VII

Hacía poco que habían evacuado el teatro y que una multitud de obreros se había introducido en él para desmontarlo, cuando la mitad del edificio se hundió con un estruendo espantoso sin que nadie resultara herido, acontecimiento que ponía de relieve la mano de los dioses, pues no se veía ninguna razón natural para que una construcción de aquel tipo resistiera el enorme peso de los espectadores y no soportara su propio peso un rato después. Petronio y Kaeso, que habían salido de sus literas para considerar la humareda que se elevaba de los escombros, tenían opiniones encontradas. Petronio veía en el suceso un presagio siniestro, y Kaeso, la manifestación de una cuidadosa providencia que no quería la muerte del pecador, aunque fuera artista.

Semejantes accidentes eran demasiado frecuentes y afectaban sobre todo a los anfiteatros, tan costosos si se construían en piedra, por sus dimensiones y por la necesidad de edificar en terreno llano, sin que fuera posible aprovechar las complacientes entrañas de una colina. Bajo Tiberio, los habitantes de Roma habían estado mucho tiempo privados de combates de gladiadores a causa de un Príncipe cruel, y se habían organizado munera en las pequeñas ciudades de los alrededores. El afán de lucro había edificado anfiteatros inseguros para acoger a una muchedumbre de romanos privados de espectáculos, y la catástrofe más célebre había sido la de Fidenes, que había traído consigo toda una legislación preventiva más o menos respetada. La madera había seguido imponiéndose por evidentes razones prácticas, ya que los elementos desmontables podían servir muchas veces. No todo el mundo tenía las finanzas de los pompeyanos para construir en piedra, y el propio Nerón a había adoptado la madera en su anfiteatro del Campo de Marte, reservando sus prodigalidades para una enloquecida decoración. En la Roma de antaño también se había visto una solución de lo más original: un anfiteatro circular de madera, que se abría por la mitad de manera que las dos partes, girando espalda contra espalda, pudieran servir de teatros.

Pero un refinamiento técnico semejante sólo podía resultar conveniente para construcciones de dimensión mediocre. La maquinaria y los rodillos no habrían admitido una masa demasiado pesada.

A la caída de la tarde empezaron los banquetes en las principales plazas de Nápoles, a beneficio de la hospitalaria población que tanto había apreciado la voz de oro del Príncipe; pero Nerón cenó más tarde, entre amigos, en los jardines de una rica villa de la costa local. Había renunciado a exhibirse en los banquetes públicos que antes le gustaban y que le habían deparado tan numerosas oportunidades de presentarse con toda sencillez ante la simpatía natural de la plebe.

El emperador resplandecía con intensa alegría por haber concluido felizmente sus pruebas; en cierto modo, se había convertido en un profesional. Después de tantos años siendo un prometedor aficionado, veía desplegarse ante él los teatros de Grecia, Asia Menor, Oriente, y Egipto, y para festejar un éxito semejante había aumentado asistencia habitual. Nerón prefería cenar entre hombres, como los griegos, para disfrutar de conversaciones más interesantes, siendo fa eventual presencia de hetairas o de favoritos, en tales ocasiones, un accesorio más bien decorativo. Pero en ese memorable Tubilustro, Popea y algunas matronas de moda habían sido admitidas sobre los cojines de los triclinia.

Al llegar Petronio y Kaeso, el Príncipe estaba contando por enésima vez, embelleciendo su relato con nuevos detalles, lo que Kaeso había ingeniado para permitirle recuperar en el acto todas sus facultades —¡qué delicada es la constitución de un artista!— y se precipitó sobre el joven, cubriéndolo de besos, caricias, promesas y elogios…

—¡A mis brazos, divino y glorioso efebo, a quien debo una reputación que me es más cara que el Imperio, más cara que la vida! Ven que te mire de cerca, pues ya sabes que veo un poco borroso a distancia: he cantado para un rostro envuelto en las brumas del Olimpo. ¡Incluso me pregunto si durante un rato no habré cantado para Vatinio!

Popea, a su vez, dio las gracias a Kaeso con toda la cortesía posible. Ferozmente celosa, se las ingeniaba para eliminar a los rivales que hubieran podido hacerle sombra, pero, con mucho sentido común, veía con ojos amables la llegada de un nuevo favorito, que, en todo caso, tenía por segura virtud apartar al Príncipe de los intrigantes. Y si sentía un resto de prevención contra los amados de femeninos atractivos, los imperiales e imperiosos amantes siempre eran bien recibidos, puesto que, de manera episódica, hacían vibrar en el emperador cuerdas tan profundas que las mujeres eran incapaces de conmover.

A Kaeso, que todo el mundo, sin contar a Petronio, consideraba un cortesano genial, no le costaba trabajo jugar a la modestia en vista de que sólo había pensado, con una moral muy relativa, en proteger su trasero, y esta actitud se consideró un encanto más.

Colocaron a Kaeso «encima» de Popea, que estaba tendida «debajo» del Príncipe, ansioso por conocer la impresión que había causado su arte. Nerva y Petronio señalaron algunos aspectos donde aún eran posibles mínimos progresos. Vitelio declaró que la voz del Amo ya había hecho que un teatro se viniera abajo, y que convenía no abusar de los efectos. Sólo la notoria incompetencia de Vitelio le permitía aventurar impunemente bromas tan pesadas. Kaeso sugirió que el divino citarista tendría interés en cantar para un efebo aún más seductor que él, pero Nerón protestó:

—¡El hábito ya está formado y cantaré para ti en Corinto, tanto en el gran teatro de Pérgamo como a la sombra de las Pirámides! Necesito el apoyo de tu mirada confiada, que para mi resume las miradas de todos aquellos a los que querría cautivar.

Nerón añadió que estaba componiendo un canto para dar gracias a los dioses por haber salvado tantas vidas valiosas retrasando el hundimiento del teatro. La gente de Fidenes no había tenido esa suerte en tiempos de Tiberio.

Habían enviado en seguida un correo a Roma para anunciar el prodigio, y Tigelino también podía dar gracias a los dioses, pues si las partes altas del teatro se hubieran derrumbado sobre cientos de pretorianos vestidos de civil, habría tenido dificultades para explicarle al emperador la importancia de una deserción semejante. Nerón mimaba mucho a los pretorianos que lo habían llevado al trono, pero los temía más todavía, y controlaba los efectivos con sus dos Prefectos, en busca de ovejas galas que, desgraciadamente para él, se encontraban más bien entre los pastores de rebaños. Esos brutos de la guardia germánica, insensibles por definición a las tradiciones del a antigua Roma, eran más tranquilizadores.

El festín se prolongó hasta bien entrada la noche, excepcionalmente amenizado —¡Nerón ya había cantado bastante ese día!— por toda clase de atracciones, que alternaban, según una estudiada progresión, lo serio, lo divertido, lo lascivo y lo obsceno, todo de alta calidad. Aprovechando una ausencia del Príncipe, que había ido a aliviarse —sólo llevaban los orinales a la mesa en las comidas sin ceremonia y entre hombres—, Popea coqueteó con Kaeso, lo que sorprendió mucho a éste. El Príncipe no tenía un temperamento celoso y las orgías de grupo, familiares para él, le gustaba regularlas como graciosas danzas, pero la virtud de la Augusta se conservaba fuera de todo alcance por la sencilla razón de que el emperador quería un sucesor de su propia sangre. Kaeso terminó por entender que Popea sólo usaba sus encantos para intentar saber lo que su marido había hecho con Marcia en una galera tiberina durante una noche misteriosa, como habían difundido insistentemente los rumores.

Kaeso se contuvo y retrasó su respuesta para que Nerón pudiera oírla:

—Yo estaba presente cuando volvió mi madrastra, una mujer que ya no está en su primera juventud y cuyos modales se han vuelto muy austeros desde su matrimonio con el viejo estoico Silano. Marcia temblaba todavía, pues César le había concedido el honor de iniciarla en el culto de un dios extranjero llamado Mitra, del que nuestros legionarios han oído hablar cerca de Armenia. Parece ser que el rey Trídates es uno de los fervientes seguidores de esa extraña secta. Según Marcia, un gran león juega un papel en el asunto para poner a prueba el valor de los neófitos, que se reclutan sobre todo entre los militares y las amazonas. El postulante debe meter la cabeza en las fauces del animal, acariciarle la grupa, levantarle la cola a fin de empuñar impávidamente sus testículos… Si el león no lo devora, el héroe es admitido en la hermandad. Con gran espanto de Silano, Marcia olió a fiera durante muchos días, y su emoción igualaba a su orgullo.

Nerón confirmó:

—Eso es más o menos lo que le dije a Popea. Nadie inventa cosas semejantes. Uno de estos días bajaré a la arena vestido de Hércules para matar a palos o estrangular al león. A mi gloria le falta esa hazaña.

Al final de la velada, el emperador anunció, con un tono que vedaba cualquier crítica, que por fin había decidido ir al menos hasta Corinto. Corinto atraía a Nerón por su mezcla de romano y griego, una mezcla nueva. Sólo sentía desdén hacia la vieja Atenas, agotada por los demonios de la democracia, o hacia Esparta, que sin duda había muerto de pie pero que sólo ofrecía una meta de excursión turística. Lo que le seducía eran las hazañas de un Alejandro y sobre todo los regímenes que sus herederos habían sabido establecer y hacer funcionar, en los que un rey-dios imponía su carisma a poblaciones diversas reunidas en principio en el amor y respeto por el Príncipe. Esperaba de Oriente aplausos de calidad pero también lecciones de política, y el sueño, por ser prematuro, no era menos conforme a la naturaleza profunda de las cosas.

El gobierno aristocrático de las grandes ciudades marítimas griegas, luego de algunos intermedios tiránicos, había sucumbido ante los apetitos igualitarios de las burguesías negociantes y comerciantes. Pero, igualmente, ya había pasado el tiempo de la democracia. Por motivos de comunicación, sólo se podía concebir una democracia directa administrada por cuantos ciudadanos puede contener una plaza pública, solución inaplicable a la escala de los reinos y los imperios. Y esta misma democracia directa había sido un factor de ruina para las ciudades en las que había reinado, pues unos ciudadanos que realmente tienen libertad para votar sus propios impuestos sólo tienen dos soluciones para ahorrarse esa injuria: aplastar a los ricos con el mayor detrimento de la economía, o sacar dinero de guerras afortunadas. Sin embargo, no es posible obligar a los vencidos a pagar indefinidamente. El porvenir era una nueva tiranía al estilo griego, una tiranía preclara capaz de recoger el asentimiento de la mayoría, no ya a la escala de la ciudad, sino en inmensos territorios.

Para que el joven Nerón se sintiera asqueado de la tiranía, Séneca le había dado a leer el Hierón de Jenofonte, larga queja del infortunado tirano de Siracusa contra todos los riesgos y problemas del oficio. Pero el adolescente había retenido más bien las incitaciones del contradictor y poeta Simónida, que estimaba que un tirano virtuoso debía estar en situación de provocar la adhesión, reflejando de ese modo las ideas del autor, que era un hombre de orden impresionado por la decadencia de las ciudades griegas.

Y esta conmovedora perorata de Simónida había acunado durante mucho tiempo al inocente Nerón, que se había empeñado en llevarla a cabo durante los cinco primeros años de su reinado:

«Te lo advierto, Hierón, tienes que competir con los demás jefes de Estado, y si haces de la ciudad que gobiernas la más feliz, puedes estar seguro de que serás vencedor en la competición más hermosa y magnífica del mundo. En primer lugar, obtendrás inmediatamente el afecto de tus súbditos, objeto de tus deseos. En segundo lugar, tu victoria no será proclamada por un solo heraldo, sino que todos los hombres celebrarán tu virtud. Blanco de todos los ojos, serás querido no solamente por los individuos, sino también por muchas potencias extranjeras; serás admirado, no solamente en tu casa, sino también entre la muchedumbre. Podrás moverte a tu antojo con total seguridad para satisfacer tu curiosidad, e incluso podrás satisfacerla sin salir de tu casa. Pues en tu casa habrá un perpetuo desfile de gente ansiosa por mostrarte lo que haya encontrado de ingenioso, de bello y de bueno, y también gente deseosa de servirte. Todo visitante se desvelará por ti, todo ausente ambicionará conocerte, y no solamente serás querido, sino amado con todo el corazón. En cuanto a la hermosa juventud, lejos de tener que solicitarla, tendrás que sufrir sus solicitudes. Ya no tendrás nada que temer, pero todo el mundo temerá que te ocurra alguna desgracia. Tus hombres te obedecerán sin coacción y los verás velar espontáneamente por tus días. En caso de peligro, no sólo serán aliados, sino que los verás, llenos de celo, amurallarte con sus cuerpos. Colmado de presentes, no te faltarán amigos con quienes compartirlos. Todos se regocijarán con tu prosperidad, todos combatirán para defender tus intereses como si se tratara de los suyos propios. Por tesoros tendrás todos los bienes de tus amigos».

«¡Valor pues, Hierón! Enriquece a tus amigos y tú mismo te enriquecerás… Considera tu patria como casa, a tus conciudadanos como compañeros, a tus amigos como hijos, a tus hijos como tu propia vida, e intenta vencerlos a fuerza de obrar bien. Pues si superas por tus buenas obras a tus amigos, no tendrás que temer que tus enemigos te hagan frente. Si haces todo lo que acabo de decirte, habrás adquirido el bien más bello y preciado del universo: serás feliz sin ser envidiado».

A veces, al final de un banquete bien regado, el emperador oía con dolorosa nostalgia el eco de este sublime himno a un despotismo inteligente y generoso. Había creído en él. ¡Había creído en él en demasía! Había derrochado tesoros para ser amado, y seguía derrochando para desarmar el odio. Terribles experiencias lo habían vuelto escéptico acerca del agradecimiento que se podía esperar de los hombres. Además, Séneca se lo había advertido: «El dinero es efímero, y la gratitud más efímera todavía». Pero el sistema se había puesto en marcha. Cada vez hacía falta más dinero para pagar fidelidades cada vez más sospechosas. El desencanto de Hierón era el precio inevitable del poder.

Una frase de Simónida, no obstante, había dejado en Nerón más huella que cualquier otra: «En cuanto a la hermosa juventud, lejos de tener que solicitarla, tendrás que sufrir sus solicitudes». En ese desierto en el que estaba condenado a vivir el mejor de los emperadores, la tentación de dar a la fidelidad el refuerzo del amor era fuerte, y como Jenofonte había señalado implícitamente, no era el amor de las mujeres lo que podía constituir en torno a un Príncipe una muralla de eficaz abnegación. Entre todas sus virtudes, Nerón, aunque sólo fuese por política, se había visto obligado a dar rienda suelta sin vergüenza a su homosexualidad latente. Pero el «batallón sagrado» que puede reunir un hombre solitario haciendo constantemente donde su persona, sigue siendo, a pesar de todo, demasiado reducido para una campana.

Por encima de la cabeza de Popea, el Príncipe le dio a entender a Kaeso que le gustaría acabar la noche en su compañía, conclusión muy natural, para él, de un canto tan inspirado. Pero con esa excesiva delicadeza que sólo se encuentra en gente muy joven, Kaeso protestó:

—Primero hazle esta noche un heredero a la Augusta, que nunca ha estado tan bella.

Llamado tan elegantemente a su primer deber, Nerón no tuvo más remedio que dar las gracias.

Como el emperador tenía prisa por pisar suelo griego, al día siguiente, muy temprano, la corte se lanzó en cierto desorden por el camino de Benevento, que fue alcanzada al final de la caída de la tarde. El modesto anfiteatro local, muy vetusto, fue desdeñado, y Vatinio hizo construir un anfiteatro conveniente de madera, cuyas superestructuras dominaban la ciudad y las verdes campiñas de Samnio, antaño ensangrentadas por las feroces guerras «sociales» entre Roma y sus aliados. Se podía esperar que la madera de los bosques Apeninos se mostrara de mejor composición que la de Nápoles. Era cosa de adelantar la «caza» y el munus previstos para dentro de tres días, cambio de programa que no ofrecía dificultades en una ciudad de mediana importancia.

Kaeso, después de haber dejado su equipaje en casa del amigo de Petronio que le ofrecía hospitalidad en su mansión de campo, se apresuró a reanudar el contacto con los gladiadores de su padre, que habían llegado la víspera. Habían viajado lentamente, contratados como refuerzo para escoltar a doscientos gladiadores desde las prisiones de Prenesta, pequeña ciudad cerca de Tusculum, que servían de vivero para los Juegos romanos. Pues los gladiadores bajo contrato, destinados a combatir por parejas, eran minoría en las arenas. Al empezar la tarde, hacían combatir a los gregatim, es decir, prisioneros capturados en los campos de batalla o individuos para los que este temible extremo se derivaba de una condena judicial, en una mezcla confusa que recordaba las condiciones de la guerra. Tanto los magistrados como los legionarios colaboraban para llenar las arenas de Roma, Italia o las provincias. Estos prisioneros o condenados tenían doble interés en mostrarse tenaces. El «editor» responsable de los Juegos detenía entonces el enfrentamiento en beneficio de un pequeño número de sobrevivientes, que se reservaban para un próximo espectáculo, y no era raro que la muchedumbre reclamase el indulto de tal o cual condenado que se hubiera distinguido especialmente. Los prisioneros que inspiraban tanta desconfianza que eran reducidos a la esclavitud, los salteadores y desertores, no tenían otra elección, fuera de los combates en la arena, que la espada del verdugo[159], las fieras, la cruz o el espantoso infierno de las minas. Siempre eran estos gladiadores por necesidad los que se rebelaban —como antaño el desertor y bandido Espartaco— y los burgueses de las tranquilas ciudades de Italia no se sentían tranquilos al ver concentrados en sus dominios a unos desesperados de semejante temperamento.

Pasado Interamna, cerca de las fronteras de Campania, había corrido súbitamente entre los doscientos miserables el rumor de que la mitad de entre ellos tendrían que enfrentarse en Prenesta con los ojos vendados, divertimento durante el cual, los espectadores guasones no perdían ocasión para desconcertar a los andabates[160] con engañosos consejos. Y esta pandilla de gladiadores sin vocación, aprovechando el sueño en un breve alto durante el cual no los habían atado, se habían abalanzado sobre la débil escolta, sirviéndose de las esposas de sus manos como cestes, y de las cadenas que los ataban unos a otros como de otros tantos lazos de estranguladores. El asunto podría haber terminado mal si una parte de los rebeldes, aprovechando la agresividad de los más decididos, no se hubiera dispersado en dirección a las viñas del monte Masico. Cuatro soldados habían resultado gravemente heridos, pero todos los gladiadores estaban ilesos. Una docena de rebeldes fue imposible de atrapar y otros treinta fueron exterminados inmediatamente, en la cólera engendrada por aquella traición. El gladiador bajo contrato despreciaba cordialmente a una ralea, buena tan sólo para abrir un espectáculo.

Mientras le contaban a Kaeso las peripecias de esta movida expedición, a Petronio, que salía de las termas de su anfitrión, le entregaron una carta de Marcia para su hijastro, que ella había dirigido a Petronio con la idea de que al correo le costaría menos, entre la multitud de los cortesanos, descubrir a un hombre célebre que a un joven casi desconocido. Marcia había confiado su envío a una de esas empresas postales privadas, famosas por su lentitud, ya que los mensajeros tenían tendencia a hacer zig-zags en relación a su itinerario principal para atender al mayor número posible de clientes. ¿Acaso el tiempo había dejado de contar para ella? La carta había seguido a Kaeso hasta Nápoles, tomando al fin el camino de Benevento. En ese mismo instante, con la más viva contrariedad, el emperador leía un despacho de Tigelino, que había viajado con una carta de Silano para Kaeso, entre otras. Los tabellaries imperiales[161], que corrían velozmente día y noche por los caminos más rápidos, no estaban en principio a disposición del público. Pero había una tolerancia: el tabellarius que no iba demasiado cargado aceptaba llevar, mediando una buena propina, un poco de correspondencia privada. Como estos correos eran irregulares, evidentemente había que acechar la ocasión en la central de correos del Campo de Marte o en una etapa cualquiera de la red. Los marinos y amigos viajeros estaban igualmente solicitados.

Tigelino, con su claridad habitual, exponía enojosos problemas…

«C. Ofonio Tigelino a Nerón, César y Emperador: ¡salud!

»Marcia, esposa de Silano, murió envenenada la mañana de tu partida. Sus mujeres pretenden que se trata de un suicidio y no hay motivos para poner en duda su testimonio. Su ama parecía muy deprimida desde hacía algún tiempo. De todas formas, no dejó ningún escrito para explicar su gesto, no hizo confidencias a nadie, y Silano, con su altivez habitual, no se ha dignado a aclararnos nada, si es que es capaz de hacerlo. Esta Marcia, aparentemente, no sufría ninguna enfermedad grave y no se le conocía ningún enredo desde su matrimonio con Silano. Una desaparición muy misteriosa, perfecta para excitar la curiosidad y acalorar los ánimos.

»No estaba aún registrada en el templo de Libitina la declaración de fallecimiento, cuando un rumor corría ya y crecía entre todos los que han jurado perjudicarte: Marcia, modelo del Pudor Patricio, se había suicidado de vergüenza desesperación porque la raptaste una noche para infligir re terribles ultrajes y malos tratos. ¡Me pediste informes sobre esta mujer antes de ir a cenar a casa de Silano y reconocerás que la vergüenza es todavía más increíble en su caso que tus lúbricas crueldades! Pero ya sabes cuántos años hace que tus enemigos no retroceden ante ninguna calumnia o inverosimilitud cuando se trata de quebrantar tu poder.

»Mis espías me han contado que durante tres días, con gemidos hipócritas, desfilaron ante el cuerpo embalsamado y expuesto en el atrio todos los descontentos del senado, todos los grupos de presión y de intrigas, todos los círculos que trabajan para socavar las bases del Estado, contándose Musonio, Trasea y Casio Longino, naturalmente, entre los primeros en acudir. ¡Qué diferencia entre un matrimonio tan discreto y unas condolencias tan tumultuosas! Y en los helados labios de todos estos estoicos que contenían la risa revoloteaba la gran palabra: “Lucrecia”. Yo no soy más que un “caballero” sin gran instrucción, pero creo recordar que fue tras la violación y el suicidio de Lucrecia cuando estalló en Roma la victoriosa revuelta contra una tiránica realeza para entregar el poder a los que actualmente quisieran recuperarlo. Estas invocaciones a Lucrecia no han brotado por casualidad, sino que expresan unas esperanzas y un programa.

»Como el propio Séneca hizo una zalamera aparición, juzgue que no cabía dejar que te escarnecieran e injuriaran aún más mientras tú estabas momentáneamente ausente. Invité a Silano a apresurar las exequias e incluso a concluirías a la caída de la noche, a fin de que la afluencia se redujera o, al menos, fuera menos visible.

»Puesto que Silano se encerraba en un enigmático silencio, resultaba difícil averiguar su papel en esta abyecta comedia. Pero al menos era cómplice, pues nadie le había visto protestar contra las estúpidas calumnias que propalaban los visitantes, lo que habría sido muy fácil de hacer, y no le parecía que Lucrecia estuviera de más para honrar a una esposa tan virtuosa que antaño se había rebajado hasta el punto de reclutar clientes en las termas o bajo los pórticos.

»Para saber a qué atenerse, le hice una visita cortés en la mañana que siguió a las exequias. Estaba acurrucado, con un aspecto completamente apagado, en esa “celda del pobre” que los estoicos habilitan para poner un poco de picante en sus placeres, y ante mis indignadas reconvenciones sólo supo decir pensativamente: “Si, me había casado con una Lucrecia y no lo sabía. Ella me muestra el camino de la dignidad. ¡Ya está bien de bajezas!”.

»Esas extrañas frases se podían interpretar como una confesión a medias. Y entonces se me ocurrió una explicación posible para el suicidio de Marcia: comprometida, tal vez de mala gana pero comprometida a pesar de todo, en una conspiración en la que su marido hubiera tenido un papel protagonista, desesperando de verla llevada a cabo y perseguida por el remordimiento o la angustia, ¿no habría preferido esa salida antes que la perspectiva de una infamante condena? Cuando hice a Silano participe de esta sugerencia, se limitó a encogerse de hombros.

»Creo que yo estaba autorizado a meter en prisión a sus libertos para interrogarlos a placer. Un hombre que deja insultar a su Príncipe y a su pariente con una odiosa indiferencia puede ser sospechoso de cualquier cosa. Si no ha conspirado, conspirará. Es una lesa majestad viviente.

»Estos interrogatorios, vivamente llevados, a falta de conspiración clara, aportaron al informe cierto número de cargos suplementarios…

»Silano gastaba muchísimo, y cada vez más. ¿Acaso desesperaba de vivir más tiempo? En todo caso, estas prodigalidades tenían por efecto ampliar una clientela ya considerable y hacer más popular al heredero de Augusto.

»Con el pretexto de sus enormes riquezas, Silano había organizado a sus libertos como un pequeño gobierno de verdad, con títulos análogos a los de los ministerios o administraciones.

»Informado por yo no sé qué indiscreción, no dudó en especular en grande con la devaluación que, como ya sabes, no quisimos anunciar.

»Todos los libertos —testimonio corroborado por los esclavos— están de acuerdo en declarar que el fantasma de Cicerón hace frecuentes apariciones en esa villa del Palatino, que antaño perteneció a aquel charlatán. Se dice que Marcia y Silano hablaban con el fantasma. Uno se pregunta si no le hablarían de tu salud. Cicerón era hostil a Cesar y su fantasma no puede serte favorable. Ya te darás cuenta de la frecuencia con que se descubren prácticas de magia entre la oposición. Esta impiedad forma parte de su perfil.

»Detalle muy secundario: habiendo caído las casas de Clodio y Escauro bajo el dominio imperial mucho tiempo atrás, la villa de Silano es una de las últimas viviendas privadas del Palatino. Seria interesante adquirirla para facilitar la realización de nuestros proyectos de urbanismo en esta región.

»En resumen, puesto que Silano ha salido al encuentro de una condena, tenemos, en mi opinión, una oportunidad excelente para desembarazarnos de un personaje peligroso por su nombre, por su inmensa fortuna y por las turbias esperanzas que se pueden depositar en él. Tarde o temprano, semejantes organizaciones sucumben al atractivo de un cambio total y ambicioso. Más vale prevenir que curar.

»Esta alerta es otro urgente motivo para desaconsejarte que viajes a Grecia ahora. Sean cuales sean mi abnegación y mi inquebrantable fidelidad, no podría responder completamente de la situación. Debes ocuparte de la suerte de Roma antes de pensar en alejarte de ella.

»No te ocultaré que la primera vez que me hablaste de tu deseo de construir una nueva Ciudad para inmortalizar tu reinado y hacer felices a tus súbditos, ese sueño grandioso me chocó. ¿Acaso eras de esos a quienes los dioses extravían para contribuir mejor a su pérdida? Pero largas meditaciones me han convencido por fin de la superioridad de tu genio visionario. Y estoy en situación de declararte que la cosa es posible, que en este momento sería excepcionalmente oportuna, y que hago de ella un asunto personal.

»Las cuestiones estéticas no son mi fuerte, pero siempre has juzgado buenos mis consejos administrativos y políticos. Una Roma claramente reconstruida al estilo griego sería mucho más fácil de administrar, puesto que podríamos distribuirla sobre una superficie mayor. El amontonamiento actual multiplica los problemas insolubles. Y, políticamente hablando, es cada vez más urgente acabar con el senado, esa hidra cuyas envenenadas cabezas renacen perpetuamente; se vuelve cada vez más urgente establecer sobre la versátil plebe un control eficaz. Los ciudadanos hostiles o dudosos no pueden llevar a buen fin dos empresas a la vez: conspirar y reconstruir. Una catástrofe bien estudiada te convertiría en el árbitro de la situación.

»Bastaría, por poco que el tiempo y el viento se presten a ello, con un pequeño número de agentes bien seleccionados para hacer mucho trabajo, y éstos callarían por miedo a que los acuchillen. El éxito sería completo, pues los vigilantes habrían sido advertidos mediante instrucciones verbales. No se podría impedir, no obstante, que tú fueras objeto, primer emperador que se encontraría en ese caso, de algunas acusaciones malintencionadas. Pero tanto a los imbéciles de este verano como a los imbéciles del futuro les opondremos victoriosamente este argumento de sentido común: “¡Es un poco exagerado!”. Un Príncipe inspirado puede permitírselo todo desde el momento en que ese todo supera los límites de lo creíble. Pues el común de la gente no vería en el accidente, con toda seguridad, más que el juego de fuerzas destructivas. Las profundas y bienintencionadas razones subyacentes se les escaparían. ¿Cómo expropiar sin dinero para reconstruir? Sin embargo, una élite, hoy y mañana, adivinará y aprobará el sacrificio.

»¡Ven, divino Amo, a presidir el doloroso parto de una Roma sin raíces donde cada piedra hablará sólo de tu gloria! Sería bueno que, antes de la tormenta, ofrecieras Juegos como nunca se han visto, de manera que la vieja Ciudad desapareciera al término de una alegre e inolvidable apoteosis, resumen de los placeres pasados y anuncio de los placeres por venir. También me responsabilizo de ello. Y si un día pudiera tranquilizarte el ofrecimiento de mi cabeza cómplice, te la ofrezco de antemano.

»¡Ven, ven, y cuídate mucho!».

Al volver a casa de su anfitrión para tomar un baño y vestirse para la velada a fin de cenar con el Príncipe, Kaeso charló un rato con Petronio, que parecía distraído y que acabó por decirle:

—Ha llegado una carta de Marcia para ti, seguida de una carta de Silano que debe de ser más reciente, pues la ha traído el correo imperial. Creo que en estos tiempos sólo puedes recibir de Roma malas noticias. Tengo la costumbre, en casos así, de dejar la lectura para más tarde, e incluso de pedir a un liberto que me haga un resumen. Pero tal vez, como tantos otros jóvenes, tienes prisa por sufrir.

Kaeso se encontraba en ese caso. Había intentado, durante todo el viaje, apartar a Marcia y a Silano de sus pensamientos, pero cuantos más esfuerzos hacia para olvidarlos más se acordaba de ellos. Con mano temblorosa, hizo saltar el sello de la carta de Marcia…

«Marcia a Kaeso.

»Te he visto partir con orgullo. Ese hermoso Kaeso que marchaba tras su Príncipe hacia un brillante porvenir, era el chiquillo febril que conocí la noche de mi matrimonio “gris” y a quien en seguida concedí una primera noche de amor, sin que él ni siquiera necesitara pedirlo; era el niño a quien paseé con orgullo por las termas; que alimenté con mis besos, confidencias y consejos; era el joven por el que tan a menudo me sentí llena de zozobra. El éxito era clamoroso y no lamenté mis penas, ostensibles o secretas.

»No obstante muero a causa de esta pena, ero sólo yo soy la causa, a no ser algún dios desconocido que juega con el corazón de las mujeres y les inspira pasiones sin salida. Mi último deseo, mi deseo más ardiente, es que mi desaparición te sea leve, como una fatalidad que no estaba en nuestro poder conjurar. Lo que he admitido y padecido tan discretamente a tu servicio no me daba, desde luego, más derecho que el de consentir y seguir padeciendo con tu tierna y condescendiente aprobación. Como tú escribías con tanto acierto en una carta que no me estaba destinada: “A mi edad, uno no se siente muy inclinado a hacer el amor por interés, reconocimiento, simpatía, piedad, temor o costumbre”. Un joven distinguido sólo puede hacer el amor por amor. Es una suerte de la que me enorgullezco, pues desde su más tierna edad yo no he hecho el amor más que por amor a ti. Y estoy segura de que, en caso de necesidad, tú también lo habrías hecho por mí… con cualquier mujer que no fuera yo. Te agradezco esta generosa disposición que, en suma, hace que estemos en paz.

»No estoy muy segura de haberte educado bien, es decir, conforme a tus verdaderos intereses. He hecho lo que he podido, confiando en mis buenas intenciones y en mi corazón, cosa que alguna vez puede engañar, pero que a la larga, según creo, constituye una guía bastante segura. De todas maneras, una consideración me consuela en el momento de decirte adiós: siempre he observado que la educación tenía tanto menos influencia sobre los hombres cuanto más inteligentes eran. Hay un noble genio en ti, que te coloca por encima de los demás, y yo no podía inspirarle nada importante que él no supiera ya. Sin duda yo no merecía velar por tus progresos naturales, puesto que sólo tenía amor para darte, amor que un día juzgaste excesivo. El que has tenido a bien aceptar lo llevo conmigo para siempre, y tengo la debilidad de creer que preferirías no haberlo sufrido viniendo de otra cualquiera.

»Al volver por la Vía Apia, hazme una leve seña con la mano. Esté donde esté, mi dulce y único amor, te amo».

Kaeso lanzó un gemido sordo y lamentable, dejó caer el rollo sobre las rodillas de Petronio y se echó a llorar sin poder proferir una sílaba. Petronio ojeó el texto latino de la carta y dijo:

—Una mujer verdaderamente excepcional, cuyo destino ilustra, ay, el peligro de las pasiones. Se casó con el viejo Silano por ti, ¿no es así?

—Si —confesó Kaeso con un sollozo—, sólo por mí, pero para poseerme mejor. Lo comprendí demasiado tarde.

—¿No era su primer sacrificio?

—¿Cómo iba a sospecharlo?

—No te reproches nada. La misma Marcia se entristecería en el país de las sombras. Está en la naturaleza de la pasión amorosa no encontrar nunca pasión igual o conforme, y no hallar descanso sino en la muerte. Tu Marcia ha tenido la vida que quería. El apasionado consume sus días en estado de posesión, desde luego, pero acoge y cultiva esa posesión y hace de ella su razón de ser. En el fondo, sin duda hay más voluntad en gente así que en los voluptuosos…

Kaeso no tenía valor para leer la carta de Silano, y le rogó a Petronio que se 1 a resumiera en espera de poder leerla personalmente. Petronio leyó y releyó el texto griego, que era de puño y letra del patricio y poco legible, para entender y separar bien las frases…

—Voy a leértela entera; vale la pena.

«D. Junio Silano Torcuato a su querido Kaeso, ¡salud!

»A pesar de todas mis precauciones, Marcia se envenenó la mañana que siguió a tu partida, no pudiendo soportar un nuevo día sin ti. Murió en un instante, con tu nombre en los labios. ¿Para qué hacerte reproches que serían menos amargos que los que te harás tú mismo? Además yo también tengo reproches que hacerme por no haber vigilado a Marcia como debería. Ni siquiera fui capaz de llamarla de nuevo a la vida. En ausencia de Pablo, me recomendaron a un tal Pedro, quien me mandó decir que no se preocupaba de resucitar a los suicidas. La curiosa estrechez de miras de esta secta es atrozmente decepcionante. Cierto que Marcia amenazaba con reincidir.

»Apenas me atrevo a hablarte de mis infortunios después de éste, que sin embargo desencadenó todos los demás con la asombrosa lógica del absurdo. Toda la nobleza romana que sólo jura por Catón de Utica, o en último extremo por Augusto, aprovechó la ocasión para convertir la muerte de Marcia en un sangriento reproche al Príncipe, con el pretexto de que ella puso fin a sus días como Lucrecia, después de los ultrajes nocturnos que Nerón le hizo sufrir. Si yo no fuera la víctima, habría encontrado la broma excelente. Pero en realidad era pesada, tanto más cuanto que debía de haber, entre los que lloraban más ruidosamente, algunos envidiosos que cargaban las tintas por el placer de obtener con más seguridad mi cabeza.

»Para satisfacer los legítimos deseos de Tigelino, que no dejaba de reclamarme aclaraciones compatibles con la reputación del Príncipe, tendría que haberle confesado que una matrona de la gens Junia de estimulantes antecedentes había sido violada en broma por un Nerón amistoso y chistoso, y que sólo se envenenó a causa de la desesperación de verse desdeñada por su hijastro, a quien no obstante yo estaba completamente dispuesto a adoptar.

»Privado de Marcia y de ti, a quienes hubiera querido reunir en un mismo amor y una misma benevolencia, he sentido llegar el momento de dejar correr un cuento tan halagüeño para mis antepasados y retirarme de la vida con toda la inmerecida dignidad que los dioses me concedan para recordarme mejor a mi mismo.

»¿Para qué dejar que las cosas se arrastren? Lo he tenido todo en la vida —salvo a ti— y se me ofrece una magnífica oportunidad, que tal vez no vuelva a encontrar, de irme con la cabeza alta.

»He instituido principal heredero a mi sobrino. Lego al Príncipe algunas estatuas y cuadros y la mesa de cidro de Cicerón, que estaba muy nerviosa estos últimos días. Lego un conveniente paquete de sestercios a Tigelino y a algunos otros. Te dejo el collar galo que Manlio Torcuato ganó en singular combate, que Calígula le confiscó a mi familia y que Claudio nos devolvió. Puesto que eres un héroe de virtud, es obvio que harás buen uso de él. Te habría ofendido legándote algo que no fuera un recuerdo: tu desinterés seria un eterno ejemplo para la juventud romana si las circunstancias permitieran que fuese más conocido.

»Espero al cirujano, después de haber recompensado a los libertos o esclavos que más lo merecían. Me desangraré en la soledad del sabio, sin hacer de este extremo una pequeña fiesta amistosa, como la que sin duda organizará ese presumido de Petronio cuando se vea obligado a hacer lo mismo.

»Sólo tengo una cosa más que decirte: cuando pases por la Vía Apia, recuerda cómo te he amado».

Esta lectura arrancó nuevas lágrimas a Kaeso, mientras que Petronio parecía un poco menos emocionado que por la carta precedente…

—Perdona mi indiscreción, pero ¿qué querrá decir Silano con esa extraña expresión, violada en broma"?

Kaeso, sorbiendo por la nariz, aclaró el punto, dando a Petronio qué pensar:

—Los hombres aceptan que se viole a su mujer, pero no que se diviertan con ella. En parte, Silano ha muerto por no convertirse en un ridículo cornudo. La dignidad lo has asfixiado. ¡Muerte admirable, y muy romana! Tal vez no sepamos vivir, pero sabemos morir.

»¡Y que yo no esté muerto! ¡He matado de pena a mi madre, y Silano, que me deseaba lo mejor, todavía estaría en este mundo si yo no hubiera causado su desgracia!

—¡Él mismo ha atraído a la desgracia! Es evidente que no tienes nada que ver con ese funesto malentendido.

Petronio intentó hacer razonar a Kaeso durante mucho rato, y con cierto éxito, pues éste último era sensible a los argumentos inteligentes. La pasión había matado a Marcia, la dignidad a Silano, y Kaeso no había sido, empeorando las cosas, sino el virtuoso instrumento del destino. Y uno llegaba a pensar que por disponer de instrumentos tan virtuosos, el destino no debía de ser tan ciego como se pretendía. Incluso era susceptible de algunas sonrisas, pues las exequias de Silano llamaban a Kaeso con urgencia a Roma sin que Nerón pudiera molestarse por ello.

No obstante, había que despedirse con arreglo a las formas. Tras una cena en la que el Príncipe estuvo preocupado y distraído, Kaeso le pidió una entrevista particular, le anunció la muerte de Marcia, cosa que él ya sabía de sobra, la más que probable de Silano, que ignoraba todavía pero que apenas le sorprendió, y al fin solicitó autorización para tener una oportunidad de rendir los últimos honores al marido de su madrastra. Los cadáveres aristocráticos, por lo común, permanecían expuestos una semana, plazo que en verano daba bastante trabajo a los embalsamadores.

Sin hacer alusión a la carta de Tigelino, Nerón le preguntó a Kaeso si el correo le había traído una aclaración sobre los motivos exactos de aquella doble desaparición. Kaeso estaba obligado, en estas circunstancias, a imitar la noble discreción de Silano y no decir más de lo que el Príncipe ya debía de saber o adivinar.

Así pues, declaró:

—Por lo que he creído entender, Marcia se ha dado muerte porque sufría de ese incurable aburrimiento que es la peor de las enfermedades de moda, pues de ordinario los médicos no tienen ningún talento para distraer a sus enfermos. Décimo y yo mismo nos veíamos impotentes ante la gravedad de estas crisis. Parece que mi madrastra, en sus últimos momentos, repetía: «¡Sólo Nerón ha sabido distraerme!». En cuanto a Silano, ya muy afectado por el brutal fin de su mujer, fue rematado por las estúpidas calumnias que senadores irresponsables difundieron acerca de ti en aquellos momentos. Corría el rumor de que Marcia habría seguido el ejemplo de Lucrecia porque tú habías atentado contra su virtud. Sin embargo, yo estoy en buena posición para saber que su virtud igualaba la tuya.

El Príncipe meditó un poco estas palabras y al fin dijo con el tono más amistoso:

—Me irrita el fallecimiento de Silano, que me proporciona un motivo suplementario para desconfiar del senado. Y estoy aún más entristecido porque Marcia nos haya abandonado. Una noche me revelaste que sentía una ternura excesiva por ti, pero lo tenía todo para ser una madre admirable, y estoy contento de haberle dejado un buen recuerdo.

La voz imperial se volvió acariciadora:

—¿No puedes, a pesar de todo, retrasar un poco tu viaje? Me gustaría consolarte de esos redoblados golpes que te ha asestado el destino…

—Te suplico que me perdones y me comprendas: acabo de perder a un amigo querido y a una segunda madre. Ni siquiera Venus podría consolarme esta noche. He perdido el gusto por todo y tengo jaqueca.

También Popea tenía jaqueca con frecuencia.

—Bueno —dijo Nerón—, no tendré la crueldad de retenerte. Esperaba recorrer Grecia y Egipto en tu deliciosa compañía, pero creo que también yo voy a volver a Roma después del munus de Vatinio. Graves asuntos me requieren allí.

—Iré a postrarme a tus pies en cuanto regreses.

—¡Ve pues! Mi favor te acompaña. Voy a dar en el acto instrucciones para que tu viaje sea lo mejor posible. La luna brilla para ti…

El Príncipe abrazó afectuosamente a Kaeso, que no se entretuvo más. Marcia, siempre atenta y celosa, le hacía un último regalo.