Recorriendo el mercado de verduras tempranas y frutas que se había instalado cerca de las «Piras Funerarias Galas», al principio de la Vía Sacra, Kaeso tropezó con Niger, un esclavo muy feo de mediana edad que su padre había adquirido para que ayudara al cocinero sirio. Al individuo, que pretendía llamarse Yajniavalkya, le habían dado, para simplificar, el sobrenombre de Niger, pues su piel era muy oscura, a pesar de que no presentaba rasgos negroides y de que su cabello negro no era rizado en absoluto. A este Niger lo habían robado los partos en los confines del Indo, librándose de él en el mercado árabe de Petra, y, de amo insatisfecho en amo insatisfecho, el esclavo había terminado en Roma y en casa de Marco, donde era la desesperación de todo el mundo. Sin duda porque su marcha hacia el Oeste se había visto acelerada al ritmo de las decepciones crecientes que infligía, Niger, que decía hablar de maravilla una lengua materna que nadie entendía, se expresaba aceptablemente en iraniano, pero su griego era vacilante y su latín, informe. A fuerza de alimentarse de manera aberrante, había quedado reducido al estado de un esqueleto, que un soplo de viento amenazaba barrer. En efecto, Niger se negaba obstinadamente a comer carne, pescado y hasta huevos, y siempre encontraba algo sospechoso en la comida que le ofrecían. Era como para pensar que pretendía suicidarse, el colmo de la ingratitud siendo esclavo. No obstante, era prácticamente intocable: cuando, con aire dulce y ausente, llevaba a cabo mínimas tareas con velocidad de babosa, el menor bastonazo habría acabado con él, y en consecuencia habría perdido el poco valor que todavía tenía.
Niger acababa de comprar una gran col, que parecía pesar demasiado para él. Kaeso le alivió del peso de la legumbre, que pronto le entregó a Myra, y buscó unas palabras amables que no se le ocurrieron en el acto. Presentía en aquel hombre un misterio inédito.
En griego popular, Kaeso le dijo al esclavo:
—¿Cuándo te decidirás a comer como los demás? No se te pueden preparar platos especiales, y tienes mucha maña para oler carne en todas partes. Acabarás por caer enfermo y morir. ¿Dónde tienes la cabeza?
—No es la muerte lo que me preocupa, sino el nacimiento.
—Tu muerte es cosa tuya, pero de tu nacimiento no eres responsable.
—Eso es un prejuicio bárbaro. Perdona el adjetivo: ¿no es bárbaro, para cada uno de nosotros, el que no habla nuestra lengua?
Yajnialvalkya se expresaba de repente en un griego excelente.
—¿Por qué fingías chapurrear el griego?
—Siempre es provechoso entender mal una lengua en la que pretenden darle órdenes a uno. Soy versado en sánscrito y domino el iraniano y el griego. Sólo mis conocimientos de latín son escasos, pero no es una desgracia, pues ese vocabulario es demasiado concreto para una mente sutil.
—¡Depositas una gran confianza en mí!
—¿No basta con verte para entender que perteneces a la única aristocracia que cuenta, la que se preocupa por la verdad, la que la busca constantemente y cuyo espíritu no halla reposo hasta que la encuentra? Esa élite es muy restringida en cada país, y se reconoce por un aire extranjero. La verdad es una patria exigente, que nos acerca a algunos, pero que nos aleja de la mayoría.
La curiosidad de Kaeso se había despertado. Le ordenó a Myra que volviera a la insula con la col y se sentó en compañía de Niger en la sombreada terraza de un despacho de bebidas, frente a la encrucijada que llevaba al barrio de las Carenas. Desde la terraza se veía, a la izquierda, la parte trasera del gran templo de Telo, donde Antonio había reunido a más de novecientos senadores tras el asesinato de César. A la derecha, se elevaban dos altares construidos en el año 86 de Roma para servir a los sacrificios expiatorios del asesinato cometido por Horacio en la persona de su hermana. Y a través de la calle, que continuaba en dirección al Pórtico de Livia, habían tendido una vigueta en forma de yugo, bajo la cual habían hecho pasar a Horacio a guisa de castigo: era la «vigueta de la hermana», y allí seguía.
—¿Cómo es posible —continuó Kaeso— que tengas una cultura de la que sacas tan poco provecho? ¿No es como para dudar de tu buen juicio?
—Hace veinte años que los partos me arrancaron de una casa piadosa y me he acostumbrado a disimular mi inteligencia. Además, aquí la gente está bastante mal preparada para admitir lo que de nuevo y verdadero yo puedo enseñarles. Viven, en lo que concierne a lo esencial, en una total oscuridad.
—¿Y qué es, en tu opinión, lo esencial?
Niger, que no bebía vino, mojó sus labios en una insípida tisana y dijo:
—Se dice que un viajero que venía de las Indias desembarcó en el Pireo, y que Sócrates trabó conversación con él para informarse sobre las filosofías de aquellas tierras. Y cuando le dijo al hindú: «Yo trato de conocer al hombre», éste le contestó: «Si quieres conocer a la humanidad, primero debes conocer lo divino». Ese viajero debió de darle a Sócrates algunas lecciones, pues la filosofía de Platón plagia sin vergüenza la de India. Nadie lo confiesa, pero es evidente para todos los que saben leer.
»Puesto que estudiaste filosofía en Atenas, conocerás los diálogos de Platón, y sobre todo el Fedón, donde narra la muerte ejemplar de Sócrates, que bebió la cicuta por deferencia hacia las leyes de su ciudad. Las palabras que Platón presta a Sócrates en esa ocasión solemne tienen un valor particular y son una especie de testamento. Ahora bien, el moribundo declara que nuestra alma eterna y degradada existe antes de nuestro nacimiento, que no es, bien mirado, más que una reencarnación. Sugiere que los borrachos renacerán en el cuerpo de un asno, y los tiranos en el de un lobo. Afirma que sólo los filósofos llegarán a desembarazarse de su cuerpo, a interrumpir el ciclo de los renacimientos para conocer por fin una posición estable y satisfactoria, una participación en la esencia de lo divino.
»No obstante Platón, como la mayoría de los plagiarios, es bastante inconsecuente. Se da cuenta de la importancia de las reencarnaciones, puesto que le asegura a esta teoría un lugar privilegiado en sus diálogos, pero el lugar, a pesar de todo, sigue siendo muy reducido para una verdad tan fundamental. Se tiene la impresión de que ha cambiado de sitio una idea extranjera sin asimilaría del todo, sin verla, sin extraer de ella los frutos indispensables. Y los pitagóricos no son más sagaces.
»En la India, hace mucho tiempo que distinguimos lo esencial de lo accesorio. Entre los partidarios de la antigua religión bramanista hay monistas, que piensan que la realidad es una, y deístas, panteístas o ateos. Entre los budistas, que se repartieron por la India hace medio milenio y que empiezan a extenderse como una mancha de aceite en China, hay agnósticos, personalistas, escépticos, nihilistas… Pero ésas son diferencias de escuela, que no apasionarían a nuestros sabios. El verdadero sabio sólo se interesa por su salvación, por las cuatro nobles verdades que nos recordó Buda, sobre las que bramanistas y budistas están perfectamente de acuerdo: la existencia es dolorosa, se produce y renueva de vida en vida a causa del deseo, y hay una liberación de la existencia que se consigue a través de la liberación del deseo. Así, nuestros filósofos, expertos en meditaciones sin contenido, donde los elementos de la conciencia se desvanecen, alcanzan un estado de iluminación, que los libera de fatales renacimientos, de infiernos o paraísos provisionales e incluso de las reencarnaciones en el cuerpo de algún dios, pues los dioses hindúes también sufren, degeneran y mueren.
»En cuanto a en qué deviene el alma aliviada tras romper la cadena de las penosas y cegadoras apariencias, las opiniones divergen. Muchos bramanistas sostienen una cierta permanencia del “yo” en el seno del alma universal. Los budistas, puesto que todo sufrimiento se deriva del yo, me parecen más razonables, pues imaginan un nirvana en el que la conciencia individual, más o menos, se disuelve. Buda dijo a propósito de esto: “Si alguno cree en la supervivencia en el nirvana, o si alguno niega la supervivencia en el nirvana, condeno tanto al uno como al otro. No os preocupéis por esta clase de problemas… ¿Acaso lo esencial no es romper la alienante cadena de los renacimientos?”.
Las divagaciones de este miserable asceta en vías de iluminación eran interesantes, sobre todo, por la alusión al Fedón. Los filósofos griegos que habían expresado opiniones favorables a la metempsicosis no eran raros, pero la celebridad de Platón había dado un relieve especial a las presuntas últimas declaraciones de Sócrates, dirigidas a un Platón que precisamente ese día estaba ausente a causa de una enfermedad. Sin embargo, la extraña doctrina no había ido más allá de los círculos cultos. Como había observado Yajniavalkya, los griegos habían tratado ese producto de importación con inconsecuencia. Para que una teoría tan asombrosa seduzca a la crédula multitud habría sido preciso añadirle unas instrucciones, la prohibición de comer asno o lobo por temor a hincar un diente impío en un borracho o en un tirano y, mejor todavía, toda una técnica de extinción de los menores deseos, hasta un total despojamiento, que un observador superficial habría podido confundir con un total embrutecimiento. Pero el pueblo griego tema buen apetito, y ningunas ganas de refrenar sus deseos. De esta suerte, la metempsicosis pitagórica o platónica seguía en el estadio de las ideas puras un poco peregrinas.
Pablo, que sabía algo de Platón, no había dicho una palabra sobre éste, y el Fedón se le había quedado atravesado. Efectivamente, para los judeocristianos un diálogo semejante era poco afortunado. Los otros escritos de Platón podían aderezarse fácilmente con la salsa judeocristiana, pero la metempsicosis era un hueso imposible de roer. Pablo le había confesado un día a Kaeso: «El Fedón está de más. Por lo que me han dicho en medios judíos, desluce una gran obra de forma ridícula». Sin duda, si el cristianismo tenía cierto éxito, un día habría apologistas cristianos para anexionarse deshonestamente a Platón practicando en su obra un oportuno corte…
Sentía curiosidad, de todas formas, al constatar que la transmigración de las almas era el fundamento de la religiosidad en unas tierras tan grandes y pobladas como la India, con las que desde hacia algunas generaciones los contactos comerciales eran más continuos: ¡el oro romano empezaba incluso a acumularse entre los hindúes, lo que era una transmigración muy segura!
Kaeso le dijo a Niger:
—No puedes presentar la menor prueba para apoyar tu teoría de los renacimientos perpetuos. Y, por otro lado, tu pesimismo es un punto de vista del espíritu. Abstenerse de desear lo que quiera que sea es, con toda seguridad, el mejor medio para no desengañarse, y es ingenioso reducir la religión a técnicas indoloras. Pero los romanos prefieren saciar todos sus deseos, a despecho de sufrir algunas desilusiones. Y si reviven como lobos, también hay momentos felices para los lobos que tienen valor y buenas mandíbulas.
»A los filósofos como tú, que podrían tener valor si estuvieran más gordos, hay que tratarlos como a los gansos: se les hunde en el gaznate una deliciosa comida con ayuda de un embudo, y renacen bajo forma de foie-gras.
Un siglo antes, el cónsul Metelo Escipión y el «caballero» M. Seyo, que tenían inmensos rebaños de gansos, habían tomado prestada de los griegos la receta del foie-gras. Y se obtenían hígados enormes y tiernos atiborrando a los volátiles con una pasta a base de higos. Finalmente, los hígados se ponían en remojo, para que se hincharan, en leche con miel. El foie-gras de ganso así tratado pronto se había convertido en símbolo del lujo culinario. Mientras que hígado, en latín, se decía jecur, ya se extendía la costumbre de llamar ficatum al foie-gras, a causa de los higos utilizados para el engorde. Y llegaría el día en que se daría el nombre de ficatum a cualquier hígado, como si los ciudadanos más pobres hubieran sido engordados también para la mesa de los ricos.
Cansado por un paso demasiado rápido para él, Niger se apoyó en el brazo de Kaeso, quien le preguntó:
—Si he entendido bien, te abstienes de comer carne para alcanzar un renacimiento superior, tal vez una liberación definitiva de esas desastrosas apariencias corporales, y tu apariencia presente seria el fruto de tus actos en vidas anteriores…
—Exactamente.
—De esa suerte, las virtudes condicionan las cualidades del esperado renacimiento a falta de «nirvana», ¿no?
—Te repito que sí. Todo el mundo en la India sabe eso.
—¿Qué ocurre entonces con tu libertad?
—Sólo las cualidades, las características del renacimiento, están determinadas. Bajo tal o cual apariencia, se sigue siendo libre, en la corriente de una nueva existencia, de gozar tontamente o de alejarse del goce.
—Entonces los hindúes ricos tienen derecho a despreciar a los pobres, puesto que estos últimos son moralmente responsables del infortunio de su condición. Y si los desgraciados se mostraran insolentes, seria una buena jugada hacerles ver que se exponen a renacimientos más crueles todavía.
—También el hindú pobre, innoble por su falta, es un modelo de paciencia. Entre nosotros, el pueblo no se subleva nunca. La gente tiene demasiado miedo a renacer bajo forma de bestias inmundas, en pago por sus estúpidos e imprudentes pecados.
—Habéis inventado la paz social.
—Di más bien la paz de las almas.
Niger se detuvo para tomar aliento y añadió:
—En la India, no solamente el sistema general de las creencias incita a la muchedumbre a la virtud, sino también la organización de la sociedad en cuatro castas, los sacerdotes, los militares, los comerciantes y los campesinos, cada una de las cuales lleva una vida aparte. (Existe también gente sin casta, que no cuenta, y con la que no se tiene trato alguno). Como la liberación definitiva de las apariencias es asunto de larga duración para la mayoría, el individuo tiene todos los días ante los ojos a una casta superior, en cuyo seno puede renacer gracias a una cierta sabiduría. Los sacerdotes, que están en la cima gracias a sus méritos pasados, esperan llegar a ser dioses si no logran su liberación.
—¡Admirable sistema!
—Y hay una invitación más para obrar bien: el deseo de renacer con una piel muy blanca si se ha conocido la desgracia de nacer con piel negra u oscura. En Roma, el color de la piel no cuenta en la consideración que se le tiene al prójimo. Os limitáis a despreciar la incultura. Pero nuestros sacerdotes opinan que la negrura de la piel es un castigo por deplorables actos anteriores, y sobre todo por pensamientos, pues nosotros creemos que los pensamientos son más importantes que los actos, ya que los primeros condicionan a los segundos. Yo pertenecía a la casta de los comerciantes, y la negrura de mi piel perjudicaba mi comercio. Si adopté las ideas budistas, fue en parte porque Buda no tiene en cuenta ni las castas ni el color de los individuos.
—¡Si yo fuera en tu país un hombre negro y sin casta, me vería obligado a prodigios de virtud!
—Para muchos, en efecto, el camino de la liberación es interminable. Durante miles de años, se progresa o se retrocede a través de engañosas apariencias. Comprenderás que la esperanza de llegar a la meta no me autoriza a transigir.
—¿Todavía tienes ese deseo?
—Es el único que se nos tolera. El suicidio nos ocasionaría un renacimiento desastroso.
Kaeso y Niger habían llegado al Mercado de las Golosinas, ante mostradores de monstruosos foie-gras, cuya presentación era tentadora. Los taberneros de lujo cuidaban de maravilla sus escaparates, que recibían el bonito nombre de oculiferium o «lo que entra por los ojos». El mostrador de un tal Heracles estaba especialmente logrado: una pirámide de foie-gras en conserva estaba dominada por un soberbio ganso disecado, cuyo gaznate se veía adornado por un gran embudo.
Kaeso le dijo a Niger, que consideraba este espectáculo con manifiesto disgusto:
—Mi natural sentimiento de justicia se ve ofendido por el hecho de que los hindúes se sientan impulsados a desprenderse de lo poco que tienen invitados por algunos que se pretenden iluminados, que no carecen de nada y para quienes el desprendimiento no es más que un lujoso ejercicio espiritual.
—¿Acaso el desprendimiento no redunda en beneficio de cada cual?
»Pero nuestros pobres tienen aún otro papel que jugar. Entre todos los ejercicios destinados a desarraigar el egoísmo y exterminar el deseo para poder alcanzar la iluminación, los pensamientos caritativos e incluso las acciones ocupan un lugar privilegiado. Buda se ofreció como alimento a una tigresa famélica, que se disponía, empujada por la desesperación, a devorar a sus propios cachorros. Nuestros filósofos son la caridad en persona.
—Apostaría a que la mejor caridad de los futuros budas es ir a buscar su alimento entre los más pobres.
—En efecto, es un meritorio honor para ellos alimentar a un futuro buda.
Evidentemente, a Niger se le había pasado por alto el siniestro humor de Kaeso. Ante una organización semejante, Kaeso sucumbió de pronto a una cólera completamente romana y, acercándose a Heracles, que era el abastecedor de Marco desde que los negocios iban mejor, le dijo al oído:
—¿Ves a ese esclavo que viene de la India? Es un fastidioso filósofo, por quien mi padre pagó 1200 sestercios, y que ha optado por dejarse morir de hambre a causa de un refinamiento doctrinal. Veo tres fuertes esclavos que colocan ánforas en tu trastienda. ¡Que sujeten a Niger, que le metan ese bonito embudo en la boca, y que le hagan tragar un grueso foie-gras! Habrá una buena propina para tus hombres, a pesar de que el esqueleto no sea difícil de atiborrar.
La idea entusiasmó a Heracles y a sus ayudantes. Nada hacía disfrutar más a esos musculosos rústicos que maltratar y humillar a un intelectual enclenque. Kaeso mandó con un pretexto a Yajniavalkya hacia su destino, los tres brutos saltaron sobre él, lo amordazaron con el embudo y se encargaron de administrarle el maravilloso producto, mientras que el joven amo rondaba con satisfacción por delante del oculiferium.
Niger reapareció vacilante, con los ojos desorbitados y la boca chorreando foie-gras. Kaeso cogió al esclavo por el codo y lo empujó hacia la insula.
—Puedes darme las gracias —dijo Kaeso—, pues he encontrado el modo de restablecer tu delicada salud sin que tu responsabilidad se vea puesta en tela de juicio en lo más mínimo: cada vez que le hagas melindres al guiso, te mandaré a la tienda de Heracles para que te ceben; ¡pero no todos los días tendrás foie-gras! Me parece que en vista de tu perfecta irresponsabilidad, el procedimiento no puede retrasar tu iluminación.
Niger eructó un chorro de foie-gras y farfulló:
—¡Es tu propia liberación lo que retrasas, insensato!
—Correré alegremente el riesgo.
Calmada su cólera, Kaeso se sintió un poco avergonzado por su arrebato y le preguntó a la víctima:
—¿Qué te gustaría comer, exactamente?
—Arroz hervido y bien especiado.
—El arroz, en Roma, es un plato ruinoso. Nos llega en pequeñas cantidades de la India, de Babilonia o de algunos territorios sirios. Apenas lo utilizamos más que en medicina o en cocina de lujo, para espesar y ligar las salsas. Y las especias indias tampoco son corrientes. Sin embargo, le pediré a Selene que te prepare un arroz de esa clase, pero uno solo. Después, tendrás que ser más razonable.
Cuando Kaeso entró en la casa seguido por Niger, que babeaba foie-gras por todas partes, Marco levantó los brazos al cielo…
—¡Pero por los doce grandes dioses, si es foie-gras! ¡Mi esclavo más inútil ahora eructa foie-gras! ¿te has vuelto loco, Kaeso?
Kaeso aprovechó la ocasión para poner ese tratamiento en la cuenta de los cristianos que, según se decía, mimaban a sus esclavos con un amor siempre alerta, y durante la comida trató con una emoción contagiosa el tema del amor cristiano. No le costó trabajo demostrar que si cada cual amase a su prójimo como a si mismo, según la bella expresión del Levítico que Jesús había tomado tan felizmente de su Padre, el mundo se convertiría en un lugar de ensueño. Ya no habría necesidad de desvivirse para huir de las apariencias, como un ingenuo Platón o un hindú cagueta.
La repentina pasión de Kaeso por los cristianos empezaba a preocupar a Marco, que tenía problemas para seguirlo. Todas las tradiciones romanas se oponían a que el amor por la gente servil llegara hasta el foie-gras.
Kaeso estaba tanto más satisfecho del incidente cuanto que no estaría de más una brizna de locura mística para desarmar a Marco en el cercano momento de la terrible revelación.
Los Idus de mayo, día previsto para la adopción, se aproximaban a pasos agigantados, y sería escandaloso anularla demasiado tarde. Silano no se lo perdonaría y el pretor urbano se tragaría sus insignias. Al día siguiente había Juegos conmemorativos de la consagración del templo de Marte Vengador por Augusto. Dos días más tarde habría otra ronda de Lemurias —¡más valía expulsar a los muertos dos veces que una sola!—. Y el tercero era ya la víspera de los Idus. Así que sólo quedaban tres días. Para escribirle a Silano —y en un asunto semejante, la escritura era más tentadora que la palabra— se acercaba el final del plazo.
En lugar de dormir la siesta, Kaeso se retiró a la biblioteca, se apoderó del papiro y la pluma que convenía a la insigne importancia de la comunicación, y vaciló una última vez ante el golpe de timón que debía dar en la galera de sus días. Pero la libertad tenía ese precio y Kaeso deseaba desesperadamente seguir siendo libre.
Estaba mojando su pluma en el tintero cuando tuvo la impresión de que la ira de su padre le saltaba a la vista, un padre a quien ninguna conversión a lo que fuera podría calmar.
En efecto, Marco corría el riesgo de perder mucho con aquel asunto, en virtud de las particularidades de la ley romana sobre las adopciones, que partían del principio de que ninguna ley civil podía prevalecer sobre los derechos de sangre y religión. Por ejemplo, el adoptado se convertía en hermano de los eventuales hijos que su nuevo padre fuera capaz de engendrar, contrariamente a las previsiones, después de la ceremonia, pero no contraía ningún lazo de parentesco con la esposa del padre adoptivo. De la misma manera, el adoptado tenía derecho a anular la adopción y reanudar su culto familiar de origen si su padre natural moría sin hijos. Pero el hijo adoptivo, en la mayoría de los casos, heredaba del padre natural, y recíprocamente. Si un riquísimo Kaeso moría en ausencia de Pablo (y más allá de los tres días las resurrecciones parecían ser muy hipotéticas), Marco participaría en la herencia. Y si Kaeso conocía por casualidad este aspecto del derecho, Marco lo conocía mejor aún.
El infortunado padre debía de estar regalándose de antemano con las formalidades de la adopción, que lo tenía todo para embelesar a un alma de jurista: en primer lugar el padre natural vendía a su hijo como esclavo, de forma ficticia y por el precio de un as, al padre adoptivo, de forma que quedara disuelta la potestad paterna; después el padre adoptivo volvía a vender al hijo a un tercero, de manera que pudiera ser reivindicado; al final, el padre adoptivo reivindicaba al hijo, y el adoptado, en ausencia de toda protesta del nuevo propietario, se constituía en hijo legal, disfrutando del derecho de parentesco. Si las formalidades de adopción eran extravagantemente complicadas, las de la adrogación, que concernían a los huérfanos de padre, eran más sencillas: en ausencia de padre, bastaba la aprobación de una asamblea del pueblo romano, reducida a algunos lictores figurantes. Por el contrario, no era costumbre adoptar a las niñas, puesto que se las consideraba incapaces de perpetuar el culto doméstico y de ofrecer sacrificios personalmente.
En aquella biblioteca, la presencia de Marco pesaba demasiado. Con los útiles para escribir, Kaeso se retiró a su habitación, donde aumentó su incomodidad. Los primeros recuerdos que guardaba de Marcia se relacionaban con aquella estancia, cuando todavía la compartía con su hermano. ¿Cuántas veces no había entrado ella para cuidarlos o calmar sus miedos nocturnos? Y después de que Marco el Joven se instalara en una alcoba personal, las relaciones entre Marcia y Kaeso se habían vuelto, en ese marco, aún más intimas y cómplices. No había inquietud que el niño no confiara a su madre, que instintivamente encontraba las palabras justas para asegurarle un sueño tranquilo. ¡Qué lejos estaba todo aquello, y no obstante qué cerca!
Finalmente, Kaeso se aisló en la habitación de su hermano y le escribió a Silano lo siguiente:
«K. Aponio Saturnino a D. Junio Silano Torcuato, ¡salud!
»Esta carta no te sorprenderá. Lo que tal vez te sorprenda es mi decisión de contarte por fin toda la verdad, después de haber dudado mucho tiempo sobre si hacerlo o no. Pero las bondades que has tenido conmigo y las que deseabas tener me obligan a explicarme con claridad. En una palabra, creo preferible declinar el honor de la adopción que tenías en perspectiva.
»De esa forma, no me veré prisionero de una situación ambigua y peligrosa, en la que más pronto o más tarde me conduciría de una manera indigna. Aunque tu amistad lo hubiera tolerado, yo habría sido menos tolerante conmigo mismo.
»Un día me escribiste con toda razón que, en cuestión de placer y de amor, no había que preocuparse mucho de las modas ni de las situaciones, sino de las inclinaciones de la propia naturaleza, pues “nadie puede gozar en lugar de otro”. Negándome a esta adopción, tengo la sensación de seguir tus consejos. Sigo pensando que placer y amor son cosas graves y que no debemos aventurarnos en ellas salvo cuando se nos ofrece la perspectiva de continuar siendo nosotros mismos desde el principio hasta el final. A mi edad, nadie se siente muy inclinado a hacer el amor por interés, agradecimiento, simpatía, piedad, temor o costumbre. La consideración que siento por ti te dará a entender que habría enrojecido al correr ese riesgo bajo tu techo.
»Marcia se sentirá muy decepcionada al enterarse de que no me siento capaz, una vez sopesado todo bien, de llevar en vuestra doble y afectuosa compañía la vida en común que ella esperaba de mi juventud y de tu amable filosofía. No necesito advertirte que ahora deberás velar por su salud con el mayor cuidado, y no dejarla sola con esclavos demasiado complacientes. Hazle ver que el amor filial que siento por ella es imperecedero y que, si tú lo permites, a mi regreso de Nápoles le haré visitas tan a menudo como me sea posible. Sería para mí un golpe fatal que ella despreciara una existencia que me es más querida que la mía. Derramaría mi sangre por ella, pero nada más.
»Puesto que he resuelto decírtelo todo, también tengo que revelarte que los contactos que hice, a causa de las crueles dudas que me envolvían, con Séneca, los judíos y los cristianos, sin duda han tenido algo que ver con la firme conclusión de mis pensamientos. Ya me había dado cuenta en Atenas de hasta qué punto los filósofos se sienten inclinados a embrollar los problemas elementales con el ejercicio de un verbalismo desmelenado. En realidad, el número de soluciones que nos proponen tanto la razón como la experiencia es muy reducido.
»Puede admitirse un materialismo cuyos elementos son juguete del azar. Hipótesis que está llena de puntos débiles. En efecto, uno se pregunta cómo llega el azar a mantener un orden constante entre los innumerables fenómenos que responden a su ciega gestión. Uno se pregunta, sobre todo, qué moral clara y segura se puede inferir del arriesgado juego de átomos de Epicuro. La moral social se vuelve dudosa y la moral individual se convierte en tributaria del capricho de los estados o de la fantasía de los particulares. Pregunta igualmente insoluble: ¿cómo unos átomos privados de inteligencia y voluntad propia podrían haber salido de la nada, y cuál seria la fuerza que, a pesar de todo, mantiene su vida errante y preside su distribución? Pues el azar, en el fondo, no explica nada, ya que su misma existencia plantea un interrogante fundamental.
»Se puede admitir un panteísmo cualquiera, en el que unas divinidades difusas se confunden con la materia. Esta teoría explica el incontestable orden del mundo mejor que la anterior, pero también tiene puntos débiles. Es difícil inferir de la organización de los elementos una moral precisa, aunque se la supusiera de inspiración divina, y se ven estoicos que oscilan entre rigores excesivos y deplorables acomodos. Séneca se ha pasado toda la vida caminando hacia un asco incoercible, que podría reprochársele no haber experimentado antes, y tú mismo ofreces la imagen de un hombre más desgarrado, sin duda, de lo que parece. Por otra parte, si los dioses están confundidos con el mundo, el problema de su existencia, mitad material y mitad espiritual, sigue sin respuesta. Pretender, como Platón o ciertos pueblos del lejano Oriente, que las almas degradadas transmigran según sus méritos al seno de diversas apariencias hasta que un arranque de virtud las saca del lodazal, es escamotear la cuestión principal, no resolverla. ¿Por qué esa degradación, y por qué habría que juzgar malas a priori las apariencias materiales? Este pesimismo básico introduce una contradicción insondable: pues si los dioses están en el mundo, ¿por qué habría que despreciar el mundo y huir de él?
»O bien, para explicar racionalmente la presencia del mal aquí abajo, uno imagina, como los persas, una lucha titánica y constante entre un dios creador de las cosas buenas y un dios responsable de las malas. Este infantilismo traslada a la trascendencia la contradicción que el panteísmo padece en la inmanencia. El dualismo nunca pondrá de acuerdo a los lógicos.
»O bien uno se convierte en el fiel de un dios personal y único, exterior a todo lo que no es él y creador del universo visible o invisible. En lo sublime de la idea radican a la vez el inconveniente y la ventaja. La existencia del mundo, del espacio y del tiempo que condicionan provisionalmente su evolución y sus formas recibe por fin una explicación satisfactoria para la inteligencia, que sólo puede tener contra ella discutibles argumentos lógicos; pero un dios semejante, por su misma esencia, es perfectamente incognoscible a primera vista es imposible saber cuáles son sus deseos. Desde el momento en que dios está fuera del mundo, ¿qué puede hacer con él?
»Si se quiere llegar a una moral práctica, hay un inconmensurable vacío por llenar, un tonel de Danaides para la razón, donde judíos y cristianos han vertido aguas diferentes, pero de la misma naturaleza. Para los judíos, dios dijo en el Sinaí lo que quería. Para los cristianos, Jesús, hijo del mismo dios, se encarnó y proporcionó más información. Por dos veces se habría establecido un puente entre dios y sus abandonadas criaturas.
»Tales comunicaciones podían mover a risa si, más allá de la sequedad de los presuntos hechos, no hubieran presentado una inmensa novedad a la que adherirnos: dios habría creado a los hombres por amor paternal, y por amor hacia todas las criaturas responsables habría ofrecido a su hijo en sacrificio, redimiendo pecados que sólo se debían a la libre malicia de los impíos. Así pues, el amor es la clave de esta nueva religión, que a causa de ello ya no solamente interesa a los filósofos, sino que concierne también a los más humildes y a los inteligentes. Todas las argucias del razonamiento ceden el paso a la confiada sonrisa del hijo para con su padre. Un amor filial ilumina súbitamente el universo.
»Que Jesús y los cristianos hayan realizado milagros no debe impresionarnos. El milagro, por lo que sabemos de él, no prueba nada en si mismo: es más bien ese milagro lo que necesita ser probado por los motivos que lo han ocasionado y la dignidad de sus ministros. Los milagros son sólo los accesorios de una verdad, y el amor al prójimo bien podría ser el mayor milagro que exigiera nuestra atención.
»Si hicieran falta pruebas para amar, las vería más bien en el hecho de que el único dios de amor se reveló a Moisés hace quizás un milenio, es decir, se reveló al representante de un pueblo nómada y salvaje que no podría haber concebido, por una evolución normal de sus creencias, ni la trascendente soledad ni el minucioso amor de un dios sin igual. Y en el Éxodo, uno de los textos más antiguos de los judíos, se puede leer algo prodigioso, más turbador que todos los milagros imaginables: Moisés le pregunta a dios con qué nombre ha de llamarlo, pues para un ser primitivo, ansioso por tener tratos con una divinidad protectora, el conocimiento del nombre es indispensable para el éxito de las invocaciones; y dios contesta: “Me llamo Soy”, queriendo significar que él es la única existencia constante y necesaria. Si te dicen que un pastor de ovejas pudo inventar eso, es que tu filosofía es muy pobre. En cuanto a los que dudan que Jesús afirmara ser hijo del Padre y de la misma naturaleza que él, traeré a colación un testimonio de Lucas, que forma parte de la tradición oral cristiana, y que otra vez expresa cosas que no se inventan: Jesús espetó a los judíos, que se asombraban de que hubiera tratado a Abraham: “Antes de que Abraham existiera, Yo Soy”.
»¿Acaso me he convertido de verdad a la fe cristiana? He llegado a pensar que el judeocristianismo es la doctrina más satisfactoria para los que aspiran a una vida moral ordenada, para los que tienen la exigente virtud o la estimable debilidad de querer descubrir una respuesta a las múltiples preguntas que los tientan en relación con la naturaleza del hombre sus fines últimos. Y el cristianismo me parece superior al judaísmo, que se ha encerrado en un pueblo donde corre el peligro de seguir prisionero eternamente. ¿Pero acaso la verdad coincide estrechamente con lo que un buen día nos pareció lo más seductor?
»Debo confesarte que acepté el bautismo cristiano de manos de Pablo con la idea de que me volvería incapaz de hacerme cargo de tu culto familiar. Este artificio me llena ahora de vergüenza y te ruego humildemente que me perdones considerando los angustiosos problemas en que me encontraba sumido y de los que no sabía cómo salir con honor —el mío y, sobre todo, el de los demás—. Todas tus francas e instructivas delicadezas deberían de haberme disuadido de un cálculo tan rastrero. ¿No habría bastado que te hablara como al padre que querías ser para mí?». Comprenderás que ahora tengo muchos motivos, más estimables y hondos que ese bautismo casual, para renunciar a una adopción semejante. Los mejores estoicos, los judíos y los cristianos me empujan a ello, e incluso esa antigua dignidad romana que mi padre me inculcó y practicó de tan mala manera. Añade a esto una insuperable repugnancia por una falsa situación, y podré contar todavía con tu estima a falta de tu total aprobación. Esta estima me sería muy útil para consolarme de la inmerecida decepción que te inflijo defendiendo mi cuerpo y mi corazón, y que tendría trazas de ingratitud si por tu parte no hicieras un cordial esfuerzo para comprenderme. Espero que tu natural nobleza de alma te ayude a ello.
»¡Espero que Marcia pueda encontrarse tan bien como tú!
»P.S.: Estoy intentando que mi padre se tome en serio mi bautismo. ¿Podría decirle algo más hábil para poner un leve bálsamo sobre la rabia que pronto lo dominará? Ya sabes cuánto le importa el dinero».
Kaeso releyó la carta suspirando. Estaba lejos de dejarle satisfecho y tenía la impresión de no haber expresado de manera lo bastante precisa el mensaje que quería comunicar. Pero había tenido que remover tantos sentimientos e ideas en poco tiempo que, en el estado en que se encontraba, no podría haberlo hecho mejor. Así que atravesó su Rubicón, arrolló el papiro y puso su sello.
Le invadió un remordimiento tardío: no haber hablado de Marcia con la abundancia y los acentos necesarios, a pesar de que no había dejado de pensar, entre líneas, en ella.
Así pues, cogió unas tablillas y le escribió a su madre:
«Kaeso a su muy querida Marcia, ¡afectuosos saludos!
»La última vez que tuve la suerte de verte, atrajiste muy justamente mi atención sobre el hecho de que mi adopción podría incitar al Príncipe, si no a respetar mi persona, al menos a tratarla con algunas honestas deferencias. Pero la educación severa que he recibido no me ha acostumbrado en absoluto a las prostituciones indispensables. ¡Ojalá te hubieras mostrado menos virtuosa delante de mí! Si nuestro Nerón, a despecho de mi nueva y eminente posición social, me pellizcara por casualidad las nalgas en un pasillo y, por un desgraciado movimiento reflejo, le diera una bofetada, en ese momento sería mucho más preferible que ya se hubiera anunciado sine die el aplazamiento de mi adopción. Quiero afrontar al Cíclope sin más armas que la astucia y la virtud, y no hacer correr el menor riesgo comprometedor a un hombre que respeto, a su mujer que adoro. En consecuencia, volveremos a haber de la adopción cuando las circunstancias sean más favorables.
»Mientras tanto, sigues siendo la mujer de mi vida, la primera y la única. Te amo por todo lo que me has enseñado, por todo lo que me has ocultado, por todo lo que me has dado y por el extraordinario amor con el que no dejas de colmarme, tan bello, fuerte y total que cualquier hombre se sentiría indigno e impotente para responder a él como es debido. Perdona mis insuficiencias: sin embargo, se deben en parte a la imagen que durante mucho tiempo tuve de ti. Es la que prefiero, llena de calma y confianza. La nueva Marcia me trastorna demasiado como para que pueda mirarla a los ojos. Es para mejor serte fiel que me he condenado a decepcionarte, aunque en algo cuya vanidad debes de conocer, gracias a tu rica experiencia. ¿No estamos ambos más allá de esos ejercicios, que sólo son pruebas de amor para aquellos que no tienen ninguna mejor que presentar? Para salvarte la vida, me acostaría con cualquiera. Pero tú no eres cualquiera: tú eres la única Marcia, que me ha educado y formado, que ya me lo ha entregado todo y no puede añadir nada decisivo a sus dones. Mi pasión por ti tiene algo de vertical. Te pertenezco por completo, pero en pie. ¡Ámame como yo te amo!
»Cuida tu salud como antes. Tu presencia es indispensable para mi felicidad».
Conmovido por su propia elocuencia, Kaeso acabó esta carta llorando. También Nerón, a decir de todos los observadores, había dado grandes muestras de emoción durante la comida que precedió al crucero de Agripina. Uno no condena a su madre a la muerte o a la soledad sin compadecería.
Sin embargo, ¿qué podía haber hecho Kaeso digno de sus legítimas e inocentes ambiciones? Sin saberlo, había compartido con su padre, y en su juvenil inconsciencia también con su hermano, a las «burritas». Había soportado que Selene le concediera algún menudo favor antes de volver al exigente lecho del amo. Había estado a punto de compartir a Marcia con Silano. Y después de haber ofendido el pudor de Marcia, el Príncipe estaba a punto de ofender el suyo. ¿No era como para que un ser sensible acabara asqueado de las promiscuidades y los incestos?
Antes de ir a las termas con Myra, Kaeso ordenó que le llevaran a Marcia las tablillas. Sólo al volver de las termas envió la carta para Silano. De esa forma, advertido por Marcia del nuevo aplazamiento de la adopción antes de recibir personalmente explicaciones más francas y definitivas, Silano podría preparar libre y gradualmente a su mujer para lo inevitable.