Como el emperador temía que el frescor de la noche fuera perjudicial para su voz, la compañía se retiró a un salón y de forma dispersa continuó bebiendo y discutiendo. Nerón, ligeramente achispado, se había tumbado sobre los cojines de un diván, entre Marcia y Kaeso. Petronio formaba otro grupo con Nerva y Silano. Vitelio charlaba con Otón, y Pablo con Vespasiano y sus hijos.
Vitelio dijo al oído de Otón:
—¡Se acerca la hora de la cantinela sobre Agripina, y como Marcia y Kaeso todavía no la han oído, Ahenobarbo se va a superar!
Perseguido por las furias del remordimiento, Nerón tenía, efectivamente, la costumbre de hacer alusión a su madre al final de los banquetes, por poco que estuviera entre amigos y se sintiera en confianza. Y, desde luego, no era la versión oficial lo que entonces se oía, sino la expresión de la verdad, en la medida en que ésta puede esperarse de un artista imaginativo, siempre preocupado por las representaciones y el efecto.
Con la mano sobre los ojos, Nerón murmuraba:
—Es durante la noche cuando ella viene a yerme para asediarme con sus sangrientos reproches. Si duermo, es una pesadilla, y si velo, la evocación es aun más cruel. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí!
Kaeso, que también estaba un poco achispado, preguntó:
—¿De quién hablas?
—¿Y de quién podría hablar, sino de mi madre? ¡Yo tenía una madre, e hice que la mataran!
—Debías tener buenas razones…
—Hablas como un niño. ¿Acaso hay alguna buena razón para matar a una madre? ¿Tú ves alguna?
—Agripina, según se dice, había provocado la pérdida de mucha gente, y a veces de forma bastante gratuita.
—Sí, es verdad… Primero L. Silano, falsamente acusado de incesto con su hermana Calvina. Agripina quería eliminar al novio de Octavia, para asegurarme la mano de esa infortunada princesa. Después, con el pretexto de que había consultado a los caldeos, empujó a la muerte a Lolia, aunque su único crimen fue estar a punto de casarse con Claudio. Después la tomó con Calpurnia, a quien no le dejó más que la vida, porque estaba celosa de su belleza. Luego consiguió la muerte de Statilio Tauro, para robarle sus jardines. Después hizo que acusaran de encantamientos sacrílegos a mi pobre tía Domicia Lépida, a la que yo quería bien, hasta que logró su muerte. Temía que esta pariente tuviera sobre mi persona más influencia que ella. Más tarde fue el envenenamiento de Claudio, a fin de asegurarme el trono. Después el estúpido asesinato de M. Silano en Asia. Gracias a mi madre, llegué al poder cargado de crímenes de los cuales era inocente. Y eso sin hablar de su escandalosa relación con el liberto Palas, que todos recuerdan… Pero ¿eran buenos motivos para matarla?
—Creo que después los tuviste mejores.
—Cierto que Agripina quería para ella sola ese poder que tanto había trabajado para entregarme. Era la mujer más autoritaria que ha existido. Mientras vivía, yo solo era un juguete en sus manos. Pretendía decidirlo y arreglarlo todo. ¿Es ése un buen motivo?
—El poder no se comparte. Pero presiento que hay algo más…
Nerón miró fijamente a Kaeso y dijo, bajando la voz:
—Si, hay algo más. Cuando Agripina se dio cuenta de que yo trataba de sustraerme a su dominio, dispuso en la balanza sus últimas armas contra mí, y pronto entendí con horror que había proyectado el incesto para coronar dignamente el edificio de sus crímenes. ¿Y cómo iba yo a ser insensible a esos avances? ¡Oh, dioses, qué hermosa era! En resumen, la hice matar para no ceder a la tentación.
La revelación era sorprendente, y muy adecuada para conmover a Kaeso, que afirmó:
—¡Tienes toda mi simpatía! ¿De qué otra forma habrías podido sustraerte a las asiduidades de una madre abusiva? Matar para conservar la virtud es una falta saludable. Tendrás la estima de todos los censores. En tu lugar no sé si habría tenido ese valor, pero no me hubieran faltado las ganas.
—¡Ah, veo que tú me comprendes, y eso me produce un vivo placer! ¡Cuánto valor, por cierto, me hizo falta! Y como cada vez que uno no se ocupa personalmente de un asunto, todo salió al revés. Tras el naufragio de la galera que tenía que haber puesto fin a sus días, Agripina se encontró nadando en eh agua; y ante sus ojos, su imbécil seguidora Acerronia, que gritaba que ella era la madre del emperador a fin de que la salvaran, fue muerta a golpes de remos y bicheros. Así, de esa manera atroz, fue como Agripina se enteró de su condena.
—¡Cuán justificada! Debemos defendernos de las mujeres que se ensañan con nosotros para perjudicarnos. Contra las amantes pegajosas, las esposas porfiadas y las madres lúbricas, sólo hay una solución: ¡al agua con ellas! Y cuando el agua no basta, un buen golpe de remo acaba con el asunto. Si por desgracia un hijo se acostara con su madre, ¿qué libertad le quedaría para convertirse en hombre?
Nerón abrazó llorando a Kaeso. Se entendían tanto mejor cuanto que los inspiraba una misma bebida.
Esta escena de ridículo enternecimiento humillaba a Marcia, que no podía hacer otra cosa que tascar el freno, mientras que los observadores —con excepción de Silano, despistado, y de Pablo, distraído— sentían despuntar en sí la inquietud y los celos ante la habilidad de ese muchacho que, desconocido la víspera, ya estaba en los afectuosos brazos del emperador. No se les ocurría la idea de que Kaeso debía su éxito a la sinceridad.
Más sereno, el Príncipe se levantó y cogió otra vez su lira, pero en lugar de cantar proclamó:
—¡Está decidido, y seréis los primeros en saberlo! Este año nos verán en Egipto y en Grecia. Allí cantaré ante auditorios de entendidos y, al volver, mi reputación permitirá que triunfe al fin en Roma…
La aprobación no fue tan viva ni tan general como Nerón esperaba. Sobre todo Petronio, Kaeso y Silano guardaban un embarazoso silencio. Nerón se dio cuenta y los interrogó con la mirada.
Petronio, que era partidario de la franqueza cuando ésta tenía posibilidades de ser útil, se aventuró a resumir su pensamiento en una frase cortante:
—Nada te impide partir. Pero ¿regresarás?
—¿Qué tienes en la cabeza?
—La aprensión por riesgos que no deberías correr. Pero me parecen tan evidentes que un joven como Kaeso te los puede describir tan bien como yo.
A Petronio no le disgustaba que Kaeso le sustituyera en el banquillo, reservándose el derecho a desautorizarlo si decía tonterías. Y si hablaba con juicio, la decepción del emperador se volvería en contra del joven.
Silano le hizo una seña a Kaeso para que callara, pero éste no tuvo cuidado:
—Temo, César, que corras tras una quimera. Haría falta mucho más que la aprobación de los griegos para que la inculta plebe romana aprecie tu canto como lo merece. De cualquier forma es tu persona lo que aplaudirá, y eso puede hacerlo hoy mismo. Por el contrario, si cometes la imprudencia de ir a Oriente, esa plebe que te es adicta pero que es tan sensible a los falsos rumores, va a preocuparse y a temer por su manutención. Tendrá la impresión de que la abandonas. Y los numerosos enemigos que tienes en el senado explotarán esa circunstancia para perderte. El senado y el pueblo de Roma han conservado una ancestral desconfianza hacia Oriente. Tu antepasado Antonio también partió, y no volvió nunca.
Como nadie osaba contradecir a Kaeso, Nerón paseó un poco y solicitó la opinión de Silano:
—¿Qué dices tú, que tan bien conoces la mentalidad de los senadores que me son hostiles?
—¡También conozco la de los demás, en vista de que estás en mi casa con amigos sinceros y de que confías en mí como para interrogarme!
—Cierto. ¿Y bien?
—Kaeso ha expresado brutalmente lo que todos pensamos, temiendo por ti pero también por nosotros mismos, ya que hemos vinculado nuestra suerte a la tuya. No negaré que la mayor parte del senado preferiría otro Príncipe, más sensible a sus ideas e intereses, y en el fondo tú lo sabes tan bien como yo. Así pues, debes tener en cuenta esta prevención y no tentar al destino. Si vas a Grecia, lleva al menos a todo el senado en tu equipaje, a tus amigos porque lo son, y a tus enemigos para no dejarlos intrigar a tus espaldas.
—Buen consejo. En ese caso te dejaré solo en Roma, ¡puesto que sientes por mi tanta amistad como enemistad!
—No me preocupo, en efecto, ni de perjudicarte ni de adularte, y por estas dos razones puedes tener confianza en mi.
El Príncipe se volvió a sentar de mal humor.
Petronio sugirió:
—Ya que Roma no está dispuesta a escucharte, y Corinto se encuentra muy lejos, ¿por qué no hacer primero un intento en Nápoles, ciudad griega donde la gente tiene buen gusto? ¡Bajo Tiberio, todavía existía una efebía en Capri!
—No es mala idea.
Por su parte Kaeso sugirió:
—El rumor de tu viaje a Oriente ya corre desde hace algún tiempo, y la plebe necesita que la tranquilicen. Sí anunciaras oficialmente que aplazas el viaje hasta que vengan tiempos mejores, la llenarías de contento, y los intrigantes del senado se quedarían desconcertados. Así serviría para algo tu meritoria renuncia.
—Esa idea tampoco es mala.
Marcia se levantó para ir a las letrinas, y Nerón le dijo a Kaeso en voz baja y cómplice:
—¡Tienes una madrastra muy seductora! Cuando hablé de mi madre hace un rato reaccionaste de tal forma que me pregunto si no seremos hermanos de infortunio…
Muy turbado por esta notable intuición, Kaeso se defendió blandamente.
—¡A esas mujeres —prosiguió pensativamente Nerón hay que corregirlas con mano dura!
—Son, ay, incorregibles.
—¿Has cedido?
—Todavía no. Hago equilibrios para librarme de ella, pero no es fácil.
—¡Te falta una galera para embarcaría!
—Soy un príncipe demasiado modesto…
En el otro extremo de la habitación, Pablo intentaba insinuar inquietudes metafísicas en el alma de Domiciano, cuyos trece años autorizaban todas las esperanzas. Domiciano estaba lejos de imaginar que unos treinta años más tarde haría condenar por «ateísmo» cristiano a su primo Flavio Clemens y a su mujer Flavia Domicila, el primero a muerte, la segunda a la deportación en la isla de Pandataria, y que esta Domicila daría su nombre a una catacumba, cuyos terrenos había donado a su comunidad.
Al regreso de Marcia, tras una amistosa palmada para Kaeso, el emperador se levantó para despedirse. Las revelaciones que el infortunado y confiado hijastro había hecho sin pensar en obrar mal, convertían de pronto a Marcia, a ojos de Nerón, en otra Agripina. Todo estaba allí: los deshonrosos enredos de un pasado turbio, el deseo furioso de poseer y dominar por cualquier medio, el andar voluptuoso pero la mirada llena de orgullo. ¿A cuántos hombres no había servido también de cebo el cuerpo de Agripina antes de tender las redes a su propio hijo? Pero tanto con Nerón como con los demás, ella habría hecho el amor pensando solamente en sus ambiciones. Hay naturalezas femeninas desesperantes: no se penetra en ellas sino para darse cuenta de que son inaccesibles, y sólo se las posee realmente en la muerte.
Kaeso quiso acompañar a Pablo hasta su alojamiento de la Puerta Capena, con un pequeño séquito de esclavos armados provistos de antorchas. Se hallaban en el corazón de la noche, y en los alrededores de la «cabeza»[151] del Gran Circo caminaron sobre los programas de las carreras, donde figuraba la lista de los caballos y aurigas que habían excitado diariamente las pasiones. Los teatros y anfiteatros también tenían sus programas, que a veces uno prestaba a una vecina para trabar contacto con ella. Y a estos restos de pasiones equinas o humanas se mezclaba ropa interior femenina desgarrada, vestigios de las enloquecidas procesiones nocturnas y de los desórdenes de las Floralias, que acababan de terminar.
Kaeso, a quien el aire de la noche estaba despejando, se reprochaba el haberle hecho quejumbrosas confidencias a Nerón, aunque no estaba demasiado descontento al constatar que una persona tan ilustre había compartido su martirio. La ambición lasciva de las madres o de las madrastras no tenía otros límites que la rebelión de los hijos púdicos.
Pablo seguía estupefacto de haber oído hablar de arte o de estética durante casi toda la velada, y todavía le zumbaban en los oídos el canto de Nerón y los acentos de la lira.
Para Kaeso, al contrario, lo sorprendente era que en las escrituras judías o cristianas sólo se hablase de belleza moral. ¡Desde luego, era el último libro que se le podía dar a leer a alguien como Nerón!
Ante la casa del judeocristiano de la Puerta Capena, había una fuente.
Kaeso le dijo a Pablo:
—¿No es hora ya de que me bautices? Estoy sin duda mejor instruido sobre tu religión que los cristianos que no saben leer ni escribir; y en las letrinas del Foro tú mismo afirmaste que bastaba una instrucción elemental para formar a un perfecto cristiano. Te he escuchado con paciencia e interés, me he preocupado por el porvenir de tu secta, te he dado los consejos que he podido, te he mostrado a Nerón, como deseabas, e incluso dos veces: como imperator en la gloria del pulvinar, y en zapatillas, bromeando en casa de mi futuro padre adoptivo. En cuanto a mi fe, desde el momento en que profeso tu Símbolo, eres incompetente y sólo Dios es juez. ¡Así que no me tengas más tiempo en suspenso!
—Para ser un muchacho de dudosa fe, tienes mucha prisa.
—Mis razones tengo y no te conciernen, ¡pero te juro que son honorables!
Pablo vacilaba.
Kaeso, desesperado, añadió:
—Voy a hacerte una honrada proposición. Si me bautizas, te confiaré el motivo que me ha empujado a pedir el bautismo, y si hubiera pecado, Cristo me perdonara por tu boca, ¡pues en cierto sentido es por ser fiel a tu dios, tal como me lo has descrito, por lo que necesito absolutamente ese maldito bautismo!
Pablo dudaba cada vez más. Kaeso vio que había elegido un mal camino, y emprendió una retorcida maniobra:
—¿Bautizan los cristianos a los niños?
—¿Por qué no iban a bautizarlos en el momento de la muerte, e incluso antes, puesto que tienen el alma más blanca que la nuestra?
—Así pues, ¿posee el bautismo una acción en sí, con independencia de las disposiciones del bautizado?
—¡Te veo venir! No compares, por favor, la inocencia de los niños con unos eventuales malos propósitos en un ser dotado de razón. El bautismo es la sanción de la fe, presente o futura. Exige la inocencia en todos los casos.
—¡Pero yo soy tan inocente como un cordero! No tengo ninguna mala intención. ¡Al contrario!
—¿Tienes fe?
Pablo se empeñaba en hacerle mentir. Cansado de luchar, Kaeso se resignó.
—Sí, tengo fe —dijo—. ¿Qué más quieres?
—¿Crees que Jesús murió crucificado por tus pecados?
—Hasta creo que murió sólo por mí y que si dios hubiera creado solamente a un hombre también habría descendido a morir por él. A los ojos de un dios lógico, ¿qué diferencia hay entre un hombre y miles de millones? ¿Acaso dios es un tendero que comercia con la gracia? ¿Decidió que lo crucificaran cuando el número de pecadores sobrepasó doce o veinticuatro? ¡El Espíritu me ruega que te diga que Jesús habría muerto para abrirles el cielo a Adán y Eva si, al salir del Paraíso, se os hubiera comido un cocodrilo!
Kaeso tenía facilidad para plantear absurdas cuestiones teológicas.
Pablo suspiro:
—Jesús, en efecto, murió por los pecados de cada uno de nosotros. ¿Crees en la Resurrección?
En este punto, la mentira no parecía necesaria.
—¿Qué importa?
—¿He oído mal?
—¿No me dijiste tú mismo que esa resurrección no era más que una pieza muy secundaria en tu sistema, hasta tal punto que se la podría suprimir sin el menor inconveniente?
—¡Te burlas de mi! Yo he declarado y escrito: «¡Si Jesús no resucitó, vana es nuestra fe!».
—Entonces tienes una gran propensión a no entender el sentido de lo que dices.
—¿Qué quieres decir?
—Reflexiona un poco… La muerte de Cristo por nuestros pecados nos abre el Paraíso cerrado por la falta de Adán y Eva. Sirve para algo, por tanto. Pero ¿para qué sirve la Resurrección? Para probarnos que Jesús era dios y para prefigurar nuestra propia resurrección. Pero nuestra resurrección era ya verdad de fe entre los fariseos antes de Cristo y, en cuanto a la famosa prueba, me basta con afirmar que no tengo necesidad de esa prueba para creer, e inmediatamente pierde todo interés. ¿Lo entiendes, hombre de poca fe? ¡Creo que Cristo murió por mis pecados, haya resucitado o no!
La lógica de Kaeso era aterradora.
No obstante, Pablo replicó:
—Jesús resucitó precisamente para convencer a aquellos que no tenían una fe como la tuya, la cual, estarás de acuerdo, es más bien rara. Esta Resurrección es un hecho, y Jesús la había anunciado. Por lo tanto debes creer en ella, tanto si la necesitas para mantener tu fe como si no. ¿Está claro?
Las primeras luces del alba hacían destacar la silueta del Gran Circo. Kaeso se resignó.
—Entonces creo en la Resurrección —dijo—. Pero me pregunto si dios tuvo con ella una buena idea. Tal vez empuje a algunos a creer, pero sin duda empujará a dudar a muchos más. Pero, después de todo, tal vez sea ése el resultado con el que cuenta tu dios… Tengo la impresión de que, a fuerza de frecuentar judíos, se ha vuelto avaro con su sabiduría. La Resurrección amenaza convertirse, para la humanidad, en lo que la circuncisión es para los judíos: un obstáculo muy estudiado para hacer del Paraíso un círculo restringido. ¿Tú no ves esta extraña contradicción en la teología de tu secta? He aquí a un dios que derrama su sangre, y que se las ingenia para no dar de su sacrificio más que pruebas discutibles…
—¿Qué sería de nuestra libertad si hasta los hombres de mala fe estuvieran condenados a creer por pruebas indiscutibles?
—Siempre habría hombres para preferir el infierno a dios, puesto que los ángeles malvados, que creían en dios aún más que tú, le volvieron la espalda.
—Los hombres valen más que los ángeles, puesto que Jesús se sacrificó por los hombres. Y el verdadero amor no se impone jamás.
Pablo hizo que Kaeso se arrodillara delante de la fuente y lo bautizó:
—Kaeso, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Kaeso se levantó radiante para reclamar un atestado.
—¿Un atestado? No es habitual. ¿Qué quieres hacer con él?
—¡Cómo se ve que no tienes el sentido administrativo de los romanos! Atestados de esta clase permitirían a los «sacerdotes» contar sus ovejas. Y en cuanto a mí, si un día me martirizan como a Esteban, quiero poder presentarle al juez un certificado, de manera que no haya ningún error judicial. ¿Se te ocurre algún mal uso para una cosa como ésa?
Pablo se encogió de hombros, rogó a Kaeso que le esperara un momento, sacó de su cinturón una gruesa llave y empezó a abrir la puerta de la casa, detrás de la cual se habían abstenido de poner las barras de refuerzo a causa de su salida.
Como no conseguía abrir al no estar acostumbrado a las cerraduras romanas de seguridad, Kaeso le echó una mano. Estas cerraduras, cuyo manejo resultaba fácil cuando se conocía el funcionamiento, presentaban la mejor cualidad de una cerradura: la de ser absolutamente inviolables, gracias al hecho de que el agujero de la cerradura estaba muy desplazado con relación al mecanismo, que una llave en forma de escuadra ponía en juego.
Pablo regresó pronto y le entregó a Kaeso un pedazo de papiro donde atestiguaba haber bautizado cristianamente a «Kaeso Aponio Saturnino» en la noche del IV al III de los Nones de mayo; y bajo las indicaciones del joven, añadió: «Siendo cónsules C. Lecanio Basso y M. Licinio Craso Frugi». Kaeso se abstuvo de decirle que debería de haber puesto su nombre abreviado, puesto que lo seguían el apellido de familia y el sobrenombre. Esa falta contra las costumbres consagradas no tenía importancia.
Fue entonces cuando Pablo le recordó:
—¿No me habías prometido que me confiarías las honorables razones por las que has pedido el bautismo?
—Sí, gracias a dios y a ti me he bautizado para no correr el peligro de acostarme con mi madrastra.
—¡Eso sí que es extraño! ¿Piensas que el bautismo te otorgará una gracia especial para resistir esa tentación?
Kaeso se resolvió a exponer sus problemas en detalle. Pablo tenía una gran experiencia en cuestiones morales y podía darle un buen consejo. A medida que Kaeso se explicaba, el rostro de Pablo se oscurecía.
Una vez lo tuvo todo bien pesado, declaró severamente:
—Me cuesta trabajo condenarte, pues has actuado con loable intención. No es corriente renunciar a una fortuna semejante por respeto a uno mismo. Pero no esperarás, supongo, que te felicite. Me has engañado indignamente, con todos los recursos de tu instrucción e inteligencia. Te has servido de nuestro bautismo para fines honrados, pero profanos. Sólo has pensado en ti mismo, y Dios no ha tenido lugar alguno en tus decisiones.
—Si el dios cristiano existe —protestó Kaeso— he debido de pensar en él sin saberlo, pues Jesús dice en Marcos: «Quienquiera que haga la voluntad de Dios es mi hermano, mi hermana y mi madre». Y es la voluntad de tu dios que yo me sustraiga a las asiduidades de mi madrastra.
—No era la voluntad del Dios cristiano que reclamases el bautismo sin tener fe.
—En estas condiciones, acaso mi bautismo sea nulo…
—Tu mala acción no lo es. ¡Si no te arrepientes, Dios te castigará!
—Para que me arrepintiese seria necesario que tuviera fe, y dios no puede reprocharme que no crea, puesto que es un hecho que nada tiene que ver con mi voluntad.
—Dios te ha dado más pruebas que a muchos otros.
Irritado, Kaeso yació su saco:
—En efecto, me ha enviado la prueba de tu persona, y eres tú quien ha escrito esta impía tontería sobre dios en tu epístola a los romanos: «Es misericordioso con quien Él quiere, y endurece a quien Él quiere… En efecto, ¿quién puede resistirse a Su voluntad?».
»Así, por una contradicción más, pero que me parece hallarse en el corazón de toda tu dudosa doctrina personal, tan pronto me aseguras que Jesús murió por mí como admites que dios, condenándome de antemano, podría tener la fantasía de insensibilizarme a su gracia. ¿Por qué no habría de ser ése mi caso? Y si así fuera, es al dios que tú inventas al que convendría hacer reproches, y no a mí, que no soy sino un instrumento de su gratuita malicia. Además, si dios es peor que Nerón, si escoge a sus elegidos jugando a los dados, ¿para qué sirven tus prédicas? No eres más útil que las moscas que divierten al joven Domiciano.
—¡Palabra que el bautismo te inspira! ¡Me acusas de contradicción y pones como pretexto, para no creer, una definición de Dios que tú recusas por juzgarla personal!
—Digo simplemente que si un hombre sensato se sintiera inclinado a creer en el dios cristiano, la caricatura aberrante que tú das de él bastaría para alejarlo. Mejor el infierno entre gente honrada que tratar con un dios que me endurezca a su antojo y me juzgue sin tener en cuenta mis actos.
»Claro, ahora pretenderás que la expresión ha ido más lejos que el pensamiento. Y lo mismo ocurre cuando sostienes que la fe justifica por sí sola, mientras que Santiago, que conocía a Cristo mejor que tú, afirma exactamente lo contrario: “Son las obras”, escribe en la epístola que pude leer, “las que justifican al hombre, y no solo la fe”. Y continúa: “…La prostituta Rahab, ¿no fue justificada por sus obras cuando recibió a los mensajeros y los hizo partir por otro camino?”. Santiago te dice que las prostitutas extranjeras se salvarán a causa de sus buenas obras antes que esos justificados por los que tanto te relames.
»Si un día me viene la fe, no será la tuya, sino la de Santiago, Marcos, o incluso Lucas, sobre el que me parece que no ejerces una influencia demasiado buena.
—¡Entonces guarda tus prejuicios contra mí, y que llegues a poseer la fe de Santiago! Cada uno tiene su camino para llegar a Dios, y no pretendo haberlos explorado todos.
—No tengo ningún prejuicio y me resultas más bien simpático, con esa espina en tu carne" que he estado a punto de sentir yo también.
Pablo se sobresaltó:
—¿Qué estás diciendo?
Los esclavos de la escolta, que habían retrocedido hasta una respetuosa distancia, empezaban a impacientarse. Y Kaeso tuvo que llamarlos al orden. Había llegado el alba y la Ciudad empezaba a murmurar.
—No hago más que citarte…
—Una vez más me citas de forma extraña. ¿Qué sabes tú de esa espina?
Kaeso no esperaba que Pablo recogiera la alusión, y se sentía incómodo por esa insistencia. En la expresión de Pablo había entrevisto una púdica confesión, y se daba cuenta de que el autor no lo había entendido así.
—Sé lo que quieres decir…
—¡Pero si no he dicho nada!
—Dejémoslo. Además, puedo equivocarme…
—Es importante para mí, y te ruego que me digas inmediatamente lo que has creído entender.
Pablo parecía ansioso.
—¿Estas seguro de que lo deseas?
—Sí.
—¿No me guardarás rencor si la verdad te hiere?
—La verdad nunca me ha hecho daño. Toda verdad proviene, de alguna manera, de Dios.
Midiendo sus palabras, Kaeso se rindió a la exigencia de Pablo:
—Jesús, tu Maestro, estaba rodeado de mujeres y sabía hablarles. Tú no haces alusión a las mujeres más que para llamarlas al orden, a la modestia y a la desaparición, como si la corriente brutalidad masculina necesitara el esfuerzo de tu voz. Es evidente que sólo amas a esas mujeres en teoría. No das la impresión de pensar de buena gana en ellas. Nunca te he visto mirar a una muchacha bonita con franco e inocente placer. Y entre todos los discípulos de Jesús, te destacas permaneciendo soltero. De educación farisea, cuando los fariseos son vigorosos partidarios del matrimonio, aún no estabas casado, salvo que me equivoque, cuando te hiciste cristiano, y sin embargo ya tenías entonces unos treinta años, si no me engaño. Y Jesús tampoco hizo que te inclinaras al matrimonio. No eres eunuco, no eres impotente, que yo sepa, y no obstante no pareces tener ninguna actividad sexual.
»Por otra parte, te expresas con dureza sobre los sodomitas o invertidos, y hasta las lesbianas se ganan tu hosquedad.
»Entonces, puesto que tu carne, a pesar de una naturaleza sensible y apasionada, irritable y nerviosa, por decirlo de algún modo, ha caído en desuso, pero sin estar a primera vista enferma, ¿qué puede significar esa “espina en tu carne” que parece haberse deslizado de tu pluma por descuido? El término es muy preciso. No es una espina en el alma y sólo es una espina en tu carne. Bien se ve que este problema es secundario para ti, que lo dominas y lo miras por encima del hombro, a pesar de que no deje de afligirte en ocasiones. Sin duda es, a tus ojos, un signo de la solicitud de tu dios, que así te recuerda permanentemente la humildad y demuestra que se pueden hacer maravillas con los instrumentos más frágiles y desposeídos, los que fueron heridos mucho tiempo atrás sin que exista curación posible.
»En suma, tu indiferencia malhumorada hacia las mujeres, tu repulsión agresiva por los homosexuales, ¿no autorizan a ver en ti a un pederasta avergonzado?
»¡Por Júpiter, cómo te admiro y compadezco! Los hombres corrientes ya tienen bastante trabajo para conservar la castidad si el matrimonio no viene a calmar su concupiscencia para emplear palabras que te son familiares. Pero ¿qué decir de quien se sabe condenado a abdicar de toda ambición carnal hasta que la muerte lo libere? Y la castidad del homosexual es tanto más meritoria cuanto que tiene una doble cara. ¡Tu heroísmo invitaría a pensar que hay un dios detrás de ti!
»¿Me equivoco en mi elogio?
Pablo se lavó las manos y la cara en la fuente, y volvió junto a Kaeso:
—¡No me has ahorrado ninguna crítica y te ha hecho falta mucho tiempo para encontrar el menor elogio! A ojos de un muchacho que ha frecuentado la efebía de Atenas, es posible que yo dé motivos de sospecha. Ciertamente, mi vida es poco corriente. Si tu diagnóstico fuera exacto, en todo caso sería la mejor prueba de que el Espíritu sopla donde quiere y de que somos responsables de nuestros actos, ya que no de nuestras tendencias. ¡Que mi ejemplo, verdadero o supuesto, te sirva de lección cuando Satán te persiga!
»Debo decirte adiós, pues me iré pronto.
—¿No será mi elogio lo que te empuja a huir?…
—¡No huiría por tan poca cosa! Me voy por la sola razón de que había puesto en ti grandes esperanzas y se han visto amargamente decepcionadas.
—Quédate al menos el tiempo necesario para que Silano y Marcia te recompensen. Ellos se preguntan qué te gustaría…
—Esa casa no me sienta bien, y Nerón tampoco. Nunca entenderá la única belleza que importa.
»Lo que me gustaría es que dejes de jugar al falso cristiano, y que mientras tanto leas mis epístolas con más discernimiento. Yo nunca he despreciado las obras. Solamente quise decir que las obras no valen sino como consecuencia de la fe y santificadas por el sacrificio redentor de Jesús.
»Un día, que veo cercano, te cortarán la cabeza por ese certificado que has tenido la inconsciencia de arrancarme hace un rato. Ese día, hasta que la espada caiga sobre tu nuca, un acto de fe puede salvarte, y hacer retrospectivamente de todas las buenas obras de tu vida una larga plegaria. ¡Piensa en mis palabras entonces si no lo has hecho antes!
Con esta siniestra predicción, Pablo besó tristemente a Kaeso y entró en la casa.
Ya era completamente de día y otra vez se podía circular sin escolta. Kaeso despidió a su séquito y volvió a casa de Silano lentamente. Era la segunda vez que Pablo hacía una predicción semejante, y lo más posible era que no valiese más que las divagaciones de Melania, que decididamente estaba de capa caída. Pero de todas formas era impresionante. Una prudente regla de oro de la vieja religión romana que había acunado la infancia de Kaeso era que nunca había que enemistarse con un dios, fuera cual fuese, pues incluso un pequeño dios sin importancia podía causar muchos más problemas que un hombre. Y el dios cristiano era un hueso duro de roer. Los elefantes furiosos que, bajo Pompeyo, habían pisoteado a la muchedumbre del Gran Circo, no eran nada al lado de ese dios, si es que existía. ¿Pero existía? Había una buena probabilidad de que hubiera dioses en el seno del universo para regular montones de cosas, o más bien un dios del tipo estoico, tanto más tratable cuanto que tenía un aire bastante difuso. Pero un dios creador y personal era otra historia. Su carácter hipotético sólo tranquilizaba a medias si hubiera el menor peligro de que Pablo lo hubiese visto de verdad. Y la convicción de Pablo era de carácter absoluto. En todo caso, el bautismo parecía acarrear desgracias, pues los cristianos, empezando por Jesús, no habían dejado de tener problemas. Jesús moría por los pecados de los cristianos, y como si eso no bastara, les pedía que murieran ellos también. ¡Pablo parecía encontrar muy natural que Kaeso se dejara cortar la cabeza por un ridículo certificado!
Kaeso tenía prisa por presentarle el papel a Silano. Pasaría un rato muy malo, pero después sería libre. Había recuperado la salud y no tenía ya ningún motivo para entretenerse en la casa de Cicerón.
Subiendo los escalones que llevaban a casa de Silano por el camino más corto, Kaeso se asombró al ver que un reducido efectivo de pretorianos seguía en el lugar, y presintió una desgracia.
Interrogó en seguida al centurión de guardia sobre los motivos de esta presencia, y el hombre contestó:
—Poco tiempo después de la partida de los invitados, el emperador envió una litera para tu madrastra, y tengo orden de no dejar salir a nadie. Pero tú puedes entrar.
Cosa que Kaeso se apresuró a hacer para reunirse con Silano, que paseaba a lo largo y lo ancho del peristilo, bajo la mirada inquieta de sus libertos de confianza.
—¿Qué me dices? ¿El emperador ha raptado a Marcia? ¡La noticia es increíble!
—Hace horas que me pregunto qué mosca le ha picado. Semblante procedimiento no va con su carácter. Tú, que has charlado con él durante una buena parte de la velada, ¿no tienes ninguna idea?
—En todo lo que nos pudimos contar, nada hacía prever un capricho semejante. De todas formas, una cosa es segura: Nerón no tiene ningún motivo para estar resentido contigo.
—¡Qué no me hubiera quitado si tuviera algo contra mi!
—Quiero decir que sin duda ha pensado más en Marcia que en ti.
Kaeso reveló a Silano el interés que la belleza de Marcia y la suya propia habían despertado en el Príncipe durante las carreras, ignorando quiénes eran…
El incidente apenas clarificaba la situación y Silano seguía perplejo.
—Para no alarmarme —dijo—, Marcia había guardado silencio sobre ese desprecio, cuya relación con los acontecimientos de esta noche no es, por otra parte, evidente.
—Estoy de acuerdo. ¿No se tratará de una vulgar broma de borracho? La omnipotencia incita a asustar gratuitamente. ¡Acuérdate de Calígula! Convocaba a algunos senadores al palacio antes del alba, y éstos creían que había llegado su hora. Después, cuando los desgraciados ya se ha enmohecido bastante en un estrado, el Príncipe surgía al son de las flautas y de las sandalias de fuelle[152] para bailar lánguidamente en atención a ellos.
—Pero Nerón no está loco.
—Siempre hay una simiente de locura en quienes pueden permitírselo todo. ¿Qué cabeza resistiría ese vértigo?
—Haya o no pensado en mí el emperador, su capricho me coloca en una posición muy desagradable, e incluso peligrosa. Mis esclavos y los del Príncipe hablarán, toda la Ciudad cotilleará, y se acecharán mis reacciones como si tuviera algo que replicar…
La posición de Marcia no parecía preocupar mayormente a Silano. Cierto que la virtud de la víctima ya no corría gran peligro.
Kaeso experimentó la necesidad de afirmar:
—Sea como sea, puedo garantizarte que Marcia no empleó ninguna coquetería, ningún arrumaco con Nerón…
—¡Obviamente! ¿No tiene que serte fiel?
Era la primera vez que Silano desvelaba tan crudamente sus sospechas; la emoción debía de haberlo empujado a ello. Sin duda no había creído una palabra de las falsas confesiones de Marcia, que no obstante había reflejado en su complaciente carta.
Una algarabía cerca de la puerta dispensó a Kaeso de contestar: Marcia estaba de vuelta. Y pronto apareció bajo el pálido sol de la hora segunda, con las piernas firmes y la mirada viva, como si nada anormal hubiera ocurrido.
—Tengo un hambre de lobo —dijo—. Vengo de un crucero.
Y se encerró con Silano, mientras Kaeso se perdía en delirantes conjeturas.
Un buen rato después, Silano se reunió con Kaeso y le dijo:
—A Marcia le gustaría verte para tranquilizarte del todo. En cuanto a mí, confieso que estoy completamente abrumado. ¡Hay buenas razones para afirmar que la realidad le da cien vueltas a la mitología!
Marcia estaba tendida, en peinador, en la semioscuridad de su alcoba…
—¿Qué significa esa historia de cruceros?
—Bueno, la litera me llevó a la carrera hasta un pequeño barco anclado cerca de los muelles; me hicieron sentarme en el puente, y remontamos el río a fuerza de remos.
Era Doriforo, uno de los libertos más íntimos del emperador, quien capitaneaba la maniobra, y se mostraba muy cortés conmigo. Pasamos así bajo el puente Sublicio, bajo el puente Palatino, el Fabricio, el Janículo… Cuando pasamos por el puente Vaticano había llegado el alba. Navegamos a lo largo de los arsenales de la orilla derecha para arrojar el anda frente a los jardines de Agripa. Allí, izaron a bordo con muchas precauciones una gran caja, que hicieron descender hasta la cala. De la caja salían algunos gruñidos y Doríforo me dijo que contenía un león de Mauritania.
»El liberto me rogó entonces que bajara a aquella caía húmeda y oscura, iluminada únicamente por un cabo de vela. Me desnudó y me até las muñecas a la espalda, sujetándolas en una anula fijada en el casco a la altura de los riñones. Después se apoderó de un látigo, abrió la caja, azuzó al animal para que saltara fuera y éste lo hizo sin hacerse rogar.
»Era un hermoso león de soberbias crines, pero de vientre fofo y blanco, con un pequeño sexo de rata. Cuando Nerón se disfraza de león, el fraude se reconoce en ese detalle.
»Rugiendo, la fiera me agredió[153] con una curiosa mezcla de brutalidad y ternura. Ora me lamía con su rasposa lengua, interrumpiéndose para gritar con voz desgarradora y llorosa: “Mamá, mamá, ¿por qué me has abandonado?”, ora me mordía con sus agudos dientes, llenándome de injurias obscenas y reprochándome mis costumbres fáciles. Así que yo tenía todas las indicaciones necesarias para interpretar bien mi papel, y gemía por mi parte: “¡Tú me deseabas, maldito sinvergüenza, y me asesinaste!”.
»De vez en cuando, Doríforo aplicaba un buen golpe de fusta en el trasero del animal para animarlo al arrepentimiento. Finalmente, el león volvió sus cuartos traseros hacia el domador, que aprovechó para infligirle los últimos ultrajes, a pesar de las reticencias de la larga y peluda cola, que no dejaba de interponerse en el asalto. ¡Incluso un griego experimentado tiene dificultades para sodomizar a un león!
»Cuando el emperador se retiró con la cabeza gacha, Doríforo me dijo, desatándome: “Has estado perfecta”.
»Esa es también la opinión de Silano. ¿Qué otra cosa podía haber hecho?
La calma de Marcia daba qué pensar.
—¿Has sido presa a menudo de locos de esa clase?
—¡Pero si todos los hombres están locos, Kaeso! La única diferencia entre Nerón y el resto es que nuestro Príncipe posee los medios para llevar a cabo sus fantasías, y que lo hace con un incontestable sentido teatral.
Marcia consideraba un camafeo enriquecido con esmeraldas, representando a Nerón en su divina gloria, que Doríforo le había entregado en agradecimiento de parte de su amo.
Kaeso tenía tanto menos que reprocharle a Marcia cuanto que sus imprudencias de lenguaje no eran en absoluto ajenas al accidente. Nerón había aprovechado la oportunidad de aliviar su tristeza huérfana, pero era evidente que el realizador había dirigido un guiño simpático a su joven amigo.
Era la última confidencia que podía hacerle a Marcia.
Kaeso la felicitó por su buena salud y le informó que volvía a la insula en espera del día de la adopción. Tranquilizada sobre lo esencial, Marcia no quería correr el riesgo de indisponer a Kaeso insistiendo para que prolongara su estancia.
Antes de irse, Kaeso le dio las gracias a Silano por su hospitalidad y le anunció la próxima partida de Pablo.
—¡Al fin una buena noticia! —dijo Décimo—. Ese tipo tiene el don del mal de ojo. No me sorprendería que hubiera lanzado un encantamiento sobre Marcia o Nerón…
De todas maneras, no era el momento adecuado para hablar de conversión. Pero a Kaeso no le importaba un día más. Todavía tenía una decena antes de los Idus.
En la insula, Marco dormía pesadamente y Selene se bañaba para lavar los ultrajes de la noche. Su amo era un bien pobre león al lado del rey de la especie.
Kaeso experimentaba la necesidad de cambiar de aires y mirar algo bello. Se desnudó y cometió la indiscreción de reunirse con Selene, a la que encontró chapoteando en la pequeña y tibia piscina.
—¡Soy cristiano! —le espetó alegremente Kaeso—. ¡Hasta ten g o un atestado de bautismo!
—Entonces no me mires demasiado. ¡Ahora ya no tienes derecho al menor pecado!
Pero ¿dónde empezaba y dónde acababa el pecado, que o bien estaba en todas partes o bien no estaba en ninguna?