Al alba del día siguiente, XVII de las Calendas de junio, Kaeso y Myra se vieron atrapados en el torbellino del viaje imperial. En un viaje de cierta importancia —y éste tenía a sus ojos una importancia decisiva—, Nerón arrastraba con él a toda la corte, y eran una ciudad y una armada lo que de pronto se ponía en movimiento con el lujo más desatado. De muchas direcciones, como los afluentes que van a dar a un río, surgían resplandecientes cortejos para amalgamarse en el cortejo principal, que vomitaba durante horas por la puerta elegida para el éxodo. Y así desfilaban, entre dos filas de legionarios de las cohortes urbanas destinados a contener a la turba de curiosos, unidades de caballería de la guardia germánica, destacamentos de pretorianos con sus músicos, una selección de gladiadores que hacían las veces de guardias de corps, el Príncipe en su carro, la esposa del Príncipe, los amantes del Príncipe, los amados o concubinas del Príncipe, los amigos del Príncipe, los senadores cortesanos que aspiraban a serlo, los agustiniani de la nobleza o de la plebe, representantes de los principales ministerios o negociados para no perder contacto por el camino con los asuntos serios, una bandada de libertos o de esclavos imperiales de todos los oficios y especialidades, un escuadrón de portadores de despachos en sus caballos mauritanos de pura raza, y los amigos, amantes, amados, mujeres o queridas, libertos o esclavos de todos los que se podían permitir el lujo de no viajar demasiado solos… Fuera de las puertas de la Ciudad esperaban, obstaculizando el paso, miles de vehículos particulares o de camiones cargados de equipajes, y las burras herradas de plata maciza para los baños de leche de la Augusta.
A Myra la habían colocado en la cola, pero Kaeso iba con un grupo bastante restringido de amigos de Nerón, a poca distancia de la litera de Popea. Estaba muy satisfecho de que no lo hubieran metido entre los disparatados agustiniani, que parecían tanto más bobos por hallarse en grupo más compacto.
Al final de la mañana, el carro imperial se aproximaba a la Puerta Capena. Nerón en persona conducía con sabia lentitud una cuadriga de caballos blancos seleccionados por su calma. A despecho de numerosos esfuerzos a puerta cerrada en la pista del Circo Vaticano, el Príncipe nunca se había mostrado capaz de dominar animales difíciles, y esta insuficiencia le hacia sufrir mucho.
Kaeso estaba charlando con Petronio cuando, a la altura del templo de Mercurio que se erguía a su izquierda, el cortejo se detuvo un breve instante a causa de un embotellamiento en los alrededores inmediatos de la Puerta. Y de pronto Kaeso vio una mujer semivelada que lo miraba fijamente, encaramada al borde del estanque circular de agua lustral habilitado en el centro del área del edificio. Le costó trabajo reconocer aquel rostro trágico. Era el de Marcia. Ya el cortejo se ponía en camino. Sobrecogido, Kaeso hizo un signo amistoso con la mano antes de darse la vuelta para continuar. Acababa de tener el presentimiento de que ya no volvería a ver a Marcia con vida. Sintió el impulso de separarse de esa corriente ciega que lo arrastraba hacia regiones donde no tenía nada que hacer, de correr hacia Marcia, pedirle perdón y someterse a todas sus voluntades, de recobrar al fin la paz que pueden ofrecer los compromisos. Pero no por ello dejó de caminar, con los ojos nublados por las lágrimas.
Petronio le cogió del brazo y le dijo:
—¿Lloras por abandonar Roma?
—Lloro por abandonar a mi madre, a la que no estoy seguro de volver a ver.
—¿Acaso Marcia ha caído enferma después de que Júpiter, según se dice, la raptara durante algunas horas?
—Padece algo muy distinto.
Y añadió espontáneamente:
—Me ama con un amor que no puedo devolverle.
Tras un silencio, Petronio contestó:
—Una situación de teatro, pero no por ello menos crucial y cargada de peligros. Cuando las madrastras empiezan a perseguir a sus hijastros, siempre hay una hecatombe al final de la tragedia. La madrastra tiene fama de tomarse el amor en serio.
—¡Lo sé demasiado bien! Por eso he renunciado a convertirme en el hijo adoptivo de Silano.
—¡Muy cara pagas tu libertad!
—Tanto más cuanto que Silano se habría mostrado complaciente. Y así con todo no soy libre, pues súbitamente Nerón me quiere demasiado.
—¡Pasamos de la tragedia a la comedia!
—El tono de la obra dependerá de mí.
Petronio soltó el brazo de Kaeso para señalarle el imponente harén que les precedía…
—Harías mal en subir el tono de voz en el seno de un coro tan numeroso. Conozco bien a mi Nerón, que es el muchacho más encantador del mundo cuando se le sabe tratar. Tiene exceso de trabajo y su capacidad amorosa es bastante reducida. Después de algunas formalidades sin consecuencias te dejará en paz, y de ti dependerá disfrutar, quizá, de un cargo honorario y fructífero.
Petronio tenía el don de las fórmulas elegantes y razonables.
Kaeso preguntó:
—Puesto que conoces bien al Príncipe, ¿de qué lado crees que le gustaré?
Petronio rió de buen grado y contestó:
—La respuesta no es fácil, pues Nerón, como todos los artistas, está lleno de fantasías. Pero si temes la suerte de Esporo, harás bien no aventurándote cerca del Amo salvo cuando salga del brazo de una mujer o de un invertido. Eros no siempre está vendado.
En su sencillez, el consejo parecía excelente, pero llevarlo a cabo exigía informaciones precisas y diarias, difíciles de procurarse sin falta. Kaeso se encontraba en una situación cada vez más ridícula y penosa.
Con una perfecta delicadeza, Petronio informó a Kaeso de lo que debía saber sobre la especial psicología de los sodomitas y los invertidos, ardua conferencia, pues el laureado de la contra natura podía ser uno u otro, al mismo tiempo o sucesivamente, y aficionado a las muchachas por añadidura. Pero Petronio era poeta y novelista mundano, experto en hablar bien de lo que sólo conocía superficialmente, y parecía tanto más competente cuanto que, sin tener personalmente una reputación homosexual muy clara, había descrito a los dos héroes de su última novela verde en situaciones que no dejaban ninguna duda respecto a sus costumbres.
—En resumen —concluyó—, el sodomita confirmado presenta a menudo todas las características de una exuberante virilidad, tanto física como mental, mientras que el invertido crónico tiene, naturalmente, maneras y reacciones femeninas. Pero he visto ambivalentes adoptar curiosamente un tono y un aspecto contradictorios según se vieran empujados por su humor del momento a jugar papeles activos o pasivos. Ahí habría una especie de desdoblamiento de personalidad, para el que los actores tienen dones especiales, puesto que su temperamento les lleva día tras día a parecer en el escenario lo que no son o lo que les gustaría ser.
Petronio había hablado en un tono un tanto elevado y desde luego había numerosos homosexuales en el séquito restringido del Príncipe. Una voz se elevó tras ellos:
—¡Sí, con toda seguridad, cuando los pederastas juegan al corro al claro de luna cual una corona de laureles en la frente imperial, el desdoblamiento de personalidad cobra un incontestable relieve! —hubo una explosión de carcajadas y la conferencia se detuvo en seco.
Pasada la Puerta Capena, los personajes de alto rango montaban en vehículo o litera, y la procesión se extendía a todo lo largo de la Vía Apia hacia la cercana bifurcación donde iba a dar la Vía Latina, que llevaba a Campania por un itinerario más septentrional. Para facilitar la solución de los problemas de intendencia, se había previsto que Nerón y su tropa seguirían la Vía Latina, y que el resto de los viajeros continuaría por la Vía Apia, que tocaba por primera vez el mar en Terracina, pasadas las marismas Pontinas. La Vía Latina atravesaba regiones de valles más risueños. Pero un tercer cortejo había salido al mismo tiempo de Roma por la Puerta Raudusculana para tomar la Vía Ardeatina, que alcanzaba el mar en Árdea, al sudoeste de Ostia. Y los impedimenta más pesados habían salido en barco durante los días precedentes. ¡Los viajes imperiales no eran cosa de poca monta!
A una velocidad normal, habrían bastado tres días para llegar a Nápoles. Pero nunca había nada normal con un Nerón. El paso de senador era ya lento, pero el paso de imperator daba a la población todo el tiempo del mundo para admirarlo. La corte ambulante había conservado la costumbre romana de celebrar banquetes hasta una avanzada hora de la noche, lo que retrasaba tanto más la salida por las mañanas; y las frugales comidas sobre la hierba se convertían también en agotadores festines. El emperador tenía, además, que encontrar tiempo para poner a punto su número de canto bajo la dirección de Terpnos, ejercicios minuciosos que ocasionaban paradas suplementarias.
El primer día no pasaron de Tusculum. Al día siguiente, durmieron en Anagni. Dos días más tarde, en la vieja capital volsca de Fregelles. La noche siguiente, se repartieron entre las localidades vecinas de Casino e Interamna del Latium (había otra Interamna en Umbría). Por fin pasaron una noche en Capua, a fin de preparar la entrada en Nápoles, que debía desarrollarse con una pompa análoga a la que había señalado la partida. La fértil Capua trepidaba en animación durante todo el año, pero las etapas precedentes habían desplegado su fasto en el territorio de pequeñas ciudades latinas adormiladas, vaciadas de su sangre desde mucho tiempo antes por el vampiro tentacular plantado sobre las siete colinas, y el trastorno ocasionado por la corte había sido tanto más chocante cuanto que el Príncipe, en su bondad siempre alerta, había hecho habilitar en cada alto lupanares gratuitos para los que lo acompañaban y para los que tenían el honor de recibirlo.
Kaeso cenaba cada noche en compañía de Nerón y sus amigos más íntimos, entre los que siempre figuraban Vitelio y Petronio. Como había predicho Cn. Pompeyo Paulo, el emperador no parecía interesarse apenas por Kaeso. Estaba visiblemente atormentado por la obsesión de un fracaso desastroso en el escenario de Nápoles, hasta el punto de que no se atrevía a abordar el tema. Para mantener confiado a Nerón, lo mejor era suplicarle que cantara en atención al estrecho cenáculo de sus más fieles admiradores. Pero él quería reservar su voz para el gran día, en el que tendría que dominar y seducir a un mar de rostros desconocidos, y se pasaba las horas de sueño con placas de plomo sobre el pecho.
El Príncipe tenía otro motivo de temor y perplejidad. Un triunfo en Nápoles sería un poderoso estimulo para proseguir el viaje hasta Corinto. Y, en consecuencia, había amontonado equipajes. Pero la perspectiva de dejar tras de sí una Ciudad poco segura e inquieta era como para provocar vacilaciones. Nerón había llegado a odiar a esa vieja Roma, atada como una cadena a su augusto tobillo. Mientras avanzaba majestuosamente hacia la Puerta Capena, habían surgido de la baja plebe quejas lamentables: «¡Amo, no nos abandones! ¡Vuelve pronto con nosotros!». Valía la pena pensar en la advertencia.
Kaeso cultivaba la compañía de Petronio con interés y placer particulares. Habían apodado a este privilegiado amigo del Príncipe «el árbitro de la elegancia» a causa de criterios externos, pero la primera elegancia de Petronio era la del espíritu, con todos los encantos, y también algunos defectos, de una cualidad semejante.
La pérdida de toda creencia ocasiona fácilmente un vivo interés por las formas, en el que una sensibilidad artística, o que pretende serlo, puede tener libre curso. Cuando la metafísica falla, hay que volverse hacia los sentidos, que pueden parecerle menos engañosos a un escéptico hastiado. Sin embargo, el sibarita, que se ha dedicado a hacer de su existencia un pequeño paraíso de gracia y belleza, muy raramente es un hombre de carácter. Petronio resolvía esta contradicción de una manera indolente que habría engañado a un observador superficial. Este hombre dado a todos los placeres con una aristocrática moderación, que vivía sobre todo de noche, como la lechuza de Atenea, era en realidad extrañamente insensible al miedo o a la corrupción, no cedía ni a la maldad ni a la envidia, pasaba por ser un amigo seguro, benevolente y discreto. Se hubiera dicho que este hombre regalado consumía lentamente su vida a falta de algo mejor, siempre superior a su placer, dispuesto a abandonar el espectáculo con la sonrisa en los labios en el momento en que la comedia dejara de distraerle. Tal desapego no se debía a la filosofía. Más bien estaba en armonía con la antigua tradición romana, que hacia de las artes y las letras una distinción superflua, con la que un hombre honrado no se comprometería a fondo sin enrojecer. Petronio era artista de labios afuera, y la excelencia de su juicio estético tal vez provenía justamente de esa distancia que había sabido tomar respecto del objeto favorito de sus preocupaciones. Trataba de introducir un poco de buen gusto en las más barrocas extravagancias de Nerón, no insistía nunca y por esa razón era escuchado con mayor atención. Uno se preguntaba lo que habría llegado a realizar si hubiera prestado toda su atención a una obra digna de si. Pero se había resignado a pasar como la sombra del que podría haber sido, sin dejar una huella acorde con la profundidad de sus dones.
Una hermosa noche, Petronio y Kaeso paseaban para hacer la digestión por la campiña latina, en los alrededores inmediatos de Tusculum. Tras ellos, más allá de la villa de Cicerón, ascendían en la clara noche los rumores del burdel que Nerón instalaba por donde pasaba. Y desde las alturas en que se encontraban, sobre las cuales se había construido antaño la pequeña ciudad, distinguían hacia el sur, más allá de la Vía Latina que serpenteaba en una hondura, la masa de los montes Albanos, que evocaban tantos recuerdos históricos. Era allí, a orillas del lago Albano, donde se había construido la primera Roma, Alba la Larga. De día, la vista alcanzaba hasta el mar.
Como Kaeso se preocupaba por la salud de Petronio, cuyo cansancio era visible, este último le contestó:
—Me siento como un condenado a muerte, y puesto que no le deseo mal a nadie, el hecho de que la mayoría de los amigos del Príncipe estén en el mismo caso que yo no sirve para consolarme.
Al protestar Kaeso, Petronio se explicó:
—Es nuestra educación lo que nos condena. ¿Qué se puede hacer contra la educación?
—¡Eres cada vez más sibilino!
—Voy a contarte una anécdota para que lo entiendas. Tengo la irreparable desgracia de inspirar confianza, y a uno de mis amigos se le ocurrió la desafortunada idea de pedirme consejo hace poco. En razón de su hostilidad al régimen, de la que no hacía un misterio, lo habían invitado a una reunión escogida, donde el dueño de la casa terminó por sondearle en cuanto a su eventual participación en una conspiración. Por prudencia más que por convicción, aplazó su decisión para más tarde, y después le perseguía el temor de verse un día comprometido en aquel asunto criminal, en el que no obstante no tenía nada que ver salvo por su silencio. Este amigo se sentía cogido en la trampa y ya no sabía qué conducta adoptar. Pero un horror instintivo por la delación, que había mamado con la leche de su madre, le impedía día tras día ponerse a salvo mediante una traición que, por otro lado, toda la alta sociedad habría considerado infame.
»¿Entiendes el problema? Nerón tiene tres clases de amigos. Los que quieren asesinarlo; los que no le desean ningún mal, pero nunca cometerían una delación para salvarle la vida; y los que venderían a su padre y a su madre por una caricia del Príncipe. Tal es la soledad en la que vive, tal es la confianza que puede otorgar a su entorno más cercano.
»Cierta preocupación por la elegancia me sitúa entre los falsos amigos de la segunda categoría. Denunciaría de buena gana a un esclavo, o en último extremo a un liberto, pero entregar hombres de mi clase a los insultos de Tigelino, hombres que se me parecen en tantos aspectos, es superior a mis fuerzas. Y creo que tú tampoco eres un delator.
»Ya ves en qué masacre desembocará esta situación podrida. Cada año aumenta el número de aquellos que han sabido algo, lo han barruntado, lo han sospechado y no han dicho nada. Un día estallará la tormenta, y poco a poco, de tortura en tortura, una multitud de elegantes que no se dignaron hablar a tiempo se verán a arrastrados a la tumba. Sin duda esto será el principio del fin del régimen, pero no morirá solo. Séneca, que guarda aún más secretos comprometedores que yo, esta marcado por el mismo signo fatal. La buena sociedad gemirá por la crueldad de un Nerón que derrama la sangre de un preceptor tan honorable, y habrá pocos historiadores que señalen que no entra en la moral habitual de los preceptores dejar que asesinen a un alumno que los ha colmado de favores. Así va el mundo, lo que me da pocas posibilidades de morir de muerte natural. Pero, a despecho de las convicciones estoicas o platónicas, ¿hay alguna muerte natural concebible?
Si había que creer a Petronio, la corte parecía todavía más peligrosa que la arena.
—Entonces, ¿por qué —preguntó inocentemente Kaeso— aumenta cada año el número de nobles y senadores que han jurado desembarazarse de Nerón? No es un gran crimen burlarse de las viejas costumbres romanas para marchar tras las huellas de Alejandro o de Antonio. Lo más preclaro de nuestra civilización viene de Oriente, y tarde o temprano es fatal que se imponga una idea oriental del poder. El Príncipe no puede seguir siendo eternamente el jefe de una pandilla de senadores que perdieron hace tiempo toda eficacia política. Esta ficción, que mal que bien Augusto consolidó, ya se bamboleaba en la época del gran César.
Petronio arrancó de su junquillo una mata de hierba seca y meditó un momento antes de confiar la clave del misterio…
—La mayor parte del senado se burla de las costumbres, y hasta de la política, pero solamente en la medida en que sus intereses materiales no están en juego. Cuando esa gente acusa a Nerón de «helenizar» y jugar al déspota oriental, se trata evidentemente de una hipócrita maniobra para ganarse a una pequeña burguesía y una plebe supersticiosa, donde el menor zapatero se toma por Rómulo. El pueblo está más sinceramente ligado que la aristocracia a los gloriosos fantasmas que vagan por estos montes Albanos.
»Hace siete años, siendo Nerón cónsul por tercera vez, a fin de dejar clara su voluntad de influir en la coyuntura, un grandioso proyecto de reforma fiscal fue sometido a la aprobación del senado. Lo habían debatido durante un año en el Consejo del Príncipe, y me habían llegado ecos precisos y dignos de crédito.
»Tú sabes, como todo el mundo, cuál es el sistema actual, fruto de múltiples conquistas. Las ciudades incendiadas han sido reconstruidas, pero sigue existiendo un sistema de contribuciones discriminatorio. Los impuestos directos, que por definición pesan en primer lugar sobre los más pobres y que constituyen tradicionalmente un recurso fundamental del Tesoro, son recaudados por compañías de publicanos, capaces de adelantarle dinero al Estado y pingüemente remuneradas por el producto de las imposiciones. Estos recaudadores obtenían escandalosos beneficios con tanta más facilidad cuanto más lejanas estaban las provincias y más difícil era el control. Italia se ha librado relativamente por sus exacciones. Los ciudadanos romanos de Italia están exentos de impuestos directos, cuya importancia no deja de aumentar.
»El proyecto de Nerón, de una audacia sin precedentes, consistía en reducir o abolir los impuestos indirectos para sustituirlos por un impuesto directo general, pagado por todos los individuos del Imperio, incluso por los ciudadanos.
»Imagínate el furor de los senadores, a quienes la ley obliga a detentar un capital territorial italiano considerable. Se pretendía, por primera vez, que pagaran contribuciones en relación con sus ingresos, y aún habrían perdido más, pues la abolición o la disminución de las tasas indirectas sobre la circulación de los productos provinciales habría reducido el coste de las importaciones y condenado a los propietarios de terrenos en Italia a vender menos caras las cosechas de sus dominios.
»Las quejas del senado ante esta ingenua e idealista proposición fueron tan vivas que el joven emperador tuvo que aceptar un compromiso irrisorio, que respetaba en esencia los intereses en peligro.
—¿Qué le impedía al emperador hacer caso omiso?
—¿Ordenar que degollaran al senado? Pero habría sido necesario sustituirlo por otro que hubiera defendido los mismos privilegios. Nerón puede hacer que maten a un senador y confiscar sus tierras para agregarlas a las inmensas propiedades imperiales, pero no puede hacer que maten a todo el mundo y confiscarlo todo, porque carecería de capacidades administrativas para manejar una masa tan enorme de tierras. Además, los senadores perjudicados tendrían todo el apoyo de los «caballeros» de la contrata de recaudación, e incluso de muchos ciudadanos modestos de la península. Sólo la plebe romana habría ganado inmediatamente con el cambio, pues el precio de los víveres habría disminuido.
»El senado no ha olvidado esta terrible alerta, y Nerón tampoco. Su sincero deseo del bien público tropezó con el muro del dinero, y el dinero, en vista de la inmensidad de sus ambiciones, le hace falta más que a cualquier otro. El emperador sueña con una nueva Roma de trazado geométrico, donde los jinetes germanos y los pretorianos podrían circular fácilmente en caso de revuelta; y también cuestan muy caras las competiciones artísticas y gimnásticas al estilo griego que trato de instaurar, además de los ruinosos espectáculos habituales, que nunca han sido tan lujosos. De ahí la desavenencia entre el Príncipe y el senado. Nerón quiere salir al paso de estos egoístas, hacerlos entrar en razón, reducirlos al derecho común con la esperanza de reanudar un día su famoso proyecto fiscal; y todos aquellos a quienes pretende despojar para asegurar al Estado finanzas más equitativas, regulares, abundantes y sanas intentan ganarle por la mano, con la espada o el veneno. No doy un as por su cabeza y es una pena, pues esa nueva fiscalidad es el único remedio para conjurar el espectro de un hundimiento financiero que algún día impedirá pagar a las armadas indispensables para la supervivencia del Imperio y el mantenimiento del orden interior.
—¿Condenarías a muerte al Imperio por no traicionar a un amigo criminal?
—Eso me temo. Cuestión de educación…
En la ensordecedora pompa de la entrada en Nápoles, esta conversación le parecía a Kaeso irreal. De todas las colonias y municipios vecinos habían acudido curiosos para mezclarse con el exuberante y adulador populacho griego y ver de cerca a un emperador que se disponía a subir públicamente al escenario de un teatro. Ni siquiera Calígula se había atrevido a llegar tan lejos en el más provocativo desdén de las mejores tradiciones romanas. Y mientras el carro imperial avanzaba lentamente hacia el ágora de la ciudad helénica, el Vesubio despedía una negra humareda, como para dar a entender que los dioses infernales no veían con buenos ojos la audacia de Nerón.
El emperador se encerró dos días con Terpnos para concentrarse antes de la temible prueba, que estaba prevista para el X de las Calendas de junio, fiesta de Tubilustro o purificación de las trompetas guerreras, bajo el patronazgo de Vulcano. Kaeso y Myra pasaron esos dos días en la villa que Petronio poseía cerca de Herculano, de dimensiones bastante modestas pero lujosamente refinada, con una vista soberbia sobre el golfo de Nápoles desde Capri a Ischia y Prócida.
Petronio sólo había llevado consigo a una amante estéticamente perfecta, una liberta llamada Isis, y a una docena de esclavos, que formaban una reducida familia con la veintena de encargados de custodiar y cuidar la villa. Kaeso, a quien Myra no procuraba ningún placer, hasta el punto de que la pequeña le estorbaba muchísimo, se la ofreció a Petronio al principio de su estancia para agradecerle su hospitalidad, pero el anfitrión tuvo un delicado escrúpulo y no aceptó el regalo. Petronio Arbiter no tenía trescientos esclavos, pero los que tenía eran todos de valor, y no veía el menor interés en cargar con aquel gato escuálido que sólo podía hacer feliz a un plebeyo. Como Petronio temía haber herido a Kaeso con su cortés negativa, le propuso disponer a su antojo de Isis durante su estancia en Herculano, pero Kaeso rehusó a su vez el ofrecimiento. Petronio ya había arrojado en sus brazos a una muchacha en Bayas. Esta manera de endosar amantes a sus amigos era un poco sospechosa.
Petronio terminó por explicarse durante la segunda noche, mientras cenaban los dos ante un mar como una balsa de aceite en ausencia de Myra y de Isis, que se aburrían en cualquier conversación de cierto nivel.
—Tengo por prudente doctrina —confesó Petronio— excluir cuidadosamente de mi vida toda amenaza de pasión amorosa. Cuando uno ha visto los daños causados por esa temible enfermedad, nunca tomará bastantes precauciones. La más segura es elegir amantes de grupa llena y cabeza vacía, cualidad que por otra parte es de lo más corriente en la mujer. Entonces uno puede disfrutar de un descanso y una satisfacción completos. Queda luchar contra los enojosos problemas de los celos. Nada hay entonces como practicar liberalmente esa ascesis que consiste en procurar placer a los amigos. La primera vez que te vi en casa de Silano, resplandeciente de juventud y candor, ya me pareciste digno de una halagüeña atención, y la amante a quien yo honraba entonces era muy indicada para hacer felices a tres.
Las consideraciones de Petronio sobre el matrimonio estaban impregnadas de una sensatez semejante:
—Los problemas fatales del matrimonio quizá serían soportables si no se sumara a ellos un problema posible, que disuade de intentar la experiencia: traer a un niño al mundo. Los niños se pasan la vida haciendo polvo las esperanzas que uno ha puesto en ellos. Según las exageradas palabras de mi padre, que siempre me tuvo por un inútil, «tener niños es aumentar el área de desgracia». No hay ni un éxito entre cien. Para lograr un producto al gusto de uno, habría que preñar a una prodigiosa multitud de concubinas, y el juego no vale la pelota. Sólo tienen hijos sin estremecerse los rústicos dominados por las oscuras fuerzas del instinto, o los filósofos fanáticos con poca audiencia, que sucumben a la ilusión de incrementar su auditorio y perpetuar sus ideas aumentando su familia. Y las mujeres también los desean a veces a causa de su miopía, pues sus hijos se parecerán a los hombres que las engañaron e hirieron de muerte. Agripina ilustra perfectamente los peligros de todo embarazo.
Como el pesimismo de Petronio estaba muy difundido, no era sorprendente que el Imperio se despoblara.
Durante esos dos días, mientras Nerón recibía los últimos consejos del gran Terpnos y de paso revisaba con sus actores favoritos una obra de Eurípides que había decidido presentar como primer plato, hubo febriles preparativos para constituir una asistencia a su altura, pues se trataba de un asunto de Estado. Tigelino, que se había quedado en Roma para despachar los asuntos corrientes, había puesto a punto el proyecto con un equipo de especialistas, y se desvelaban para eliminar la menor amenaza de obstáculo. Todo el mundo temblaba ante la perspectiva de que el emperador tuviera un fracaso humillante y ya no se sabía qué inventar para ofrecer al Príncipe las más expresas garantías. Así pues, el Príncipe vivía angustiado por tener que afrontar a una oleada de aficionados exigentes, cuando su público nunca sería tan artificial ni complaciente.
El más grande de los teatros de Nápoles, construido, según la perezosa costumbre griega, excavando una colina y situado frente al mar, se había juzgado demasiado pequeño, y en un tiempo récord habían levantado un inmenso teatro de madera al estilo romano, sobre terreno llano, en las afueras de la populosa ciudad. La flor y nata de la corte, los senadores y los augustiniani, debían ocupar las primeras filas con el consejo municipal de la villa. Más arriba distribuirían a la población, griega en su mayoría y filtrada con suspicacia; cada cual tenía que presentar su tessera personal de entrada. Más arriba todavía, un surtido de mujeres y niños g riegos seleccionados de la misma manera y engrosado por la élite de las prostitutas que habían amenizado el viaje. Las últimas gradas, a una distancia de la escena que no permitía reconocer ningún rostro, las llenarían pretorianos vestidos de civil; y los gigantes rubios de la guardia germánica coronarían el edificio para poder prevenir el menor atisbo de desorden.
Además, durante esos dos críticos días no pararon de convocar a la mayor parte de los futuros espectadores para que participaran en los ensayos, siendo luego recompensados con banquetes y repartos de pequeños regalos. Se trataba de un intento para regular los aplausos y entusiasmos de tal forma que el Príncipe tuviera una viva impresión de espontaneidad y competencia. Un grupo ensayaba la obra de Eurípides con esta desmesurada claque, y un cantor citarista presentaba después los fragmentos que Nerón se enorgullecía de ofrecer en primicia. La multitud de los espectadores había sido dividida en secciones, cada una provista de un jefe de claque encargado de capitanear y controlar lo mejor posible la contribución de su grupo. Habían molestado a Kaeso para incluirle entre unos augustiniani encargados de los «aplausos discretos», los que requieren mayor oportunidad, tacto y delicadeza. Petronio no paraba de reír ante una mascara a semejante.
Desde el alba del Tubilustro, el teatro se llenó poco a poco y la representación del Hércules furioso de Eurípides empezó temprano. Nerón pensaba que los griegos de Nápoles eran dignos de su autor favorito, que la plebe romana era incapaz de apreciar desde hacia mucho tiempo. Interpretando el papel de Hércules en una obra que conocía bien y que a menudo había interpretado en privado, pensaba familiarizarse con el ambiente y las exigencias de una gran representación pública y estar en su mejor forma para la actuación que seguiría y que él consideraba lo esencial. Ventaja adicional de una tragedia de alto nivel: la máscara obligatoria y la presencia de la bocina darían más alcance a su voz un poco débil, que estaría a punto para acompañar a la citara después del entreacto. Nerón apenas se inquietaba por la composición de su Hércules. Había interpretado muchos otros personajes masculinos o femeninos: Orestes, Creonte, Nauplio hijo de Palamedes, Tiestes y Alcmeón, Atis y Capanea, Antígona, Níobe o Melanipa… Ni siquiera el parto de Cánace había su puesto un problema para él.
Dominando su nerviosismo en ese instante capital, el emperador consiguió, pues, causar buena impresión, ayudado, según creía, por una cálida atmósfera de desinteresados expertos, y flanqueado por perros viejos del escenario que no dejaban escapar una oportunidad para que Nerón se destacara. Además, la máscara trágica era una excelente protección contra la amenazadora parálisis, y a los demás sus máscaras les permitían apuntarle discretamente al Amo los versos que su emoción le hiciera olvidar. Nerón se animaba progresivamente y daba todo lo que podía. Se habían visto actores mucho más mediocres y la asistencia esperaba algo peor. Se anunciaba un éxito en buena parte merecido.
Casi al final de la obra, Hércules llega a Tebas en el instante en que su mujer y sus tres hijos, ya engalanados para el sacrifico, van a pasar a mejor vida. Su llegada inesperada los salva y a él lo cargan de cadenas para sacrificarlo a su vez. Era el momento más emocionante de la tragedia y la claque observaba un religioso silencio, cuando un joven soldado surgió de entre bastidores y se precipitó, con la espada desenvainada, hacia el Príncipe.
El soldado Liber, de una pobre familia de Lucania, había sido pastor de ovejas durante cierto tiempo en los alrededores de la Vía Popilia, que unía Capua con Regium y Sicilia. Harto del ganado ovino y sobre todo de las ovejas, que no tenían los encantos de las «burritas» de Grumentum o Bruxentum, había preferido la carrera militar, y recientemente lo habían destinado a Campania. Su única experiencia artística era la de la arena y el teatro pomo de las ciudades de aquella región, donde las riquezas acumuladas por la agricultura y el comercio habían permitido que los mecenas municipales se distinguieran. La violencia y crudeza de los espectáculos de Puzzolas o Pompeya eran famosas.
Hasta el suplicio de Hércules, el soldado Liber había custodiado una de las entradas de la sala de las máquinas que se extendía bajo las tablas, delante del «muro de escena» de madera, y se había entretenido con las maniobras del decorado mientras hasta él llegaba el eco de los aplausos y las ovaciones que puntuaban el espectáculo. El gran Silencio que se había instaurado en el momento de la escena del suplicio de Hércules había picado su curiosidad, y cedió a la tentación de subir algunos escalones para aventurar una ojeada, en la más completa ignorancia de lo que podía ser una tragedia clásica. Solamente sabía que Nerón interpretaba un relevante papel en una obra que él imaginaba, desde su subsuelo, como una comedia sangrienta y lúbrica.
Viendo de repente a su emperador cargado de cadenas y gimiendo, había perdido toda su sangre fría, cualquier facultad de reflexión y de análisis. Un pastor de ovejas no asiste a pintorescas y teatrales ejecuciones de condenados a muerte sin que se embote su pobre espíritu critico. Y así, creyendo que se trataba de un odioso atentado, Liber había desenvainado y acudido a echar una mano, atendiendo únicamente a su deber y esperando el ascenso.
La irrupción de aquel amenazador estúpido sumió al escenario en la más espantosa confusión. El intruso luchaba como un loco para liberar de sus cadenas a un Nerón que creía llegada su última hora; los guardias habían acudido e intentaban dominar al asesino; los actores lanzaban alaridos que al fin sonaban realmente trágicos…
Tras un breve instante que pareció durar un siglo el malentendido empezó a aclararse, y por fin alguien pensó en bajar el telón.
Habían arrastrado al desfalleciente emperador al suntuoso camerino habilitado en la parte trasera del «muro de escena», donde le quitaron la máscara y los coturnos. Tenía la mirada extraviada y le castañeteaban los dientes. Los artistas son seres demasiado sensibles como para que el valor físico sea, de ordinario, su punto fuerte.
En los graderíos, donde el atentado todavía parecía evidente, los abrumados jefes de claque ya no sabían qué instrucciones dar, y corrían los rumores más contradictorios sobre la suerte d el Príncipe.
Los más íntimos de Nerón, pasada la primera emoción, se habían precipitado en busca de noticias, para verse mantenidos a distancia por una cerrada cortina de pretorianos, germanos y gladiadores. Allí estaba Popea, que alternaba amenazas y súplicas para forzar la barrera; un Esporo muy preocupado, que había perdido un pendiente; el liberto Pitágoras, el amante más a preciado del Príncipe, que soñaba con casarse con él para hacer rabiar al senado; y, naturalmente, Vitelio, Nerva, Petronio, Kaeso y muchos otros…
Un centurión del Pretorio se destacó al fin de entre los guardias para declarar que el emperador deseaba entrevistarse con Petronio, Nerva y Kaeso, selección bastante notable en aquellas circunstancias. Como verdadero artista atento a sus responsabilidades, Nerón, desdeñando mujer, amante o amado, llamaba en primer lugar a amigos cuya experiencia artística le inspiraba confianza. Petronio y Nerva eran sus consejeros habituales, y había apreciado las observaciones de Kaeso en el banquete de Silano.
Mientras guiaba a los tres visitantes hasta el Príncipe, el centurión Sulpicio Asper les confió:
—¡El agresor es un retrasado cuyo único deseo era socorrer al emperador! Cuando los Tito Livio del futuro cuenten el hecho, nadie lo creerá…
Asper olvidó añadir que el asesinato de Nerón habría satisfecho sus propios deseos. Para muchos tribunos y centuriones del Pretorio, para el mismo Fenio Rufo, que compartía esa prefectura clave con Tigelino, la subida de un César a las tablas cubría de vergüenza a toda la armada. Los mandos del Pretorio se reclutaban sobre todo entre una burguesía italiana a la que nada había preparado para semejantes escándalos.
Nerón dijo en seguida a sus tres amigos:
—¿Qué actor será nunca más desgraciado que yo? ¡Años de trabajo y esperanza para acabar en este insondable ridículo! ¿De qué suplicios no será digno semejante miserable? ¿Cómo voy a empezar otra vez? He perdido el ánimo…
Nerva tuvo que confesar que aquella prodigiosa mezcla de tragedia y comedia había asestado un golpe fatal a la representación, y que le parecía excluida la idea de levantar de nuevo el telón para interpretar el final de la obra.
Petronio hizo una sugerencia práctica:
—Asper nos ha asegurado que esta agresión estúpida tenía por meta sustraerte a los ultrajes. Eso es, en un soldado, un hermoso ejemplo de valor y fidelidad, en el que muchos pretorianos podrían inspirarse. Cuanto más tontos son los legionarios, más seguros resultan, y no hay que desanimar a nadie. Te aconsejo que pongas de tu parte a los que se ríen recompensando a ese bravo muchacho. ¿Quieres que me encargue de anunciárselo al público?
Kaeso encontraba el consejo muy astuto, y Nerva, a fin de cuentas, estaba más o menos de acuerdo. Nerón terminó por unirse a ellos y los despidió:
—Que Petronio va y a en seguida a restablecer la situación, y vosotros dos, dejadme solo. Necesito recogimiento antes de cantar. ¡Ah, qué oficio el nuestro!
Así pues, Petronio subió al escenario y dijo con voz fuerte y en un griego perfecto:
—¡Estad todos tranquilos! César me encarga que os diga que se encuentra bien y que cantará para vosotros como estaba previsto en cuanto haya descansado un poco. En cuanto a la obra, acaba de terminarse con un golpe de efecto que al genio del propio Eurípides le habría costado trabajo imaginar. Un soldado que tenía más corazón que instrucción, viendo a su emperador cargado de cadenas, ha corrido a liberarlo. ¡Qué todas las legiones imiten semejante devoción, y tendremos tragedias todavía más divertidas!
Ese bravo ha merecido sobradamente el ascenso que Nerón le concede atendiendo a mis ruegos y a los de todos sus amigos. Ya veis que Hércules no siempre está furioso: ¡tiene sus momentos de clemencia cuando se encuentra en Nápoles!
Los jefes de claque ya sabían lo que tenían que hacer a continuación, y el cielo azul se llenó de clamores elogiosos y risas mientras desataban apresuradamente al soldado Liber, que había sido encordelado como un salchichón galo.
Pasó una hora larga. Nerón volvió a llamar a Petronio, que al regresar le dijo a Kaeso:
—El asunto parece estar en un callejón sin salida. Nerón ha llegado hasta el pie de la escalera que conduce al escenario, y sigue allí, aferrado a su cítara, incapaz de dar un paso más y aparecer con el rostro descubierto. No he sabido qué decirle para animarlo.
Kaeso se dirigió a su vez al encuentro del Príncipe, que hizo una seña para que lo dejaran pasar. Nerón tenía una pinta lamentable, clavado en el sitio por el nerviosismo, y sus ojos girando desesperados en el claroscuro del pasillo. El miedo a la multitud le impedía avanzar y la vergüenza le impedía retroceder. Kaeso pidió a los guardias que se retiraran a cierta distancia y, acercándose al infortunado, le dijo con voz confidencial:
—Eres un gran cantante. Pude juzgarlo cuando te escuché en casa de Silano. Cuanto más grande es un cantante, más susceptible es de flaquear, y ningún artista podría cantar después de una alerta tan angustiosa. Pero tú no solamente eres un artista extraordinario sino también el Amo del mundo, y el emperador debe darle la mano al cantante para dominar la situación.
»Voy a contarte un viejo truco muy eficaz para sacarte de ahí. Deja de pensar en toda esa plebe infecta que huele a ajo y cebolla. Canta sólo para el pequeño número de amigos sinceros que saben lo que vales y esperan constantemente que te superes a ti mismo. Si quieres, canta sólo para mí. Voy a sentarme en la primera fila, entre senadores a los que tu fracaso llenaría de contento, no apartes tu mirada de la mía hasta el último acorde de citara. Canta de todo corazón, con la voluntad de seducirme. Pero, en estas circunstancias, no me consideres una mujer. Un dios griego no puede dar lo mejor de si mismo por una mujer. Canta para el joven que soy, burlándote del universo entero para complacerme. Y Venus te concederá el éxito.
La mirada de Nerón ya era más animada. El Príncipe se irguió y murmuro:
—¡Por todos los dioses del Olimpo, eso es lo que voy a hacer! ¡Para triunfar tengo que aislarme contigo, y tú compartirás mi triunfo!
Kaeso, que no pedía tanto, cogió respetuosamente al emperador por el codo y tiró de él hacia la escalera…
Con la mirada amorosamente fija en Kaeso, Nerón cantó hasta media tarde todos los éxitos de su repertorio, para terminar con pasajes de su Troica, y recibió aplausos tanto más nutridos cuanto que los espectadores no habían olvidado por tan poca cosa la hora de la comida. El Príncipe, transportado, tenía la sensación de haber estado mejor que nunca. De hecho, sólo una cuarta parte de los espectadores oía claramente su voz, pero en vista de lo que estaba en juego, el detalle no tenía importancia.
Nerón, agotado, calló al fin; separó sus ojos de Kaeso y se fue a dormir sobre los laureles. Su alivio sólo era igualado por el de los organizadores y el del público.
Petronio le preguntó a Kaeso:
—¿Qué le dijiste para que se decidiera?
—Le recomendé que cantara sólo para mí, con sentimientos de muchacha enamorada…
Petronio sonrío…
—¡El miedo a que te tomen por otro Esporo te inspira divinas ideas!