciudad sería una feliz compensación por tanta moderación.
El emperador sonrió a Rubria en respuesta y, súbitamente, se puso a temblar de pies a cabeza, apelando a sus mejores dotes de comediante para dar la impresión de ser un héroe visitado por un trance divino y premonitorio. Las ingenuas vestales retenían el aliento. Nerón, agotado y desfallecido, terminó por apoyarse en el hombro de Rubria, y dijo mirando las volutas de humo que escapaban hacia el cielo:
—¡No, decididamente, no me iré! ¡He visto las caras abatidas de los ciudadanos, he oído sus quejas secretas sobre el periplo que iba a emprender cuando ya soportan de mala gana mis ausencias de corta duración, acostumbrados como están a que la proximidad del Príncipe sea una garantía contra los golpes de la fortuna! ¡El pueblo romano tiene sus derechos sobre Nerón, y puesto que él me retiene, tengo que obedecer!…
Tan pronto como fueron pronunciadas, comunicaron estas emocionantes palabras a la inquieta y enfurruñada plebe que se había amontonado en el recorrido imperial, y se produjo una explosión de alegría y gratitud. La plebe amaba a Nerón, a es echo de su torpe desdén por las tradiciones ancestrales, cuyo culto era para muchos pobres la única posibilidad práctica de respetabilidad. Se reconocía en él, compartía, con una intensidad exacerbada por las relativas privaciones, sus inclinaciones un tanto vulgares por todos los placeres, por el lujo y el derroche, por un arte que en primer lugar afectaba a la multitud tan despreciada por los estetas. Por otra parte, las provincias no habían estado nunca mejor gobernadas, ni los senadores y «caballeros» abusivos mejor vigilados. La comunión más fuerte entre el Príncipe y el grueso de su pueblo residía todavía en un odio y desconfianza comunes por la orgullosa y prevaricadora nobleza.
Turbadoras aclamaciones siguieron hasta el Palatino a un Nerón que lloraba de alegría al verse tan bien entendido, mientras que los cortejos reunidos sin convicción para el gran viaje se disolvían sin un solo murmullo.
Kaeso ni siquiera había sido convocado.
El asunto del asesinato de Marco se despachó con rapidez. Un vivo apego por la propiedad —y sobre todo por la de los demás— había desarrollado en los romanos un monumental derecho civil, dominio de los pretores, donde abundaban las jurisdicciones especializadas y las posibilidades de apelación. Los asuntos criminales, competencia de diversos tribunales, apenas apasionaban, a excepción de las causas políticas, y su sencillez contrastaba con los interminables pleitos de los civilistas. Sencillez tanto más hermosa cuanto que un pueblo marcado por el sentido común no tiene prisiones para infligir a los malhechores penas siempre ineficaces. En los calabozos romanos, la gente se limitaba a esperar una ejecución cualquiera.
Los ciudadanos condenados a muerte siempre eran despachados fuera del sagrado suelo de la Ciudad. Los ahogaban al pasar el puente Sublicio (o Emilio), más allá de la Puerta Trigemina. Los precipitaban desde la roca Tarpeya, de forma que murieran al otro lado de los muros. Les cortaban la cabeza con un hacha o una espada en las afueras. Los estrangulaban en el oscuro agujero de la prisión del Tullianum, cuya profundidad igualaba a un territorio extranjero. Para los ciudadanos, las únicas penas criminales previstas eran la deportación, el exilio o la relegación, que no le costaban caras al Estado, pues la víctima corría con los gastos.
En cuanto a los esclavos, los propios amos se encargaban de llamarlos al orden abrumándolos de cadenas, haciéndolos azotar, poniendo collares de metal en el cuello de los que pretendían huir o marcándoles en la frente con un hierro al rojo la F infamante de los fugitivos, y pinchándoles con agujas como lo habrían hecho con los bueyes, procedimiento en el que se adivinaba una virgiliana nostalgia rural. Cuando una investigación lo exigía, el amo entregaba sus esclavos a la policía, de mala gana, por temor a que se los estropearan, pues las declaraciones serviles sólo eran legalmente válidas cuando la tortura con las varas, el hierro ardiente o los borceguíes les daban una apariencia de verdad. Salvo en materia de conjura o de sacrilegio, la ley prohibía que los esclavos prestaran testimonio contra su amo, pero entonces el Estado tenía el recurso de comprar a los sospechosos para interrogarlos a placer. El esclavo condenado a muerte era normalmente crucificado, suplicio que se consideraba el más penoso, o arrojado a las fieras, decapitado durante el entreacto de un munus o incluso ejecutado en un teatro.
El desprecio que se sentía por la policía criminal había hecho que se confiara su responsabilidad a los Triumviros capitales[166], jóvenes que daban sus primeros pasos entre los Vigintiviros, es decir, el grado más bajo de la magistratura. Afortunadamente, cuando la razón de Estado se hallaba en juego, el Prefecto del Pretorio intervenía con sus especialistas. También por suerte, la inexperiencia de los Triumviros capitales se veía compensada por la rutina de sus investigadores, que a falta de ideas abstractas habían agudizado sus dotes de observación.
El fallecimiento de Marco quedó explicado en el acto, pues un policía le dijo a Selene que le enseñara la planta de los pies descalzos, y a continuación le preguntó: «¿Cómo es posible que el polvo de esta habitación, que no ha sido barrida desde hace cierto tiempo, se encuentre tanto en tus pies como en la garganta del difunto, cuyas manos crispadas, no obstante están limpias? ¿Acaso el senador restregó la garganta por el suelo?».
Ni siquiera una judía inteligente podía encontrar respuesta. Sin duda era corriente que un amo pidiera la ayuda de algunos servidores en su suicidio, pero normalmente se trataba de libertos o de esclavos y, desde luego, ningún romano traspasado por la espada pediría que lo remataran poniéndole un pie en la garganta.
Este polvoriento crimen era más que suficiente para acarrear la condena, así que Selene se apresuró a confesar también el crimen de sangre, a fin de que no la torturaran más que en descargo de conciencia, y se libró con una buena ración de azotes, que permitió a los ejecutores admirar gratis y a placer sus formas.
Al refugiarse con Myra en el ludus, Kaeso se entero con dolor de la muerte de Capreolo a manos de un viejo secutor de la Galia cisalpina. Dárdano, agotado por su amado, había recibido un sablazo en el rostro. El padre de familia numerosa había vuelto en parihuelas. Y Tirano había perdido a Bucéfalo, víctima de un probable error de tiro, pues no era costumbre echar la culpa a los caballos, que estaban allí para hacer durar la prueba a la satisfacción del público. Por pudor, ya no se hablaba de Capreolo durante la cena, y las quejas contra la mala suerte giraban en torno al ilustre Bucéfalo, a quien se atribuían cualidades mitológicas. Pero, con toda evidencia, al hablar de Bucéfalo todos pensaban en Capreolo, que había dejado buen recuerdo. Vatinio no había ahorrado nada para contratar al mejor, y Nerón, sin embargo, sólo había presidido durante un tiempo muy breve, sin molestarse siquiera por la «caza» matinal.
Kaeso tuvo ganas de escapar de esa fúnebre atmósfera. Se sentía a la vez aliviado y abrumado al haber tenido que huir de la casa familiar en semejantes condiciones, y ese ludus a la deriva no estaba hecho para levantarle la moral. Otro motivo para moverse, más acuciante todavía: tal vez el Príncipe, insatisfecho con su carta, siguiera buscándolo, y sus emisarios lo descubrirían rápidamente entre los gladiadores de su padre; o lo que quedaba de ellos. La tentación de poner como excusa una convalecencia en un lugar ignorado por todos era grande.
Mientras Marco exhalaba el último suspiro, mientras Nerón ejecutaba su número entre las vestales, Kaeso y su pequeña esclava abandonaban, pues, el ludus. Por la tarde encontraron una habitación modesta en un albergue bastante bien acondicionado a la entrada de Aricia, aldea encantadora situada a poca distancia de la Vía Apia, a orillas del lago Albano y al pie de los montes del mismo nombre.
Kaeso se presentó con un nombre falso, y desde entonces no tuvo otra cosa que hacer que meditar sobre su pasado y pensar en su futuro, que era incierto y sombrío. Era muy desconcertante y doloroso causar la desgracia de seres queridos o apreciados por haber intentado, mal que bien, escuchar la voz de la conciencia, tanto más débil y dudosa cuanto que la mayoría de la gente parecía escuchar con satisfacción voces diferentes. Myra hacía lo que podía para distraer a Kaeso, pero bien poco conseguía.
Como el alberguista había perdido una «burrita» a causa de las fiebres, le pidió a Kaeso que le vendiera a Myra, solución tentadora para éste en el callejón sin salida en que se veía. Pero por mucho que Kaeso le elogió a la pequeña el albergue, sólo pudo lograr lágrimas y súplicas, y no tuvo corazón para obligarla. ¿Acaso el bautismo actuaba en él? Se dijo con amargura que el día en que todos los esclavos llegaran a querer a sus amos, la carga de estos últimos se volvería intolerable.
Kaeso llevaba una semana en Aricia viéndolo todo negro, sin otra distracción que pasear a orillas del lago, cuando llegó la noticia de que Nerón había decidido ese año al pueblo Juegos Apolíneos de un prodigioso esplendor. Dedicados a Apolo, por quien el Príncipe sentía una especial devoción, estos Juegos se habían instituido durante la segunda guerra púnica para lograr la victoria contra el amenazador Aníbal. Duraban ocho días, desde la víspera de los Nones de julio a la antevíspera de los Idus, y además durante el séptimo día se festejaba el aniversario del nacimiento de Julio César, que había dado su nombre al mes. Tales fiestas ponían en funcionamiento, bajo la presidencia del pretor urbano, el teatro, el anfiteatro y el Circo.
Roma llamaba la atención de Kaeso, que se sentía tentado a hacer una escapada al ludus para saber si el emperador se seguía interesando por él y para pedir noticias de la insula. La suerte de Selene le preocupaba. La fiesta de Summanus, dios de los rayos nocturnos, fecha fijada para la subasta, era poco después de las pequeñas Quincuatrias consagradas a la Minerva Aventina, fiesta de los histriones, que estaba en su apogeo. Solamente cinco días separaban a Kaeso del desastroso acontecimiento, que vería sin duda la venta de Selene a un rico aficionado sin que él pudiera oponerse por falta de dinero. El de Silano estaba casi agotado y el Palacio sólo le había consentido un ligero adelanto. En cuanto a los 100 000 sestercios que Selene le había confiado al rabí Samuel, no contaba con ellos, puesto que en principio eran propiedad legal de los acreedores, que los habrían confiscado si hubieran conocido su existencia. Pero, presentando ese dinero como propio, tal vez Kaeso tuviera una posibilidad de intervenir…
No había ni dos horas de camino desde Aricia hasta el ludus, por una carretera muy frecuentada durante el día, y Kaeso, un poco preocupado ante la posibilidad de tropezar con un enviado del Príncipe, le pidió a Myra después de la comida que fuera a enterarse de las novedades y, sobre todo, que volviera antes de la noche.
Por la tarde, Kaeso, que ni siquiera disponía del parloteo de Myra para distraerse, se dirigió al lago Nemi a través de un hermoso paisaje puntuado por soberbias villas. Las dos célebres galeras de recreo del emperador Cayo seguían allí, cima insuperable de la técnica, y los guardianes las hacían visitar a cambio de una propina con interesantes comentarios: estraves de hierro fundido en forma de U; obras vivas artísticamente calafateadas, pasadas al minio de hierro, tapizadas de lana impermeabilizada, forradas al final con hojas de plomo tachonadas de cobre; valiosas maderas ensambladas con métodos de ebanista; metales soldados según operaciones perfectas; anclas con cepos móviles; timón único de codaste; aparatos de remolque, mangueras de ventilación, noria; bombas de achique con pistón de doble efecto; aleación de bronce y níquel, metal de los menos conocidos todavía; termas y salones de una voluptuosidad delirante y techo de bronce dorado… ¡Dos galeras de loco![167].
Se acercaba la noche cuando Kaeso volvió al albergue y encontró allí a Myra, que lo esperaba en la habitación. Comprendió en seguida, por su cara, que las noticias no eran muy buenas…
—¿Y bien?
—Eurípilo temía que no me explicara bien, y me ha dado estas tablillas para ti. Como escribe despacio, me he retrasado. Harás mejor en sentarte antes de leer… ¡Todo va mal, hasta cierto punto…!
Kaeso se sentó dócilmente y dijo, rompiendo el sello:
—No puedo enterarme de nada peor que la muerte de mi madre.
En un griego de vacilante ortografía, pero de pasable sintaxis, el gerente del ludus se expresaba en los siguientes términos:
«Eurípilo a Kaeso, ¡salud!
»En la mañana del V de los Idus de este mes, encontraron a tu padre muerto en la alcoba en presencia de la esclava Selene, que confesó bajo tortura haberle clavado primero una espada y, en vista de que tardaba en sucumbir, haberlo asfixiado después poniéndole el pie en la garganta. Cierto que no hay humo sin fuego, pero yo no sabría precisar lo que hay de cierto en estas acusaciones. Se dice que esa Selene soportaba a tu padre con paciencia —puedo afirmar que él tenía un carácter moroso y bastante difícil— y que la había libertado por testamento. Marco, a quien amenazaba la ruina, tenía, por otra parte, algunos motivos para poner fin a sus días. Sin embargo, siempre es posible un gesto desgraciado durante una pelea al levantarse. Sin duda, tú adivinarás mejor que yo lo que pudo pasar.
»A causa del calor reinante, Marco sólo ha estado expuesto cinco días, y las exequias tuvieron lugar ayer, con un lujo sorprendente. Los Hermanos Arvales, por espíritu de solidaridad, se encargaron de los gastos. Las cenizas se depositaron en la tumba de M. Aponio Rufo, en espera de que acaben el hermoso mausoleo del desaparecido. Pero ¿lo acabarán alguna vez? Pronto el mismo ludus será vendido en subasta, por un precio sin duda bastante modesto. El ludus privado está atravesando días muy difíciles. La herencia será tanto más reducida cuanto que todos los esclavos del dueño, conforme a la ley, van a ser crucificados.
»Que te encuentres bien a pesar de todo. Sigo, como siempre, a tu servicio, y puedes contar conmigo o con mis relaciones para todo lo que esté en nuestra mano. Desde la trágica muerte de tu padre todo el mundo te busca, y en su lugar Selene, que logró hacerme llegar desde el Tullianum una nota desesperada. Pero el Príncipe, por quien Myra dice que te preocupas, parece haberte olvidado».
Kaeso lanzó un grito de dolor. Quería volver a Roma en el acto, pero Myra le retuvo con consideraciones de sentido común:
—¿Qué harías allí a estas horas? Tu insula del Suburio está desierta. Si a Selene no la han crucificado todavía, no lo harán esta noche. Y si aún está en la prisión pública, no será esta noche cuando te permitan verla. Desde el crepúsculo hasta el alba, magistrados y verdugos se dedican a sus placeres y no están para nadie. Mejor vuelve mañana a primera hora, y tal vez puedas hacer algo…
Kaeso pasó una noche espantosa. Por un encadenamiento dramático de los acontecimientos al que él no era ajeno, la muerte de su padre seguía a la de Silano y Marcia, mientras que Selene y los propios esclavos habían ido al suplicio o irían antes o después. Pero, admitiendo que no fuera demasiado tarde, ¿cómo poner remedio?
La ley que prescribía la crucifixión de todos los esclavos presentes bajo el techo del amo en el momento de su asesinato a manos de uno de ellos se aplicaba más que nunca, como lo atestiguaba el exterminio de los cuatrocientos desgraciados de la familia de Pedanio Segundo. ¡Al principio del reinado de Nerón, mientras el Príncipe acariciaba la esperanza de gobernar en armonía con el senado, los Padres conscriptos más implacables habían llevado el refinamiento hasta el punto de publicar un decreto senatorial que condenaba también a muerte a los esclavos libertos por testamento, salvados antes por la justicia! Extraña contradicción: mientras que el rigor de la mayor parte de los amos disminuía a consecuencia de las nuevas ideas, los tradicionalistas del senado, a pesar de que la época de las revueltas serviles hubiera acabado bastante tiempo atrás, vivían en medio de temores y sospechas, considerando que debía darse una lección memorable de vez en cuando para mantener atemorizada a una masa de esclavos muy tranquilos en su inmensa mayoría. El hecho de que Nerón pasara por ser favorable a los más humildes tal vez tenía algo que ver con esa anacrónica hosquedad. Pero el ejemplo venía de arriba. ¿No había hecho Augusto crucificar a un esclavo que había asado una codorniz de pelea a la que aquél había cobrado afecto? El asesinato de un senador y Hermano Arval, aunque fuese uno de los más desprestigiados, trastornaba a todos los estoicos del senado, y no se podía esperar ninguna piedad. Los artificios de la corrupción, de todas formas muy aleatorios, le estaban vedados a Kaeso por falta de dinero, y el último recurso era apelar al Príncipe, a quien una carta descortés había enfurruñado.
¡Aponio tenía mucha suerte al haberse reunido con su hermano bajo una chocante inscripción en homenaje a la imprevisión! Entonces, ¿adónde conducía la previsión?
En su insomnio, con los sentimientos sobreexcitados por el peligro que corría la amable judía, Kaeso se dio al fin cuenta de que amaba a Selene mucho más de lo que creía; o al menos imaginaba que así era, lo que, en cuestión de amor, es exactamente lo mismo. En medio de la hecatombe que sus virtudes habían desencadenado, sólo Selene había quedado en pie, con su belleza serena, su inteligencia siempre despierta, su atenta simpatía, sus avisados consejos, su humor cáustico y su original moralidad. Era otra Marcia, a la que al fin estaba permitido amar y que la desgracia había vuelto más conmovedora todavía. Además, ¿no había jurado Kaeso que la protegería? Y ella había confiado en él. Las acusaciones que pesaban sobre Selene le parecían absurdas al muchacho, y se aferraba a la esperanza de un error judicial que pudiera ser demostrado a tiempo.
Antes del alba, después de confiar a Myra al alberguista, que prometió ocuparse de ella como de su propia hija, Kaeso alquiló un caballo y galopó hacia Roma, de donde volvían a esas horas toda clase de carruajes vacíos. En la Puerta Capena, mientras nacía el día, entregó el animal empapado en sudor a un enlace del arrendatario y corrió el Tullianum, angosta prisión construida en otros tiempos al pie oriental del Capitolio. Se acercaba a la sombría fachada almohadillada en piedra de Alba cuando le dio un vuelco el corazón: unos chiquillos, que habían llegado demasiado tarde para seguir la procesión de los condenados a muerte desde su origen, daban media vuelta y se apresuraban para alcanzar el cortejo, cuyo itinerario era bien conocido. También Kaeso había hecho novillos con su hermano cuando había una ejecución de esclavos o de extranjeros, y ésta era incluso la única infracción de la disciplina que Marco toleraba, pues, en su alma de viejo romano ejemplar, las consideraba tan formativas para la juventud como las matanzas del anfiteatro. ¿Acaso no se endurece la gente viendo sufrir, hasta el punto de errar su suicidio sólo a medias?
Un niño le confirmó a Kaeso que se trataba de los esclavos de Aponio, que debían atravesar Suburio y subir hasta la puerta Esquilina, cerca de la cual se extendía el campo del suplicio llamado Sestertium. Kaeso se preguntó cómo de pequeño, podía experimentar interés por un espectáculo semejante, e incluso apostar nueces sobre la duración de la resistencia de tal o cual crucificado. Verdugos y soldados parecían entonces menos crueles que los chiquillos, y ofrecían de buena gana su vino malo a los que un deber ingrato les obligaba a quitar de en medio.
Con paso inseguro, Kaeso se dirigió hacia la Puerta Esquilina. Nada le habría impedido asistir a la ejecución, pero demasiado bien sabía lo que iba a ver para apresurar su marcha.
Debilitada por la tortura, Selene recorría Roma por última vez, con el madero horizontal de su cruz atravesado en los hombros y los antebrazos atados a él por delante. En el campo Sestertium esperaba un bosque de postes, que se cambiaban cuando empezaban a pudrirse. Desnudarían a Selene, la tumbarían en el suelo, y el verdugo la clavaría a la traviesa. Había dos métodos. Los verdugos profesionales, que tenían experiencia y destreza, hundían el clavo en la muñeca, a través de un estrecho espacio[168] rodeado de huesos que la punta dilataba sin desgarrar nada, pero lesionando o seccionando el nervio mediano, que hacía doblar el pulgar contra la palma de la mano. Los verdugos inexpertos, incapaces de una precisión semejante, preferían clavar justo por encima del a muñeca, entre el radio y el cúbito. Tanto en un caso como en el otro, la ligazón era lo bastante sólida como para que cualquier otro lazo fuese en adelante más nocivo que útil: en efecto, los brazos debían quedar libres para que el condenado pudiera entregarse a una gimnasia que prolongaría, si no sus días, al menos sus horas. Después fijarían el madero horizontal a la horca de un poste, y clavarían los pies alabeados y delicados, que presuntamente habían asfixiado al senador Aponio. También para eso había dos métodos. O bien el clavo traspasaba los dos empeines superpuestos, apoyándose el pie inferior en un calce, o bien los pies, siempre apoyados en un calce, se alineaban uno junto a otro y se clavaban de perfil por los talones unidos, ofreciendo el condenado, de este modo, un aspecto torcido.
Entonces empezaría una larga espera, pues la muerte en la cruz se producía por asfixia. En posición baja, los músculos pectorales e intercostales paralizados por el peso del cuerpo suspendido de los clavos de las muñecas, no era posible ninguna respiración. Selene se alzaría sobre sus pies clavados para aspirar algunas bocanadas de aire en posición alta, hasta que un dolor intolerable la postrara de nuevo, y vuelta a empezar. Los crucificados sólo podían pronunciar algunas palabras en posición alta. Cuando ya no tenían fuerzas para levantarse, perdían el conocimiento y la asfixia hacía su labor. Para acabar con los condenados que se empeñaban en respirar más allá de los límites previstos, bastaba con romperles los huesos de las piernas a golpes de maza. Los condenados en estado de muerte aparente eran rematados por la lanza o la espada, lo que resultaba menos fatigoso.
En su desesperación, a Kaeso le entraron ganas de rezar. ¿Pero rezar a quién? Los romanos eran bastante escépticos sobre la eficacia de las oraciones, y su preocupación religiosa residía ante todo, en saber si tal o cual momento era o no favorable para tal o cual acción, lo que atestiguaba un espíritu práctico muy desarrollado. Ciertamente, la moda de las religiones orientales había familiarizado a las mentes con la tranquilizadora idea de que había un dios al acecho para atender ruegos concretos, y los cristianos eran el mejor ejemplo de esta mentalidad: no paraban de rezar, ya fuese para alabar a Dios o para atraerse un favor cualquiera. Pero la filosofía de Kaeso protestaba contra tales ilusiones. Estaba completamente dispuesto a adular a un eventual Creador si eso le complacía, ¿pero cómo habría podido intervenir Dios en el curso de los acontecimientos sin contradecirse a Sí Mismo? Pues si el hombre era libre, una intervención divina, admitiendo que fuera posible, negaría esa humana libertad, que era absolutamente indispensable para considerar a Dios inocente de todo el mal de este mundo. Un Dios que hacía trampas con la libertad que Él había concedido metía la mano en un cepo del que no podía sacarla con honor, y era fácil reprocharle que no hiciera más trampas, a fin de hacer feliz a más gente. Esta sencilla consideración había apartado a Kaeso una y otra vez de conceder a los milagros de los cristianos un valor convincente. ¿Qué importaban los milagros si con ellos Dios no hacía otra cosa que ilustrar la escandalosa parsimonia de sus dones en relación con sus extraordinarias capacidades?
Y sin embargo, a pesar de toda su filosofía, mientras subía el Esquilino en persecución del atroz cortejo, Kaeso se encontró rezando: «Oh Cristo —murmuró—, puesto que parece que eres capaz de todo, incluso de arrojar divinos granos de arena en las maquinarias ciegas de nuestra libertad, ¡salva a mi Selene, y creeré que tu razón es superior a la mía!».
La procesión estaba a la vista. Kaeso se precipitó, dando empujones a través de la multitud con sentimientos diversos, y pasó revista al grupo. Si, era la lamentable familia de Aponio la que estaba allí, con un pequeño suplemento de esclavos desconocidos. Incluso un soldado llevaba sobre el hombro el extremo del madero de Niger, a quien ya le costaba trabajo llevarse a si mismo. Pero no se veía a Selene. Con el corazón latiendo locamente, Kaeso se presentó al oficial subalterno que dirigía el servicio de orden y le preguntó qué había sido de la esclava. El hombre contestó que los Triunviros capitales habían recibido instrucciones del Pretorio para dejar a un lado a las muchachas más bonitas con vistas a los Juegos Apolíneos. No sabía nada más.