Cuando, tras ese nostálgico crucero, el emperador abrió los ojos cerca de la hora quinta, pensaba en Egipto y en Grecia; en la impaciencia que sentía por conocerlas al fin y hacer resonar su voz en ellas. Pero las recientes reservas de Petronio, Silano y Kaeso, que se sumaban además a las de Tigelino, ensombrecían su sueño. Pensándolo bien, la situación no parecía madura para un viaje semejante. César había dejado demasiados enemigos tras él y decepcionado peligrosamente a una plebe inquieta. La plebe no podía hacer gran cosa para apoyar al Príncipe, pero tenía fuerza para colaborar en su caída aunque sólo fuera mediante una cómplice pasividad. Así que había que esperar, obrar con astucia una vez más, reforzar antes que nada la autoridad. ¡Cualquier ciudadano tenía derecho a cantar donde quería, pero no Nerón!
Presa de la humillación, la rabia y sobre todo el miedo, el emperador se enderezó sobre su lecho, sobresaltando a Esporo, uno de sus concubinos favoritos junto con Pitágoras, el sacerdote de Cibeles. El joven Esporo, que Nerón, al contrario de lo que se rumoreaba, se había procurado ya castrado, se parecía extrañamente a Popea, y tenía una fidelidad de perro rastrero.
—¿Qué es lo que te preocupa esta mañana? —preguntó Esporo—. ¿Has tenido un mal sueño?
El Príncipe contestó de mal humor:
—¡La realidad basta para preocuparme! Y se levantó bruscamente para ir a consolarse con su juego de construcción.
En una sala vecina a la alcoba se extendía la asombrosa y vasta maqueta de la nueva Roma, tal y como Nerón la deseaba. Ya sus primeros preceptores, Aniceto y Berilo, y luego el docto estoico Ceremón, le habían alabado el fascinante urbanismo de las ciudades griegas de Asia y Egipto, con perspectivas bien ordenadas y separadas, éxitos de una colonización modelo, que contrastaban tan afortunadamente con las caprichosas callejuelas de la vieja Atenas, donde sólo la disposición de la Acrópolis y sobre todo del ágora, entre la stoa de Atalia y el Hefaisteión, eran satisfactorias para el espíritu. Pero en Pérgamo, Mileto, Alejandría y hasta en el Pireo, no sólo era el centro de la ciudad lo que agradaba a la vista, ya que hasta los barrios populares habían sido objeto de planos geométricos: todo estaba trazado con regla, todo se cruzaba en ángulo recto. La atenta mirada de a ministrador o del policía atravesaba tales ciudades de parte a parte. Ya no tenían misterios.
En Roma, los intentos de urbanismo de Nerón habían tropezado con insuperables obstáculos, y la misma construcción del nuevo Palacio del Tránsito, entre el Palatino y el Esquilino, apenas avanzaba, paralizada por irritantes problemas de espacio y expropiaciones. La Roma de abajo, la Roma sórdida, que el Príncipe conocía por dentro por haberse divertido de noche en ella durante su juventud, tenía talla para resistir los asaltos del arte y la razón. Muchas veces estropeada tras muchas catástrofes, la Ciudad había sido reedificada siempre al azar. La única ventaja de ese desorden era que la altura de las insulae y la estrechez de las calles aseguraban sombra en verano.
¡Qué diferencia entre la Roma del desorden y la de la maqueta! La Morada del Tránsito, en el corazón de la Ciudad, había crecido hasta alcanzar las dimensiones de una verdadera ciudad, hacia la que todo convergía. Y lo más sorprendente no era el lujo enloquecedor de los edificios, dominados por el coloso neroniano de ciento veinte pies: en lugar de los jardines regulares que habían conservado el favor de los paisajistas, se extendían perspectivas de bosques, pastos y viñedos en torno a un vasto estanque donde iban a beber animales domésticos o salvajes. Si la piedra había sido domeñada, la naturaleza libre había recuperado sus derechos. Incluso los barrios bajos presentaban largas avenidas y amplias plazas, múltiples fuentes, cascadas y estanques alimentados por nuevos acueductos. Pero esta orgía de agua no había contentado la imaginación de los arquitectos Severo y Celero y de sus ingenieros: los viejos barrios estaban atravesados por canales alimentados de agua de mar a partir de Ostia. Semejante cuadriculado era una eficaz salvaguarda contra los incendios. Por otra parte, nuevas reglas habían decidido la disposición y construcción de las insulae. Cada edificio, de reducida altura, estaba aislado en el corazón de un espacio verde y flanqueado por pórticos, precaución suplementaria contra el fuego.
Ante una maqueta tan atrayente, uno empezaba a desear un cataclismo que arrasara la antigua Roma. Pero los galos incendiarios ya no estaban de moda. Los fuegos más violentos sólo destruían algunos barrios, una región todo lo más. Y los temblores de tierra eran demasiado tímidos para tan hermosas esperanzas.
Nerón dio un suspiro de los que parten el corazón. Se sentía encajonado en su percha del Palatino, y volvió a acariciar la tentación de hacer sitio, de prender fuego a esa Ciudad infame, de forma que el genio de los modernos constructores inmortalizara su nombre. Que la tentación fuese artística no se discutía. ¿Pero era políticamente oportuna?
Inmensa ventaja: destruida Roma, el Príncipe aparecería en todo su esplendor paternal como el único recurso. La plebe mendicante, que no poseía casi nada, lo perdería todo. Muchos senadores y hombres ricos, que se burlaban del poder detrás de sus muros, castigados por su crítica con el desastre, se verían obligados a tender la mano. Ver flamear gran número de esas insolentes villas, atestadas con el botín de siglos de pillajes y prevaricaciones, no era solamente una satisfacción moral. Durante años, todos los problemas cederían el paso al de la construcción. Y el Príncipe tutelar, dejando de lado por un tiempo la Ciudad en obras, podría visitar Oriente y cantar allí sin demasiados riesgos.
Hipotético peligro: si ardían diez o doce de las catorce regiones, en seguida se pensaría que el desastre tenía origen humano y no divino. Enojosa coincidencia: ese gran incendio de Troya, cuyos versos delatarían al autor. Pero la propaganda imperial tendría a su disposición un argumento razonable: ¡si Nerón hubiera querido incendiar Roma impunemente, se habría limitado a dos o tres regiones y no habría sido tan tonto como para trabajar al mismo tiempo en una poesía tan ardiente! La misma amplitud del desastre y esa malhadada Troica abogarían por la inocencia del augusto arquitecto y poeta.
El emperador tuvo un pensamiento para todas las obras maestras amontonadas en Roma, tanto en las casas particulares como en los edificios públicos o en las plazas, y que no se librarían de desaparecer entre las llamas, o en el pillaje que fatalmente las seguiría. Pero no se entretuvo con esta idea. Kaeso acababa de confirmarle en su sentimiento más instintivo y profundo: lo bello y lo feo eran cuestión de opinión, ya fuera popular o supuestamente ilustrada, y la única realidad artística incontestable era el placer que el artista experimentaba al crear. Podía engañarse sobre las obras de los demás, pero su único placer hablaba a favor de las suyas propias. De donde se desprendía que las obras de los demás tenían en el fondo poca importancia, y que un verdadero artista incluso estaba bien inspirado al desprenderse de su creación después de la alegría que había sentido al sacarla de la nada. Desapego difícil sin duda, pero que debía de ser saludable. En todas las épocas de intensa creación artística, ¿no se habían despreciado, olvidado, condenado y destruido sin escrúpulos las formas juzgadas imperfectas que las habían precedido? ¿Y cuántos pintores, escultores o poetas no se habían apartado de su producción habitual para consagrarse a nuevas búsquedas? La mentalidad de anticuario era propia de impotentes.
En una Roma limpia tanto de sus obras maestras como de una multitud de copias, una nueva sensibilidad se desarrollaría más allá de los caminos trillados. El arte oficial tenía algo de ampuloso y sofocante: un cataclismo, que daría trabajo e inspiración a tantos artistas, no haría otra cosa que desempolvarlo.
Nerón lanzó un hondo suspiro. El golpe era duro, pero el riesgo estaba a la altura de los beneficios. Un temor muy legítimo le impedía al Príncipe franquear ese incendiario Rubicón. Con toda seguridad, las generaciones futuras adivinarían y aprobarían el sacrificio, pero la generación presente no tenía el menor gusto ni inclinación por las bellezas de un claro urbanismo a la manera griega. ¿Debía hacer felices a esos rutinarios aun a su pesar?
Muy pensativo, Nerón abandonó la tentadora maqueta, y su paseo matinal le condujo, con una escasa escolta germánica, hasta el cercano pulvinar del Gran Circo, que la carrera ascendente del sol todavía no había iluminado.
Los mendigos y los que no tenían dónde alojarse habían evacuado las gradas del monumento antes del alba. Por la tarde, el lugar se transformaba en paseo, igual que la Vía Apia o el Campo de Marte. Pero por la mañana, la pista era refugio de algunos ociosos que escapaban un rato a la febril agitación de los Foros, y la corporación de los adivinos, que lograba un éxito especial entre las mujeres, tenía allí su principal lugar de reunión.
Los consultantes, a guisa de lustración purificadora, tenían que dar en primer lugar una vuelta a la pista a paso gimnástico, y se los veía jadear, corriendo como patos y trabados en sus vestiduras. Con el corazón latiendo muy deprisa y el ánimo debilitado, entregaban finalmente al examen de los videntes los rasgos de su rostro y las líneas de su mano, y sacaban temblando de una cesta un pequeño cubo de madera de álamo o de abeto, cuyo misterioso signo ayudaba a precisar el porvenir. La ley prohibía hacer predicciones respecto a la muerte de personas, pero el control no era fácil.
En la sombra de su pulvinar, el emperador se preguntaba, ante este espectáculo familiar, sobre qué cubo estarían escritas la suerte de Roma y la suya.
A la misma hora, la hez de la corporación, magos originarios de Armenia o de Comagena, oficiaba en medio del bullicio de los Velabras, entre los pequeños vendedores de pescado, los de aceite al por menor y otros traficantes de estofa. Allí, leían el porvenir en el pulmón palpitante de una paloma o en el comportamiento de un huevo expuesto a la ceniza caliente. Y cuando los crédulos se iban, los magos se comían discretamente el huevo regalado, cuya blanca superficie, bajo la cáscara, acababa de tostarse al calor del pequeño brasero ambulante.
Como la mayoría de los aristócratas, Nerón confiaba más en los coniectores, especializados en la interpretación de los sueños, y sobre todo en los astrólogos caldeos, llamados todavía «matemáticos» o «genetliacos». Estos últimos, por la posición de los astros en el momento del nacimiento, determinaban el «tema» o «génesis» de sus confiados clientes, concediendo una eminente importancia a los signos del zodíaco, que siempre estaban en concordancia con la astronomía científica de los tiempos de Hiparco, dos siglos antes. Ignoraban que, puesto que el equinoccio retrocedía unos treinta grados cada 2150 años, hacia el siglo veintiocho de la fundación de Roma el Aries correspondería a la constelación de Piscis[154]. Pero a ese ritmo, hacia el año 26 500 de Roma, luego de un giro completo, habría de nuevo una maravillosa coincidencia entre los signos y las constelaciones, y en consecuencia una precisión de diagnostico completamente neroniana.
Brujos y hechiceras preferían trabajar en la sombra y se contaban entre los más ajetreados.
En resumen, como los augures y arúspices oficiales provocaban la sonrisa, los romanos, paradójicamente, sólo concedían crédito a los charlatanes privados.
La mirada del emperador cayó por casualidad sobre el palco de Silano, y el recuerdo reciente de Marcia y Kaeso resurgió con amable violencia. El emperador, por otra parte hastiado, había conservado bastante sensatez como para ceder el paso a la política, de la que dependía su vida, antes que a los menudos placeres de la función.
Volvió a sus habitaciones, llamó a un secretario y, olvidando totalmente cuál podría ser el estado civil exacto de Kaeso, dictó esta nota dirigida a Silano.
«Te agradezco que me hayas confiado a Marcia durante algunas horas. Juntos vivimos un gran momento. En su graciosa compañía fui iniciado a la dignidad de “león” en la religión de Mitra. Pero estos son terribles misterios y no tengo derecho a decir más.
»Tu Kaeso es un muchacho encantador, cuya inteligencia, sencillez y franqueza me complacen. Es hermoso como ni Apolo de Antium, y además posee el don de la palabra. Tal y como Petronio me aconsejó, saldré pronto hacia Nápoles, el decimoséptimo día de las Calendas de junio, día siguiente a los Idus de este mes de mayo, con toda la corte y mis queridos agustiniani. Hay un lugar de porvenir para Kaeso en este cuerpo de élite y espero vivamente que tome parte en el viaje. Velaré por él tan celosamente como por tu Marcia.
»Espero que te encuentres bien».
Como Nerón ordenó distraídamente dirigir este correo «al padre de K. Aponio Saturnino», el secretario, después de haberse informado, escribió como apóstrofe: «L. Domicio Nerón, Emperador, a M. Aponio Saturnino», y dirigió las tablillas en consecuencia.
La nota llegó a la insula durante la comida, donde causó el efecto de un trueno. Kaeso, que estaba iniciando prudentemente a su padre en las virtudes del cristianismo, había corrido un velo sobre el contratiempo de su madrastra. Así pues, Marco se enteró al mismo tiempo de que su ex mujer había sido raptada y devuelta, de que el mismo honor acechaba a Kaeso y, de forma secundaria, de que debía de haber un error en cuanto al destinatario.
Kaeso se sentía terriblemente amargado. Después de todos los esfuerzos a los que había consentido para escapar de las ambiciones carnales de Marcia, corría el riesgo de caer bajo la férula de un Príncipe cuyas segundas intenciones eran mucho más desagradables. La mayoría de los jóvenes romanos habrían subido al Palatino de rodillas para convertirse en uno de los favoritos del emperador, cuya generosidad era legendaria. Pero Kaeso estaba hecho de otra manera.
Marco, al contrario, estaba encantado por esta sorprendente distinción, y no se hallaba lejos de creer que Kaeso había tenido la habilidad de merecerla en el transcurso de la noche. El papel de padre romano a la antigua incitaba, sin embargo, a no hacer gala de una alegría de mal gusto. Cuando la carta fue leída y releída en voz alta, asan o por encima de los insondables misterios de Mitra, uno de los dioses extranjeros menos conocidos en aquel entonces, Marco expuso la hipótesis de que sin duda esas líneas estaban destinadas a Silano, y añadió con un tono bastante neutro:
—El emperador ha hablado, y hay que obedecer. Debes considerarte, Kaeso, como un soldado en servicio. Si el emperador tuviera que vérselas con un ingrato, el desaire podría echar abajo la posición de Silano y en consecuencia la de Marcia, sin hablar de la tuya propia.
—A los soldados sólo se les pide sangre —dijo Kaeso—. Y tengo la impresión de que el Príncipe espera otra cosa.
Marco dejó caer con negligencia:
—Ya tiene a Pitágoras, Doríforo y algunos otros a su servicio. Siempre estarás en la retaguardia de la tropa…
La alusión a Pitágoras y a Doríforo estaba en armonía con la moral sexual que Marco había dispensado antaño, pues todo el mundo sabía bien que le rendían a Nerón honorables servicios activos. Pero igualmente era de notoriedad pública que el Príncipe tenía inclinación por los invertidos, como lo atestiguaba, entre otras, su relación con el infame Esporo. Este doble apetito era bastante notable y no dejaba de ser la comidilla de todos.
Selene estaba afligida por Kaeso, pero no podía impedir un sentimiento de secreto y delicioso regocijo ante la idea de que la necesidad también obliga a veces a los hombres libres a acostarse con alguien contra sus deseos.
Con gran disgusto de Marco, ella observó:
—Me parece difícil decir de antemano con qué salsa se comerán a nuestro hermoso Kaeso, de frente, de espaldas o de perfil, ¡pero con toda seguridad será una salsa dorada!
Exasperado, Kaeso gritó:
—¿Y si a mi no me da la gana que me coman de ninguna manera? ¿Tengo cara de esclavo?
Y, apoderándose de las tablillas, se levantó del triclinium y abandonó la habitación.
El grito estaba bien, pero no aportaba ninguna solución al nuevo problema. ¡Si le daba por ahí, Nerón podía hacer que treinta legiones sodomizaran a Kaeso!
La primavera era anormalmente cálida. Kaeso sentía la necesidad de respirar a gusto, y se obligó a subir una de las escaleras comunes que conducían a la terraza de la insula. En el quinto piso la escalera continuaba su ascensión hasta la terraza, pero los reductos de los arrendatarios del sexto, el más miserable, sólo eran accesibles mediante escalas como las que llevaban al entresuelo de las tabernas, que el propietario hacia retirar cuando los alquileres se retrasaban.
Abriéndose paso a través de los arbustos, los gallineros y las coladas tendidas a secar, Kaeso llegó hasta el parapeto sur del inmueble. Justo debajo de los ojos, como las olas petrificadas de un océano de piedras y ladrillos, tenía los tejados rojos y las verdosas terrazas de la mayor parte del Suburio. Más allá se distinguían los múltiples monumentos de los Foros romanos, dominados a la derecha por la colina del Capitolio, al fondo, a más de 3500 pies[155], por la colina palatina. Allí arriba, en palacios viejos o nuevos, incendiados, reconstruidos o modificados habían vivido Augusto, Tiberio, Calígula y Claudio, todos ellos tiranos hipócritas y sigilosos, o bien cínicos y brutales, salvo Claudio, que había presentado un fenómeno original de chifladura.
Como antaño su padre tras la dramática subasta, Kaeso se sentía abrumado, escandalizado y desconcertado, con la diferencia de que no se trataba de un asunto de dinero: después de Marcia, Nerón la había tomado claramente con él, y contra Nerón eran ineficaces los atestados de bautismo. ¿Por qué Pablo, con su pueril curiosidad, había arrojado a Kaeso entre las garras del Príncipe?
La perspectiva de incorporarse a los augustiniani —augusteioi en griego— habría bastado para erizar a Kaeso. En cinco años, el número de esos inútiles se había multiplicado por diez, alcanzando la cifra de unos cinco mil. Uno de cada diez de estos jóvenes era reclutado entre los hijos de senadores o de «caballeros», los demás entre la plebe. Un miembro del senado capitaneaba la pandilla, cuyos jefes percibían 400 000 sestercios al año. Los agustiniani, que se reconocían por sus lujosos vestidos y largos cabellos rizados, no teman más razón de ser que acompañar al emperador, apoyarle con sus halagos, aclamarlo cuando subía a un escenario y sobre todo cuando cantaba. Esta gigantesca claque había incluso sido dividida en equipos, cada uno entrenado para aplaudir con una cierta cadencia, y la diversidad de las cadencias se comparaba a los variados ritmos de los remeros de galeras. Nerón, aficionado a todo lo griego, había sacado la bonita idea de esa tropa aduladora de las compañías de «niños reales» —los basilikoi paides— con las que se habían rodeado las dinastías lágidas o seleúcidas, viveros de pajes y muchachitos afeminados. Una especie de efebía consagrada no ya al Estado, sino a un hombre. Los agustiniani eran incondicionales del Príncipe y no tenían otra ambición que complacerle. Para Kaeso, era la servidumbre en todo su horror.
Presa de una creciente angustia, Kaeso se vio arrastrado como a pesar suyo hacia Marcia, único refugio y consejo que podía entrever en semejante situación. Su alma filial de antaño, a pesar de las decepciones acumuladas, volvió de repente, y bajó a trompicones la escalera, con las fatídicas tablillas todavía en la mano, para correr hacia la casa de Cicerón.
Al llegar a las Carenas, entre el mercado de frutas y la casa de Pompeyo, Kaeso se detuvo un momento y resopló. Acababa de darse cuenta de que sencillamente había olvidado a la pequeña Myra en casa de Silano, y estaba enojado por esta distracción, señal manifiesta de confusión; se sentía tan humillado como Marcia la tarde en que ella olvidó su sombrilla de seda en una espesura del Campo de Marte —¡y las sombrillas romanas eran tanto más difíciles de perder cuanto que no existía ningún mecanismo para cerrarlas! Kaeso empezaba el duro aprendizaje de los dueños de esclavos, propietarios de objetos que persistían en exhibir una apariencia humana. Ser enteramente responsable de un animal demasiado inteligente y sensible no siempre es una sinecura. Incluso desde el punto de vista legal, el amo podía ser citado ante la justicia por los daños que sus esclavos causaran a terceros. En las termas, Myra le había mandado besos a Nerón. Si le hubiera mandado muecas burlonas le habría tocado a Kaeso dar una explicación.
Rogaron al visitante que esperase un momento en el peristilo. Había sacado a Marcia de su siesta, y ella debía necesitar arreglarse un poco. Al fin le recibió, tendida a medias en la penumbra de su tocador, envuelta en un delicado salto de cama cuya tela sin duda venía de Oriente o de las Indias…
—¿Qué buen viento te trae, tan pronto después de tu regreso a la insula? ¡Pero qué cara más triste tienes!
Tras unas palabras de explicación a propósito del error de destinatario, Kaeso arrojó las tablillas sobre las rodillas de su madrastra, a la que miraba con aire suplicante y desconsolado.
Marcia leyó el texto y reflexionó. Conociendo bien los prejuicios de los hombres, leía en su Kaeso como en un libro abierto. Con su enciclopédica experiencia, podría haberle dado a Kaeso un curso sobre el carácter falaz, convencional y artificioso de las cuestiones de dignidad en amor, donde toda actividad gestual, eternamente reanudada y semejante a sí misma, no tenía, en el fondo, otro valor que el que cada cual quisiera concederle. Pero se habría desacreditado mucho más sin por ello llegar a convencerlo. Tenía que tomar a Kaeso tal y como ella había contribuido a formarlo con sus tradicionales lecciones. Y después de haberlo apartado de los pederastas de Atenas, era oportuno volverlo menos intransigente, puesto que asuntos de los más altos vuelos, la seguridad y la fortuna generales, se hallaban de golpe dependiendo de una vulgar historia de traseros. Por otra parte era como para echarse a llorar, pues Marcia siempre había deseado que los problemas que habían marcado su vida le fueran ahorrados a su hijastro. Y había bastado con una vuelta por el Circo y una cena para que el emperador tuviera un capricho inesperado —¡pero no imprevisible!—. Ella debería de haber desconfiado y sustraído prudentemente a Kaeso de cualquier posibilidad de concupiscencia imperial.
—Bueno, amiguito —dijo severamente—, si creyera en los dioses, diría que no han tardado en castigarte por el desprecio con que me colmas. ¡Te deseo que salgas de este mal paso con la misma facilidad con la que has huido de mí!
Kaeso bajaba la cabeza tan tristemente que el corazón de Marcia se conmovió.
—¡Vamos, no todo está perdido! En todo caso, debes ir a Nápoles. Nerón no te perdonaría una espantada: estaría en su derecho al pensar que Silano y yo misma, espeluznados por ese extravagante crucero, te hemos prevenido contra él. Ese es el peligro más seguro, y para todo el mundo. Durante el viaje, tal vez tengas la suerte de librarte de la tarea que se te viene encima. Nuestro Príncipe es voluble y no faltan hermosos muchachos entre los augustiniani.
—¿Cómo voy a librarme de esa tarea, si se concreta? ¿Qué les decías tú, para no ofenderlos, a los hombres cuyos avances rechazabas?
Marcia no pudo contener una sonrisa…
—¡No tuve que rechazar demasiados avances! En cuanto a ti, no veo pretextos convenientes. No obstante hay dos tácticas, la buena y la mala. Si te encoges, si te ocultas en el último rincón, el emperador no te olvidará, pues tu misma discreción hará que destaques. Y si se siente ofendido por el procedimiento, no escaparás a tu suerte. Más bien ponte en evidencia bajo tu mejor aspecto, con ese natural inteligente que y a ha hecho que te distingas. Anuda con el Príncipe lazos de amistad, estima y con fianza. Hazte útil, indispensable. Eres más delicado y culto que la mayoría de esos asnos albardados de augustiani. Nerón busca la amistad de los más dotados y a veces tiene sorprendentes detalles con sus amigos. Si los adornos de tu espíritu le seducen, si tu compañía le resulta agradable, se contendrá para no precipitar las cosas, por miedo a perderte. Afortunadamente, no le faltan ni amantes ni amados. En suma, tu mejor salvaguardia será poder ofrecerle satisfacciones distintas a las que puede darle otro cualquiera.
La sensatez del consejo era impresionante, pero disminuía el riesgo sin apartarlo del todo.
Con esfuerzo, Kaeso se informó:
—Si a pesar de mis tentativas para recoger el guante, la pasión del Príncipe por mi persona llega a un punto critico, ¿qué servicios crees que exigirá de mí?
—Comprendo que la cosa te preocupe, pero desgraciadamente la respuesta no salta a la vista. Si estuvieras hecho como un gran germano de la guardia, o todavía no hubieras salido de la infancia, tendríamos una indicación. Pero eres de una belleza perfecta, con ese punto de virilidad que hace derretirse a las damas y esa brizna de gracia femenina que atrae a los sodomitas. Y ni siquiera está claro que Nerón sepa con seguridad lo que desea. Es un calculador impulsivo, capaz de dejar que un problema madure durante años para, en el último instante, inspirarse en un lanzamiento de dados.
Marcia y Kaeso pasaron revista minuciosamente a los favoritos más conocidos del Príncipe, tanto a los activos como a los pasivos, buscando semejanzas con Kaeso susceptibles de cimentar previsiones o probabilidades. Kaeso parecía más adecuado para un servicio activo, el único que permite conservar una buena reputación.
Con una franca y maternal solicitud, Marcia no se contuvo y añadió:
—La divina naturaleza de nuestro Nerón es resueltamente anfibiológica, y no es improbable que reclame experiencias contradictorias antes de determinar sus preferencias…
Kaeso, de la impresión, se sentó junto a Marcia, que le cogió tiernamente la mano.
—Niño, no debes exagerar la importancia de esas eventuales volteretas. ¿No es la necesita la que hace la ley? ¿Acaso estás pensando en un suicidio estoico para sustraerte a algunas repugnancias provisionales? Piensa en los judíos, que tienen el suicidio por un crimen, mientras que yo lo considero, la mayor parte de las veces, una tontería. ¿Para qué dejar de vivir si ya no se podrá existir para saborear el placer o incluso las molestias de un nuevo estado? Piensa en ese original que me presentaste hace poco en el Circo, en ese Pablo, que devuelve la vista a los ciegos y despierta a los durmientes. Si Nerón hubiera raptado su vieja osamenta para disfrutar de ella, ¿habría puesto fin a sus días por tan poca cosa?
—Por cierto que no. Pablo recomienda a los esclavos sometidos a tales asiduidades sobrellevar sus males con paciencia, no disfrutar demasiado y rezar con fervor.
—¡He ahí una sabia religión! Uno puede rezar a cuatro patas tan bien como de rodillas.
—Según Pablo, «todo se vuelve en favor del cristiano».
—¡Yo no le he pedido que lo diga!
Marcia atrajo contra su seno la rizada cabeza de Kaeso y le acarició el cabello…
—¡No temas nada! Tú siempre serás para mí el mismo Kaeso. Los emperadores pasan. Sentimientos como los nuestros permanecen.
Estremecido por el perfume que se desprendía del cuerpo de Marcia, Kaeso juzgó más prudente levantar la cabeza, y preguntó:
—¿Qué humilla más? ¿Rechazar los favores activos o pasivos de un hombre?
—Si Nerón se presenta ante ti como mujer, se sentirá terriblemente ofendido de que no te abalances sobre la oportunidad. Quien hace el papel de amado, por el contrario, puede utilizar al unas coqueterías y prolongar su defensa sin indisponer demasiado al pretendiente. Es cuestión de habilidad y medida.
—¡Sigo preguntándome si debo disfrazarme de germano o de chiquillo!
—¿Qué te ha aconsejado tu padre?
—Le costaba trabajo disimular su satisfacción. ¿No está acostumbrado desde hace tiempo a vivir de los encantos de los demás?
—Eres injusto. La vida no ha tenido consideraciones con Marco, y te quiere hondamente. Eres su orgullo, su alegría, y sólo desea tu felicidad. Nunca te daría voluntariamente un mal consejo.
»Y a propósito de consejos, lo más importante será que no aplaces la adopción prevista para los próximos Idus, de suerte que puedas partir a Nápoles con esa garantía. Nerón no tuvo miramientos para abusar del joven Plautio, el llamado Aulo, a quien su relativa oscuridad dejaba indefenso. Infligir los últimos ultrajes al hijo de un Silano seria otra historia. El gesto tendría alcance político, y el Príncipe sólo se arriesgaría a llevarlo a cabo si estuviera completamente decidido a eliminar al resto de la familia de los Torcuato, es decir, a mi marido y a su sobrino. Ahora bien, hasta el momento nada nos dice que tenga esa intención. Al contrario, te manifiesta su favor con los más amables modales.
—¡El hecho de ser la mujer de Silano no te ha librado de los primeros ultrajes!
—Tu posición al ser adoptado no tendría comparación con la mía. La policía de Nerón ha debido de decirle que ya no me importa mucho un loco más, mientras que tu reputación esta intacta. Y tienes la suerte de ser un hombre. La buena sociedad concede mucho más valor al trasero de un hombre que al de una mujer, y Nerón conoce su medio, a despecho de sus excentricidades.
—¿Y si yo declinara tanto el honor de la adopción como el del viaje?
—Sería la forma más segura de acarrearnos desgracias a los tres. En muchos aspectos, Nerón es desconfiado, susceptible y rencoroso. ¡Esa invitación a Nápoles es una orden, Kaeso!
»A fin de tener las mejores posibilidades de tu parte, debes destacarte de entre los demás augusteoi, que adoptan de buena gana maneras y costumbres griegas, presentándote de forma sobria y digna, a la romana, subrayando todo o que tienes de viril. Y para no dejar ninguna duda sobre tus inclinaciones, seria muy indicado que llevases a la pequeña Myra contigo. Tales son las últimas recomendaciones de una tierna amiga, y comprenderás que la última no me resulta fácil.
Kaeso besó a Marcia en la frente y se retiró para llevar as tablillas a Silano.
El muchacho no tenía ningunas ganas de ahogarse para escapar a algunas imperiales e hipotéticas asiduidades. De todas formas le parecía evidente que el estoicismo, para salir con la cabeza alta de las situaciones más deshonrosas, predicaba una moral superior a la de los judíos o los cristianos. La aceptación del suicidio volvía al hombre soberanamente libre, desembarazado de toda coyuntura. Estaba lejos de la llorona sumisión recomendada por Pablo y sus discípulos. En la vida del propio Jesús, que quería ser ejemplar en todo, había en relación con este tema una laguna decepcionante, que no dejaba de turbar a sus fieles. El Evangelio de Marcos habría tenido un aspecto más social y emocionante si el joven Jesús se hubiera visto obligado a figurar durante cierto tiempo, defendiendo su cuerpo, entre los amados serviles de un procurador romano, y su madre habría derramado lágrimas más puras si hubiese tenido que empezar como Myra. Pablo se habría sentido entonces menos violento al hablarles de virtud y paciencia a los esclavos de ambos sexos.
Tras la partida de Kaeso, horas antes, Silano se había retirado a la «celda del pobre», habilitada en una de las estrechas y sombría prisiones del ala de los esclavos. Allí estaba, tendido en un jergón, sin afeitar, vestido con un manto remendado y ante los restos de una infecta pitanza. La «celda del pobre» era una deliciosa costumbre estoica. De vez en cuando, el estoico sibarita se retiraba a la incomodidad y el despojamiento más ostensibles para meditar sobre la vanidad de las cosas humanas y el dominio de sí que permitía tener poder sobre ellas. Tras una cura tal, uno volvía al placer con redoblados ánimos.
Al entrar, Kaeso tropezó por descuido con el cántaro de agua tibia que acompañaba la comida, y se ofreció a renovar el líquido. Pero el pobre ocasional hizo un gesto cansado e indiferente con la mano…
—¿Para qué? ¿No van a privarme pronto de la vida? Si Nerón ha abusado de mi mujer con el pretexto de adorar a Mitra, es que se ha decidido a sacrificarme. Según su costumbre, jugará durante algún tiempo al gato y el ratón, pero veo lo que me espera. Lo sé.
Kaeso protestó. La siniestra cara de Décimo era lamentable. Para darle ánimos al patricio, no quedaba otra solución. Kaeso se resignó a revelarle a Décimo que sin duda había relación de causa a efecto entre sus propias imprudencias de lenguaje en el curso de la velada precedente y el inesperado crucero de cariz aberrante que había seguido. Acto seguido le pidió al infortunado marido que no le comentara a Marcia una palabra.
Estupefacto, Décimo murmuro:
—¿Quieres decir que ese gran sinvergüenza se disfrazó de león para mordisquear el minino de nuestra Marcia porque acababa de ver en ella, con ayuda de tus confidencias, a una nueva e incestuosa Agripina?
—En resumen, eso es lo que creo. Y ese mismo crucero confirma mi sospecha. Tú sabes, como todo el mundo, de qué manera encontró Agripina la muerte. Así que parece que todo esto no te atañe tanto como creías.
El rostro de Décimo se ilumino.
Para guardar las formas, y a pesar de que Silano tenía que estar seguro de los verdaderos sentimientos de su mujer, Kaeso hizo suya la mentira de Marcia:
—Bastó que yo hiciera alusión a las amorosas relaciones que Marcia y yo mantuvimos en otros tiempos, antes de conocerte. La enfermiza imaginación del Príncipe se inflamó. ¿Cómo iba yo a preverlo?
—No te reprocho nada.
Kaeso se apresuró a cambiar de tema.
—Aquí tienes unas tablillas con el sello imperial. Esta nota te dirá mejor que yo que, lejos de querer perjudicarte, Nerón desea el bien de los que te son queridos. ¡Lo desea incluso en demasía!
Décimo le echó una ojeada a aquella prosa, que ciertamente era demasiado clara, y esto le procuró otra fuente de meditación.
—Una cosa —dijo al fin— debe quedar bien clara entre nosotros dos: si te decides a responder a la apremiante llamada del Príncipe, que sea por Marcia o por ti. Yo consideraría vergonzoso asegurar mi tranquilidad al precio de un sacrificio tan desagradable.
La declaración tenía toda la nobleza requerida sin ser imprudente. Silano esperaba que la preocupación por Marcia o por si mismo seria suficiente para volver razonable a Kaeso.
Kaeso contó a Silano los consejos que su padre y Marcia le habían dado, y añadió:
—Séneca me alabó hace poco los atractivos de un oportunismo complaciente, lo que los estoicos llaman en griego la eukairia. Pero insistió mucho en el hecho de que tenía sus límites. ¿Ves tú en la invitación de Nerón un caso límite? ¿Cómo lo tratarías en mi lugar?
—Puesto que a mi pesar soy, debido a los acontecimientos, juez y parte en esta penosa causa, me resulta difícil añadir mis consejos a los de tu padre y tu madrastra. Pero tampoco quisiera dar la impresión de que me desintereso de tu suerte, así que hablaré como si me dirigiera a un amigo extranjero afligido.
»Los estoicos más sensatos nunca han recurrido al suicidio sino como último recurso, cuando ya no les quedaba la menor esperanza de una vida conforme a su dignidad y a su mérito. Un suicida sin motivos suficientes está lejos de ser ejemplar. Los caprichos de Nerón son breves y tienes ante ti brillantes perspectivas. Estas consideraciones me parecen suficientes para invitarte a una eukairia que salvaguardaría el futuro. Después de todo, no es seguro que el Príncipe exija de ti lo más penoso, e incluso puede olvidarte tan deprisa como se dio cuenta de tu existencia.
»Si quieres aprovechar este pretexto para retirarte de una vida que te decepciona y te pesa, mi cirujano está a tu disposición. Pero Marcia no te sobreviviría y me arrancaría los ojos antes de desaparecer.
»De todas maneras actúa como te parezca bien, y mi estima te seguirá, vivo o muerto.
Estas observaciones de estilo paternal tenían el peso de un fuerte sentido común. Kaeso dio vivamente las gracias a Silano y se retiró con sus afectuosos deseos.
Las circunstancias eran cualquier cosa menos favorables para declinar categóricamente el ofrecimiento de adopción, que además la naciente pasión del Príncipe relegaba a un segundo plano. De todas formas, si el capricho pasajero de Nerón tenía posibilidades de ser breve, la adopción haría vegetar a Kaeso en una atmósfera envenenada, y el peligro no era como para perderlo de vista.
En el atrio, irreconocible, Myra esperaba a su joven amo. Para esconder su corta melena de muchacha de burdel, Marcia le había regalado una de sus pelucas rubias de Germania. El rostro de la pequeña había sido maquillado cuidadosamente, de forma que pareciese tener algunos años más. Vestía la larga túnica griega de lino, el khiton, ceñida con un cinturón dorado. Por encima se había envuelto en un gracioso manto jonio, el pharos, y se había abrochado un chal. En la cabeza llevaba una tholia, ese sombrero puntiagudo que se ve a menudo en las estatuillas de Tanagra. Y las finas sandalias tenían tacones lo bastante gruesos como para hacerla un poco más alta.
Encantada, Myra le dijo a Kaeso:
—Marcia me ha dicho que parecía un chiquillo, y que desde ahora tenía que parecer una mujer. ¿Qué dices tú?
Kaeso elogió a Myra sonriendo. ¡Verdaderamente, Marcia no descuidaba ningún detalle para facilitarle la tarea! Semejante solicitud era conmovedora.