Al día siguiente, muy temprano, un mensajero de Silano le llevó a Kaeso esta nota:
«¡Décimo a Kaeso!
»Tus dos cartas llegaron mientras yo estaba fuera. Marcia no pudo contenerse y rompió el sello de la segunda, indiscreción que la llevó a amargas comparaciones. Incluso a mí me trastornan tanto más cuanto que Marcia me dio francamente a leer la nota que ella había recibido. Así, la delicadeza que había generado esos envíos sucesivos no ha tenido el éxito esperado, ¡sino muy al contrario!
»Marcia, completamente descompuesta, ha pasado la noche entre lágrimas y gemidos. No sé qué inventar para consolarla y tampoco se me ocurre un argumento que te haga cambiar de opinión, puesto que pareces no darte cuenta de la desesperante crueldad de tu actitud. ¿Acaso se puede discutir con un Horacio o un Bruto? ¡Oh, cierto, te aprecio, te aprecio incluso demasiado! Tu juventud intransigente y bárbara haría aborrecer la virtud si quedara alguna en este mundo. ¡Que los dioses indulgentes con las flaquezas humanas, los que me inspiran más confianza, no te hagan arrepentirte pronto de tu actitud!
»Yo también había llegado a amarte, estaba dispuesto a todo para complacerte, y ya apenas te volveré a ver. Renunciando a perpetuar los sacrificios de mi casa, nos sacrificas a Marcia y a mi mismo.
»Espero que te encuentres mejor que nosotros dos».
Uno no podía oír resonar en su corazón estos desgarradores acentos sin desasosiego. Kaeso corrió junto a Selene, a la que encontró saliendo del baño bajo un primer rayo de sol. El lecho del amo le daba a Selene furiosos deseos de bañarse, a los que cedía incluso antes de que el agua de las termas familiares estuviera caliente. Kaeso puso a la esclava al corriente y le dejó leer la nota de Décimo, que, como las dos cartas de Kaeso, había sido escrita en griego. El griego era más apto que el latín para expresar las emociones o las consideraciones filosóficas. ¿Acaso no había muerto César a manos de su hijo con palabras griegas en los labios? También Silano se lamentaba instintivamente en griego, de manera tanto más natural cuanto que tal vez sus sentimientos por Kaeso se habían vuelto un poco turbios.
—Bueno —dijo Selene—, ¡saludo en ti a un héroe de la más rara especie! Marcia y Silano están a tus pies, el emperador te acaricia con la mirada en espera de algo mejor, y tú te encabritas como un mulo porque pretendes seguir siendo el altivo propietario de tu piel. Pero veo que, en el fondo, todas las filosofías no son más que pretextos para salvaguardar tu dignidad, que a primera vista me parece muy precaria. Pues si tu epidermis se inflamase de pronto, como lo atestiguan las excesivas familiaridades que me hiciste sufrir una noche entre palomas cautivas, no será una metafísica cualquiera lo que te impida durante mucho tiempo abdicar de toda tu virtud. De todas maneras eres un héroe torpe, que conoce mal su época. La mitología de los griegos, copiada por los romanos, nos enseña que el único héroe que concibe la multitud loca por el placer es el que se compromete por entero, cual un instrumento del destino, en halagüeñas conquistas. Ahora bien, tú actúas como un atleta que se negara a correr porque las caras de sus competidores no le gustan. No hay actualmente el menor lugar para el heroísmo de la abstención. Los judíos acaban haciendo girar muelas y los cristianos han empezado mal.
—Me basta con ser un héroe a mis propios ojos.
—Es privilegio de los hombres libres preferir la soledad entre las ruinas acumuladas por su virtud antes que los cortejos triunfales entre templos sospechosos. Personalmente, me gustaría estar siempre en situación de poder preferir.
Te admiro, sin duda, pero mi amistad teme por ti.
En efecto, era como para alarmarse. Kaeso se había instituido en protector de Selene, ¿pero quién iba, por ese camino, a protegerlo a él mismo?
A esta advertencia, Selene añadió una reconvención:
—Niger, que ayer vomitó foie-gras durante toda la noche, me contó el indigno tratamiento que le hiciste sufrir. Fue una violencia extravagante, que me hace dudar de tu equilibrio. ¿No has leído en nuestra Biblia: «Ojo por ojo, diente por diente»? Cada violencia arrastra otra, y el más culpable es quien comete la primera. ¿Crees que un plato de arroz bastará para borrar la afrenta?
—Tuvimos diferencias de orden filosófico. Niger opinaba que los nacimientos miserables se deben a las faltas cometidas durante existencias anteriores, y que los pobres de piel negra son aún más abyectos que los otros. No comía carne por no correr el riesgo de masticar a un negro, que se habría reencarnado bajo la apariencia de un pollo. Era bueno darle una lección para abrirle a la vez la mente y el apetito. De otro modo, habría acabado por morir de inanición.
—¿De dónde le puede venir ese extraordinario prejuicio contra los negros, que son tan apreciados por aquí?
—Parece que es un prejuicio corriente en la India, y es de desear que esa tontería se quede allí encerrada. De otra manera, el precio de los esclavos negros se vendría abajo y los tratarían bastante peor.
—La locura de Niger no excusa la tuya. Imagina que Nerón, empujado por una justicia inmanente, te mete un embudo imperial en algún sitio…
—¡Por Júpiter, ninguna justicia podría empujarle a eso!
A pesar de que una justicia inmanente pareciera demostrar una fácil superstición, la perspectiva no dejaba de ser inquietante. Entre los restos de la religión tradicional, habían florecido multitud de supersticiones, y todos los espíritus romanos estaban impresionados por ellas.
Desde que Kaeso había roto de manera tan penosa con Marcia, en él se había abierto paso, a escondidas, un renovado interés por Selene. Había perdido a una madre, a una amiga, a una confidente, que no dejaba de ser demasiado deseable. Para un muchacho de su edad había un gran vacío que llenar, y Selene tenía, entre otros méritos, el de estar presente. Pensándolo bien, los incontestables derechos paternos eran los de la propiedad más que los del amor, y para las almas nobles los unos son menos respetables que los otros. Por otra parte, sólo el primer paso es difícil, y la misma Selene lo había dado de buena gana.
—¡Oh —dijo Selene—, deja de mirarme así! Pareces Acteón observando a Diana salir del baño. ¡Cuidado, el gran perro no está lejos!
En efecto, los pesados pasos de Marco eran audibles. Kaeso enrojeció y apartó la tentación.
Era escandaloso comprobar que Selene podía tratar al amo de «gran perro» sin que un oyente advertido se lo tomase en serio. No obstante, el término era muy fuerte. Tal vez los filósofos de la escuela cínica recibían su nombre del Cinosargo, el gimnasio donde se reunían al principio, pero con mayor seguridad lo habían heredado de esos perros impúdicos cuyas prolongadas y jadeantes uniones constituían una primera educación sexual para los chiquillos: a fuerza de andar entre filósofos griegos, pendientes de la provocación y del escándalo, los mismos perros habían contraído acusadas tendencias pederásticas. Todo lo que se podía decir en descargo de Marco era que su cinismo se dirigía preferentemente a las mujeres, y de forma relativamente discreta.
En aquel momento, hizo irrupción un sofocado correo imperial: Kaeso era convocado al Palacio sin pérdida de tiempo. Los portadores urbanos de despachos del Príncipe partían a toda risa y siempre llegaban jadeantes. Sólo a mitad de camino se les veía sentados a una mesa, ante un cántaro de vino fresco, en alguna popina cómplice.
Selene ayudó a Kaeso a vestir su mejor toga, mientras que Marco daba consejos superfluos, cuya honorable banalidad velaba pensamientos inconfesables. Al fin abrazó a Kaeso diciendo:
—Hace muchos años yo también subí al Palatino, pero para bajar despojado. La rueda de la fortuna ha girado y hoy puedes permitirte todas las esperanzas si tu sensatez y prudencia están a la altura de tus dotes. Asegúrale al Príncipe mi inquebrantable fidelidad.
Una gran parte de la colina Palatina había sido colonizada por las viviendas principescas o por sus numerosas dependencias, y las casas particulares, como las de Silano, Clodio o Escauro, se habían vuelto más raras. El barrio imperial había terminado por convertirse en una especie de ciudad aparte. Augusto, el primero, había hecho construir una villa bastante modesta cerca del pulvinar del Gran Circo, villa que se había quemado en el año 756 de Roma, para ser reconstruida por suscripción pública con un poco más de fasto. Entre el sinuoso clivus de la Victoria y la casita de Livia, Tiberio había levantado un amplio palacio que Calígula había agrandado aún más, mientras los Flavios edificaban a su vez entre la villa de Augusto y el palacio de Tiberio, que en principio era la residencia habitual de Nerón. Pero, tanto por buen gusto como por medida de seguridad, el Príncipe había llegado a pasar la mayor parte del tiempo en el seno de algún jardín, ya fuera propiedad del Imperio o de uno de sus libertos. Así pues tenía a su disposición, sobre la Colina de los Jardines, los de Salustio, los de Lúculo o los de sus antepasados Domitii. Pero prefería el sector de la Puerta Esquilina, donde los jardines de Mecenas, Palas y su liberto Epafrodita podían ofrecerle hospitalidad, y su lugar favorito era los jardines de Lamia y Maya, a dos pasos del cuartel de caballería de la guardia germánica.
Introdujeron a Kaeso en el palacio de Tiberio, de donde el emperador se hallaba ausente, y lo llevaron a la sala donde se exhibía la maqueta de la nueva Roma. El eunuco Esporo esperaba allí al visitante. Esporo compartía la pasión de su Amo por estos sueños arquitectónicos, que halagaban su carácter todavía infantil, y no perdía ocasión de rondar en torno a las maravillas en proyecto.
Kaeso vio, inclinada sobre la prodigiosa maqueta, a una morena de cabellos rizados, vestida con una larga túnica rosa. Se hubiera dicho Popea con algunos años menos, y Kaeso se preguntó por un momento si no estaba en presencia de la Augusta. Pero aquel pecho era demasiado plano y el visitante pronto salió de dudas…
—Soy Esporo. Tal vez hayas oído hablar de mí…
La aguda voz era melodiosa, y la mirada, de lo más acariciadora.
—Conozco tu reputación —contestó Kaeso— y sé cómo la aprecia todo el mundo y el afecto que te tiene el Príncipe.
—Sí, tengo la suerte de contarme entre sus más íntimos, y de ser quizás el único de sus libertos al que honra con una total confianza. Sabe que yo nunca le traicionaré. Me gustaría poder decir lo mismo de todos los demás. Helio y Políclito me parecen seguros, como también Petino, Patrobio y Pitágoras. Pero no daría mucho por Epafrodita o por Faón, ni tampoco por ese brutal Doríforo, homónimo del ambicioso partidario de Octavio que el Amo hizo ejecutar hace dos años…
Era cosa de conservar un diplomático silencio. Inmiscuirse en las celosas y tortuosas querellas de los libertos de Nerón habría sido la peor imprudencia.
Tomando el silencio de Kaeso por aprobación, Esporo continuó:
—Justamente es esa ejemplar intimidad que disfruto con el Príncipe la razón de que te reciba esta mañana. Nerón me ha confiado que ibas a formar parte de sus allegados durante el próximo viaje a Nápoles, y desea que te ponga al corriente…
Esporo le explicó a Kaeso que, para guardar las formas, tenía que hacerle una visita de cortesía a Mam. Cornelio Afer, personaje de rango pretoriano y jefe de todos los augustiniani. Este Mamerco vivía en un edificio del Palacio que servía de cuartel general de los augustiniani de la nobleza, ya que los de la plebe frecuentaban una dependencia del círculo de los cocheros del Campo de Marte. Gracias a esta entrevista, Kaeso sería enrolado oficialmente con una halagüeña graduación. Pero eso era poca cosa al lado del insigne honor de figurar en el reducido séquito del Príncipe.
Con una gravedad que mostraba estar llegando a lo esencial, Esporo añadió:
—Nerón me ha hablado un poco de ti, en términos amistosos y halagadores. Has sabido causarle la más favorable impresión. Y me alegro mucho de ello. Somos muy pocos los que amamos sinceramente a nuestro Príncipe, sin ninguna segunda intención de aprovecharnos, y ruego a los dioses que te sumes sin tardanza a esta élite del corazón. Con su sensibilidad siempre alerta, Nerón tiene un don certero para juzgar la calidad de los hombres. Lo que me ha dicho de ti me hace esperar que no lo decepcionarais.
Kaeso aseguró sus buenos sentimientos intentando reflexionar. La sorprendente cualidad de las palabras de Esporo invitaba a una cordial franqueza, a pesar de que una actitud semejante fuera desaconsejable en la corte. A pesar de todo, tal vez fingiendo se perdía más de lo que se ganaba…
—La evidente amistad del Príncipe —declaró Kaeso— me ha disuadido de dar curso al ofrecimiento de adopción de Silano; cuya fidelidad, no obstante, es irreprochable. Pero no quiero otro padre que el emperador, y te encargo que le comuniques la noticia.
—Nerón se alegrará de esa hermosa decisión. Ciertamente, no tiene ninguna queja concreta de Silano, que sin embargo no le resulta muy simpático. Como diría Epicuro, sus átomos no encajan bien. Así pues, una sombra se disipa. Confía en el Príncipe, y no perderás nada en el cambio.
Kaeso se lanzó al agua:
—Empero, no te ocultaré que experimento una pizca de inquietud…
—¿Y por qué estás inquieto?
—Es algo bastante delicado…
—¡Entonces, déjame adivinar! ¿Quizás todavía no tienes experiencia con los muchachos, temes la perspectiva de entrar en el lecho de mi Amo, te espantas ante la idea de lo que pueda exigir de ti?
El embarazo de Kaeso confirmaba la exactitud del diagnóstico. Esporo sonrió de manera encantadora y le tranquilizó:
—Conoces muy mal al emperador, a quien debes de juzgar por las habladurías. Te habrán contado la violación del joven Plautio, pero se la ganó a pulso. Puedes creerme si te digo que Nerón nunca ha forzado el consentimiento de un amante o de un amado. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿No son legión los que desean agradarle, y no ocupa la preocupación por gustar el primer lugar en el artista? Nerón sólo toma de sus verdaderos amigos lo que ellos quieren darle. Me parece que tú tienes suficiente encanto e inteligencia como para que tu sola compañía sea ya un gran favor.
Como Kaeso no parecía completamente convencido, Esporo declaró:
—Este Príncipe, a quien he podido apreciar mejor que nadie, merece que lo describa tal y como es, y con una ternura que pondrá en mi discurso más verdad que indiferencia.
»Nerón es la generosidad en persona. Llegó al trono asqueado para siempre de los crímenes, traiciones y violencias que sirvieron de espantoso decorado a sus años jóvenes. Su única ambición era hacer feliz a la gente. El principio del reinado recordaba la edad de oro, y aún se sigue hablando del famoso quinquennium, esos cinco años de magistral armonía, que ciertamente contrastan con la degradación actual. Pero el Príncipe no es responsable de ella. Respondieron a sus bondades con ingratitudes, a su confianza con calumnias y conspiraciones. Para que no le corten el cuello a veces ha tenido que actuar con dureza, pero la sangre sigue repugnándole tanto como una mancha en un cuadro.
»Nerón no hizo matar a Británico, a quien no obstante Agripina amenazaba oponerle. ¿Cómo iba a ser lo bastante estúpido como para envenenar en público a ese niño teniendo a mano tantos procedimientos más discretos?
»Si tuvo que desembarazarse de Octavia, a la que había repudiado por esterilidad, fue porque una revuelta en su favor, excitada soterradamente por sus peores enemigos, subía al asalto del Palatino, después de haber devastado el Capitolio y los Foros. Debió de llegar algún eco al Suburio, hace dos años.
»En cuanto a la desaparición de Agripina, él mismo me ha dicho que te contó algo, y el remordimiento le perseguirá hasta el fin de sus días.
»¡Es un tirano muy comedido después de Tiberio y de Calígula! ¿Cómo iba a tiranizar a sus amigos un hombre semejante? A pesar de todo, Nerón quiere creer en la amistad. Se necesita creer en ella para soportar las cargas que le abruman. Y un verdadero amigo es algo tan raro y valioso, que nuestro Príncipe, antes de hacerle daño, lo pondría sobre un pedestal.
»¡Teme, por el contrario, no ser digno de sus delicadezas!
Debía de haber algo de verdad en lo que contaba Esporo. Entre las alabanzas de los turiferarios estipendiados por el régimen y las acusaciones de sus enemigos más furiosos, de ordinario era muy difícil ubicarse, pero la declaración del bello eunuco tenía un conmovedor acento de sinceridad.
La revuelta en favor de Octavia había sido breve, pero violenta. Las estatuas de Popea, que estaban distribuidas por la Ciudad para mostrar a todos los tiernos sentimientos del Príncipe, habían sido volcadas y mutiladas; las imágenes de Octavia, restablecidas en los Foros y hasta en los templos, como si un pueblo inconsciente o perverso hubiera querido condenar a la esterilidad a un monarca que tanto había hecho por él. El triste martirio de Octavia estaba, ciertamente, en relación con una conspiración política que podía parecer inquietante. La plebe romana era muy adicta a Nerón, y los sediciosos habían tenido que ser comprados o elegidos entre la clientela de senadores hostiles y de libertos imperiales enemigos de Popea. En cuanto a Británico, el misterio de su brusca desaparición no estaba cerca de aclararse.
—Estoy encantado —dijo Kaeso— por lo que me dices. Perdona que te haga otra pregunta: el hecho de que el emperador te haya rogado que me recibas, ¿significa que tengo que jugar un papel, si mi deseo me arrastra a ello, análogo al tuyo?
Esporo estalló en una risa argentina y contestó:
—Debería deseártelo, pues nuestro Príncipe siente más afecto por sus amados que por sus amantes, que no lo tienen fácil. ¿Cómo dominar al Amo del mundo con una modestia conveniente? El delicado problema del amante es adivinar a partir de qué momento empieza a ser penosa la humillación del amado. El Doríforo que perdió la vida hace dos años, además de sus imprudencias políticas, quizás había prodigado con Nerón una torpe actividad. Cuando uno se llama en griego «portalanza», no hay que abusar. Si te hacen el inmenso favor de considerarte como hombre, tu inexperiencia juvenil amenaza jugarte malas pasadas. Es un amigo quien te previene. Mientras que el amado tiene más campo libre.
Esta reflexión de especialista era muy desagradable.
Kaeso suspiró y sugirió:
—Esos cambios de humor de Nerón, ¿no serán debidos a su temperamento de artista?
—¡Al contrario! El artista es benevolente por naturaleza, puesto que todo le empuja a seducir y a tener en la mayor consideración la opinión de los demás. Si uno procura no ofenderlos, los artistas son la gente más fácil de tratar de la tierra. Ya verás que, en conjunto, Nerón no es tan susceptible como se pretende. Incluso en materia de arte soporta la crítica cuando comprueba que está justificada y que no la inspira ninguna envidia.
»Por el momento, lo más importante para el emperador es afrontar al público de Nápoles, en espera tal vez de ir más lejos… Esa ciudad es griega desde hace siete siglos y medio, y abundan los expertos. A medida que se acerca la fecha, más angustiado y nervioso está Nerón y no nos vendrá mal que nos ayudes a tranquilizarlo. Esa oportunidad es de capital importancia para él.
—Pero, de todas maneras, el teatro estará atestado de aduladores, ¿no?
—¡Exactamente! Dilema insoluble: Nerón detesta a los aduladores, pero no puede pasarse sin ellos. Convencido, con razón, de ser un artista emérito, no obstante nunca está seguro de si, y necesita hacer esfuerzos prodigiosos para no temblar ante la asistencia más favorable. Muchos artistas se encuentran en el mismo caso, y merecen compasión.
Kaeso continuó interrogando a Esporo sobre el Amo, ya que su indiscreción hallaba excusa en las amorosas proposiciones del Príncipe. Era natural que un futuro favorito se informara a través de un experto para ser más capaz de dar satisfacciones.
Con delicadeza, Esporo terminó por preguntar:
—Todas esas preguntas, ¿tienen por fin hacer feliz al Príncipe o escapar de él?
Kaeso no contestó directamente:
—Más bien temo excitar en ti unos celos muy naturales y hacerte daño, pues tanto tu belleza como tus maneras afables provocan una inmediata simpatía.
—Hace mucho tiempo que renuncié a los celos para pensar sólo en el placer del Príncipe. Ocupo un lugar privilegiado en su corazón que nadie puede quitarme, y tu amable éxito me pondría tanto menos celoso cuanto que no me interesa el dinero. Ya tengo muchos más bienes de los que necesito.
Kaeso desvió la conversación hacia la maqueta, sobre la que Esporo se extendió en comentarios entusiastas. El contraste entre el sueño y la realidad sumía en la estupefacción.
Presa de una vaga inquietud, Kaeso observó:
—Veo que mi modesta insula de Suburio ha sido sustituida por un pequeño lago, por el cual se pasean los cisnes…
—¡El emperador te alojará según tus méritos!
—Júpiter tendrá que fulminar toda la vieja ciudad para que un proyecto semejante se vuelva realizable.
—¡Tendremos, pues, que rogar a Júpiter!
»Te lo ruego, no hables de esta maqueta con nadie: podría alarmar a hombres zafios y embrutecidos por una miseria sin esperanzas. El radiante porvenir de Roma está sobre esta mesa.
Era hora de presentarse a Correlio Afer, y Esporo confió a Kaeso al cuidado de un ujier. A pesar de que la mañana estaba avanzada, el Palacio parecía todavía dormido y la atmósfera era pesada. Nerón debía de estar descansando cómodamente en algún jardín. Kaeso apenas creía en las principescas delicadezas que Esporo había hecho brillar ante sus ojos, y los cínicos consejos del invertido, especie siempre ansiosa por reclutar a otros, le ponían los pelos de punta. Esos consejos, sin embargo, se acercaban a las previsiones de Marcia, que veía en las coqueterías femeninas un modo de aplazar la prueba. Kaeso se sentía muy desgraciado.
Correlio, un intrigante que servía para todo, acababa de despertarse tras una noche agitada, y despachó a Kaeso con una cortesía maquinal y adormilada. El pretendiente sólo era para él otro joven ambicioso con prisas por hacer carrera arrastrándose por los suelos, y ya había visto muchos así. Había en Correlio un discreto toque de des recio, análogo al que Marco podría haber constatado en las maneras de Vitelio padre cuando fue a pedirle su apoyo para un matrimonio cortesano e incestuoso. Los arribistas que han tenido éxito se permiten de buena gana el lujo de despreciar a los que empiezan y aún no pueden elegir los medios. Kaeso se retiró penosamente impresionado.
Hasta la víspera de los Idus, Kaeso trabajó por cuatro para catequizar cristianamente a su padre, siempre perseguido por la idea de que esta táctica era la mejor para amortiguar el choque fatal. Y al joven, que había tenido buena escuela, no le costaba mucho interpretar de manera creíble el papel de un ingenuo atrapado por charlatanes orientales de una habilidad superior a la media. Las incontestables ambiciones morales de Kaeso contribuían a crear la ilusión. Además, ¿no son los entusiasmos metafísicos impetuoso patrimonio de una cierta adolescencia desarmada?
Bien sabía Marco que no había que chocar de frente con un joven presa de una crisis como aquélla. Desviar el tema le habría llevado a una elocuente contradicción, a un afán de superación más inquietante todavía en el que sus prejuicios se habrían reforzado de forma duradera. Lo mejor era tener paciencia, aguantarlo todo en espera de que pasara esa imprevista tormenta de bobadas. De cuando en cuando, Marco dejaba caer una objeción de sentido común, comparaba doctamente la resurrección de Kaeso con las atribuidas a Esculapio o Asclepíades y no dejaba escapar una ocasión para deshacerse en juiciosos consejos respecto a la conducta a seguir en casa de Silano o en la corte, que era, naturalmente, su preocupación esencial.
La víspera de los Idus por la noche, Marco había alcanzado un conocimiento de la religión cristiana que no tenía igual en la nobleza romana de cultura tradicional. Si a sus ojos la materia hubiese valido la pena, podría haber redactado una memoria histórica, explicativa y demostrativa, que habría encontrado lugar entre esas lecturas públicas de moda donde los autores en persona hacían propaganda de sus escritos. Pero la doctrina cristiana, aunque bajo cierto ángulo fuese una fuente de bromas espirituales, en el fondo seguía siendo muy ingrata para la mayoría de la gente culta.
Hacia el final de la cena, a pesar de la discreción sobre ese punto, Marco se vio arrastrado a un descubrimiento cuya naturaleza, según creía, era como para que Kaeso volviera a los límites de la sensatez…
—Si he entendido bien toda la sal de esa nueva religión, tus cristianos, como los judíos, no pueden participar en los sacrificios ofrecidos por el Estado o por los cabezas de familia o, con más razón, ofrecer sacrificios personalmente…
—En efecto. No me había dado cuenta…
Con una gran carcajada, Marco concluyó:
—¡Tal vez me haga cristiano, ya que no tengo gran cosa que perder, pero como Silano cuenta contigo para perpetuar el culto de su gens, sería una pena decepcionarlo por tan poca cosa!
Selene fingió aprobar estas palabras y Kaeso pareció impresionado por la fuerza del argumento. A fuerza de despreciar a su padre, cuya capacidad de acomodo y bajeza parecía no tener límites, Kaeso estaba a dos pasos de odiarlo. Por atención a la verosimilitud y a la dignidad, había presentado el resumen más objetivo posible, según sus conocimientos de la doctrina cristiana, limitándose a engañar a su oyente aparentando una convicción que estaba lejos de sentir. Era como para interesar sinceramente a un hombre honrado. Pero Marco, aplastado por el peso de las tradiciones que sólo exhibía para traicionarías mejor, no había sentido nada, ni entendido nada, ni retenido nada de lo que manifiestamente estaba en juego. Su lentitud, su cerrazón a toda idea exagerada o sublime, tenían algo de desesperantes y movían a creer que formaba parte del inmenso rebaño de condenados que el caricaturesco Dios de Pablo se complacía en extraviar desde su nacimiento.
Marco, que había bebido un poco de más, descendió pesadamente del triclinium, le dio las buenas noches a Kaeso, hizo una seña a Selene para que lo acompañara y se retiró apoyado en el brazo de la esclava. Al llegar a la puerta, Selene volvió la cabeza para lanzarle al falso cristiano una última mirada impregnada de tristeza y preocupación. Hay un punto crítico más allá del cual el nadador imprudente que se ha alejado hacia alta mar ya no es capaz de volver a la orilla; Selene tenía la impresión de que Kaeso iba a atravesar el límite mortal, y que arrastraría a algunos con él.
Por la noche, Kaeso escribió estas líneas para su padre:
«Kaeso a su respetable padre.
»Silano está de acuerdo en aplazar la adopción. Teme, y con razón, allí donde los dioses me llaman, una falta de tacto por mi parte que podría perjudicarle inútilmente si yo estuviera vinculado a él por toda la majestad de las leyes. Me siento tanto más inclinado a comportarme como un verdadero romano cuanto que toda tu educación magistral apuntaba a ese magnifico resultado. Disponte pues a enorgullecerte de mí una vez más, y a compartir mi desgracia con la impavidez de Mucio Escévola si las cosas van tan mal como es de temer.
»¿Te acuerdas? Yo tenía, quizás, diez años… Marcia, mi hermano, tú y yo nos habíamos quedado en los bancos del anfiteatro durante la pausa de mediodía, pues querías mostrarles a tus hijos el intermedio previsto para los niños de las escuelas, que debía recordar las páginas más ejemplares de nuestra historia. El salteador condenado que ilustraba el sacrificio de Escévola no tenía nada de romano: lo habían amordazado para impedir que lanzara gritos inapropiados, y le habían atado la mano al brasero de forma que interpretara su ingrato papel como un hombre valeroso. Lo que no impedía que aquel bruto se contorsionara como un actor mediocre abrumado por las exigencias de la puesta en escena. De todas formas, el espectáculo conservaba suficiente realismo instructivo como para que tu elocuencia fuese emocionante, y no he olvidado la lección. Debemos, como Mucio, expiar nuestros errores y, en la medida de lo posible, no cometerlos. Más vale meter el dedo en el fuego que en un imperial ojo del culo.
»A causa de una coincidencia extraordinaria que da qué pensar, la moral cristiana que tanto te he alabado coincide en muchos puntos con nuestra vieja moral romana, como si todos los dioses se hubieran puesto de acuerdo en el origen de los tiempos para moler un mismo grano con el que los hombres habrían hecho, aquí y allá, panes un poco diferentes. Esta unanimidad es turbadora e incita a obrar bien. Y también las virtudes de nuestras costumbres ancestrales tienen algo en común con las virtudes cristianas: que las inspira la epopeya y no el mito. Los griegos se alimentan de mitos. Los inventaron y no dejaron de perfeccionarlos, y nosotros hicimos provisión de ellos en la tierra de esos poéticos soñadores después de haberlos obligado a doblar la rodilla. Pero nuestra educación tradicional, que sobre todo es la de la voluntad, repudiando toda mitología fatalista y disolvente, echa mano el culto a héroes reales, que vivieron en sus tiempos para instruirnos y mostrarnos el camino. Del mismo modo, para los cristianos Cristo no es un mito, sino un héroe como Horacio Cloces o Mucio Escévola, un ser de carne y hueso, con dimensiones épicas y edificantes. Toda religión fuerte y apremiante debe apoyarse en buenos ejemplos y no en vanidades griegas.
»Así pues, todo lo que me has enseñado y todo lo que los cristianos me proponen me lleva a honrarte como no te habrías atrevido a esperarlo. Cuídate. Tu agradecido Kaeso.
»P.S.: Me voy dentro de un momento, con Myra. ¿Por qué hablar cuando se puede escribir?».
Kaeso selló las tablillas sonriendo. Marco iba a recoger con desesperación y espanto lo que con tanta constancia había sembrado. Los moralistas siempre se sorprenden cuando les toman la palabra, y a veces es divertido extremar el valor para dar consistencia y mordacidad a sus teorías. En realidad, ¿no habría que atar a Kaeso al brasero para hacer de él un Escévola aceptable?
Con un reducido equipaje, Kaeso y Myra fueron a dormir al ludus de la Vía Apia, donde encontraron a los gladiadores regando copiosamente una afortunada ganga: después de Nápoles, el emperador iría a Benevento, donde el horrible Vatinio ofrecía un magnifico munus en honor de aquél, y toda la tropa había sido contratada. Eurípilo, todavía bajo la impresión de la noticia, estaba radiante, y se esperaba que Nerón consideraría un amistoso deber asistir a un espectáculo que le estaba dedicado. El Príncipe, al sufrir un prejuicio estético contra las brutalidades sangrientas, siempre se hacía tirar de la oreja para aparecer un rato en un anfiteatro.
Cuando Kaeso anunció que estaría en el séquito de Nerón le preguntaron, medio en broma medio en serio, si no aprovecharía la ocasión para bajar a la arena con la familia de gladiadores de su padre.
Desde hacía más de medio siglo, los emperadores legislaban de manera contradictoria sobre la presencia en la arena de senadores o «caballeros», y se había llegado a un punto en el cual una tolerancia de hecho iba por delante de un reglamento restrictivo. Se veía continuamente a gente de buena familia ir al encuentro de la polvorienta «infamia» de los munera, ya fuera por pasión, ya por venalidad, ya por complacer a un Príncipe que miraba esta decadencia con ojos más o menos favorables. En todo caso, la masa de espectadores ejercía una presión constante sobre el poder, pues el origen aristocrático de un gladiador acrecentaba de manera emocionante el valor del sacrificio. La multitud prefería a un hombre libre antes que a un esclavo, a un «caballero» antes que a un hombre cubre y a un senador antes que a un «caballero». Los nobles deseosos de combatir se encontraban, así, con un buen precio por su persona, ya fuera firmando un contrato de auctoratio con un lanista, ya fuera comprometiéndose por un solo combate después de un acuerdo directo con el munerario que ofrecía el espectáculo. Y las prohibiciones imperiales más formales se echaban fácilmente a perder, ya que el aristócrata a quien normalmente le estaban vedados los Juegos siempre tenía el recurso de hacerse excluir de su orden saliendo al paso de cualquier liberadora deshonra judicial.
Con Nerón había acabado el período de las dudas. A fin de complacer a la plebe, pero también por anticonformismo y espíritu de provocación, el Príncipe animaba francamente a los «caballeros», a los senadores e incluso a sus mujeres a bajar a la arena o a subir al escenario de los teatros, con gran escándalo del clan senatorial más tradicionalista. La aparición de nobles matronas romanas gladiadoras parecía también calculada para sumir a los viejos romanos, pertenecieran o no al senado, en un estado de furiosa exasperación. Los hombres habían perdido ya cualquier autoridad sobre sus mujeres, y el espectáculo de una sanguinaria virago[158] semidesnuda destripando a otra no podía hacer más que empujar a las últimas esposas sumisas a insolentes reflexiones.
La inesperada sugerencia de los gladiadores fue para Kaeso un fulgurante rayo de luz y una tranquilizadora tentación. La pasión por las armas, el afán de lucro, el deseo de distinguirse a ojos de un Príncipe benevolente, no eran los únicos motivos que atraían a cierta nobleza hacia los gladiadores. También hacia falta que a todo esto se sumara una enfermedad de moda, el famoso taedium vitae, ese hastío de la vida que se apodera de repente de un enamorado desengañado, de un vividor arruinado o de un misántropo incurable. Y por una paradoja que era un atractivo más del espectáculo, la misma intensidad de esas desesperanzas creaba combatientes encarnizados y particularmente peligrosos. Quien no tiene nada que perder no ahorra sus tuerzas ni calcula los riesgos, y a veces se salva queriendo condenarse. Se había visto a viejos profesionales de la arena desconcertados de pronto, vencidos por un joven furioso capaz de todo.
Por primera vez después de aquel banquete de investidura de toga viril en el que Kaeso se había dado cuenta de la pasión de Marcia, la suerte ofrecía al prisionero una salida que no fuera el suicidio estoico, cuya pasividad le disgustaba instintivamente. La arena era una especie de suicidio moral y social, pero dejaba una puerta abierta a esperanzas elementales, cuya relativa modestia ponía a salvo de decepciones. Uno se sacrificaba por el Príncipe y el público; al irse, el resto ya no importaba. Era una liberación por el despojamiento y la separación, una ascesis hinduista para hombres valerosos que saben muy bien que nadie renace de sus cenizas para maullar o balar.
¡Sí! ¡Si los asuntos iban mal, allí estaba la arena para recibir a Kaeso!
Al día siguiente, día de los Idus de mayo que debería haber contemplado al fin la triunfal adopción, Marco, que al despertar había encontrado las tablillas de su hijo cerca de sus dioses lares, fue víctima de una repentina crisis cardíaca y estuvo un rato sin conocimiento en el embaldosado de la exedra. Así lo descubrió Selene, quien lo creyó muerto, y dio gracias al Cielo con ímpetu por ese primer placer que le proporcionaba su amo. Pero Marco volvió en si para gemir y desahogarse en el regazo de la esclava. La vergüenza, enterrada en lo más hondo de si mismo tanto tiempo atrás que y a la creía dormida y complaciente, acababa de sofocarle de golpe. Pero uno no cambia en un momento, y sus quejas a Selene no eran más que una enésima versión de un fragmento de retórica muy conocido: los lamentos de un infortunado padre modelo ante la ultrajante ingratitud de un hijo indigno. Selene trataba de consolarlo, haciendo ver, como el propio Kaeso pretendía, que la adopción sólo se había aplazado. Añadía malignamente, con un tono zalamero, que sin duda Kaeso se mostraría más razonable en la corte de lo que su carta dejaba prever. Y con una amable y ligera crudeza, detallaba los favores más íntimos que Kaeso tendría que sufrir o concederle al Príncipe, arguyendo que en verdad era poca cosa y que ella misma había pasado por eso sin haber perdido el apetito. Cuando Marco se dio cuenta de que se estaba burlando de él, la abofeteó con un grito de rabia y corrió a su alcoba para rumiar su pena sin testigos.
Por su parte, Marcia ya no gemía y apenas sí lloraba: se había convertido en la imagen muda de la desesperación y las atenciones de Silano no parecían despertar en ella el menor eco. Se hubiera dicho la estatua del Pudor Patricio al recibir la noticia de la muerte de su hijo en Trasimenes o Cannes.
Silano debería haber sabido que las grandes desesperaciones amorosas no se pueden atenuar con delicadas deferencias. Al contrario, conviene hacer salir al sujeto de sí mismo, y con los métodos más enérgicos, pues una desesperación así siempre es un lujo que exige ocio, concentración y tranquilidad. El frío, el hambre, el dolor de muelas o una enloquecida huida ante lobos poco comprensivos son buenos antídotos para el mal de amor, fruto de una imaginación abandonada por entero a sus fantasmas. Y la misma Marcia podría haberse acordado de que sus esclavas, bajo los pinchazos o los latigazos, olvidaban sus penas amorosas, a no ser que ella fuera la causa. Pero el primer y más alarmante síntoma del mal de amor es que el paciente, con la mirada fija en su ombligo, se niega absolutamente a curar.
Kaeso pasó ese fatídico día con la sensación del deber cumplido, distraído por el espectáculo de los gladiadores que se preparaban para la gran prueba de Benevento. Afilaban animadamente las puntas y filos de las hojas, bruñían las corazas y las armas… Tirano y su cochero limpiaban el carro, cepillaban a los dos sementales, examinaban minuciosamente sus patas y hacían una juiciosa selección de herraduras para el viaje.
Por la noche, Kaeso se despertó con una sensación de libertad que le hizo desear a Myra e invitó a la pequeña a reunirse con él. Pero la impresión de abusar de una niña indefensa disminuyó su vigor. Impresión no obstante falaz que se derivaba de un mundo ideal sin ninguna relación con los hechos, pues Myra aguantó la prueba con una alegría sin reservas.
Como Kaeso parecía tener problemas para excitarse, Myra le puso la mano en la frente y le dijo:
—No pienses, no pienses en nada. ¡Estas cosas no suceden ahí!
Todas las prostitutas que querían hacer carrera tenían sus recetas para animar a los clientes, y la de Myra demostraba una penetrante filosofía. Cuando un niño da consejos tan juiciosos, se tiene tendencia a olvidar su edad.