III

Kaeso se frotó los ojos irritados por el humo de las parrillas, las lámparas y las antorchas, se sentó en un banco de ladrillo que estaba adosado al pie de una pared y trató de reflexionar sobre la lección que Selene quería darle. Ante él, encadenado a uno de los dos brazos de madera de una muela, daba vueltas, como una ardilla en una jaula, un ser en estado de aguda moralidad, a quien su religión había disuadido del suicidio. Y el viejo tenía un aspecto tanto más ridículo cuanto que, al chapotear a ciegas en su papilla vespertina, se había puesto perdido hasta los pelos.

Al fin, Kaeso le pregunto a Selene:

—¿Por qué el rabí Samuel no compró a este Moisés con tu dinero?

—Porque eso habría sido engañar a mi tío, que de todas formas habría desconfiado. Nadie puede ser lo bastante loco como para comprar a un viejo esclavo ciego, que no sabría desempeñar otro trabajo que el de la muela. Moisés no vale doscientos sestercios.

—¿Y tú misma, por qué no le rogaste a mi padre que consintiera en tu libertamiento? Cien mil sestercios es una fuerte suma para él.

—Yo valgo ya setenta mil, y Marco me aprecia mucho. Lo más ventajoso para mí es convencerlo para que me liberte por testamento. Una mujer bonita y sin dinero nunca es libre.

—Volviendo a tu tío, ¿desconfiaría si yo me ofreciera a comprarlo?

—Su vida toca a su fin y su virtud es cada vez más prudente. A los ciegos, además, les pagan por desconfiar.

Terminaba una hornada. Después de abrir las puertas de hierro retiraban de los hornos, alineados sobre todo un costado del hangar, los panes más variados, con ayuda de palas de madera de largo mango que ya habían servido para meterlos dentro, mientras se acababa la elaboración de un nuevo cargamento de pastas.

Había un horno dedicado al pan blanco de flor de harina, el panis candidus, el más caro con diferencia. Otros hornos estaban reservados al pan blanco de segunda calidad, el que antaño había satisfecho los gustos rústicos del viejo Augusto. Pero de la mayor parte de los hornos salía el plebeyo pan negro, en buena parte fabricado con los granos distribuidos por los servicios de la Anona a los que tenían derecho a ellos. Se veía también pan integral, hecho a partir de harinas sin tamizar, y hasta vulgar pan de salvado, destinado a la comida de los perros o de los esclavos menos consentidos.

El grueso Pansa hizo su aparición y comprobó, con las cejas fruncidas, la calidad de las cocciones y el modelado exacto de las formas, que eran muy diversas, con una mayoría de hogazas redondas hendidas en porciones… Prestó especial atención al panis ostrearius, que acompañaba a las ostras; después a los panes plebeyos con pretensiones eróticas: un surtido de falos, vulvas, nalgas o tetas, vendidos a alto precio a ricos sinvergüenzas cansados del pan «cándido», quienes apreciaban las virtudes laxantes y vigorizantes de esos vulgares alimentos.

En torno a Pansa, conocido por sus terribles cóleras, vigilantes y esclavos retenían la respiración. Un día, cansado de los hurtos de un muchacho, Pansa, con un gesto irreflexivo, lo había empujado por la boca abierta de un horno que se estaba recargando. La hornada se estropeó y el Prefecto había estado a punto de causarle problemas al brutal amo, pero al menos la necesaria disciplina se vio reforzada.

Al ver a Selene, el rostro de Pansa, que era un gran aficionado a las mujeres, se iluminó, y el artesano se acercó a la joven con amables palabras. Para acostarse con Selene, que fingía no entender sus intenciones, habría mandado asar a una docena de chapuceros.

Selene presentó a Kaeso y a Pansa, que se volvió más amable todavía: el intendente de Silano era uno de sus mejores clientes. La conversación recayó naturalmente sobre la compra de Moisés, cuestión que Pansa conocía tanto mejor cuanto que le habría entregado aquel viejo a cualquiera a cambio de algunos menudos favores de Selene. Además, los ciegos eran moneda corriente en Roma y ciertos propietarios incluso entregaban gratis a sus esclavos ciegos a quien quería quedarse con ellos. Pero en tanto que Moisés siguiera tan terco y suspicaz, el asunto continuaría en un callejón sin salida. En casa de Pansa, al menos, el inflexible fariseo comía una papilla honrada. ¿Qué sería de él, reñido con Selene, abandonado sin trabajo en aquella monstruosa Babilonia? ¿Encontraría si quiera a un judío que se ocupara de él? Y la mendicidad no le haría engordar, pues la mayoría de los mendigos ciegos eran falsos ciegos y una lúcida generosidad pública disminuía otro tanto sus subsidios.

Cortésmente, Pansa hizo que desataran y sustituyeran a Moisés antes de la hora, y él mismo guió con mano enérgica hasta el banco al forzado que, a fuerza de dar vueltas en el mismo lugar, tenía tendencia a andar en círculo. Los esclavos de las muelas se olvidaban de andar en línea recta y Moisés se deslomaba en la oscuridad desde hacía tres años. Al fin, tras una acariciadora mirada a Selene y las últimas cortesías a Kaeso, Pansa continuó su inspección, arrastrando tras sus pasos al grande y atlético negro de Nuria que le servia de criado para todo y de guardia de corps. Pansa estaba muy orgulloso de su negro, que era la única huella de esnobismo que uno podía apreciar en él. Los esclavos de este color, en vista de su escasez, alcanzaban precios muy elevados y apenas se los veía más que en las grandes mansiones o en la arena de los anfiteatros, donde eran el nec plus ultra del lujo demagógico.

Selene depositó el pastel en las rodillas de su tío, que puso la mano sobre él con visible repugnancia, como si aquella placenta tuviera un regusto a estupro e infamia. Evidentemente, era el único beneficio de la duda, la única concesión que haría a la impureza ambiente.

Sin grandes esperanzas de convencerlo, Kaeso le dijo a Moisés:

—Me llamo Kaeso y soy el hijo menor del amo de Selene. Deseoso de convertirme al judaísmo, cuya belleza moral me había impresionado mucho, tuve recientemente una larga y simpática entrevista con el rabí Samuel. Mi circuncisión se ha aplazado hasta que mi instrucción esté un poco más avanzada, pero mientras tanto experimento por los judíos, y sobre todo por los fariseos, la más respetuosa estima. Con esto quiero decirte hasta qué punto comprendo y admiro tu negativa a ganar la libertad por mediación de una sobrina que, sin que haya culpa por su parte, ha sido condenada a una vida indigna. Así pues, ¿me harás el honor de creerme si te afirmo que estoy dispuesto a comprarte con mi propio dinero, en simple testimonio de amistad?

El viejo seguía comiendo su placenta sin reaccionar. No obstante, ante la impaciencia de Selene, le contestó a Kaeso:

—Desde hace tres años, cuando perdí la vista, mi oído se ha vuelto más hábil para distinguir la mentira, y tu griego suena a falso. Yo no te intereso. Sólo actúas por consideración hacia Selene, cuyos favores debes de esperar si es que no los has conseguido ya. Todo el mundo sabe bien que, entre los romanos, los hijos no tienen problemas para saltar sobre las concubinas de sus padres cuando se presenta la ocasión. ¡Así que déjame morir tranquilo! Sólo espero favores del Todopoderoso.

No había mucho que replicar. Moisés había resuelto según sus propias luces el problema que no cesaba de atormentar a Séneca y a muchos otros estoicos: ¿a partir de qué momento era oportuno oponer un rechazo categórico al acomodo y la podredumbre de este mundo para refugiarse espiritualmente en un universo más acogedor? ¿Era asunto de grado o de naturaleza? ¿Se debía decir no en seguida y desde la primera vez en un caso de poca importancia, o bien había que esperar, sofocado de disgusto, hasta un gran acontecimiento que señalara un punto de ruptura? Uno podía preguntarse si la decisión de Moisés respondía a imbecilidad senil o a sublimidad.

Kaeso se acordó de repente de un pasaje de Marcos bastante extraño: «Juan le dijo: “Maestro, hemos visto a algunos expulsar demonios en Tu Nombre, alguien que no nos sigue, y hemos querido impedírselo porque no nos seguía. Pero Jesús dijo: No lo impidáis, pues no hay nadie que pueda hacer un milagro invocando mi Nombre y después hablar mal de Mí. Quien no está contra nosotros está con nosotros». Así pues, no solamente Cristo y los suyos tenían la capacidad de hacer milagros, como los éxitos terapéuticos de Pablo parecían demostrar, sino que el propio Jesús consideraba completamente natural que cualquiera pudiera hacer un milagro invocando Su Nombre.

De pronto, empujado por una fuerza extraña, Kaeso le dijo a Moisés:

—Eres un hombre sincero y tienes derecho a la verdad. Para confesártelo todo, el rabí Samuel me puso tantas dificultades que entré en relación con representantes de la secta cristiana, que con toda seguridad tienen dones fuera de lo común. Un tal Pablo, por ejemplo, curó a un ciego en mi presencia en el Foro de los Bueyes, ante el templo del Pudor Patricio, simplemente frotándole los ojos con el pañuelo que llevo esta noche. Está escrito que para curar a un enfermo basta con invocar el nombre de Jesús. ¿Aceptas que Cristo te devuelva la vista gracias a mi asistencia?

Al oír este nombre, el viejo levantó la cabeza, mirando con sus ojos extinguidos la muela que chirriaba. Parecía presa de emociones retrospectivas, y terminó por declarar lentamente:

—Yo tenía quizá catorce o quince años (estaba pues bajo nuestra Ley desde hacía algunos años) cuando seguí a tu Jesús cierto tiempo, en el momento que muchos pretendían que era el Mesías. En todo caso, era un prestidigitador muy experto: tenía un truco sorprendente para multiplicar peces y panes, pero no sabía sacar un codillo de cordero de un saco vacío. También lo vi curar a numerosos enfermos. Desde que hago girar esta muela comiendo papillas infectas, he pensado a veces en el talento de Jesús para multiplicar los panes. Estaba tan dotado que hasta conseguía hacer pan caliente, como si saliera del horno. La tropa de mujeres extasiadas que lo seguía de cerca se sintió completamente trastornada al ver aquello.

»Empero renuncié a seguir a Jesús cuando empezó a atacar a la Ley y a redimir pecados, privilegio del único Yahvé. ¿Qué valen todos los milagros del mundo ante un versículo de la Ley? Jesús decía en su defensa que un hombre demoníaco no puede expulsar demonios, pero muchos doctores sostienen que la astucia de Satán llega fácilmente hasta ahí.

»No quiero tener nada que ver con ese Cristo, a quien además nosotros condenamos precisamente por blasfemo.

—Aseguran que resucitó por sus propios medios.

—Ese es el problema. Yo seguía a Jesús cuando resucitó a la hija de Jairo, el jefe de la sinagoga. Pero sólo hay un Dios para resucitar por sus propios medios y Yahvé no puede revestir una apariencia humana. ¡No me hables más de Cristo! Tengo toda la luz que necesito, la que ilumina a Israel desde Abraham.

La declaración del viejo poseía una lógica imperturbable. En una época llena de prodigios, donde la distinción entre lo ordinario y lo extraordinario era imprecisa, el único milagro verdaderamente convincente era resucitar sin pedirle nada a nadie. El resto poseía un significado dudoso, al alcance de todas las escuelas con una pizca de tacto. Los cristianos tenían en su contra que el único milagro demostrativo, la piedra angular del edificio, era directamente increíble, y por un motivo más metafísico que físico: un dios que cuida su reputación no va a las letrinas.

Kaeso se dijo que si las ciencias estuvieran más avanzadas, si fuera más segura y clara la separación entre el milagro y lo normal, quizá muchos milagros de Jesús cobrarían un cariz más probatorio. Por el momento, la incompetencia de los hombres de ciencia era un factor de incertidumbre.

Moisés continuó:

—Declino tu amable proposición con tanto menos escrúpulo cuanto que has aludido a Pablo, que es una mala persona, llena de rabia contra los judíos piadosos que condenan sus fantasías, y contra la Ley, de la que cada letra, haga lo que haga y diga lo que diga, sigue siendo para él un reproche vivo. Es un individuo muy peligroso, pues en algunos escritos suyos que pude leer en Jerusalén antes de que me prendieran los romanos, no deja de acusar a los judíos de haber crucificado a su Cristo, lo que es doblemente falso. En primer lugar, Jesús se crucificó a sí mismo, puesto que sabía muy bien que su pretendida encarnación divina merecía la muerte según la Ley. En segundo lugar, y esto es lo más importante, si bien la Ley que le fue aplicada afecta ciertamente a todos los judíos, los que lo condenaron y entregaron a los romanos sólo eran una ínfima minoría. Hizo falta una generación para que la mayor parte de los judíos oyeran hablar de los infortunios de Jesús, y la mayoría, cosa de la que presume con justicia, sólo es cómplice después del hecho. ¿Pero cómo podría entender los matices un ignorante gentil? De esta suerte, vemos cómo se desarrolla en los cristianos que han nacido de gentiles un sentimiento de desconfianza y hostilidad hacia los judíos, que en todo caso sólo debería dirigirse a un puñado de judíos enterados y responsables. La verdad, de la que Pablo se pretende apóstol, ganaría si sustituyera en sus epístolas la palabra «judíos» por una expresión más precisa: «algunos fariseos y saduceos de Jerusalén». Y me pregunto si, a fuerza de verse vapuleado por judíos exasperados, Pablo no mantendrá esa confusión a propósito…

Este punto de vista apenas interesaba a Kaeso, que deseó buena suerte al viejo y se retiró con Selene.

Por el camino, ella le preguntó:

—¿Has entendido bien la lección?

—Desgraciadamente, he recibido dos lecciones contradictorias. ¿Es Moisés un modelo conmovedor o la imagen absoluta del fanatismo más siniestro y estúpido? No serás tú quien me dé la respuesta.

En lugar de volver a la insula por la Puerta Capena, Kaeso y Selene atravesaron el Aventino para rodear el Gran Circo por el oeste y descender hacia los Foros por el Clivus Sublicius. La noche avanzaba, unas nubes ocultaban el último cuarto de la luna: a esas horas, aquel itinerario, en el que los espacios despejados eran numerosos, tenía más posibilidades de resultar seguro. Pasaron entre el templo de la Buena Diosa y el altar de Júpiter Elicio, dejaron a su izquierda la Biblioteca de Polión, caminaron a lo largo de las fachadas del templo de la Luna y del templo de Juno Reina, descendieron el clivus[156], anduvieron entre el templo de Hércules Pompeyano y el templo de Flora y después entre el templo plebeyo de Ceres y la entrada del Gran Circo para al fin llegar al Foro de los Bueyes. Antaño, en aquel lugar, un buey que iban a sacrificar había escapado a los sacerdotes trepando la escalera de una modesta insula y se había arrojado al vacío desde el tercer piso, prodigio que había anunciado el desencadenamiento de las guerras púnicas. Cada piedra de Roma tenía una instructiva historia que contar. Por todas partes los dioses dejaban mensajes. Sólo el dios judeocristiano se mostraba discreto. Sectarios de un solo dios, los judíos no querían tener más que un solo Templo (sus sinagogas sólo eran lugares de oración y reunión, donde no se llevaba a cabo ningún sacrificio) y los cristianos todavía no habían previsto poner a su dios encarnado y hecho migas de pan en los monumentos ad hoc.

Libre de las multitudes, animada solamente de cuando en cuando por los trabajadores nocturnos o por las rondas de vigilantes, Roma tenía algo de fantasmagórico. Era el momento en que los espectros vengadores salían de las tumbas para aterrorizar a los negligentes que no habían hecho lo necesario para mantener a los muertos a distancia. Cicerón debía de andar por los pasillos de Silano, ofendido por la tranquila filosofía del nuevo propietario y los humillantes desdenes de Marcia.

Ante el templo del Pudor Patricio, Kaeso observó:

—Lo que está bien en las religiones judía y cristiana es que los muertos insatisfechos ya no molestan a los vivos. ¡Se acabó el vagabundeo! Las almas son retenidas prisioneras en el infierno o en el Paraíso, y los herederos pueden dormir tranquilos. No creo que en tales condiciones se haya oído hablar de un aparecido judío…

Selene admitió de buena gana que el aparecido judío no tenía nada de tradicional. Pero añadió:

—Según se dice, los cristianos están inventando todo un comercio con los muertos. Como su dios se encarnó, ruegan sin cesar a Jesús que intervenga en sus asuntos, y creen que sus mártires podrían tener influencia sobre Él. Semejantes ideas no tienen nada de judío.

De la sombra de un pórtico cercano a la basílica Sempronia surgió una sarta de ciegos mugrientos para pedir con insistencia la caridad. Kaeso y Selene apresuraron el paso seguidos por los lisiados, que parecían ver cada vez mejor. Estos últimos se pusieron pronto a correr para jugarles una mala pasada a los transeúntes, que salieron a escape por las callejuelas del Velabra superior para refugiarse por fin, casi sin aliento, en el Aequimelium, que estaban reabasteciendo de palomas, gallinas y conejos. Este mercado estaba especializado en las pequeñas víctimas que los humildes ofrecían en sacrificio.

—Sería más útil —dijo Selene— cegar a los falsos ciegos que curar a los verdaderos. ¡Los cristianos deberían usar sus talentos para lisiar a todos los ladrones y asesinos que infestan la Ciudad!

Kaeso le explicó a Selene que, por lo que había creído entender, el milagro cristiano no era un gesto social. El Cristo podría haber multiplicado los codillos —e incluso las piernas de cordero, que los gentiles comían sin preocuparse del impuro nervio ciático— como para abastecer a la tierra entera, podría haber curado todas las enfermedades y hecho que los hombres perdieran la mala costumbre de morir, pero había preferido no dar más que ínfimas muestras de sus posibilidades. Nunca un prestidigitador y taumaturgo había sido tan avaro con sus dones. Y los mismos apóstoles se mostraban escandalosamente reservados en materia de milagros. Por lo que Kaeso sabía, Pablo, durante una decena de días, se había limitado a una curación y una resurrección, que además no parecían haberle fatigado mucho, y Lucas, que no obstante era médico, se había cruzado de brazos. ¡Como aficionado, Pablo era un verdadero discípulo de su Maestro!

—Pero entonces —dijo Selene— ¿por qué los cristianos se permiten algunos milagros?

—Supongo que debe tratarse de demostraciones. Negligentemente, dan una idea de lo que podrían llevar a cabo si quisieran. Pero se contienen a fin de que el paciente entienda que el hambre y las enfermedades no son nada al lado de la única enfermedad que cuenta, es decir, el pecado. Cierto que si todos los hombres se volvieran, de un día para otro, perfectamente virtuosos y caritativos, los víveres estarían mejor distribuidos y las digestiones serian más tranquilas. Desde su paradójico punto de vista, los cristianos no están completamente exentos de razón. Incluso los filósofos declaran que lo que hay que cuidar en primer lugar es el alma.

Kaeso y Selene habían encontrado refugio en un laberinto de jaulas de palomas superpuestas mientras que, a alguna distancia, el trabajo proseguía a la luz de las antorchas o de las linternas, pues si bien la noche era bastante clara, el interior del mercado se hallaba, no obstante, oscuro. A veces una luz vacilante iluminaba el perfil de Selene, a quien el miedo había apretado contra el hijo de su amo. Nunca había estado más bella.

Las palomas, despabiladas por el acarreo, se apretaban también unas contra otras. Quizás el Espíritu Santo, del que Pablo hacía tanto uso, se había disfrazado de paloma para manifestar que la ternura, e incluso la blandura, tenían más valor que la inteligencia discursiva… En el fondo, los cristianos eran intuitivos que sólo razonaban de manera secundaria.

Kaeso sintió de pronto una oleada de deseo y sus apremiantes manos hablaron por él. En lugar de debatirse tontamente, Selene, inmóvil y con las piernas apretadas, prefirió apelar a la razón:

—¿Acaso quieres justificar el prejuicio de Moisés, que imagina a las familias romanas más distinguidas como otros tantos lupanares donde padres e hijos comparten los mismos esclavos, hombres o mujeres, bajo la mirada indiferente de unas matronas de costumbres disolutas?

Había razones para montar en cólera. Los efebos atenienses, Marcia o Nerón, entre otros, habían perseguido a Kaeso; algunas hetairas áticas parecían haber disfrutado francamente en su compañía; ¡y para una vez que deseaba a una muchacha, y una muchacha que se acostaba con cualquiera desde hacia años, lo sermoneaban! Pero en el momento en que iba a ceder al deseo, vio la bajeza de un impulso semejante y dijo:

—Perdona mi gesto, por favor. Me he comprometido a protegerte contra Marcia y también te protegeré contra mi mismo. Nunca me aprovecharé de ti después de tantos otros y no te impondré relaciones que puedan desagradarte. Aprecio más que nada tu simpatía y tu amistad, y ya te debo bastante gratitud por tus desvelos y consejos.

Selene besó la mano de Kaeso y contestó amablemente:

—Si yo fuera una muchacha judía de quince años, tú fueras judío, y tus padres me pidiesen en matrimonio a mi padre, estaría encantada. Lo tienes todo para hacer soñar a una virgen.

Se apartaron de las palomas y, para mayor seguridad, siguieron un rato a un grupo de poceros a través del vicus jugarius[157]. Los Foros estaban desiertos, el Suburio parecía dormir y alcanzaron la insula sin ningún otro encuentro inquietante.

Kaeso pasó una mala noche, salpicada de insomnios y de sueños penosos. Tenía la impresión de estar en un momento crucial de su existencia y todas las vías a seguir eran sombrías. No se distinguía ningún camino intermedio entre las catastróficas exigencias de la dignidad y los compromisos más excusables, y tampoco era seguro que estos últimos no entrañaran peligros. Los hombres como Moisés hacían girar muelas, lapidaban a los hombres como Pablo, los estoicos más rigurosos encontraban una salida en un noble suicidio, pero las caricias de Marcia o del Príncipe también estaban llenas de celadas. A yesar de todo, había que tomar una decisión, pues la adopción y el viaje a Nápoles estaban próximos.

Al alba, Kaeso experimentó la necesidad de cambiar de aires, y se retiró por algún tiempo al ludus familiar de la Vía Apia, entre seres sanos y valerosos, cuyo buen juicio tal vez fuera contagioso. Myra insistió en ir con él.

Tras el paro del mes de invierno, la actividad de los gladiadores se había reanudado en teoría, pero en la práctica se hacia esperar y los hombres de Aponio, a falta de munera romanos, se veían reducidos a luchar en espectáculos italianos. Las ambiciones generadoras de frecuentes munera habían muerto con la República nobiliaria, y después cada imperator había impuesto su ritmo y su marca a los combates. César no se había mostrado tacaño pero, durante los pases más bellos, despachaba ostensiblemente la correspondencia en su palco. Augusto había experimentado un franco interés por este tipo de representaciones y se enorgullecía de su generosidad. Tiberio se refugió en un aristocrático desdén, que había sido el origen de su impopularidad. A Claudio le apasionaban, y sólo contenía sus deseos de prodigarlos más a causa de su avaricia. Y con Nerón, cuyas repugnancias estéticas eran conocidas, los munera se habían vuelto bastante raros, pero tanto más lujosos y sorprendentes. En el ludus todo el mundo esperaba un gran espectáculo primaveral, y como en muchos cuarteles de Roma y de Occidente se notaban penosamente las veleidades de Nerón de viajar a Grecia. Ya había pocos combates en las arenas de la Ciudad; pero si el Príncipe se ausentaba, ya no habría ninguno.

Al insoportable Amaranto lo habían matado violentamente en una trifulca en Rávena, y había sido sustituido por un viejo mirmillón, a quien el emperador Claudio había concedido antaño su rudis liberatorio porque era padre de familia numerosa. Este hecho era más raro todavía entre los gladiadores que en las demás categorías sociales, y el carácter ejemplar del favor había hecho reír a más de uno. No sabiendo qué hacer, el hombre se había reenganchado, y siempre había tres críos aferrados a su túnica cuando su flaca concubina lavaba la ropa. El griego Dárdano había terminado por enredarse con un muchachito de cara hipócrita que no paraba de pedirle dinero, y en la arena de Pompeya, un galo acababa de herir en la cadera a Capreolo. Pero el lanista Eurípilo, el esedario Tirano y sus dos sementales estaban igual que siempre.

Por la mañana temprano, Kaeso galopaba por los caminos, y después se entrenaba encarnizadamente con las armas. Tras la siesta iba a bañarse a las termas más cercanas, que se encontraban cerca de la Vía Apia, detrás de los templos unidos del Honor y de la Virtud. En las comidas, a las que él agregaba suplementos de vino y vituallas, intentaba interesarse por la conversación de Eurípilo y de sus alumnos, que no se apartaba de los asuntos del oficio. Y después de la cena, no dejaba de hacerle una visita a Capreolo, que se restablecía lentamente guardando cama en su celda. Al judío le turbaba haber sido alcanzado en la cadera, como Jacob al luchar contra el Altísimo, y no estaba lejos de ver en ello una distinción. En todo caso, había sido después de esta riña metafísica cuando los israelitas empezaron a abstenerse de comer el nervio ciático de los animales, y la extravagante costumbre no dejaba de plantear desagradables problemas prácticos. Si no se tenía a mano a un carnicero experto para quitar el nervio de la carne, había que abstenerse de los cuartos traseros. Los más piadosos se negaban absolutamente a tocarlos. ¡Otra regla que Pablo había mandado a paseo!

De día, Kaeso conseguía no pensar demasiado en sus problemas, pero por la noche, en la oscuridad de su cuartito, le asaltaba la angustia, y las pesadillas le hacían gritar hasta que Myra se levantaba de su jergón de paja para ponerle una mano fría en la frente. ¡Ay, ella no podía hacer mucho más para aliviarlo!

En este nuevo ambiente, uno de los aspectos más obsesionantes del desconcierto de Kaeso era que llegaba a preguntarse si la gravedad de su caso era real, si lo más agudo de su sufrimiento no era fruto de su imaginación, cual un enfermo incapaz de determinar si tenía un resfriado o la lepra. La inmensa mayoría de los jóvenes romanos habrían pasado alegremente de los brazos de Marcia a los del Príncipe. La parálisis que pesaba sobre Kaeso, ¿era de origen divino o humano, una manifestación de santa dignidad o de ridículo lujo moral?

El trato diario con estos gladiadores de apetitos elementales le revelaba claramente a Kaeso hasta qué punto dependían de la opinión y de la sensibilidad las nociones de bien y de mal. Ahora bien, la opinión se hace y se deshace al capricho de los vientos y la sensibilidad varía con los individuos. El escepticismo era, por desgracia, la última de las doctrinas que podía facilitar una decisión cuando era absolutamente necesario tomar una.

Después de tres días de tergiversaciones, Kaeso se resolvió a volver a su casa, y en la mañana de las Lemurias, día nefasto en el cual se apaciguaba a las almas de los muertos, se dirigió a pie por la Vía Apia seguido de Myra, que estaba bastante preocupada por el estado de su amo. Los Idus caían cuatro días más tarde y el viaje de Nerón a Nápoles había sido anunciado oficialmente.

Un poco antes de llegar a la Puerta Capena se hallaban, a la derecha de la carretera y detrás de la tumba de la gens Marcela, los templos del Honor y de la Virtud; y la tumba de Camila, hermana de los tres Horacios, seguía a la de los Marcelo. Matando a su hermana a causa de un quisquilloso patriotismo, Horacio había llevado el honor y la virtud demasiado lejos, sin lugar a dudas. Pero, por otra parte, ¿no se inspira la virtud ordinaria en el exceso de virtud? De todas maneras, a Kaeso le impresionaba constatar que los templos del Honor y de la Virtud habían sido construidos fuera de las murallas de la Ciudad, como para dar a entender a los observadores perspicaces que el honor y la virtud no eran cualidades políticas dadas de una vez por todas, sino que debían ser objeto, para los mejores, de una libre búsqueda…

Pasada la Puerta Capena, Kaeso torció hacia la vivienda del judeocristiano fabricante de tiendas, que estaba a poca distancia de su trayecto normal. Dejando a Myra en la puerta con la recomendación de ser sensata, entró en la casa, que parecía desierta. Ni siquiera el portero era visible.

En efecto, toda la asistencia estaba reunida para tomar parte en una comida sagrada y, en tanto que bautizado, Kaeso tenía derecho a participar en ella. Así pues, se unió a los fieles.

Este carácter de segregación, que parecía inseparable de la religión cristiana, daba qué pensar. Los sacrificios de las religiones griega y romana se desarrollaban ante los templos, en la plaza pública. Mientras que los sectarios de Jesús, siguiendo los usos orientales, vedaban sus ceremonias a los no iniciados.

Un predicador de aspecto ascético, con voz chillona y mirada iluminada, pronunciaba en griego un discurso sobre los temas escatológicos y apocalípticos que entonces se abordaban con tanta frecuencia entre los cristianos. Jesús había predicho dolorosas persecuciones contra sus discípulos, les había advertido contra falsos Cristos y falsos profetas que tratarían de abusar de los propios elegidos con su seducción y astucia. Había anunciado en términos turbadores la ruina de Judea, la ocupación por los romanos de Jerusalén y del Templo y la dispersión de los judíos de Palestina hasta que el tiempo de los gentiles hubiera pasado. Y esta espantosa catástrofe le había inspirado terribles alusiones al fin del mundo y al Juicio final, cuando volvería en toda su gloria para reunir a sus elegidos, envuelto en una luz que no tomaría de los vacilantes astros. Además, Jesús había profetizado que su generación no desaparecería antes de la ruina de Jerusalén y muchos oyentes, impresionados, se habían hecho un lío entre las historias del fin del mundo y las historias de los judíos, imaginándose que el Juicio final estaba previsto para una fecha próxima. Es verdad que los mejores profetas practican la extraña coquetería de ser confusos y huir de las precisiones que permitirían tomarlos en serio. Jesús había profetizado en el estilo escatológico y apocalíptico tradicionalmente judío, negándose, en todo caso, a dar fechas. Por el momento, ninguna de las tres predicciones se había cumplido, y no entraba dentro de las facultades humanas prever que, para dos de ellas, la maquinaria ya estaba en marcha y las palabras del Maestro serían prontamente verificadas.

El eco de estas profecías desastrosas había sido tan profundo que a la primera generación cristiana le costaba desprenderse de una mentalidad apocalíptica, y las persecuciones o la caída del Templo, no obstante inminentes, parecían poca cosa al lado de un último Juicio cuya distancia dejaba todavía, de hecho, algún tiempo libre. Pero estos cristianos se beneficiaban de su error de perspectiva en el sentido de que el temor a la llegada del Juicio general con sus estridentes sonidos de trompeta extraía de ellos virtudes que el miedo a un fatal y próximo Juicio particular no habría bastado para producir. En su inocencia, todavía no sabían que la muerte es para cada cual el fin del mundo, que de ese modo se convierte en la cosa más discreta y más común.

Kaeso estaba sorprendido por la importancia de esa dimensión apocalíptica entre los cristianos. De pronto descubría una religión catastrófica que la actividad razonadora de Pablo apenas le había dejado presentir. Y para un romano cultivado, con un barniz de griego, el fenómeno era tanto más interesante cuanto que ponía en cuestión la noción de tiempo más fundamental. Roma y Grecia vivían en la creencia de una evolución temporal cíclica. Se pasaba de la edad de oro a la edad de hierro, y cuando la rueda había dado una vuelta completa, todo volvía a empezar. La humanidad no progresaba: sólo daba vueltas. Pero, puesto que Jesús encarnado decía ser dios, había hecho volar en pedazos la eterna rueda del tiempo para poner en su lugar un movimiento lineal: después de la edad de oro del Paraíso terrestre y de la caída, los hombres caminaban lentamente hacia Cristo, cuya muerte y resurrección resumían la historia entera. Y una vez jugado el juego, la sentencia del mundo solamente se aplazaba, y los acontecimientos perdían su interés. Uno podía morir tranquilo un poco antes o un poco después, puesto que estaba salvado. El movimiento lineal no era progresivo: la línea estaba rota en su recorrido por la huella de dios.

El predicador hablaba de forma muy ardiente: las llamas que Jesús había prometido a los pecadores insensibles, las llamas que acechaban a los cristianos, en vías de persecución si había que creer a su Maestro, las llamas del Juicio final, cuyo calor era ya perceptible en esa primavera anormalmente seca y calurosa… Kaeso le preguntó a su el nombre del orador, y le contestaron que era Eunomos, el rico esclavo imperial encargado de los menudos placeres del Príncipe. Era como para quedarse de una pieza. Pero la misma sorpresa sugería una explicación: tal vez las exageraciones apocalípticas de Eunomos reflejaban la exasperación que sentía día tras día al verse condenado a las muchachas y a los favoritos como otros lo estaban a las minas. Y en lugar de abrirse las venas, se consolaba con la visión de planetas y estrellas en caída libre durante un concierto de ángeles vengadores.

Un barbudo ya viejo, que según le dijeron a Kaeso se trataba de Pedro, el principal de la secta, añadió algunas palabras al discurso de Eunomos: «El miedo, hijos míos, mueve el mundo. Los niños temen a sus padres. Las mujeres temen a sus maridos. Los esclavos temen a sus amos. Los soldados temen a sus centuriones, todo el mundo teme al emperador que Dios nos ha dado, y más aún a la muerte, que es nuestra suerte común. Nosotros, los cristianos, no debemos sumarnos a este miedo universal, que nunca es buen consejero. ¿Qué podemos temer si cumplimos la voluntad de Cristo en cada momento que pasa? ¿No tenemos la vida eterna? Yo que compartí durante muchos años la vida de Jesús antes de traicionarlo tres veces por miedo, puedo deciros que nunca me poseyó el miedo al Maestro. Al contrario, sólo me sentía seguro a Su lado, y ahora estamos seguros pase lo que pase porque Él está cerca de nosotros a través del Espíritu Santo hasta que vuelva con una gloria que sólo podrá aterrorizar a los malvados».

Tras una orgía de llamas, estas sencillas reflexiones eran simpáticas y hacían olvidar las incorrecciones del griego.

Pedro consagró y repartió el pan y el vino, de los que Kaeso recibió su parte. Tras el cántico final de una poesía moderna y popular en la que, a falta de métrica rigurosa, las últimas silabas de los versos griegos estaban asonantadas, presentaron a Kaeso a Pedro ante un Eunomos que debía jugar en la comunidad un papel a la altura de sus finanzas y de su acceso al Príncipe. Pablo no había presumido de las amargas desilusiones que había experimentado a causa de un prosélito difícil, y la reputación de Kaeso estaba intacta.

Kaeso le dijo a Pedro, intentando hablar el griego más sencillo posible y separando bien las silabas:

—Pablo me bautizó hace muy poco, después de una rápida instrucción. Acabo de participar por primera vez en vuestros santos ágapes y, ya conoces la pasión de muchos romanos por la cocina y las recetas originales, me gustaría saber qué he comido exactamente. Pablo fue conmigo bastante parco en detalles sobre este tema, que no obstante me parece muy importante.

Pedro frunció el ceño, dudó un instante y terminó por decir:

—Te muestras más curioso conmigo de lo que yo mismo lo fui con Jesús, y no es que esto sea un reproche. Así que voy a decirte todo lo que sé.

»La víspera de la Pascua, el Maestro bendijo pan, que nos repartió diciendo: “Tomad y comed, éste es mi cuerpo”. Después, levantando una copa de vino, dio gracias y nos hizo beber con estas palabras: “Bebed todos de él, ésta es mi Sangre, la Sangre de la alianza, que será derramada por vosotros y por todos los hombres en redención de los pecados”. Y después nos invitó a hacer lo mismo en memoria Suya. Eso es lo que vi y oí en aquella ocasión.

—¿El Maestro hablaba metafóricamente?

—Eso esperamos. Ya era difícil que los judíos admitieran la encarnación de un Dios. ¡Comerse realmente a Dios, para colmo, era rizar el rizo! Y nos dábamos codazos para animarnos mutuamente a interrogar al Maestro. Pero nadie se atrevió, por miedo a una respuesta demasiado difícil de aceptar. El propio Juan, que era íntimo de Jesús, guardó silencio. Luego todo ocurrió espantosamente deprisa y ya no hubo tiempo de abordar la cuestión. ¿Cómo íbamos a sospechar que el Maestro iba a sernos arrebatado algunas horas más tarde? Había aludido a ello, ¿pero acaso uno cree alguna vez en la muerte de aquéllos que ama?

—¿Y tampoco le hicisteis preguntas a Cristo resucitado?

—¡Ahí hubiera querido yo verte! Antes de la muerte del Maestro, apenas nos atrevíamos a interrogarle. Ya se vería quién lo había entendido y quién no. Y tras la Resurrección estábamos fascinados como pájaros. Jesús dejaba huellas de Sus pasos en la playa del mar de Tiberíades, comía pescado asado ante nuestros ojos, y acababa de salir de la tumba…

»Pero después de Pentecostés, y con ayuda del Espíritu, comparamos nuestros recuerdos y evocamos un largo discurso de Jesús en Cafarnaún, del cual Juan se acordaba con más precisión que los demás. Y ese día, Jesús había declarado claramente: “… En verdad mi carne es un alimento y mi sangre es una bebida. Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mi y yo en él. De la misma manera que yo, enviado por el Padre, que está vivo, vivo por el Padre, quien me coma también vivirá por mi”.

—¿Más imágenes, quizá?

—Tuvimos pruebas de lo contrario. En efecto, como muchos discípulos tomaron la declaración al pie de la letra y creían que Jesús se había vuelto loco, Este les dijo: «¿Os escandaliza mi lenguaje? ¿Qué diréis cuando me veáis subir al Cielo de donde vengo?».

»En ese momento, muchos discípulos abandonaron al Maestro, y Él los dejó ir, cuando para retenerlos habría bastado que declarara: “He hablado en imágenes”.

»Para el propio Jesús, la Eucaristía era tan fantástica como la Ascensión.

»¿Entiendes por qué todos nos inclinamos a creer que Jesús dijo lo que quería decir?

Kaeso seguía desconcertado por esta acumulación de misterios. Luego de un prudente silencio, observó:

—Mientras vivía Jesús, podíais haber sido más despabilados. Creo que si yo hubiera tenido a un dios al alcance de la mano, no habría dejado de acosarle a preguntas inteligentes.

Pedro contestó sonriendo:

—La mayoría de nosotros éramos humildes y tímidos. Si Jesús no se rodeó de letrados como tú, tal vez fue precisamente para evitar que lo acosaran. Su padre legal era un notable de Nazareth y Él, habiendo estudiado en las sinagogas, podría haberse tratado exclusivamente con doctores. Prefirió depositar su confianza en mí, que sólo había estudiado pesca…

—¡Después de todo, sólo lo traicionaste tres veces!

—¡Espero que mis sucesores más instruidos no lo traicionen muchas más!

»¡Que la paz sea contigo si sólo sientes curiosidad por lo que te importa!

Eunomos acompañó cortésmente a Kaeso, que aprovechó para preguntarle:

—Nerón, ay, se ha encaprichado de mí y me ha invitado a Nápoles, cosa que me fastidia enormemente, como ya podrás imaginar, tú que tampoco llevas una vida fácil. Conociendo al Príncipe, ¿crees que me guardaría rencor si declinara sus avances?

—No te guardaría rencor si estuviera completamente persuadido de que no te gustan los hombres o de que actúas siguiendo un impulso moral. Desgraciadamente, nuestro Príncipe, cuya mentalidad es más griega que romana, se imagina que las tendencias homosexuales son naturales, y por otra parte está profundamente convencido de que la virtud no gobierna la vida de nadie. Si lo decepcionas, sospechará en tu actitud una animosidad de naturaleza política, y desde ese momento puedes temer cualquier cosa.

—¡Roguemos pues porque el Apocalipsis sobrevenga antes de mi viaje a Nápoles!

—Eres un hombre libre.

—Tengo un padre, un hermano, una madrastra a la que amo, y el noble Silano me ha tomado cariño.

—Entonces, sólo puedo compadecerte.

Al llegar a la puerta, señalando a Myra que jugaba a las tabas cerca de la fuente, Kaeso le contó a Eunomos las circunstancias que le habían llevado a la debilidad de cargar con ella, y sugirió:

—Pagué por ella 7000 sestercios, pero te la regalaré de buena gana si puedes encontrarle una posición conveniente en el Palacio.

Eunomos consideró a Myra con ojo crítico y dijo:

—En el Palacio no hay posiciones convenientes para nadie, y de todas formas, por lo que puedo juzgar sin hacer que se desnude, está demasiado delgada. A Nerón y sus amigos les gustan más rollizas.

Kaeso besó con repugnancia al especialista —puesto que era la costumbre entre los cristianos— y se fue en compañía de Myra, que después de todo era el menor de sus problemas.