Aprovechando los caballos fogosos y siempre frescos del correo imperial, Kaeso se precipitó hacia Roma después de dejar a Myra en manos de Petronio, que debía llevaría consigo en el viaje de vuelta. Este abandono forzado de Myra era un alivio para él. A pesar de toda su buena voluntad la pequeña lo había decepcionado, sin que pudiera definir claramente por qué. ¿Tal vez las vergonzosas coacciones de una educación negativa habían sido excesivas para una frágil niña? Y Kaeso se reprochaba no haberle dedicado todos los cuidados necesarios. ¿No la había tratado como a un perro, para al fin saltar sobre ella como último recurso? Sin embargo había tenido tiempo para tratarla con más consideración, para preocuparse paternalmente por sus deseos y sugerirle otros superiores a los propios de su estado. Se había mostrado egoísta y negligente, y los problemas que lo habían abrumado eran una pobre excusa.
En el relevo de Capua, unido a un albergue repleto de «burritas», Kaeso se preguntó de repente si la doctrina de Jesús, a pesar de los prudentes compromisos de sus más autorizados ministros, no había ido a asestar un golpe fatal a la esclavitud, en el sentido de que había demasiada distancia, casi insoportable, entre los derechos de la propiedad y las exigencias de una moralidad responsable. También era impresionante el paralelo entre las angustias del tirano que quería ser generoso y los problemas del propietario de esclavos, que desearía poder modelar su ganado a su virtuosa imagen. En ambos casos, toda la libertad que se le negaba al prójimo recaía de manera abrumadora sobre los estrechos hombros del amo bien intencionado. En ambos casos se trataba de la triste y decepcionante experiencia de una paternidad imposible. Pero ¿qué habrían hecho con su libertad los esclavos o los pueblos incapaces de disfrutar de ella con sensatez y elegancia?
Kaeso durmió algunas horas en Capua, y volvió a la Vía Apia al rayar el alba.
Atravesó bajo un sol deslumbrante las viñas de Falerno, cuando una jaqueca atroz le atenazó las sienes. ¿Acaso los dioses le castigaban por haberle mentido al emperador como una concubina frígida? Y otra vez, como cuando tuvo aquel primer acceso que lo dejó por muerto, le invadió una fiebre delirante. Las hileras de viñas parecían armadas que lo perseguían, los espectros vengadores de Marcia y Silano le cerraban el paso, las orejas de su caballo eran de pronto las de Nerón, Pablo caminaba a su lado riendo sarcásticamente y, en el cénit del cielo sin nubes, los tres dioses cristianos, tocados con el yelmo ciego de los andabates, reñían de forma escandalosa.
El hijo gemía: «Vine demasiado pronto a un mundo sordo y ciego. He perdido mi tiempo y mi trabajo. Nuestro negocio está en un callejón sin salida. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado una vez más?»[162] El Padre daba vueltas sin saber a qué santo encomendarse, pero el Espíritu gritaba afilando su espada: «La fe imposible sólo echará raíces gracias a la sangre de los mártires. ¡Sangre, necesitamos sangre!».
Y de pronto, los tres trágicos en busca de público designaron a Kaeso con el índice y gritaron a coro: «¡Eres nuestro hijo bienamado y todavía no has terminado de pasarlas moradas!»[163].
Kaeso se secó maquinalmente la boca y cayó desvanecido a los pies de su montura.
Un campesino, al volver de su viña, lo encontró, lo izó colocándolo a través de su caballo y se lo llevó a su casa.
Como la primera vez, el mal evolucionó por alternancias de violentos accesos de fiebre y profundas postraciones, aunque con una gravedad atenuada. Durante siete días, Kaeso fue cuidado con todos los recursos de la farmacopea rural: hierbas recogidas en escrupulosas condiciones y preparadas en amargas tisanas, masajes con grasa de lobo y papillas diversas en las que se daba rienda suelta a la más desenfrenada imaginación. En la mañana del octavo día, el enfermo recuperó todas sus fuerzas después de beberse un caldo reconstituyente que parecía budin tibio, mezcla de intestinos de sapo y menstruos virginales, siendo los segundos más difíciles de descubrir que los primeros en una región de vinos finos donde las muchachas no eran muy hurañas. Había sido preciso ir a por ellos hasta un burdel de Cales, que tenía algunas doncellas para hacer las delicias de ricos aficionados. El efecto favorable de la mescolanza[164] era la mejor prueba de que, tanto en materia de pasión como de gastronomía, todo sucede en la cabeza.
Las Calendas de junio eran las fiestas de Cama, diosa de las vísceras humanas. M. Junio Bruto, un antepasado lejano de Silano, le había pedido a esta diosa fuerza para disimular en los últimos repliegues de su corazón su proyecto de expulsar al tirano Tarquino para que el patriciado pudiera pisotear a gusto al pueblo, y había sido uno de los primeros cónsules de Roma. Agradecido, este primer Bruto conocido había elevado en el Caelio un templo a Carna, que Augusto ordenó arreglar como tantos otros. Enfrentado con el indiscreto Tigelino, ¿habría invocado Silano a Carna? Más tarde, el culto de Carna, diosa del secreto benéfico, se había asociado al de Marte, dios de la eficacia violenta, y al de Juno Moneta, diosa de las premoniciones fructíferas. Como para estar prevenido contra cualquier cosa.
Con curiosidad, Kaeso vio al rústico padre de familia ofrecer a este divino trío judías y tocino, que en el campo pasaban por ser los alimentos clásicos.
Antes de reanudar su camino, Kaeso se quedó tres días más en casa de aquella valerosa gente, en una atmósfera bucólica y virgiliana, que le dio mucho que pensar. Virgilio había descrito falsos campesinos, tal y como a los burgueses de las ciudades les gusta imaginarlos, tomando todas las precauciones para no correr el riesgo de desengañarse tratándose íntimamente con ellos. Pero Virgilio, con la intuición del poeta, había presentido una gran verdad, que atravesaba aquí y allá el ficticio decorado: el diálogo del hombre con la tierra es un factor constante de sabiduría, ponderación, dignidad y virtud, a condición de que el hombre rural esté en situación de cultivar por sí mismo, y de extraer del suelo una cierta comodidad. Ahora bien, ya en tiempos de Virgilio la modesta propiedad, que había constituido la fuerza de legiones de soldados-ciudadanos, se había visto barrida en gran parte por los irresistibles progresos de los vastos y nobles dominios, dedicados a la crianza a cultivos especulativos, y se había tomado la costumbre de pedir a Sicilia, África o Egipto un trigo que Italia se negaba a producir. Después, el mal no había hecho otra cosa que crecer, los esclavos rurales se transformaban en colonos en espera de convertirse en «siervos», y Kaeso tenía ante sus ojos una rareza, por así decirlo, arqueológica: campesinos más virgilianos que los originales, y que ni Siquiera eran pederastas. ¿Acaso esta supervivencia se explicaba por las exigencias de los vinos de Falerno? La viña de lujo es un arte minucioso que no soporta la aproximación de los procedimientos latifundistas.
El dueño de la casa le había cedido a Kaeso su propia habitación, en la parte trasera del clásico atrio campaniano. Lo habían acogido y cuidado sin preguntarle nada. Habían contestado amablemente a todas las preguntas que había hecho sobre los bueyes o las aves de corral, las labores que había que aplicar a la viña o el régimen de la decena de esclavos que se amontonaban en una dependencia. El amo Tulio trataba a sus esclavos con tanta consideración como a sus bueyes o a sus gallinas. Su mujer y sus cinco hijos ya crecidos se sometían a su gobierno y él ofrecía la imagen de un hombre tranquilo y equilibrado, que espera más de sí mismo que de los demás.
Al alba de la víspera de los Nones de junio, Kaeso se despidió de sus bienhechores, que rechazaron con indignación toda idea de retribución. Pero, encantadora costumbre caída en desuso, Tulio grabó su nombre en una tablilla de madera, y debajo el nombre de Kaeso: rompió la tablilla en dos y le entregó un trozo al viajero. Los viejos romanos compartían así con su huésped la «tesera hospitalaria», que servía de signo de reconocimiento. Y mientras que estas tesserae habían desaparecido prácticamente, subsistía la expresión «intercambiar la tesera hospitalidad» para dar a entender la creación de ese lazo antaño muy fuerte, y que todavía conservaba alguna virtud. Sila, al hacer ejecutar a doce mil proscritos en Prenesto, había salvado a uno solo porque un lazo de hospitalidad lo unía a él. Y muy recientemente Pisón había rechazado con horror la idea de asesinar a Nerón bajo su techo, a pesar de todas las dificultades para asesinarlo en otra parte. Estos vínculos hospitalarios habían llegado a extenderse a ciudades o naciones, clientes privilegiados de Roma o de tal o cual magistrado romano, y ése era, en todo caso, el estatuto de los embajadores, que hacia de ellos personajes sagrados.
Kaeso metió en su bolsa el fragmento de tessera con emoción. Le parecía tener frente a sí, en la persona de Tulio, al padre tradicional y bien arraigado que Marco habría deseado ser y del que sólo había podido componer una caricatura. Tulio le ofreció una mula para permitirle ganar sin fatiga el próximo relevo, donde habían llevado su caballo, y le dijo a guisa de adiós:
—Puesto que hablas con Nerón como yo te estoy hablando, ¡ten mucho cuidado y no le hables de mí! Antaño, mi abuelo le dio al viejo Augusto, que regresaba de Bayas acompañado por muy poca gente, un poco de agua fresca de nuestro pozo, y el emperador le dijo para agradecérselo: «¿Sabes que estoy celoso de tu felicidad?». Un celoso de esa talla basta pata mi gloria.
En un hombre taciturno, este esfuerzo de elocuencia era notable. ¡Qué asombrosa casa! Kaeso, a pesar de que la ausencia de termas decentes empezaba a pesarle, se hubiera hospedado en las viñas de Tulio para disfrutar de una imperial felicidad.
Todavía débil, Kaeso prefirió alquilar un cabriolé con capota para protegerse del sol antes que aprovechar hasta Roma los caballos del correo imperial, que reservaba para los tabellaries sus vehículos ultraligeros. Hizo el trayecto sin prisas, ya que Silano debía de haberse reunido con Marcia hacia más de una semana. Hasta el VI de los Idus de junio, hacia mediodía, no llegó Kaeso a Roma. Si bien casi había recuperado sus fuerzas del todo, su salud no dejaba de preocuparle. La fiebre de los pantanos hacia estragos en la costa del Latium, pero Tulio le había asegurado que la suya no era de esa clase, diagnóstico negativo que no adelantaba nada. Un poco antes de llegar al mausoleo de los Silano, una nueva inscripción llamó la atención de Kaeso:
«Vencedor en todos los campos de batalla, fui vencido por los médicos».
También un cirujano había puesto fin a la vida de Silano, pero lo había hecho cumpliendo órdenes.
Kaeso hizo que le abrieran el mausoleo, y el guardián le señaló los dos sarcófagos de mármol más recientes. El de Silano, realizado mucho tiempo atrás, se destacaba, entre otras cosas, por esculturas en altorrelieve representando plantas acuáticas y peces. El de Marcia todavía esperaba a los escultores, pero en la inscripción funeraria ya grabada, Silano había expresado todo su desprecio por el régimen en el que los negligentes dioses lo habían llamado a vivir y morir, todo su desdén por las conveniencias vulgares:
CASTA COMO LUCRECIA, HIZO FELICES A CUANTOS LA CONOCIERON.
Trastornado, Kaeso tuvo que apoyarse en el hombro del guardián para volver a la realidad.
La insula del Suburio, sumida en el sueño de la siesta, ofrecía un espectáculo triste e inquietante: habían renunciado a hacer la limpieza, y la mayor parte de los muebles de valor habían desaparecido. Kaeso, que había entrado con toda tranquilidad, despertó a Selene, que dormía semitumbada en un banco del falso atrio.
—¿Pero de dónde sales? La corte volvió con Myra y sin ti, tu desaparición ha sido una angustia más para tu padre, y el propio Nerón te ha hecho llamar varias veces.
Kaeso resumió su viaje, explicó su retraso y preguntó lo que estaba pasando…
—Pasa que tus virtudes no dejan de engendrar catástrofes. Has volcado el vaso de Pandora y, tras la dispersión de todos los males, ¡ni siquiera queda la Esperanza en el fondo!
—¿Qué quieres decir?
—En las exequias nocturnas de su mujer, Silano le dijo fríamente a Marco que en adelante, habiendo desaparecido Marcia y fracasado por tu culpa el proyecto de adopción, se las arreglaría sin su clientela. Marco, que todavía quería creer que la adopción era posible a pesar de tantos signos contrarios, se derrumbó de dolor, y sus clientes tuvieron que traerlo hasta la casa. Especulando con la protección de Silano y la amistad de Nerón hacia ti, había vivido por encima de sus posibilidades y se había metido en gastos desconsiderados. El rumor del desdeñoso rechazo de Silano, que había cobrado dimensiones públicas y particularmente hirientes, se difundió como el viento entre todos los acreedores, y todos se precipitaron para no llegar los últimos a la mediocre rapiña. La insula y el resto de los muebles pronto serán vendidos en subasta, el día de la fiesta de Summanus. Marco, que no deja de beber para dulcificar sus tormentos, ha entrado en una extraña confusión mental, y no para de repetir: «¡Otra subasta! ¡Pero si acabo de llegar de una!». Se aferra a la última esperanza: que el Príncipe, encantado, te colme de dones, y ya puedes imaginarte cuán dolorosa ha sido para él tu misteriosa ausencia. Si eso te pudiera conmover, añadiría que ni yo misma estoy tranquila por mi suerte. Otra vez vendida, ¿en qué manos voy a caer? Tal vez unas peores que éstas en las que estoy…
Los recientes accesos de fiebre de Kaeso le habían hecho ver otra vez la muerte de cerca, experiencia que a unos los apega a los bienes de este mundo, mientras que aumenta el desapego de quienes los merecen.
Kaeso meditó algún tiempo ante el Príapo del estanque, que era invitación o disuasión según las inclinaciones del observador, y le dijo a Selene:
—Cumpliré mi promesa y velaré por ti de ahora en adelante como un amo atento o un amante respetuoso. Marcia ya no puede hacerte daño y yo te protegeré del daño que otros quieran hacerte. Entre nosotros hay una turbadora semejanza: sólo tenemos valor a los ojos del mundo gracias a una rara belleza. Y esto y en posición de pedir a la mía prodigios, si me place. El día en que tu seguridad lo exigiera, mantendré mi palabra y pondré toda mi seducción a tu servicio. Pero no puedes exigir que me rebaje hasta ese punto por un padre innoble o por mí mismo, pues no aprecio lo bastante mi persona.
Kaeso le rogó a Selene que, en su lugar, le escribiera en griego a Nerón.
«Kaeso a Nerón, César y Emperador: ¡salud!
»Fulminado por una fiebre maligna, caí del caballo entre las cosechas de Falerno; unos campesinos caritativos me recogieron inconsciente. Acabo de regresar a Roma, y mi primera preocupación es dictarte esta carta para que estés tranquilo por mi suerte. Mi debilidad es todavía grande, pero la convalecencia sigue felizmente su curso. En el momento en que me sea posible aparecer ante ti, iré sin falta a repetirte mi fidelidad y mi afecto. Estoy orgulloso de haber podido hacerte un favor, y de forma tan sencilla, en una circunstancia capital para ti. Pero sólo hice lo que debía. No me debes nada y tu amistosa estima basta para colmar todos mis deseos, los beneficios materiales no podrían vincularme más a ti. Tal vez no te hablan así todos los días. Sin duda es porque no tienes con la mayoría unas relaciones privilegiadas como las nuestras, una y otra vez afianzadas mediante el ejercicio de la más confiada delicadeza.
»Compartirás mi felicidad ante la idea de que me he enamorado locamente de la esclava que traza estas líneas. Otra fiebre me invade. Perdona esta debilidad, que me aparta un momento de no pensar sino en tu benevolente majestad.
»Que te encuentres mejor que tu servidor, ¡tú, cuyas debilidades están también al servicio del Estado! Yo no apunto tan alto».
Selene suspiro:
—Dudo que Nerón aprecie un desinterés semejante, y Marco lo apreciará menos todavía. Le estás pisando el cuello. ¿Acaso estimas que es cosa suya hacerle cosquillas al Príncipe para arreglar sus finanzas?
Sin contestar, Kaeso fue a ver a su padre, que emergía de una brumosa somnolencia.
A pesar de todas las decepciones experimentadas, Marco lanzó un grito de alegría al ver a Kaeso, Mercurio enviado por los dioses, que acaso todavía tenía en sus manos la suerte de la casa.
—¿No habrás reñido tontamente con Nerón, verdad?
En esa espantosa carta que me dejaste antes de salir corriendo sólo querías asustarme, darme una lección pueril, ¿no es así? ¡Te la perdono!
—Nerón y yo estamos en buenos términos. Incluso he participado en sus banquetes.
—¡Bien! Entonces, no todo está perdido. Selene debe de haberte puesto al corriente…
—¿A título de qué le pediría yo dinero al Príncipe? Como augustinianus, tengo 120 000 sestercios al año, que naturalmente están a tu disposición.
—¡Ciento veinte mil sestercios! ¡Los acreedores gritan a la puerta! Solicítale a Nerón a título de… ¿amigo? Tengo un agujero de 900 000 sestercios. ¿Qué representa una suma así para el emperador?
—Ya lo solicitan por todas partes.
—Pero por ti siente, según me han dicho, una amistad especialmente viva. En tu ausencia, no ha dejado de preocuparse por tu suerte.
Marco se dio cuenta de que sus primeras palabras debían de haber sido para llorar a Marcia o para preocuparse él mismo por la suerte de Kaeso, y reparó precipitadamente su olvido. Después el infortunado senador volvió a sus asuntos, insistiendo con acentos y detalles lamentables en la situación a la que una cierta ligereza y sobre todo una siniestra mala suerte lo habían reducido, hablando mucho menos de las complacencias que su hijo se exponía a consentir para sacarlo del apuro.
Era superior a las fuerzas de Kaeso soportar más tiempo una confesión tan desagradable, y se permitió sugerir:
—¿Quién te impide ir a pedirle ese dinero al Príncipe personalmente? Nerón te tiene en gran estima.
Marco se enderezó, sentándose en la cama.
—¿Qué te hace creer eso?
—Oh, el príncipe me dijo una noche: «Marco debería venir más a menudo al Palacio. Con unas alitas, seria lindo como un Amor»…
Marco enrojeció violentamente y se sofocó como un pez fuera del agua.
Kaeso cambió de tono:
—Ya te lo escribí y te lo repito: la decepción que, consternado, te causo ahora, la preparaste honorablemente mediante esa vieja educación romana que me procuraste día tras día, y en cuyas virtudes creí. Un romano se corrompe para divertirse, no por algunos sestercios más o menos. Lo que me confirmaría en esta actitud, si hiciera falta, es que hace algún tiempo que comparto las ideas morales de los cristianos, que al fin me han bautizado y admitido en su comunidad. Y el cristiano te recuerda: somos responsables ante el Dios que nos juzgará del buen uso de nuestro cuerpo, que Él hizo a su imagen, espiritual e incluso corporal, puesto que Jesús descendió entre los hombres para vestir la carne más común y humilde; un cristiano conserva celosamente su virginidad como un bien precioso que debe permitirle mostrarse más disponible y caritativo que los fieles enredados en los lazos del matrimonio; y si cede a las naturales tentaciones de la carne, será para casarse, virgen, con una muchacha, y serle castamente fiel. Todo lo demás viene de Satán y lleva a los infiernos. Así que no me hables más de Nerón y de sus pompas, que pasarán como el agua del Tíber bajo los puentes de esta Ciudad deshonrada. ¡Más bien sigue mis huellas para conocer una eternidad bienaventurada junto a mi madre Pomponia!
Estupefacto, a Marco le costaba trabajo ordenar sus ideas. No obstante, un hecho se le aparecía en todo su horror; ¡más allá de sus peores temores, los cristianos habían vuelto completamente loco a su precioso Kaeso! ¿Y qué decirle a un loco para influir en él, para llevarlo a algunas consideraciones prácticas y razonables? Abrumado, murmuró:
—¿También fue por complacer a esos cristianos por lo que rompiste con Silano, sumiste a Marcia en la más negra desesperación y precipitaste mi ruina?
—Ya sabes que un cristiano no puede perpetuar el culto de un idólatra.
—¡Ah, entonces era eso!
Pero debía de haber algo más. El suicidio de Marcia, una mujer tan inteligente y fuerte, había sorprendido mucho a Marco. Alguien como Marcia no se habría dado muerte a consecuencia del simple fracaso de un proyecto de adopción. Intentando reflexionar, Marco hizo de repente un descubrimiento que se apoderó de él como una luz deslumbrante…
—¡Mentiroso! Tú no hubieras renunciado a cientos de millones por complacer a un dios extranjero. ¡Marcia se mató porque te amaba en vano! Tal es, en el fondo, la clave de todo. ¿Lo negarás?
Kaeso se sentía lleno de rabia contra aquel hombre que ensuciaba todo cuanto tocaba y se atrevía a desvelar un secreto que Marcia, Silano y el mismo Kaeso habían tenido el pudor de guardar.
—Tú querías —dijo el muchacho— prostituirme con Nerón para salvar la casa que se tambaleaba, resto de la fortuna acumulada por tus antepasados libertos o esclavos, carne de lupanar enriquecida por los negocios sucios. Tú has vivido y me has obligado a vivir durante años las prostituciones de tu sobrina y esposa, enriqueciéndote con el sudor de sus encantos y ahogando en vino tu vergüenza. ¿Te hubiera gustado que me prostituyera con Marcia en el regazo de Silano? La imborrable dignidad de Marcia era acostarse con quien fuera por amor a mí. ¿Dónde está la tuya, desgraciado? ¿Qué lecciones tengo que recibir todavía de tu sabiduría?
De rojo, Marco se había vuelto lívido. Al fin replicó con una voz sin timbre:
—Mi dignidad era la misma de Marcia. A cada vergüenza compartida, nos decíamos: Kaeso será libre, rico y feliz. ¡Cuánta vergüenza para nada! Pero no me discutas la mía si la de Marcia te ha conmovido. También mi vergüenza estaba a tu servicio. Tú no habías pedido nada desde luego.
¿Pero hay que esperar a que los hijos pidan para darles?
Esta declaración habría emocionado a Kaeso si hubiera sentido más afecto por su padre. En lugar de compadecerle, dijo unas desgraciadas palabras:
—La vergüenza de una madre se acepta en silencio. La vergüenza del lenón no es de esa clase.
Tocado de pronto por un hierro al rojo, Marco se levantó de un salto, se abalanzó sobre su hijo y lo golpeó en la cara gritando:
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Te echo de aquí y te maldigo! ¡Que todas las furias te persigan! ¡Parricida! ¡Matricida! ¡Ya tu nacimiento le costo la vida a Pomponia, pero eso no te bastaba! ¡Que esos demonios de cristianos te ahoguen!
Kaeso se batió en retirada hasta la callejuela, perseguido por un Marco fuera de sí que muy pronto tiró al polvo todo el guardarropa del insolente. El vecindario había acudido para asistir a esa clásica escena: el padre noble expulsando al hijo ingrato con las injurias apropiadas del repertorio. Y mientras Kaeso recogía sus cosas, un círculo de viejos romanos indignados, cuyos abuelos habían servido como favoritos a afectuosos amos, sumaban sus abucheos a los de Marco.
Cuando el amo volvió a entrar en la casa, Selene ayudó a Kaeso a recoger y doblar una toga y le dijo tristemente:
—El último resultado de la virtud es verse despedazado por la muchedumbre. ¡Nuestros profetas sabían algo de eso! ¿Sigues queriendo que lleve a Palacio tu nota para el Príncipe?
Kaeso hizo un signo afirmativo con la cabeza. De pronto recordó que Selene había vivido entre los griegos, que los griegos meneaban la cabeza al revés del sentido común, temió haber sido, mal interpretado y se expresó con más claridad:
—¡Sí, tres veces sí! ¡Que el mundo me despedace, pero me acostaré con quien yo quiera o me acostare solo!
Selene, como Marco, tuvo la impresión de que Kaeso, resbalando por una pendiente poco recomendable, había rebasado el punto en que personas de experiencia podían hacerlo razonar. Despertada por el tumulto, Myra había asistido temblorosa a la expulsión de Kaeso, que parecía irse sin preocuparse de ella, debatiéndose de forma ridícula bajo el peso de las togas, túnicas, ropa interior y calzado, y este espectáculo la había asustado y conmovido profundamente. Myra sentía el mayor respeto por los a res, pues ella había tenido el mejor de la especie, aquel con el que sueñan los niños perspicaces y sensibles, el padre desconocido, eterno y mitológico, al que se puede adornar con todas las cualidades a medida que su ausencia resulta más cruel. Kaeso debía de ser culpable. Pero era su amo, que había sido bueno con ella, y no era culpa de él si hacía el amor calentándose los sesos.
Myra corrió tras Kaeso, recogiendo por el camino algunas fruslerías que había dejado caer: su petaso de efebo, guardado como recuerdo, o el collar de plomo de los esclavos fugitivos, que el herrero había serrado sobre el grácil cuello de la niña…
—¡Ten! ¡Tu sombrero y mi collar! Pero por los Hijos de Leda, ¿qué has hecho para que tu padre te eche?
—Parece que he intentado ser virtuoso.
—¡Seguro que no lo has intentado como todo el mundo!
Kaeso sonrió a su pesar y buscó un cargador que los acompañara al ludus paterno, refugio tanto más indicado cuanto que no tardaría mucho en cambiar de propietario.
Marco había dejado de beber para pensar mejor en la situación, que no tenía, ay, remedio. Marcia, que le había aconsejado y apoyado tanto y tan bien, había sido herida por las flechas de Eros, la última de las cuales la había matado, y él nunca había podido influir favorablemente en el curso de esa funesta pasión, que sólo adivinó cuando ya era demasiado tarde. Silano había seguido poco después a Marcia a la tumba, privándole de toda protección. Otra vez era un abogado sin causas, los acreedores se impacientaban, la dispersión del resto de su patrimonio en la subasta estaba próxima, y privado del mínimo censo exigible, lo excluirían tanto del senado como de su propia casa. No sabía hacer nada, se sentía viejo y cansado y ya había demasiados mendigos en Roma; y no serian los vanidosos Hermanos Arvales quienes le echarían una mano en su desgracia.
Pero todo esto era poca cosa al lado de los atroces insultos de Kaeso. Marco se había desvelado durante cerca de veinte años ara situar a ese hijo querido —sin olvidar al mayor— y había incubado una víbora en su seno, erguida y silbante de orgullo y desprecio. Kaeso no lo había querido nunca. De otra manera, habría mostrado tanta comprensión para su padre como para Marcia. ¿Quién puede presumir de hacer lo que desea en la vida?
La ingratitud de Kaeso, su carencia de buen juicio y de tacto, habían sembrado ruinas donde hubieran debido brillar palacios. Y Marco había recibido por culpa de su hijo más querido las puñaladas más desesperantes: lustros de vergonzosos sacrificios consentidos en vano, sin otra recompensa que más y más vergüenza. Dos subastas eran demasiado en una vida y era hora de irse.
Pero Kaeso no había actuado solo. Unos fanáticos cristianos habían contribuido a apartarlo tanto de Marcia como de Silano o de Nerón. Un joven romano educado a la antigua por unos padres atentos no se hunde en la locura más intransigente sin que unas doctrinas extranjeras y perversas hayan corrompido su espíritu.
Durante toda la tarde Marco dio vueltas como un oso, ora en una habitación vacía, ora en otra, atenazado por el dolor paternal, presa del asco de si mismo, dominado no obstante por un creciente odio hacia los cristianos, bajo las miradas inquietas de Selene y los esclavos.
Por la noche, olvidando la cena, se encerró en su despacho ante los rollos de papiro, y a la luz de las lámparas escribió una larga carta a Flavio Sabino, hermano de Vespasiano, que había sido nombrado Prefecto de la Ciudad en sustitución de Pediano Segundo, el amigo de Séneca, que había caído víctima de un oscuro asunto de moralidad. Sabino, hombre serio y sensato, le inspiraba a Marco más confianza que Tigelino, y él sabría qué hacer…
«M. Aponio Saturnino a Flavio Sabino, ¡salud!
»¡Amigo, tengo una queja y pido tu ayuda!
»Yo tenía un hijo, Kaeso, perfectamente hermoso, inteligente y amable, consuelo y esperanza de mis días. Los patricios más distinguidos se daban empujones para adoptarlo y el mismo emperador tenía tiernos sentimientos hacía él. Acababa de regresar de Atenas, donde la efebía le había prodigado amistades y luces. Pues bien: la secta cristiana me lo ha arrebatado, apartándolo de todos sus deberes, reduciéndolo a un estado de ceguera y delirio que inspiraría más piedad que horror si no hubiera terminado por responder a mis juiciosos consejos con las más sangrientas injurias. He tenido que echarlo, y para mí la vida ya no merece la pena. Juzga el carácter infinitamente pernicioso de esa nueva secta considerando que no se trata de un niño del pueblo, inculto e incrédulo, a quien los cristianos hubieran seducido y arrastrado, sino de un joven con todos los dones del corazón y el espíritu, educado con amor y clarividencia en un ambiente senatorial muy estricto, en el que las glorias de la vieja Roma se ofrecían constantemente a sus meditaciones. La habilidad de esa gente es increíble, y si se les deja actuar, son capaces, evidentemente, de perturbar y pervertir a una masa cada vez mayor del pueblo.
»Estos cristianos todavía no han dado mucho que hablar, y apostaría a que tus ideas sobre el tema son bastante vagas. Sin embargo mi infortunado Kaeso, en la inepta esperanza de convertirme a sus vanos sueños, me ha hablado durante días enteros de las doctrinas y costumbres de los que han abusado de su buena fe, de su candor, de su sincero y estimable deseo de perfección moral. Y una esclava judía ha completado mis informaciones. En consecuencia, estoy en situación de hablarte de los cristianos mejor que cualquiera, de decirte lo que son y lo que quieren, mediante qué signos inequívocos se les puede reconocer para privarles al fin de la posibilidad de nacer daño, el día cercano en que se desborde la copa de su iniquidad.
»A primera vista, uno podría confundir a los cristianos con los judíos, pues el fundador de la secta, un tal Jesús, obrero carpintero, era de origen judío. En realidad, los propios judíos de Jerusalén condenaron a ese aventurero por blasfemo, pues no sólo no había temido proclamarse Mesías, sino también hijo del Padre eterno, igual a dios en todo. Nuestro procurador Pilatos, en tiempos de Tiberio, aprobó la condena y mandó ejecutar la sentencia. Después, los judíos no han dejado de protestar cuando se los asimila con demasiada rapidez a los cristianos, y hay que darles la razón. Además, los cristianos abandonaron una gran parte de las prescripciones de la Ley judía e introdujeron una novedad cargada de consecuencias: pretenden que su Jesús resucitó el tercer día después de su muerte, para pasearse durante cuarenta días por el mundo en espera de subir al Paraíso dándose un buen impulso.
»Con toda seguridad, te preguntarás cómo puede tener importancia semejante cuento. Pero la costumbre de los asuntos públicos ha debido de demostrarte muchas veces que lo que importa a los magistrados no es el carácter más o menos razonable de las creencias, que no es de su incumbencia. Aberrante o discutible, una creencia se comparte o no, se extiende o disminuye, y sus características tienen tal o cual efecto sobre el orden público. Ahora bien, puedo asegurarte que los cristianos han llegado a hacer creer en esta resurrección, que muchos esclavos o individuos modestos están convencidos de ella, y que están empezando a imponer su pretendida evidencia a la mejor nobleza, como lo atestigua con bastante elocuencia la imprevista desgracia que me abruma. La creencia en la resurrección de Jesús, también llamado Cristo, es también el primer signo por el que se distingue al cristiano; y es lo bastante extravagante como para que la localización sea fácil.
»Por añadidura, una creencia semejante tiene por resultado obligatorio volver absolutamente intratable al iluminado, inspirarle el más perfecto desdén, la más peligrosa hostilidad hacia todas las ideas, convicciones y costumbres que no estén en exacta concordancia con la religión del presunto resucitado. ¿Y cómo podría ser de otra manera, puesto que un hombre que resucita por sus propios medios es de esencia divina y su palabra supera a todo lo demás? La intolerancia más monstruosa y total es el nervio que tensa y anima a todos los cristianos.
»Una investigación confirmaría ruidosamente mis palabras, sobre todo en los siguientes aspectos:
»El cristiano considera que la virginidad es superior al matrimonio, que un hombre sólo debe tener una mujer y serle siempre fiel, que, en caso de separación, volverse a casar es inmoral en tanto que uno de los dos cónyuges siga con vida; y ese matrimonio es mal visto en cualquier caso. Los sacerdotes cristianos no tienen derecho a volverse a casar.[165] En vista de la despoblación que amenaza al Imperio, el lado antisocial de esta doctrina inhumana salta a la vista de los menos despabilados. ¿Ya no será lícito repudiar a una mujer estéril? Y la mujer, defraudada por un vejete impotente, ¿ya no obtendrá el consentimiento para buscar descendencia en los brazos de un Adonis? Tanto si nos felicitamos como si lo deploramos, romanos y romanas han conquistado en materia de matrimonio una perfecta libertad, incluso la de no casarse y pedirle al concubinato alegrías más amables. No está en manos de una religión volver sobre una evolución semejante de las costumbres. La historia nos enseña que, en este sentido, lo que se adquieres es a título definitivo. Pero las soñadoras pretensiones de los cristianos no son por ello menos desquiciadas y llenas de turbias ideas superfluas.
»El cristiano considera que la homosexualidad es un crimen que debería ser severamente sancionado. ¡Oh Platón, es hora de que te disfraces para ofrecer a los cristianos una imagen más halagüeña de tu talento! ¡Oh, mi pobre Esporo, es hora de buscar un estéril refugio contra esos bárbaros en el fláccido seno de una hetaira compasiva! Pues los cristianos, con una caritativa condescendencia hacia las flaquezas más corrientes, se inclinan más bien a tolerar los lupanares femeninos, a condición de que las muchachas, a las que se mantendría ocultas en la última abyección, fuesen privadas de cualquier libertad, de cualquier fiesta honorable y entretenida. ¡Divinas putas, desconfiad del cristiano, que sólo piensa en copular en la oscuridad!
»El cristiano considera que cualquier aborto, incluso autorizado por el padre, y cualquier venta pública de niños, son igualmente crímenes que unas leyes justas tendrían que perseguir y castigar. La ley romana que autoriza al padre a condenar a muerte a su hijo ha caído en desuso, pero el derecho de limitar su descendencia a su antojo, ¿no es el primero y el más imprescriptible derecho del hombre?
»El cristiano considera pecado cualquier maniobra destinada a evitar un embarazo inoportuno. Y si el cristiano no considera un crimen también esta falta, es porque teme que una policía eficaz nunca podrá conocer a fondo este tipo de tejemanejes. Nuestros cristianos tienen a veces sentido común, pero para dar mejor el pego.
»El cristiano ve con malos ojos las carreras de caballos, a causa de las apuestas de que son objeto. Aborrece los combates de gladiadores, pues piensa que la sangre humana no debe derramarse por diversión. ¡Hermosa impiedad si recordamos que el antiguo origen de estos enfrentamientos era ofrecer un sacrificio agradable a los manes de un ser amado ya desaparecido! Pero por encima de todo aborrece el teatro, que excitaría pasiones malsanas. La más noble tragedia asquea al cristiano. El menor divertimento pornográfico lo pone en trance. ¡Oh plebe, a quien pertenece el pan cotidiano, desconfía del cristiano, que sólo soporta la pornografía a puerta cerrada!
»El fundador de la secta, hijo bastardo, por lo que cuentan muchos judíos, de un soldado romano auxiliar, expió sus locas imprudencias en el cadalso, y sin duda hay que atribuir a este accidente la cobarde repulsión de los cristianos hacia la sangre y la violencia, casi tan fuerte como su extraña histeria contra la pornografía. Algunos llegan a pretender, despreciando todo sentido común y todo orden público, que servirse de un arma, incluso para defenderse, es pecado, y la sangre de los animales vertida en nuestras venationes les hace apartar la vista. Si los escucharan, nuestros legionarios arrojarían sus armas al Rhin, ya sólo condenaríamos a muerte a las gallinas y los progresos de la cirugía se detendrían, a falta de vivisección humana. Pues todo el mundo sabe que las observaciones sobre el animal no siempre son extrapolables. De la cruz de Jesús fluye todavía, para el cristiano, una inclinación natural por todo lo humilde, pobre, vulgar y mugriento. No pudiendo sufrir la desnudez de las termas, estos doctrinarios han dejado de lavarse, y repugnan hasta a los esclavos a los que predican infatigablemente libertades incompatibles con su estado. Y a esa infamante cruz se puede añadir con todo derecho el gusto absurdo y suicida de los cristianos por el sufrimiento, al cual atribuyen un valor eminente. La gente razonable huye del sufrimiento. El cristiano lo busca. No hay que vacilar en proporcionárselo: para él será un placer.
»Los cristianos, que se reclutaron primero entre los judíos, copiaron de ellos la mayor repulsión por todas las artes plásticas, que osan calificar de “idolatría”. Si se les dejara hacer, una orgía de ciegas destrucciones devolvería a la nada las obras maestras de Grecia y Roma. En efecto, se sabe desde hace tiempo que no es posible establecer ninguna relación precisa entre el arte y una moral cualquiera. Para el cristiano, el arte más puro es superfluo o nefasto, al cosquillear los sentidos de manera que aparta al hombre de lo esencial, que seria invisible. ¡Oh Fidias —a quien no repelía lo invisible—, desconfía del cristiano, que, en materia de estatuas, sólo quiere tener en cuenta el martillo!
»Pero el holocausto no se limitaría a las artes plásticas. Los cristianos arrojarían al fuego todos los libros en los que la menor frase, palabra o alusión estuviera en contradicción con sus manías, es decir, la casi totalidad de la literatura hasta el momento. Sólo se salvarían los libros de la secta, y no por mucho tiempo, pues los cristianos no dejan de pelearse a propósito de divagaciones gratuitas, y cuando uno escarba un poco, es difícil encontrar dos de la misma opinión.
»Como puedes ver por este resumen, jamás, que el hombre recuerde, ha surgido una religión tan desdeñosa para con la sociedad en la que pretende implantarse. Los cristianos execran nuestras leyes civiles y militares más fundamentales, nuestras costumbres más agradables y las más necesarias políticamente, y hasta el aspecto de nuestros dioses bajo el cincel o el pincel de los artistas más inspirados. Hasta el punto —¡la cosa apenas es creíble y el abogado que hay en mí se siente atrozmente impresionado!— de que se han atrevido a constituir tribunales sectarios particulares a fin de remediar la carencia de nuestros tribunales universales, que no pueden modificar las leyes para tener en cuenta sus locas fantasías. Y de esta total contradicción entre sus leyes y las del Imperio, el cristiano llega a inferir un argumento sutil, que ha logrado impresionar a algunos ingenuos. Pues es obvio, desde luego, que unos hombres ansiosos por convencer no podrían haber inventado doctrinas tan impopulares y chocantes: ¡Evidentemente, es preciso que un dios se las haya inspirado!
»En espera de que ese nuevo dios imponga su dominación plagada de persecuciones, el cristiano adopta de buena gana dos actitudes muy diferentes: tan pronto habla de amor, perdón y dulzura como abruma de desprecio y espantosas injurias a los divorciados, los homosexuales, los abortistas, los partidarios de las relaciones conyugales prudentes, incluso a todos los desgraciados que buscan en los Juegos liberalmente asegurados una distracción a sus problemas. El cristiano sólo ama a su prójimo cuando éste se le asemeja como un hermano. ¡Oh hermanos no semejantes, desconfiad del cristiano!
»Pero volvamos a las Leyes, puesto que Roma sólo vive en el cultivo de las Leyes. Seria difícil reprocharles a los cristianos sus extraños tribunales de excepción, que disfrazan de anodinas instancias conciliadoras, instituidas para aliviar a los tribunales ordinarios. Por el contrario, el cristiano cae bajo la jurisdicción de nuestro código criminal cuando pretende beneficiarse de la dispensa de sacrificios que ha sido concedida únicamente a los judíos. El judío es ciudadano de una nación muy concreta. Mientras que el cristiano se dirige ostensiblemente a cualquiera para apartarlo del culto nacional e imperial. Los cristianos hacen estallar el ghetto de Israel para convertir a todo el Imperio en un inmenso ghetto, donde ya ni siquiera cabría el judío. Los cristianos odian a los judíos, por el fútil motivo de que las resurrecciones divinas no tienen derecho de ciudadanía entre estos últimos. Y los judíos les devuelven la pelota. Si un buen día tienes que proceder a una gran redada de cristianos, haz que los judíos te ayuden: ¡no esperan otra cosa! A nuestra policía todavía le cuesta trabajo distinguir al judío del cristiano, pero al judío le pagan por no cometer ningún error.
»Encontrarás también ayuda en el populacho, para el que el cristiano, con su afectación de extravagante e insolente virtud, es un reproche viviente. Por otra parte, los cristianos han adoptado ciertas apariencias de sociedad secreta, que terminan de convertirlos en gente mal vista. Sus sacerdotes no llevan ninguna vestidura distintiva, como si se avergonzaran de su estado, y toda esa ralea se oculta para participar en ceremonias que tienen, según se dice, un violento perfume antropofágico. La iniciación conlleva un “bautismo” por inmersión en una piscina helada, y por eso muchos cristianos moquean en invierno. Se encuentran aquí reunidos, profundizando un poco, todos los síntomas de una “superstición ilícita”.
»Último hecho, y de los más inquietantes: muchos cristianos están convencidos de que su Cristo va a volver pronto, para recompensar a los buenos y castigar a los malos, en una incendiaria y apocalíptica conflagración que no dejaría de Roma más que brasas al claro de luna, admitiendo que la luna no desaparezca también. El caritativo cristiano está lleno a rebosar de fuego. Respira odio por Roma y por todo lo que ella representa. Es un peligro público.
»Te suplico que tomes en serio mis advertencias, que yo he sacado tres veces, ay, de la mejor fuente. Tal vez objetes que una religión tan contraria a la naturaleza humana no puede tener un éxito ni amplio ni durable. ¡Desconfiemos, con los locos, del sentido común! Tarde o temprano, sin duda, la naturaleza humana alejará a Jesús y sus insoportables exigencias. Pero la bien conocida hipocresía de los sacerdotes, su sorprendente facultad para adaptar lo imposible a lo cotidiano, podrían hacer durar lo provisional más de lo que imaginamos.
»¡Oh amigo, me quejo por un hijo extraviado, enflaquecido y “bautizado”, que camina con la mirada fija y perdida hacia absurdos martirios! Me quejo por tantas legítimas esperanzas tan amargamente frustradas. Me quejo en mi nombre, en nombre del senado y me atrevo a decir que en nombre del Príncipe, que los cristianos arrastran diariamente por el lodo porque algunos de sus amigos no tienen la suerte de gustarles. Me quejo en nombre de Roma, triunfante entre todas las naciones y que no tiene que temer a nada salvo a si misma.
»Que te encuentres bien. La pluma vengadora se me cae de las manos».