II

Marcia había procurado que acompañaran a Myra y a Kaeso en litera, la cual además iba cargada con el bonito guardarropa que Marcia le había regalado a la pequeña. Myra parloteaba, excitadísima ante la perspectiva del viaje a Nápoles, del que Marcia le había dicho dos palabras…

—Me ha contado que el emperador sentía por ti una afectuosa amistad, que formaríamos parte de su séquito y que yo tenía que honrarte. Es la primera vez que me piden que honre a alguien y no tengo la menor experiencia de ello. Te ruego que no dejes de marcar con toda precisión la conducta que deseas de mí.

Kaeso no sabía muy bien qué contestar. Él mismo era presa de penosas reflexiones que tenían que ver con el honor elemental, ese mínimo de dignidad que cada cual ambiciona conservar, a través de los azares y tormentos de la vida. Marco, Marcia y Silano parecían haberse puesto de acuerdo, cada uno con su temperamento particular, para empujar a Kaeso a las más despreciables dimisiones. Y la misma Selene, que sin embargo daba avisados consejos, trataba evidentemente el asunto a lo loco. ¡Qué aumento de soledad en unas pocas horas!

La litera había bajado hasta la Vía Triunfal, entre el Palatino y el Caelio, que unía la «cabeza» del Gran Circo a la Vía Sacra que llevaba al Capitolio. Los cortejos triunfales de antaño se formaban en el Campo de Marte, recorrían de este a oeste el Circo Flaminio, pasaban junto al Capitolio y la roca Tarpeya, entraban en la Ciudad por la Puerta Triunfal, atravesaban el Velabra inferior por una primera Vía Triunfal y después el Gran Circo, de donde salían por el este para tomar la segunda Vía Triunfal sobre la que ahora trotaban los portadores de Kaeso. Es decir, un recorrido de más de tres millas romanas. César había pasado la noche anterior a su triunfo sobre los galos en el templo de Venus del teatro de Pompeyo.

La posteridad no le había reprochado a César sus favoritos, pero su reputación se había resentido del papel pasivo que jugaba con Nicomedes. Ya durante su triunfo galo, los legionarios gritaban a coro: «¡César sometió a los galos y Nicomedes jodió a César, pero ése fue su único triunfo!» mientras Vercingétorix, a quien poco después estrangularían, hacía que le tradujeran aquellas palabras.

La litera estaba llegando a la altura de la Vía Sacra cuando Kaeso, perseguido por el recuerdo de César, ordenó impulsivamente que dieran media vuelta y se dirigieran a la Puerta Capena. Seguro que Pablo no se había ido todavía, y Kaeso, en pleno desconcierto, se sentía inclinado a exponerle sus problemas y dudas. Ese irritante personaje inspiraba de manera contradictoria tanta desconfianza como confianza por la extraña certidumbre que lo animaba, y los seres desasosegados buscan de buena gana declaraciones perentorias. Una visita a Séneca era inútil: ¿acaso no habría compartido la opinión de Silano? Los estoicos como él no se abrían las venas antes de que los hubieran sodomizado durante mucho tiempo contra sus deseos. Tenían un agudo sentido de las gradaciones y los matices. Ventaja accesoria de una última consulta a Pablo: el apóstol era visionario, y tal vez sabría de qué forma quería gozar Nerón de Kaeso.

Pablo preparaba la partida y estaba haciendo sus escasas maletas, con tanta más prisa cuanto que Kaeso lo había retrasado y la llegada de Pedro se anunciaba inminente. Ya corría el rumor de que Pedro estaba en Ostia, en una insula cercana al puerto nuevo construido por Claudio. Pablo y Pedro no tenían gran cosa que decirse y no se veían de buena gana. Unidos en Cristo, todo lo demás les separaba.

Pedro era zafio, terco, poco instruido, de cultura judía popular y tradicional, y en consecuencia muy ligado a las viejas costumbres judaicas, que hubiera deseado conservar mejor. Pero tras irritantes discusiones, las ideas de Pablo habían triunfado y la Ley había sido mutilada para seducir más fácilmente a los gentiles. Opción decisiva, generadora de incertidumbres y amarguras. Los Apóstoles habían renunciado prácticamente a convencer a Israel y convertirla en semilla para la paciente conquista del mundo. Los puentes hacia todo un pasado de literal fidelidad cuyas riquezas eran no obstante múltiples y difícilmente sustituibles, se habían roto ruidosamente. La preocupación revolucionaria por la eficacia inmediata había llevado a repudiar circuncisión, sabbat, prohibiciones alimentarias… Los cristianos, con sus innovaciones, no habían favorecido mucho la conversión de los judíos, y los reproches que los paulinianos dirigían agresivamente contra estos últimos tenían algo de exagerado y penoso. Pedro se daba cuenta y sufría por ello.

Sufría también por su inferioridad intelectual en comparación con su brillante lugarteniente de la pequeña burguesía. Pablo tenía la palabra y la pluma fáciles. Dictaba tal y como discurría, mientras que Pedro, que se manifestaba pocas veces, se veía reducido a dar a algunos secretarios, como Silvano, antiguo compañero de Pablo, o a algunos otros, algunas ideas para que las desarrollaran.

Pedro tenía a su favor, sin embargo, esa misteriosa autoridad que Cristo le había conferido, y formaba parte de aquellos que habían compartido la vida pública de Jesús y le habían visto salir de la tumba. Mientras que la aparición con la que Pablo había sido premiado sólo le concernía a él mismo.

Con su robusto sentido común, Pedro se daba cuenta de que Pablo, llevado por su elocuencia y por un temperamento que lo empuja a desarrollar sus ideas hasta el final, amenazaba inducir a error a los oyentes y lectores poco competentes, en particular sobre los problemas, tan delicados y llenos de matices, de la justificación por la fe y la predestinación, e incluso sobre la cuestión, chocante y al rojo vivo, del retorno del Maestro en el incendio general de todas las cosas. Y él se permitía de vez en cuando ponerle diplomáticamente en guardia.

Hicieron aguardar a Kaeso en el vestíbulo del judeocristiano, mientras que Myra esperaba fuera, en la litera. Pablo estaba desagradablemente sorprendido por la visita de Kaeso y se preguntaba qué más podía querer; además, la lectura de una reciente epístola de Pedro acababa de ponerlo de muy mal humor. En efecto, el secretario de servicio se había expresado en estos términos delicadamente elegidos:

«Tened por saludable la indulgencia de nuestro Maestro, como nuestro querido hermano Pablo os ha escrito también, con la sabiduría que le ha sido concedida. Por otra parte, lo hace en todas las cartas donde habla de estas cuestiones. En ellas se encuentran puntos oscuros cuyo sentido deforma la gente sin instrucción ni firmeza —como las otras Escrituras— para su propia perdición».

Herido en lo más vivo, Pablo murmuro:

—Así pues, resulta que con la escasa sabiduría que me ha sido concedida, me deshago en peligrosas oscuridades. Para no correr el riesgo de perderse leyéndome, no solamente hace falta instrucción, sino firmeza. Lo que es tanto como decir que soy un peligro público. ¡Con qué amabilidad está expresado todo esto!

Pablo cerró su saco y mandó decir que subiera Kaeso. Después de todo, el visitante no podía decirle cosas más desagradables.

La recepción fue fría:

—Me voy a pie ahora mismo para embarcarme hacia Oriente en Puzzolas. Me sorprende verte. ¿No me deseaste ya buen viaje? En todo caso, tengo poco tiempo para dedicarte. Sé rápido.

Así pues, Kaeso hizo un buen esfuerzo para resumir:

—Querías ver a Nerón y te mostramos a Nerón. Pero en esa ocasión le caí en gracia al Príncipe, que desea convertirme en uno de sus episódicos favoritos. En suma, queriendo escapar a mi madrastra, he ido de Caribdis a Escila, y el segundo remolino tiene mucha más fuerza que el primero. En parte tú eres responsable de esta situación, aunque sólo sea por el buen motivo de haberme devuelto a la vida cuando yo ya me había librado para siempre de problemas de esta clase. Y pretendes ser un hombre sincero, experto en moral teórica, que es bastante fácil, pero experto también en moral práctica cotidiana, gracias a tu ascendencia judía. Así pues, estás en buena posición para definirme una conducta honorable. Si se concretan las libidinosas intenciones del emperador para conmigo, ¿qué debo hacer?

»Hay muchos intereses en juego: si me escabullo, personalmente sólo pongo en peligro mi carrera, que ya había sacrificado para evitar relaciones de cariz incestuoso, como te dije esta misma mañana. Empero, mi madrastra es la esposa de Silano, que me ha presentado al Príncipe como su futuro hijo. Silano forma parte de esos últimos descendientes de Augusto cuya vida pende de un hilo. Si indispongo gravemente al emperador (y a sabes lo susceptibles que son los homosexuales), Nerón, a quien no le gusta nada Silano, tendría un buen pretexto para empujarlo al suicidio por los hipócritas procedimientos que debes conocer de oídas. Por otra parte, mi padre sólo consigue reunir algunos sestercios en la estela de Silano, la ruina de éste amenazaría con provocar la de aquél, sin hablar de la de mi madrastra, a la que tanto debo.

»Entonces, claro, me pregunto… En buena moral, ¿no estoy en la posición de un esclavo a quien la coacción excusa, aunque una rebelión sólo lo perjudique a él? ¿Qué libertad me queda, que no sea la de un suicidio que tú rechazas o la de una fuga desastrosa para mí y más todavía para mis parientes? A demás, ¿dónde iba a encontrar un asilo desconocido por la policía, y con qué recursos viviría? Por otra parte, puesto que desaconsejas la fuga a los esclavos maltratados, ¿con qué derecho me la aconsejarías a mí? ¿Debería negarme al capricho del Príncipe con el pretexto de que estoy bautizado, lo que implicaría el riesgo de acarrearles tarde o temprano a los cristianos problemas prematuros y superfluos?

»He sido tan rápido como he podido. Espero que tú seas tan breve y claro como yo.

Pablo meditó durante un buen rato, andando nerviosamente a lo largo y lo ancho de la estancia, y después contestó:

—La confianza que insistes en otorgarme, después de haberme engañado con tanto brío, me conmueve. Tienes razón al decir que los homosexuales son susceptibles y reconozco que el peligro no es pequeño, ni para ti ni, sobre todo, para los que te son queridos. Pero me gustaría saber si debo contestar a una consulta sobre moral de un joven filósofo o de un nuevo cristiano. ¿A quién se supone que se dirige mi respuesta?

—Si vengo a verte, ¿no será porque la filosofía no me da ninguna respuesta decente?

—Entonces el cristiano le hablará al cristiano.

»Ciertamente, puede existir, a riesgo de cometer graves errores, una moral del mal menor en el dominio político, cuando la malicia de los hombres nos obliga a elegir entre dos malas soluciones. Por eso Cristo prescribía dar, en la medida de lo posible, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

»Pero en el dominio de la moral privada, donde la palabra de nuestro Maestro resuena sin competencia ni ambigüedad, nuestro deber está siempre muy claro, y así debes ver tú el tuyo, tanto en teoría como en la práctica: sólo debes usar tu cuerpo para la gloria de Dios.

»Lo que te confunde es que, en un Estado desordenado, la fantasía del Príncipe es susceptible de pesar sobre un hombre libre tanto como sobre un esclavo, de ejercer sobre su persona las mismas coacciones, con la circunstancia agravante de que el hombre libre tiene parientes, allegados y amigos que podrían padecer su insumisión. El mal necesario que constituye la esclavitud parece difundirse como una epidemia en detrimento de algunos imprudentes o desgraciados.

»No obstante hay una diferencia entre la situación del esclavo y la tuya, y las propias leyes son su expresión. Al abusar de un esclavo, el amo, si bien peca contra Dios, no es culpable ante una ley civil demasiado tolerante. Pero si Nerón pretende abusar de ti de una forma o de otra, está en contradicción con sus propias leyes y comete un abuso de poder en un terreno donde, incontestablemente, coinciden la ley divina y la ley imperial. En consecuencia, tienes el derecho, e incluso el deber, de resistirte, puesto que estás en posición de legítima defensa. Y la elección razonada de los medios es cosa tuya.

Kaeso pensó en esta hermosa declaración y observó:

—Puesto que la ley romana otorga el derecho a resistir por la fuerza frente a un atentado semejante, me parece que incluso estoy moralmente autorizado para matar al agresor, como último recurso. En ese caso, para hacerte una piadosa propaganda, ¿deberé agitar virtuosamente mi sangriento atestado de bautismo ante las narices de los pretorianos?

El rostro de Pablo se oscureció y no pudo disimular una mueca. Había esperado encontrar en Kaeso a un sujeto privilegiado para hacer penetrar el cristianismo en la alta aristocracia, y el asesinato del Príncipe por un bautizado quisquilloso iba en contra de toda penetración deseable.

—En último extremo, desde luego, tienes derecho a resistir por la fuerza. Pero conviene pensar en las consecuencias. Un asesinato semejante condenaría a una multitud de inocentes.

—En resumen, si me acostara con Nerón para garantizar tu seguridad y la de tus hermanos, ¿no habría pecado?

La lógica de Kaeso era exasperante. Pablo se vio obligado a declarar:

—¡Habría pecado, si! Quería decir que, para ahorrarte el ultraje que temes, probablemente hay otras soluciones, además de la violencia.

Kaeso preguntó:

—El emperador viajará pronto a Nápoles, a fin de cantar por primera vez ante el gran público, y me ha pedido que vaya con él. ¿Me aconsejas que le obedezca?

—Puedes acompañarlo sin miedo: volverás de Nápoles sin que te haya tocado.

—¿Otra visión?

—¡Muy abstracta!

—En el lío en que estoy metido, no hay que desdeñar ninguna precaución. Tengo la impresión de que, si tú me impusieras el Espíritu Santo, vería más claramente para descubrir un medio de protección conforme a tus prudentes deseos. ¿No eres de la misma opinión?

Pablo protestó:

—El Espíritu Santo no es una garantía de esa clase, y de todas formas tu fe, según tu propia confesión, es en gran parte simulada.

—Solamente en parte. Me has impresionado y estoy de acuerdo contigo en muchas cosas.

—¡En tanto falte una sola cosa, no hemos hecho nada!

Sobre una mesa se hallaban los delgados volúmenes que Pablo le había prestado a Kaeso y que había recogido a media mañana. A ellos se sumaba la epístola de Pedro que había puesto a Pablo de tan mal humor, y un delgado y barato tomo del que Kaeso no sabía nada. La premura de Pablo por recuperar sus bienes, después de la decepción que Kaeso le había infligido, era notable: sólo los buenos cristianos eran dignos de poseer buenos libros.

El tomo, por su novedad y por su forma, había atraído la atención de Kaeso, que le echó una ojeada…

—¿Quién es este Judas, y por qué no me lo has dado a leer?

Pablo respondió de mala gana:

—Es hermano del difunto Santiago. Hizo suyas algunas supersticiones sin fundamento que corren al margen de los medios tradicionales judíos, y quise ahorrarte sus alusiones a apócrifos dudosos.

—¿Como cuáles?

—La fábula de la asunción de Moisés, por ejemplo.

—¿Qué significa esa palabra?

—La elevación al cielo del creyente muerto en estado de santidad. Hasta nueva orden, los cristianos sólo conocen una asunción, que llamamos «ascensión» porque el protagonista se elevó al cielo por sus propios medios: la de Cristo resucitado.

—Así pues, ¿ni los más antiguos compañeros de Jesús están exentos de errores doctrinales?

—Estamos de acuerdo en un contenido común que resume nuestro «Credo». Sobre el resto, hay libertad para discutir hasta que la Iglesia haya tomado posición.

Pablo se acercó a Kaeso, le puso las manos sobre los hombros y le dijo:

—Hay un punto sobre el cual no existe entre nosotros ninguna diferencia: la sodomía es un pecado abominable. ¡Y es un hombre que tú has tachado de pederastia avergonzada y contenida quien lo afirma!

—Aclárame un poco eso… Con toda seguridad es un crimen, contrario al derecho de gentes, imponer a otra persona relaciones sexuales que le desagradan. También es un crimen prohibirle relaciones legítimas. En mi opinión, cuando aconsejas a los padres que conserven a sus hijas vírgenes, cargas con la misma falta que ahora se le podría reprochar a Nerón en relación conmigo. Pero ya hemos hablado de este asunto y no te has atrevido a llevarme la contraria. Ahora me gustaría saber por qué unas libres relaciones homosexuales serian más condenables que las libres relaciones ordinarias. Ya conoces la opinión de los griegos sobre el tema, que muchos romanos han llegado a compartir…

La pequeña Myra, que se impacientaba en su litera, había entrado en la casa, escudriñado aquí y allá entre gente que hacia sus maletas para acompañar a Pablo a lo largo de la Vía Apia hasta Puzzolas —y algunos incluso más allá sin que le prestaran gran atención. A pesar de los artificios acumulados, conservaba un aire infantil y se había comprobado que acompañaba al noble Kaeso. Después de haber trepado por una escalera en busca de su amo, Myra había empujado la puerta de la habitación de Pablo, que un esclavo le había señalado.

Al verla, Kaeso se puso un dedo en los labios y le hizo señas a la pequeña para que fuera a acurrucarse en un rincón.

Distraído, Pablo estaba buscando una respuesta límpida y satisfactoria, y al fin declaró:

—La clave de nuestra doctrina sobre esta cuestión es que Dios es un Padre, que naturalmente desea tener el mayor número posible de hijos. En consecuencia, son condenables todas las ideas y prácticas que puedan obstaculizar la libre reproducción de la especie humana.

»Tú sabes que Grecia e Italia, desde hace generaciones, y fueron los griegos quienes iniciaron el movimiento, se despueblan de manera peligrosa. Ni siquiera el relevo está asegurado. En efecto, puesto que los niños dan muchas más preocupaciones que alegrías, sólo existen dos buenos motivos para reproducirse: la fidelidad al Estado, que necesita ciudadanos y soldados, y la creencia religiosa. No se traen niños al mundo razonablemente salvo si se mira más allá del placer para defender causas que sobrepasan al individuo. A partir del momento en que el patriotismo de las ciudades o las religiones tradicionales declinaron, el número de nacimientos bajó de una manera tan alarmante que los propios gobiernos no dejan de preocuparse y de improvisar remedios. ¡Pero el único remedio es el verdadero Dios! Sólo los cristianos son capaces de invertir la tendencia.

»Así, tanto el Antiguo Testamento como el Evangelio rechazan la sodomía porque aparta al hombre del plan divino.

—¿Y si un día ocurriese que una población llegara a ser demasiado importante para los recursos disponibles?

—Eso no puede ocurrir sin que los hombres tengan la culpa: pereza, imprevisión, derroche, prevaricaciones, violencias y desórdenes. De todas formas, un accidente no pone en cuestión una norma. Al contrario, incita a buscar a causa.

—Cristo no tuvo hijos. Tú tampoco los tienes. Y he creído entender que la castidad voluntaria era, entre los cristianos, un estado superior al del matrimonio. ¿Cómo explicas esa contradicción?

—Yo soy casto para mejor consagrarme a Dios. Los sodomitas renuncian a serlo para consagrarse al hombre y a sus placeres. Conviene juzgar en primer lugar las cosas por los fines. Los medios son secundarios.

En su rincón, Myra reventó súbitamente de risa. Los dos teólogos coyunturales se volvieron hacia ella, que puso una expresión de confusión.

Irritado, Kaeso le espetó:

—¿Se puede saber qué es lo que te hace gracia?

—¡Oh amo, perdóname! ¡Pero es que estoy oyendo cosas tan extrañas! Se habla de un dios Padre que querría tener muchos hijos. Ahora bien, yo todavía soy una niña. Y como todas las pequeñas cortesanas, veo acercarse con temor el momento en que tendré la menstruación, pues en mi oficio tener un hijo es una catástrofe: el lenón castiga esa torpeza a golpes de garrote, y nos obliga a abortar o a poner en venta al niño cuando nace. Ese dios padre de quien habláis tan bien, ¿no me habrá olvidado un poco?

Tras un penoso silencio, Pablo se deshizo bruscamente en lágrimas, y con un gesto cansado despidió a sus visitantes.

En la escalera, Myra le dijo a Kaeso:

—¿Por qué he hecho llorar a tu amigo? ¿Le he descubierto una verdad que ignoraba?

—Pablo es un teórico demasiado sensible. Vive en un sueño. Su gran proyecto es repoblar un mundo que se está agotando por falta de savia y generosidad. Pero se diría que la historia tiene leyes que condenan sus esperanzas. Cuanto más se refina la civilización, menos hijos tiene. Los países más prolíferos son los más bárbaros. Tenemos que elegir entre los pederásticos diálogos del divino Platón y los borborigmos infantiles de los germanos.

—No lo entiendo bien.

—Porque acabo de hablar para mí. Quería decir, mi pobre pequeña, que los estériles lupanares son un signo eminente de civilización. Los zafios bárbaros de los bosques o de las estepas no tienen necesidad de lupanares. Pero si Roma, aunque sea inimaginable, suprimiera los suyos, el burdel llegaría a extenderse por todas partes. Y si un día se ven ciudades cristianas, también se verán en ellas lupanares cristianos, donde los sucesores de Pablo irán a llorar hipócritamente los domingos. Tú no has salido de un albergue.

Se hacia tarde. Kaeso ordenó a los porteadores que tomaran el camino de las termas nuevas de Nerón, donde se tomó un largo descanso en compañía de Myra. Los senos nacientes de la joven esclava y el fino terciopelo de su sexo de niña que ya tanto había servido contrastaban de forma enternecedora con la inmensidad de las sonoras salas adornadas con voluptuosos mosaicos. Kaeso se sentía preocupado por Myra, como un hombre de porvenir incierto que hubiera tenido la debilidad de recoger a un gato perdido.

En la sala de descanso, mientras dormitaban uno junto a otro amortajados en una afelpada gausapa de alquiler, Kaeso le dijo de pronto a la niña:

—El emperador me quiere demasiado para que mi posición sea segura. Nada más traidor que un palacio. Muchos favoritos acaban mal y me pregunto qué hacer contigo. Te apenaría que te revendiera a un lenón, incluso a uno bueno si lo encuentro, ¿no es así?

—No hay lenones buenos. Me gustaría trabajar con una vieja patrona especializada en cortesanas jóvenes y expertas. Y si me distingo, cuando tenga más edad puedo hacer trabajar a mi vez a algunas niñas.

La sensatez de Myra era incontestable.

A pesar de las circunstancias favorables, la pequeña, a quien Kaeso intimidaba mucho, no se atrevía a aventurar la menor caricia. Al fin se resolvió a sugerir:

—¿No te serán indiferentes las mujeres, por casualidad?

—Tuve en Atenas hetairas bastante más caras que tú y creo haber sentido un placer conveniente, aunque siempre fuera igual.

—¡Y para las cortesanas, más todavía!

—Sí, toda esa agitación, todo ese vaivén estéril, parecen absurdos en cuanto uno se para a pensarlo.

—¿Nunca has tenido un amigo?

—No me apetece en lo más mínimo.

—Entonces, ¿qué te apetece?

—Que me dejen en paz. Pero tengo la desgracia de ser hermoso. Los hombres y las mujeres son como moscas en torno a mí. ¡Me perseguían en Atenas, y en Roma es peor!

—Lo que te haría falta es un gran amor.

—Ya tengo uno al alcance de la mano, y no puedo, ay, beneficiarme de él.

—Si te conviertes en el favorito del emperador, no vas a divertirte todos los días.

—No hay nada decidido.

—Si Nerón te toma como amado, tendrás la suerte de que su miembro no es muy grande.

Kaeso estalló en carcajadas y se levantó. Más valía reír que llorar.

Durante la cena, Kaeso prosiguió la catequesis de Marco sin precipitar las cosas, con un tono más bien filosófico y ligero. Puesto que Silano ya no se hacia ilusiones sobre la naturaleza de los sentimientos de Marcia por Kaeso, la presentación del certificado de bautismo al patricio sería, más bien, un formalismo de buena sociedad. Y esta transparente mentira llegaría a conmover, pues Kaeso se había tomado mucho trabajo para estar en posición de decirla. Con Marco era muy diferente. Kaeso tendría que vivir bajo su techo después del fracaso del proyecto de adopción. Se imponía, pues, la necesidad de presentarle a Marco un cuadro del cristianismo lo bastante seductor como para justificar una conversión sincera, que amortiguaría el golpe dejándolo lógicamente desarmado. Sólo podría inclinarse ante una súbita iluminación religiosa: el fenómeno era conocido. Pero habría sido mucho más difícil y desagradable hacerle comprender que Kaeso había tirado al agua mil millones de sestercios por miedo a gemir bajo la amorosa férula de Marcia. Un hombre que enviaba militarmente a su hijo a la cama de Nerón habría encontrado el pretexto bastante pobre. Jesús era la solución más eficaz y elegante.

La proximidad de la adopción y el fervor del Príncipe habían adormecido, por otra parte, la preocupación y la desconfianza crónicas de Marco, que escuchaba a Kaeso con tanta más atención cuanto que presumía de filosofía y se sentía feliz al ver al joven interesarse por él después de semanas de indiferencia o de velada repulsión. M arco estaba lejos de distinguir el abismo que se abría tras esas palabras, donde él veía un entusiasmo y un capricho pasajeros. Y —como antaño Kaeso con Pablo— le seguía la corriente, hacia preguntas e imaginaba objeciones, mientras que Selene animaba también el debate sintiendo un malicioso placer al exhibir, para complacer a Kaeso, opiniones favorables sobre una religión que le parecía execrable. En resumen, dos falsos cristianos predicaban la verdadera doctrina a alguien a quien ésta le tenía sin cuidado. Cuando Kaeso, tras una aproximación filosófica al fenómeno, ponía una cara confusa y soñadora, era como para irritar al Cielo más clemente, poblado por los dioses que fuera.

Después de cenar, Marco, que había bebido menos que de costumbre, se retiró con aire festivo acompañado de Selene, quien reapareció pasado un buen rato en el falso atrio, donde Kaeso pensaba al claro de luna.

Se sentó cerca del muchacho, que le preguntó:

—Tú viviste en Alejandría entre escultores, pintores, poetas, cantores o actores, y la vivacidad de tu inteligencia me incita a creer que no solamente apreciaron tu cuerpo de estatua. ¿Puedes aclararme algo sobre la mentalidad de los artistas, puesto que, después de haberme librado de las pequeñas manos de Marcia, corro el riesgo de caer en las manazas de Nerón?

—Quisiera decirte cosas tranquilizadoras, pero la verdad te será más útil.

»Existen, como sabes, gran número de morales, con pretensiones generales o particulares. Los judíos y los cristianos tienen las suyas, como los que creen en los falsos dioses, tanto si se trata de pretenciosos estoicos como del vulgo. Incluso los ateos epicúreos tienen su moral. Y si dejamos las doctrinas universales o nacionales para considerar la conducta y las ideas de tal o cual fracción de la sociedad, nos damos cuenta de que, en todo caso, cada cual tiene una moral particular, que cada cual obedece más o menos a unas reglas destinadas a defender sus intereses. Los soldados, los gladiadores, los lanistas, los lenones, las cortesanas, los comerciantes, los ladrones, todos tienen sus costumbres o prejuicios y una cierta noción de un cierto honor.

»La única excepción son los artistas, que no sólo no tienen ninguna moral, sino que son inmorales de buena gana, puesto que sus inclinaciones naturales les llevan a burlarse de la moral de los demás. Esta actitud no tiene nada de sorprendente, puesto que del culto excesivo y maníaco de las formas y los sonidos no puede derivarse, evidentemente, la menor regla segura de conducta.

»Y el artista es tanto más exagerado e imprevisible en su comportamiento cuanto que sufre permanentemente dudas devastadoras sobre el alcance de sus realizaciones artísticas. Esta incertidumbre le mina y le desequilibra. Tan pronto saltará de alegría ante el elogio más estúpido como se hundirá en una terrible morosidad a consecuencia de una crítica incompetente. Barco siempre en busca de anda, de un puerto donde respirar durante cierto tiempo, nunca será igual a sí mismo, y acumulará experiencias contradictorias en una vertiginosa huida hacia delante.

»Así pues, no se puede confiar en el artista, que flota al capricho de los vientos, amable o insolente, generoso o cruel, sensible pero sin entrañas, desinteresado pero imprevisor, derrochador, vanidoso, provocador, inclinado a la rapiña y al desprecio, regalado y trapacero, puesto que su palabra entusiasta sólo tiene el peso del instante que la inspira. El artista es por naturaleza un ser asocial, apasionado, capaz de todo y de cualquier cosa. En un Estado justamente gobernado, conviene impedir que nazca y se reproduzca. Si tu padre fuera artista, seria más vicioso todavía.

»Los judíos piadosos enrojecerían si vieran surgir algún artista de entre ellos, y penosas experiencias me han llevado a compartir su religiosa convicción.

»Pero la abominación de las abominaciones es, desde luego, un emperador artista, que puede poner la omnipotencia al servicio de sus más peligrosos antojos. Así que desconfía. Vas a meterte en el antro de un león, tanto más inquietante cuanto que está empeñado en jugar a los pies de la cama. Tarde o temprano, el animal se levanta para morder.

En parte, esta visión siniestra se la había inspirado a Selene su educación judía, pero se acercaba demasiado al viejo prejuicio tradicional romano como para que Kaeso no se sintiera inquieto. Confirmó los temores de Selene contándole el repentino crucero de Marcia…

—Lo que me estás diciendo sólo me sorprende a medias. En muchas improvisaciones del Príncipe se puede ver, en mi opinión, un esfuerzo desesperado para reaccionar contra la autoridad de Agripina, que según dicen era abrumadora. El verdadero artista, y éste es también uno de sus rasgos fundamentales y de los más sombríos, sólo puede liberarse pisando los pies de sus padres. Nunca he oído a un artista hablar bien de su padre o su madre, siempre sospechosos de haber puesto trabas a una maravillosa vocación.

—En resumen, ¿cuál seria, en estas tristes circunstancias, tu mejor consejo?

—No es cosa de una esclava predicarle la dignidad a un hombre libre. Y puesto que tú eres para mí una protección, tengo el más evidente interés porque trates bien tanto a Marcia como a Nerón, bastando con el segundo a defecto de la primera. La única manera de tratar a un artista es elogiar su talento. Pero ya hay multitud de aduladores en la cola, y necesitarás mucho talento para destacar.

—Entre los artistas que tú has frecuentado, ¿cuáles eran los menos recomendables?

—Escultores, pintores, cantantes y actores no tienen ninguna noción de moral. A veces, los poetas y los escritores son de fiar y se conducen más o menos honradamente.

Y no porque sean escritores o poetas, sino quizá porque su arte expresa en parte juicios sin ambigüedades. Una estatua o un cuadro tienen el sentido que el público les da y su calidad no deja de ponerse en cuestión. Por el contrario, si un poeta escribe en verso: «He encontrado en las letrinas a un adolescente bello como Cupido», se podrá discutir indefinidamente sobre la factura del verso, pero todo el mundo entenderá su significado de la misma manera. Las artes que se dirigen a la vista o al oído significan muy poco o absolutamente nada. Las que se dirigen al espíritu autorizan una comunicación más precisa entre los hombres. Y esta particularidad acerca al poeta a la especie humana.

—¿Quieres decir que el poeta sigue siendo un ser normal en la medida en que no es poeta, es decir, cuando no deja ninguna libertad a la interpretación?

—Exactamente. Los poetas más mediocres son también los más normales, y en todo caso los mejor comprendidos.

—Pero Nerón es un verdadero poeta, y de un temperamento que vibra con todas las artes posibles.

—Está poseído por una locura sagrada, de la que es prudente apartarse.

»Ultima característica del artista digno de tal nombre: su extrema sensibilidad, junto a una ausencia patológica de certidumbres, le vuelve miedoso y desconfiado.

Kaeso apoyó la cabeza en las rodillas de Selene y gimió:

—¿Qué va a ser de mí? —Ahora que carecía de todo, estaba impresionado por la sensatez de la esclava, fruto de amargas experiencias…

—Llegarás a ser lo que puedas, y tal vez lo que quieras… Cada cual aprecia a su entender el grado de libertad que las cambiantes circunstancias le conceden.

»Así pues, todavía soy libre para decirte: no es conveniente que apoyes la cabeza en mis rodillas. Si el amo dudase de tus sentimientos hacia mi, se vengaría en mi persona.

Kaeso levantó precipitadamente la cabeza.

Selene continuó:

—Es bueno que el hombre tenga una moral cualquiera, pero conviene que no abuse de ella. Del mismo modo que hay una locura del artista en las antípodas de toda regla decente, hay una locura de la moral, más penosa todavía ya que ataca a los seres de buenas disposiciones, que tienen tendencia a hacer que los demás la compartan.

»La noche es suave y clara, los asesinos y ladrones siguen durmiendo la borrachera de la cena, y el amo está haciendo otro tanto. Si quieres seguirme hasta el Aventino, te mostraré un espectáculo instructivo que no olvidarás: el de un modelo de virtud.

La muchacha había picado la curiosidad de Kaeso. Así pues, el joven siguió a Selene, pisándole los talones; ésta se dirigió primero a la cocina para coger una gran placenta a base de harina, sémola, queso seco en polvo y miel. Disimuló el pastel bajo una capa, mientras Kaeso, por si las moscas, ocultaba bajo su manto la corta espada que ya le había traído suerte durante su encuentro con los vespillones, y ambos se pusieron en camino.

La claridad ambiente ponía en evidencia las inscripciones al carbón o los variados escritos que los amantes dejaban a la puerta de su amada. Los gatos atraían la atención de las gatas orinando aquí y allá; los amantes romanos que suspiraban todavía, los que no se veían colmados a la discreta hora de la siesta, tenían la costumbre de ir de noche al umbral de la elegida, en ausencia del marido o del protector, y dejar allí huellas patentes de sus sentimientos, donde la fidelidad más humilde luchaba con el más furioso despecho. Y, de la misma manera que la gente se distraía con las inscripciones de las tumbas, se divertía con las de las puertas, algunas de las cuales estaban consteladas de lamentos o de elogios, sin que la dueña o el marido, halagados, se preocupasen de rascarías. Y, naturalmente, los vecinos y los transeúntes no se andaban con rodeos a la hora de inscribir sus comentarios. A veces la puerta se veía adornada con una corona de flores ajadas o una antorcha consumida, para recordar las horas de yana espera. La mayoría de las inscripciones estaban en verso, y describían a menudo un fragmento de poesía que el apasionado pretendía haber declamado, un fragmento de serenata que había cantado.

A la entrada de los Foros, Kaeso se detuvo un momento para leer un cuarteto nuevo en una puerta cuyos batientes tenían aspecto de curriculum vitae:

Confiad vuestro esquife al capricho de Eolo,

Mas temed a Valeria y sus engañosos juramentos.

Aquilón es más seguro que sus dulces palabras

Y menos dudoso que sus ardores.

Kaeso le dijo a Selene:

—Es la primera vez que te veo salir. ¿Le llevas ese pastel a un amante particularmente virtuoso?

—De cuando en cuando le llevo algunos dulces a mi viejo tío Moisés, que ya no tiene dientes. Hace siete años, después de una revuelta en Jerusalén, los romanos lo prendieron y lo vendieron como esclavo. Igual que el rabí Samuel, que me dio su dirección, es un fariseo de lo mejorcito que existe.

—Se habrá sentido feliz al encontrarte…

—Más bien sorprendido. La última vez que tuvo noticias mías, yo estaba todavía prisionera en mi lupanar de Alejandría.

—¿Qué ha sido de tus padres?

—Cuando fui reducida a la esclavitud, mi madre ya había muerto. Mi padre falleció de pena. Mis hermanos y hermanas se dispersaron y no sé muy bien qué ha sido de ellos…

En la Puerta Capena, Kaeso y Selene tuvieron problemas para salvar el obstáculo de las apresuradas carretas que entraban en Roma para asegurar su abastecimiento, y, rodeando el Aventino por el este, subieron al fin las cuestas de la colina hacia el Foro de los Panaderos y el Pórtico de Minerva. A esas horas, en aquel industrioso barrio cercano a los muelles y a los graneros, la actividad se concentraba en las molinerías y panaderías, donde el trabajo, equipo tras equipo, sólo se detenía por la tarde. Hacía mucho tiempo que nadie hacia pan en su casa. Y resonaba el chirrido sordo de las muelas, mientras que el aire estaba oscurecido por el humo de los talleres de torrefacción y de los hornos.

Cerca del Foro, la empresa de Pansa, a la vez molinería y panadería al por mayor, era una de las más importantes. Este personaje, muy poderoso en su corporación, fabricaba fécula para los reposteros, mediante la maceración de los granos en un agua que se renovaba frecuentemente. Con triturados precavidos en grandes morteros de madera, conseguía, según la finura de los tamices, tres calidades de sémola. Y con un triturado más intenso bajo las pesadas muelas de piedra lograba, también según el tamiz utilizado, tres calidades de harina, desde la flor de harina para pasteles hasta la harina grosera mezclada con salvado, pasando por la harina corriente. Pansa era también torrefactor, pues a pesar de la competencia triunfante de los trigos desnudos, duros o tiernos, se mantenía el antiguo uso de la escaña mayor de granos vestidos que, como no podían trillarse, exigían ser tostados antes de moler. La escaña mayor, llamada far —de ahí la farina—, había sido el primer trigo conocido y se consideraba todavía el más noble, hasta el punto de que alguien como Virgilio no había querido saber de otros. Pero Pansa, imitando a los griegos, tostaba también la cebada y el mijo para la preparación de la polenta, e incluso los trigos desnudos, para facilitar su conservación y darle a su harina un sabor más dulce, fruto de la transformación de una parte del almidón en dextrina.

Selene invitó a Kaeso a seguirla y entró en un vasto hangar donde se agitaban más de un centenar de esclavos semidesnudos, en el calor infernal de las parrillas y los hornos. Un vigilante, al pasar, hizo una seña de reconocimiento a Selene, que se dirigía a las muelas de piedra, vecinas de las artesas; la joven se detuvo ante una de esas muelas, que un grupo de ciegos miserables hacía girar. A los esclavos sin protección, que ya no veían nada o muy poco, los enviaban con frecuencia a las muelas.

Por otra parte, estos artefactos habían sido concebidos con una notable inteligencia práctica: el grano era molido entre un cono hembra superior y giratorio y un cono macho inferior y fijo, provisto en el vértice de un eje regulable que permitía las molturaciones de diferente grosor. El cono hembra estaba simétricamente rematado por una pieza idéntica y opuesta que hacia el oficio de embudo, y bastaba darle la vuelta al conjunto para tener un molino nuevo: el antiguo embudo jugaba entonces el papel de muela, y la muela hacia las veces de embudo. Este modelo se utilizaba en todo el mundo romano, manejado por hombres o animales, que se apoyaban en barras de madera dispuestas lateralmente.

En voz baja, Selene le dijo a Kaeso, que fruncía la nariz para defenderse del agrio olor a sudor que emanaba de aquellos cuerpos chorreantes de sobresalientes costillas:

—El más delgado es mi tío Moisés. Uno se pregunta qué aspecto debe de tener ahora bajo esa barba salvaje que le devora el rostro. Y el cerebro encierra otros misterios. Moisés, según se dice, es un «cabeza dura», lleno de intransigencia. No ha conocido otra cosa que la Ley, toda la Ley y nada más que la Ley, guiado por su conciencia como un animal por su instinto. En Jerusalén se comprometió con una banda de excitados que sueñan con expulsar a los romanos mediante la violencia. Sus infortunios no lo han hecho cambiar. Más bien han endurecido su carácter. Hace años que da vueltas atado a su muela, alimentándose de vagas papillas y palos. Para este trabajo es preferible ser ciego, pues los videntes pronto padecerían vértigo. Los asnos que se emplean para esto tienen los ojos vendados.

—Todo muy triste, pero ¿por qué este hombre es un modelo de virtud? En todo caso, permíteme decirte que tú me pareces menos virtuosa que él, pues con los 100 000 sestercios que te di podrías haber comprado y liberado además a trescientos desgraciados como estos.

—Comprarlo fue mi primer pensamiento. Pero una noche en que su sobrina le hacia partícipe de sus intenciones, apoyándolas con golosinas, le contestó: «Me sentiría menos libre si saliera de la esclavitud gracias al dinero impuro de una prostituta».