Durante todo el día IV de los Nones de mayo la familia de Silano se atareó limpiando y decorando la casa, que al caer la noche presentaba un aspecto de lo más encantador: por todas partes había flores primaverales, guirnaldas y coronas, y como al emperador le gustaba el ámbar hasta el punto de sembrar con él sus anfiteatros, lo habían colocado por aquí y por allá con fingida negligencia. Para acabar con cualquier broma pesada de Cicerón, los cuadros de la pinacoteca, que Nerón, apasionado por la pintura entre otras cosas, amenazaba querer contemplar, se habían dispuesto en torno al lugar del festín, y habían encerrado cuidadosamente la crítica mesa de cidro en la galería. Durante su última visita, con ocasión de la fiesta que Silano dio al instalarse en la villa, el Príncipe se había entretenido una media hora ante el Prometeo de Parrasios de Efeso.
Este célebre cuadro, que Silano había adquirido por siete millones de sestercios, resplandecía de realismo tanto más cuanto que el maestro, a causa de un escrúpulo artístico bastante raro, había pintado del natural el suplicio de Prometeo, sirviéndole de modelo un condenado a muerte. Pero el hígado del Prometeo de la leyenda se regeneraba a medida que el águila lo picoteaba, mientras que las entrañas del condenado no estaban dotadas de esa maravillosa capacidad. Parrasios había tenido que utilizar para su obra maestra una necesaria y suficiente retahíla de condenados, mientras que el águila, bien adiestrada, seguía siendo la misma, puesto que mejoraba sus prestaciones en cada nueva ocasión. Pero Parrasios, muerto cerca de quinientos años antes, era célebre sobre todo por sus cuerpos afeminados y lascivos.
Una vez más había surgido la preocupación por los gustos del emperador, y se dirigieron al jefe de las cocinas de palacio. ¿Habían sufrido alguna evolución reciente? Sin duda Nerón seguía apreciando los platos más raros y delicados, pero su gusto por los alimentos de régimen crecía junto con sus ambiciones artísticas, y de ahí su preferencia, cada vez más acusada, por todas las legumbres que pudieran ofrecer virtudes cualesquiera. Comía platos depurativos de ortigas blancas o de esas grandes y saludables énulas cuyo consumo crónico había llevado a aquel viejo camello de emperatriz Livia hasta los ochenta y seis años, y rumiaba puerros para aclararse la voz… Desgraciadamente, como se tragaba esos platos de régimen además de su alimentación habitual, no dejaba de engordar.
Así pues, de buena mañana, el cocinero mayor de Silano había hecho que rastrearan en los mercados de la Ciudad todo lo que fuera más delicado y terapéutico, como las legumbres, y la selección era abrumadora.
Estos campesinos romanos no habían renunciado a una multitud de plantas silvestres, mientras que eméritos horticultores cultivaban o perfeccionaban cada día nuevas especies o variedades. Y claro, en primavera, la competencia entre legumbres silvestres y cultivadas era más viva en los mercados y también más buscada, pues al terminar el invierno todo el mundo tenía ganas de comer alimentos frescos.
De este modo, se veían montones de deliciosas y pequeñas habas, de nabos, nabas y zanahorias, rábanos blancos y rojos, chirivías, apio caballar, acelgas negras, alcaraveas, salsifíes, colocasias, hinojos, cebollas corrientes o muscarias, ajos, cerraja, bulbos de gladiolo, de asfódelo, de orquídea, de leche de gallina o de escilas, cuyo consumo en grandes cantidades era, sin embargo, mortalmente tóxico.
Los romanos también eran aficionados a todos los jóvenes brotes primaverales de plantas o arbustos, cortados antes de la aparición de las hojas; espárragos de huerta o de jardín, que los hortelanos de Rávena llevaban a tal esplendor que bastaban tres para completar la libra; delicadas plúmulas de brécol o de calabaza, de orobanca, enredadera, fresera salvaje o lúpulo; tiernos brotes de nueza negra, fragón, brionia, higuera o vid.
Y también había cardos normales y borriqueros, lechugas, dientes de león, endivias, pepinos, escarolas o achicorias amargas, berros de jardín o de agua, verdolaga, alholva, malva, apio, acelgas blancas, armuelle, acelga amaranto, romaza, hierba de la paciencia, mostaza, ortiga grande, heliotropo, lengua de buey, llantén, cañaheja, malvavisco, hojas nacientes de olmo y una docena de especies de coles.
¡Después de una compra así, las cocinas de Silano se parecían a un huerto! El emperador tendría dónde escoger…
Dado el número de invitados, más reducido de lo previsto, habían renunciado a disponer los triclinia y habían colocado en el jardín más alto un solo sigma confortablemente blando.
Por la noche, unos policías de Tigelino se presentaron cortésmente para asegurarse de que la cena se desarrollaría en las mejores condiciones de seguridad, y se retiraron satisfechos. El jardín estaba bien cercado y fuera del alcance de las miradas y las flechas; con un arco de doble curvatura, un asesino entrenado podía traspasar a una víctima a gran distancia.
Tras un principio de reinado idílico y lleno de confianza, las relaciones entre el Príncipe y la mayoría del senado habían empezado a deteriorarse seis años antes, y desde hacia tres años se habían vuelto francamente malas. Tigelino temía constantemente un atentado. Así pues, se habían reforzado las medidas de protección y el emperador, cada vez más temeroso, no quena correr el menor riesgo. Como Tiberio, intentaba desalentar, si no las conspiraciones, al menos su ejecución, a través de frecuentes desplazamientos por la Ciudad y fuera de la Ciudad. Tigelino, en la medida de lo posible, llegaba a preparar diversos programas, y Nerón elegía uno de ellos en el último momento. Los contactos entre el soberano y el pueblo, antaño tan frecuentes, se habían reducido a lo indispensable, y bajo los pórticos de palacio, para tranquilizar a Augusto paseante, unos espejos retrovisores —que no salvarían la vida de Domiciano— habían hecho su incongruente aparición.
Al retirarse, los policías habían dejado un cordón de pretorianos empenachados en torno a la villa, lo que podía significar dos cosas para los que pasaban: o bien el emperador estaba de visita, o bien el propietario se estaba abriendo las venas. En el atrio se había apostado una decena de guardias germánicos a los que se sumaban algunos gladiadores de confianza, entre ellos Ti. Claudio Espículo, guardia de corps preferido de Nerón. Y en las cocinas permanecía un grupo de vigilantes y catadores de platos. Desde la muerte de Claudio, su hijo adoptivo desconfiaba sobre todo de los champiñones, y los quitaban de en medio cuando iba a cenar a casa de algún amigo: aun fuera de estación, estos traidores comestibles se seguían encontrando, secos o conservados en aceite.
El Príncipe y su séquito —sin Vatinio— llegaron del cercano Palatino al caer la noche, un instante después que Pablo; y Décimo, asistido por Marcia y Kaeso, los acogió en el atrio iluminado a giorno. Nerón, con elegancia, fingió no reconocer ni a Marcia ni a Kaeso.
Décimo presentó a Pablo en estos términos:
—Cn. Pompeyo Paulo es un eminente terapeuta, especialista en curas milagrosas, que acaba de salvar la vida de mi futuro hijo adoptivo. Me interesaba mucho que lo conocieras, pues tu salud me es todavía más cara que la de mis parientes más próximos.
—¡Al fin un verdadero ciudadano romano!
Todo el mundo rió con esta salida del Príncipe. Pablo era, en efecto, el único envuelto en una toga, que por otra parte le sentaba bastante mal. En la intimidad, al emperador le gustaban las sueltas vestiduras a la griega, que ni siquiera llevaban cinturón, y sus compañeros seguían su ejemplo. Silano y Kaeso, al estar en su casa, vestían sencillas túnicas.
Nerón añadió:
—¡Y por fin una verdadera romana, fiel a su estatua!
»Ya ves, Silano, me he informado antes de venir, para no olvidar un cumplido. Te felicito por una boda tan adecuada. Podrías haberte casado con una aristócrata como tu hermana Silana, con pico y garras, que pronto te habría causado problemas y me a ría obligado a reñirte. Has sido sensato dando con la discreción, la modestia y el pudor.
—¡Sólo volví a casarme en atención a ti, César!
—Y apostaría a que también es por consideración conmigo por lo que te preparas a adoptar a un joven tan oscuro, pero tan hermoso.
—Has vuelto a adivinar.
—Hemos dejado a Vatinio en un lugar de perdición con dolor de muelas. ¡Accidente fatal a fuerza de escupir veneno!, tenías razón al no desear verlo en tu casa, y sobre todo al decírmelo tan francamente. La franqueza es indicio, para los Príncipes, de una conciencia limpia…, o del más hondo disimulo. Es una cualidad que Vatinio y tú mismo cultiváis.
La alusión a Silana removía el hierro en una herida todavía abierta.
Durante el segundo año del reinado, nueve años antes, esta hermana de Décimo, para vengar a sus hermanos difuntos, había urdido contra Agripina, de acuerdo con Domicia, la tía superviviente de Nerón, acusaciones envenenadas que habían estado a punto de resultarle mortales antes de tiempo. Séneca y Burro, con la imparcialidad de su investigación, le salvaron el tipo por los pelos. Esta Silana, enormemente rica, sin hijos y sin buenas costumbres, estaba ya en el ocaso de su vida en el momento de la alerta. Bajo Claudio había comprado a. C. Silio, que tenía la reputación de ser el hombre más apuesto de la Ciudad y que Mesalina le quitó, intriga en la que, por otra parte, Silio y su imperial amante habían encontrado la muerte. Aparentemente reconciliado con su madre, Nerón había exiliado a Silana, que se había acercado a Roma tras el asesinato de Agripina, pero que había muerto antes de que la autorizaran a entrar en la Ciudad.
Nerón se desembarazó de la caja que encerraba su preciada citara dejándola en brazos de Vespasiano, como para reprocharle su insensibilidad hacia la música; charlando, dieron un paseo para admirar los muebles; pasaron al vestuario para ponerse las síntesis; luego subieron al jardín y se tendieron en el amplio sigma. Naturalmente, el emperador ocupaba el extremo superior, seguido de Marcia, Kaeso, Silano, Petronio, Nerva, Vitelio, Otón, Vespasiano, Tito y Domicio, mientras que Pablo ocupaba el extremo inferior. Como el sigma estaba dispuesto en semicírculo, se encontraba en frente de Nerón, de quien lo separaban las mesas de servicio.
Con sus ojos azules un poco vagos que el vino aún no había llenado de brumas, Nerón consideraba a Pablo con curiosidad, y Kaeso creyó oportuno añadir algo a las presentaciones:
—Pablo, ciudadano romano de vieja cepa, es de religión judía.
—Popea y Acteo tienen simpatías por los judíos (¡es el único sentimiento que tienen en común además del amor por mi persona!). Yo mismo los veo con ojos favorables. Los de Palestina son bastante turbulentos, pero el resto es más o menos satisfactorio. Séneca me contó que los rabinos sostienen que un dios único creó y organizó el universo. Interesante idea. Este dios podría sumarse a nuestro panteón y venir por fin a coronar a los otros. No entiendo bien por qué el dios de los judíos tiene la exclusiva contra todos los demás, hasta el punto de que su pueblo se niega a hacer sacrificios. ¡Ciertamente, es muy enojoso que concedan a estas ceremonias más importancia que nosotros!
Kaeso estaba muy interesado en que los cristianos tuvieran los menos problemas posibles, y aprovechó la ocasión de allanar una dificultad a ente:
—Me avergüenza, César, abordar un asunto político en una reunión amistosa…
—Habla sin miedo: ¿no estoy día y noche al servicio del pueblo?
—La mayor parte de los rabinos consideran heterodoxo a Cn. Pompeyo Paulo, por oscuros motivos teológicos que no vendría al caso discutir aquí. Mientras tanto, la secta original de Paulo ha convertido a numerosos judíos, e incluso, por lo que me han dicho, a algunos griegos y romanos, que desde entonces se negarían a arrojar el habitual grano de incienso en el fuego del altar de Roma y de Augusto el día en que por azar fueran llamados a hacerlo. Estos nuevos conversos, judíos, griegos o romanos, ¿no deberían, en buena justicia, beneficiarse de la misma dispensa de sacrificios que los judíos ortodoxos, en vista de que los conversos al judaísmo ordinario ya se benefician de ella por definición?
El emperador interpeló a Pablo:
—¿Eres judío o no?
—¡César! ¡Soy judío, hijo y nieto de judíos, judío desde que los judíos existen, y más judío incluso que Abraham, puesto que mi doctrina asume, cumple y prolonga todo el judaísmo!
—Esa es tu opinión. Pero Kaeso nos dice que la mayoría de los rabinos te tienen por un renegado.
—¡Porque son ciegos en el país de los ciegos!
—Ponte por un momento en mi lugar. ¿No corresponde a la mayoría de los judíos definir quién es judío y quién no? Si tus hermanos te rechazan, ¿qué puedo hacer yo? Para que tú y los tuyos os beneficiéis de la dispensa, tienes que reconciliarte con los demás rabinos.
»¿Cómo se llama tu secta?
—Soy cristiano.
El término parecía recordarle algo a Nerón…
—Tigelino me contó que el Gran Rabino de Roma se queja de esos cristianos, a los que acusa de burlarse de las leyes del Imperio, de despreciar sus costumbres y hábitos e incluso de fomentar desórdenes. Algunos se excitan hasta el punto de imaginar para un futuro próximo la conflagración estoica que Séneca tiene la sensatez de aplazar hasta después de mi reinado. No es sano predecir catástrofes. Cuando tardan demasiado, ¿no hay cierta inclinación a apresurarías?
—Dios es testigo de que te han informado mal. Los cristianos pueden tener hábitos y costumbres particulares, pero yo mismo incito en mis escritos a respetar las leyes, y en lugar de querer fomentar desórdenes, rogamos cada día por la felicidad del Imperio y de tu augusta persona.
»En cuanto al incendio de que hablas, es un hecho que nuestros libros sagrados aluden a él, pero sin precisar la fecha. Los que lo imaginan para dentro de poco van más allá de los textos y no pueden valerse de la recomendación de los responsables de mi secta. En cuanto a mi, pienso, como toda la gente razonable, que el fin del mundo no tendrá lugar forzosamente mañana, y que tu reinado, que empezó bajo tan afortunados auspicios, terminará aún mejor. Los cristianos harán todo lo que puedan para lograrlo.
—Sea como sea, únicamente los verdaderos judíos tienen derecho a la dispensa. ¡Que la mayoría de ellos se hagan cristianos, y no habrá más problemas!
Nerón se volvió para hablar con Marcia. El incidente estaba cerrado. Pablo tuvo una mirada de agradecimiento para Kaeso, a pesar de que su amable intervención no hubiera conseguido demasiado. Era evidente que, tal como iban las cosas, los cristianos nunca tendrían la preciada dispensa.
El emperador elogiaba los cuadros que decoraban el verde escenario del banquete. La propia Marcia había supervisado la disposición de la iluminación destinada a realzarlos, y Silano había regulado su distancia en relación con los observadores del sigma.
—Esto es —dijo Nerón— lo que revela a los aficionados al arte perspicaces. En efecto, un cuadro se ve siempre realzado o estropeado por tal o cual luz, y fue concebido para que lo admiren a una cierta distancia… Eso se olvida con demasiada frecuencia.
El primer servicio no fue menos apreciado: el cocinero mayor había formado en una inmensa bandeja todo un mosaico de mariscos y pequeñas legumbres frescas representando a Apolo Febo en su carro, delicada alusión al mitológico esplendor del Príncipe.
Como de costumbre, la conversación giraba en torno a cuestiones estéticas o artísticas y a los éxitos y ambiciones del emperador en esos dominios, que eran los únicos que le interesaban de verdad. Y los cortesanos tenían dónde elegir en materia de halagos…
Nerón, nuevo Apolo, había conducido carros en la pista del Circo Vaticano, cerrado al gran público para el acontecimiento. Nerón, nuevo Hércules, había estado a punto de estrangular a un león entre sus poderosos brazos, pero la prueba no se había llevado a cabo, a falta de animal complaciente. Nerón había compuesto poemas religiosos, obras de circunstancia, fragmentos líricos, eróticos o satíricos, poemas dramáticos o tragedias como Las Bacantes o La Mutilación de Attis. Nerón había escrito melodías y canciones, algunas de las cuales habían llegado a ser populares, signo que no engaña sobre el talento de un autor. Pero el Príncipe, apasionado por las viejas leyendas troyanas, había concentrado sus esfuerzos, sobre todo, en un largo poema épico en honor de la guerra de Troya, la Troica, donde el joven pastor Paris desempeñaba el papel principal. De ese modo, ambicionaba dotar a Roma de una nueva Eneida, que seria como un grandioso prefacio a la epopeya virgiliana. Y en este Paris, gozoso y encantador, hedonista o indolente, cruel como Aquiles, ladino como Ulises, a veces plebeyo y a veces refinado, el emperador cantaba a su precursor y modelo. La obra tocaba a su fin con el gran incendio de Troya, que planteaba al poeta las peores dificultades, pues la rica naturaleza, a la vez apolínea y dionisíaca, de Nerón, mezcla íntima de lo clásico y lo barroco, se prestaba mal a una evocación semejante. La fogosidad, el énfasis y la exuberancia casaban mal con la búsqueda de palabras raras y preciosas, de expresiones refinadas y carácter sofisticado. Cuanto más sudaba el escritor, más olía el incendio a aceite. Nerón se daba cuenta y esta decepción se había convertido para él en una grave preocupación, casi en una obsesión.
¡Suerte que sus talentos de actor y cantor le distraían de esta ciclópea labor! Ante un público cuidadosamente seleccionado, el emperador se complacía vivamente interpretando obras de Eurípides —su trágico preferido— y hasta de Séneca, con una máscara que reproducía sus propios rasgos o los de su querida Popea, pues interpretaba con igual facilidad papeles de hombre o de mujer, y tampoco desdeñaba aventurarse en las pantomimas e incluso en las comedias. Pero si la declamación le hacia vibrar, prefería por encima de todo cantar acompañándose a la citara. Incluso había llegado, a fuerza de dar clases con el célebre Terpnos, a considerarse citarista profesional. Su sueño era cantar un día algunos pasajes de su Troica ante un vasto público hipnotizado. Escultura, pintura y arquitectura, a sus ojos, eran secundarias.
Petronio, Nerva y Silano participaban competentemente en la discusión. Otón y Marcia, prudentemente, se limitaban a parafrasear lo que estaban seguros de haber entendido bien. Vitelio funcionaba por ocurrencias. Vespasiano, privado de las insidias de Vatinio, ya no se atrevía a abrir la boca. Tito bostezaba por lo bajo, y Domicio se entregaba a uno de sus pasatiempos favoritos, que sus biógrafos tendrían la inconsecuente crueldad de reprocharle: su mano derecha se extendía de pronto, aprisionaba una mosca a la que los dedos de la mano izquierda privaban minuciosamente de sus alas, y el rampante bichito, asombrado por el cambio de condición, se veía librado a sus propios medios hasta que una precisa palmada ponía fin a sus incertidumbres. Unos biógrafos que aprecian los munera podrían tener el pudor de tolerar sonriendo el martirio de las moscas.
Evidentemente, Nerón era el único que tomaba el arte en serio. Nerva fingía hacerlo, e incluso para Petronio y Silano el arte sólo era un recreo entre otros muchos.
La soledad imperial provocaba piedad y era preocupante en relación con el futuro del régimen. En el Oriente helenizado, donde el arte era una de las razones de vivir, ningún dinasta se había atrevido todavía a asegurarle el papel protagonista en sus Estados, y era en Roma, donde el arte apenas era algo más que un signo exterior de riqueza, donde había un soberano que le consagraba la mayor parte de sus ambiciones. El divorcio entre el Príncipe, artista nato, y los senadores, artistas de ocasión, amenazaba acabar en drama pasional. Las tradiciones más ancladas de Roma hacían de Nerón un monstruo de mal gusto, en la medida en que el buen gusto consistía en considerar el arte como subalterno y accesorio.
Kaeso sentía agudamente divorcio y drama. Como callaba, Nerón le preguntó:
—Y tú, a quien apenas hemos oído hasta ahora, dinos qué piensas de esta cuestión: ¿debe el artista trabajar para un pequeño número de personas o para la multitud?
—En primer lugar, pienso que no existe trabajo donde hay placer, y que el artista digno de tal nombre, divina recompensa por su genio, es el único que está asegurado contra cualquier trabajo. Los artistas son como los dioses. ¿Acaso los dioses trabajan?
—¡Bravo! ¡He ahí un excelente argumento para que me sienta aún más divino de lo previsto! Pero ¿y qué más?
—Creo, César, que la pregunta está mal planteada.
»La filosofía, que tiene por objeto informarnos sobre lo Bello, lo Justo y lo Verdadero nos dice que cuando estas dos últimas cualidades se encuentran juntas, la primera va con ellas. Pero el arte puro es un dominio en el que estas nociones de justicia y verdad no tienen, por definición, el más mínimo lugar. Un acto de verdad y justicia siempre será bello, mientras que una bella estatua no es ni justa ni verdadera: es belleza en sí, independientemente de cualquier criterio que no sea de naturaleza artística.
»Este banal exordio es para recordar que el arte, lógicamente, es ejemplo de un círculo vicioso, cuyo maleficio nada permite quebrar, puesto que en materia estética los criterios de juicio han sido tomados en préstamo de la estética. De esta suerte, el arte es juez y parte en su propia causa.
»De lo cual resulta que es imposible establecer reglas indiscutibles de lo bello y lo feo.
»En consecuencia, la aprobación de un pequeño o un gran número de personas no dará nunca la menor información sobre la calidad de una obra. En asunto tal, la élite puede ensañarse tanto como la muchedumbre, y cualquier apreciación, en este desierto de criterios donde sólo subsisten juicios de valor individuales, tendrá que revisarse indefinidamente.
»Sin duda se podrían determinar, a partir de nuestra anatomía, nuestra fisiología y la conciencia que de ellas tenemos, unas reglas de armonía fuera de las cuales la obra de arte chocaría con el sentido común universal. Pero tales reglas precisan lo que hay que evitar; son mudas en cuanto a la creación de la obra maestra.
»Así, el artista se encuentra condenado a una soledad que constituye su maldición y su grandeza. Individuo social y altruista, buscará con ardor los contactos humanos y la entusiasta comprensión del mayor número de gente. Pero pronto entenderá la vanidad de esta búsqueda. Incomprendido, se desesperará; acogido favorablemente, se dará cuenta de que esta confirmación es impotente para sacarlo de sus dudas, que serán tanto más lancinantes cuanto más talento y escrúpulos posea.
»Y tú eres, divino citarista, el más desgraciado de los artistas de todos los tiempos, pues el entusiasmo de los oyentes, en el que tantos mediocres ven un bálsamo, tiene todavía menos valor para ti que para tus émulos. Cuando alaban tus versos y tu canto, ¿sabes alguna vez si están aplaudiendo al emperador o a su obra?
»Podrías refugiarte en un bosque intrincado y tocar sólo para los animales salvajes. Pero los dioses deben de tener otros designios para ti. Si le han concedido a un emperador el genio quede ordinario reparten entre simples particulares, sólo veo una explicación para su capricho: te invitan a superarte, de manera que la sincera unanimidad del arrobo sea por primera vez como un criterio de verdad en este resbaladizo terreno donde no hay ningún criterio.
Nerón estaba impresionado por este discurso tan juicioso, que terminaba con un elogio tan perspicaz, y tras un silencio declaró:
—A pesar de tu juventud, me hablas de arte tan bien como Petronio, y el fondo del problema no se te ha escapado. Si, soy muy desgraciado y no puedo sustraerme a mi destino más que superándome. ¡Gracias por habérmelo dicho con tanta claridad!
Vitelio intervino en ese momento:
—La concepción romana del arte es que éste debe ser un aprendizaje permanente al servicio del Estado. Y es demasiado cierto que no hay ninguna regla indiscutible de lo bello y de lo feo. Sin embargo, el arte debe cumplir su oficio. Para salir de esta situación sin salida, hay un remedio muy sencillo, y tanto más aplicable cuanto que la mayoría de los romanos se burlan completamente de los problemas artísticos: así pues, que el Príncipe precise de una vez por todas lo que es bello y lo que es feo, ¡y los que no estén de acuerdo serán arrojados a las fieras!
—¡Entonces —gritó Nerón— precisaré primero lo que tú debes comer, pedazo de beocio!
Al primer servicio lo habían sucedido unos pescados que el cocinero mayor se había divertido disfrazando de carnes, y después apareció un tercer servicio de carnes disfrazadas de pescados.
El emperador divisó a Pablo y le interrogó:
—¿Cuáles son las concepciones estéticas de los judíos?
—¡Todas las de los demás, César! Ni los judíos ni los cristianos te causarán nunca el menor problema en ese aspecto.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que la definición de lo Justo y lo Verdadero nos crea ya tantas dificultades que no nos queda ni un minuto para ocuparnos de estética. En lo que a nosotros concierne, puedes seguir intrépidamente el consejo de Vitelio. Dinos lo que es bello, y lo pregonaremos al principio de nuestro Credo, aunque el parágrafo tenga que cambiar de reinado en reinado.
Nerón frunció el ceño, como si esta complacencia le resultara sospechosa…
—En suma, ¿no os interesa lo bello en sí mismo?
—¡Al contrario! Lo respetamos tanto que esperamos precisamente que esté definido para interesarnos por ello. ¿No es esto sensatez? Y una sensatez que tranquiliza a los gobiernos.
—Con Vitelio, los judíos y los cristianos —suspiró Nerón— ¡estoy apañado en materia de artistas!
Marcia observó:
—Todo el mundo sabe que los judíos están tan alejados de cualquier preocupación por la belleza formal que condenan las representaciones del cuerpo humano, tachando con rabia las obras maestras de la escultura o la pintura. Y estoy segura de que los propios cristianos, si los dejaran, se apresurarían a destruir cuadros y estatuas.
Como Pablo no decía una palabra, ante la mirada divertida de Kaeso, Nerón le preguntó:
—¿Has oído la acusación? ¿Qué tienes que decir?
Extremadamente molesto, Pablo invocaba al Espíritu, que, por una vez, no le inspiraba ninguna escapatoria decente.
Acabó declarando:
—Los judíos, por motivos religiosos, sólo condenan las estatuas entre ellos, pero no se meten con las estatuas de los demás. Los cristianos han retomado en este punto la doctrina judía, pero suavizándola, para tener en cuenta la sensibilidad de los nuevos conversos. Lo que choca a los cristianos no es la escultura o la pintura en general, sino el hecho de que se rinda culto a Dios bajo una apariencia mater3.al y no en espíritu. Por eso, como Kaeso te ha dicho hace un momento, persistimos en esperar de tu justicia y bondad la misma dispensa que la concedida a los judíos. En el momento de los postres, donde la imaginación del cocinero se había superado a si misma, habían vertido nieve en las cráteras, y los vinos generosos absorbidos desde los entremeses incitaban a una amable alegría.
Con maligno placer, Kaeso acosó a Pablo:
—Me parece que estás desviando la pregunta. César y Marcia te preguntaban qué pasaría con las estatuas en una Roma cristiana. ¿Se destruirían algunas? ¿Cuáles?
Pablo le lanzó a Kaeso una mirada de doloroso reproche y contestó con eminente sutileza.
—En una Roma cristiana, el propio Príncipe seria cristiano, y no tengo por costumbre discutir las decisiones del Príncipe.
Todos rieron de la evasiva, y Nerón más fuerte que los demás…
—¡Te prometo que el día en que me haga cristiano destruiré mis propias estatuas, pero en vista de su número, hará falta mucho tiempo!
Silano, que tenía por costumbre olfatear de lejos el peligro, no estaba muy a gusto con el giro que había tomado la conversación. Fueran cuales fuesen los dones terapéuticos, verdaderos o supuestos, de Pablo, el personaje era comprometedor y Kaeso había sido imprudente al tratarlo. Era hora de entretenimientos.
El amo hizo una seña al liberto que vigilaba el buen desarrollo del festín, le ordenó discretamente que aumentara la dosis de vino en la mezcla de las cráteras, que no tocara la iluminación de los cuadros, que bajara un poco las luces en torno al sigma, y que hiciera aparecer a la pitonisa que tenía reservada para cualquier eventualidad. El emperador agradecía a sus huéspedes que no introdujeran atracciones entre los servicios: ¿no estaba él allí para eso, si le daba la gana? Pero Nerón, a despecho de sus perennes celos de artista, no podía ver en una pitonisa a una competidora.
Con una luz tamizada, que tenía algo de inquietante y misteriosa, apareció la mujer, delgada, toda vestida de negro, tez color de humo, cabello color de cuervo, ojos de azabache, sin edad bien definida, como si el don de la doble vista la hubiera lanzado fuera del tiempo. Esta Melania, originaria de Mauritania tingitana, tenía una brillante reputación y se la arrancaban de las manos. En lugar de trabajar con gran acompañamiento de accesorios, leía sencillamente las líneas de la mano.
El emperador, que ya la conocía, presentó graciosamente su palma con estas palabras:
—Haz lo de siempre. Dime la verdad sólo si la ves afortunada.
Melania escrutó largamente la augusta mano y dijo:
—Todavía tienes ante ti años, que te parecerán muy largos, y morirás llorado por el pueblo.
—¿Puedes darme el nombre de una persona que me ame sinceramente?
—Hay por lo menos dos: Égloga y Alexandria.
La afirmación suscitó diversos murmullos: se trataba de las nodrizas del Príncipe.
Con impaciencia, Nerón retiró su mano:
—¡Vete a otra parte! Me dices lo que sé desde hace mucho tiempo.
La mujer observó la mano de Marcia, la dejó caer sin decir nada, pasó a Kaeso y después a Silano, siempre muda, cogió la de Petronio, no dijo tampoco una palabra, llegó a Nerva…
—¡Por fin una buena noticia! Tú serás emperador, pero muy viejo: sólo verás la púrpura para tu entierro.
Como Nerva tenía once años más que Nerón, la noticia inspiraba siniestras reflexiones. Nerva retiró su mano precipitadamente y se encogió de hombros, poniendo a la asistencia por testigo de la inverosimilitud de la predicción. Nada predestinaba a Nerva, divertido y diletante, a un tal honor. Sin duda estaba emparentado con los Julio-Claudios, pero de forma bastante lejana, y su fidelidad al emperador, que lo había colmado de bondades, no dejaba lugar a dudas.
El propio Nerón se apresuró a tranquilizar a Nerva, a quien le costaba trabajo reponerse del susto.
Melania miraba la mano de Vitelio y se entretenía, dudosa o vacilando sobre si hablar o no.
Finalmente anunció:
—Tú también serás emperador.
Vitelio rió ahogadamente entre dientes. Tenía casi dos veces la edad de Nerón, se contaba entre los senadores más incondicionales del régimen y la nobleza de su familia era bastante reciente.
Tomando la mano de Otón, que se hacía rogar, y presentándola a la pitonisa, Vitelio le espetó:
—¿Y Otón? ¿Será emperador, para completar el trío?
Después de estudiar la palma de aquel disipado, la mujer declaró:
—Os voy a hacer reír una vez más: ¡también Otón será emperador!
La atmósfera, que se había relajado un poco con la revelación concerniente a Vitelio, se relajó por completo. Otón apenas era mayor que Nerón y casi nadie lo tomaba en serio. Su mayor gloria era haber elogiado ante el Príncipe los encantos de su mujer hasta que éste sucumbió a ellos, y su mayor error había sido seguir considerándose un marido después del halagüeño acontecimiento. Como Melania, humillada, olvidaba a Vespasiano y hacía ademán de retirarse, este último, curioso, presentó su palma, y pronto la visionaria declaró otra vez:
—¡He aquí a un cuarto emperador!
Aquello fue una explosión de bromas. Militar prudente y sin brillo, aquel hombre de cincuenta y cinco años no daba la talla para el oficio. Pero cuando Tito y Domiciano fueron sucesivamente acreditados con la púrpura, la alegría se transformó en delirio. Con Nerón, ¡había siete emperadores a la mesa!
El Príncipe, después de haberse secado con la servilleta los ojos, que lloraban de risa, le preguntó a Melania:
—¿Y puedes decirnos quién me sucederá, de toda esta pandilla?
La respuesta se hacia esperar…
—¿No lo ves o pretendes guardar la información para ti?
—Amo, tu sucesor no está aquí.
—¿Acaso es un hijo de mi propia sangre?
—Veo a tu sucesor en España.
—¡Entonces sólo puede tratarse de Galba[149], que tiene cerca de sesenta años y nunca ha dado que hablar!
—No sé. Enséñame su mano y te lo diré.
—Mientras tanto, no olvides mirar la mano de Paulo: ¡nos falta un emperador judío!
Pablo no se atrevió a rehusar su mano, que la mujer escrutó con una atención especial…
—¡Pero aquí hay algo más que ocho emperadores!…
Y de repente Melania cayó de espaldas sobre la fina grava, dando alaridos, con espuma en la boca, presa de una crisis de histeria o de epilepsia. Y en medio de sus divagaciones, se oían, cosa extremadamente rara en esta pitonisa de los confines del desierto que sólo hablaba el latín vulgar, fragmentos, frases o pasajes de los discursos más impresionantes de Cicerón, del famoso Quousque tandem, Catilina…? hasta el O audaciam immanem! de la segunda Filípica.
La penosa impresión se veía aumentada por los esfuerzos de Pablo para expulsar a ese demonio imprevisto:
—¡Sal de ahí, bestia inmunda! —gritaba—. ¡Es el Hijo de la Virgen quien te lo ordena!
Después de algunos últimos sobresaltos, la poseída se desvaneció, relajándose, y Silano urgió a los esclavos para que escamotearan ese montón de trapos negros, que ya habían hecho bastante por aquella velada.
Así pues, volvió la calma, pero los invitados seguían turbados, pidiendo nuevos tragos de vino y hablando en voz baja.
Petronio, cuya sangre fría, en razón de su robusto escepticismo, era notable, fue el primero en elevar la voz para preguntarle a Pablo:
—¿Cómo explicas, tú que a veces te ocupas de calmar a los poseídos, que ciertas personas tengan un don para predecir los acontecimientos, y que algunos de ellos lleguen a ocurrir? Después de todo, Otón bien puede ser emperador uno de estos días entre los etíopes o los iazigos… ¿Y cómo explicas, además, que una poseída pueda citar textos que ignora en una lengua literaria que le es desconocida?
Ante el embarazo de Pablo, Kaeso contestó en su lugar:
—¡Desde que te conocí en Bayas, Petronio, no has perdido un ápice de tu presencia de ánimo! Esos hechos son inexplicables en un universo donde los dioses están sometidos a Cronos. Tales dioses no pueden conocer el futuro, puesto que son, como nosotros, prisioneros del tiempo. Pero el dios judío del que habla Pablo creó el tiempo y el espacio como si hiciera crecer nabos. Es capaz de todo. En consecuencia, conoce el futuro tan bien como el pasado o el presente. Así pues, el don de la pitonisa seria una participación provisional y parcial del conocimiento divino de todas las cosas, o del conocimiento diabólico, pues el Satán judío debe de saber tanto como el dios judío sobre esos asuntos.
—¡Qué hipótesis tan ingeniosa! En cierto modo, estás probando la existencia del dios trascendente de algunos filósofos por medio de la doble vista de sus criaturas, sagradas o demoníacas…
—¿Ves otra explicación?
—¡Bien que me guardaré de hacerlo! ¡Yo no he filosofado con graciosos efebos! Sólo soy un romano corto de vista.
Tímidas voces se elevaron para suplicarle a Nerón que cantara, y Marcia puso en ello una especial insistencia:
—¡No te hagas rogar por más tiempo! Tras este intermedio, un poco chirriante, necesitamos que nos hechicen, y piensa que mi hijastro y yo nunca hemos tenido la suerte de oírte. Estamos ansiosos por descubrir si tu reputación ha sido sobreestimada por la vil turba de aduladores que te asedian y que no distinguirían una cítara de un oboe.
El argumento no tenía réplica. Nerón, que se moría de ganas de cantar, se sentó al borde del sigma, sacó con sus propias manos la citara, primero de su caja, luego de su funda, y comprobó la afinación de las cuerdas.
Los compositores modernos habían aportado a la gran cítara de conciertos buen número de perfeccionamientos técnicos o refinamientos armónicos, pero para veladas intimas el emperador prefería el instrumento de los puristas intransigentes, la antigua lira de siete cuerdas de Terpandro, cuyas posibilidades, muy limitadas, realzaban la destreza del virtuoso. Desdeñando el uso del plectro de concha, Nerón tocaba su heptacordio con los dedos desnudos, de uñas muy cortas. Las interpretaciones con plectro o sin plectro tenían técnicas lo bastante diferentes como para ser objeto de pruebas separadas en las competiciones. Marcia le murmuró al artista:
—Espero que te hayas fijado en la ensalada de puerros que clausuraba el tercer servicio…, la hicimos pensando en tu voz.
—Nada podía emocionarme más. ¿Quieres que te interprete una pieza de mi Dominicum? —se habían recogido en un libro así llamado los poemas más apreciados del Príncipe.
—¿Por qué no un extracto de esa Troica que has guardado hasta ahora tan celosamente para tenernos en suspenso?
—Todavía tengo que pulir muchos versos. El incendio de Troya me cuesta bastante…
—A veces uno estropea una obra al querer hacerla demasiado bien. Me parece que un incendio, en particular, sólo debería pulirse a medias…
—Tal vez tengas razón —dijo Nerón riendo—. ¡Sea!
Y alzando la voz para dirigirse a todos:
—A petición de Marcia voy a cantaros por primera vez un pasaje de mi Troica. Terpnos, lo confieso, me dio algunos consejos para componer la música.
Cuando se acallaron todos los extasiados agradecimientos, la voz imperial y la lira resonaron. El órgano del cantor, un poco velado, tenía tonos dulces y agradables, pero carecía de plenitud. Parecía más adecuado para una asistencia amistosa que para la multitud. Era comprensible que el emperador dudara sobre si aventurarse o no en un gran escenario. Al menos la voz estaba bien modulada, y era evidente que había sido objeto de un asiduo trabajo. La técnica del citarista era, en todo caso, excelente. La interpretación, de una precisión perfecta, tenía una exquisita delicadeza y el sonido acompañaba estrechamente al canto.
No obstante, la poesía era el punto fuerte de la representación. Tras un periodo barroco, Nerón había vuelto, más o menos, a las exigencias de un clasicismo virgiliano, y de él surgían unos versos cincelados, de sorprendente armonía. Se tenía la sensación de que cada palabra había sido elegida, sopesada, que su lugar se había meditado para obtener el máximo efecto.
Kaeso, que era más sensible a la poesía que a la música o al canto, pensaba que era una gran desgracia y un gran peligro para un poeta semejante haber alcanzado el poder supremo. Si Nerón acababa mal, si su memoria, como la de Calígula, era condenada, ¿qué quedaría de todas sus obras? El emperador podía alimentar secretamente este temor, y en sus implacables esfuerzos por mantenerse en el trono y exterminar a todos los posibles competidores, en su furioso deseo de asegurar la sucesión con un hijo de Popea, la voluntad de salvar sus versos de la nada debía tener mucho que ver.
De cuando en cuando, Nerón lanzaba una mirada asesina al joven Domiciano, que había capturado solapadamente una gran mosca. Su padre le dio un empellón, y la mosca escapó dando vueltas con su única ala.
El poeta arrancó un último acorde y bajó modestamente la cabeza. En su cara se leía la verdadera angustia del creador ante las reacciones de su público. No era fácil tranquilizar sobre su talento a un hombre condenado a mostrarlo en condiciones tan falsas y artificiales. La adulación estaba interesada en confinar al genio.
Tras el silencio de rigor, que se suponía expresaba la maravilla, cada cual prodigó sus elogios y observaciones.
Nerón acababa de cantar la paz engañosa que había tranquilizado a los troyanos tras la falsa retirada de los griegos, paz anunciadora del incendio general de la ciudad, y la belleza de un verso era particularmente impresionante:
«COLLA CYTHERIACAE SPLENDENT AGITATA»
COLUMBAE
(Brillan los agitados cuellos de la paloma de Venus).
El adjetivo, sutilmente situado en la cesura, remitía al genitivo final en un vuelo de sonoridades musicales, que no deparaban una elisión, y toda la flexibilidad de la gramática latina se había aprovechado en la disposición de las palabras[150].
A Petronio y a Nerva, discretos colaboradores ocasionales de la Troica, les costaba trabajo hacer elogios sin alabarse a si mismos, pero los demás no tenían motivos para contenerse. Los comentarios más competentes fueron los de Silano, que parecieron impresionar al emperador.
Vespasiano, que no sabía muy bien qué decir, preguntó tontamente:
—¿Y hay palomas de varios cuellos en la mitología troyana? —Ingenuidad que hizo reír a todo el mundo.
La educación de Vespasiano, que no era de familia senatorial, había sido bastante descuidada.
Nerón explicó pacientemente:
—Es una licencia poética corriente, en poesía latina, emplear un plural en lugar del singular para asegurar más resonancia a la expresión. Así pues, colla agitata está usado por «agitado cuello».
»¡Y vosotros no os burléis de este fiel soldado! ¡Lo vergonzoso no es la ignorancia, sino negarse a aprender!
Kaeso intervino:
—Ese plural me parece tanto más afortunado y profundo cuanto que recuerda el adagio de la filosofía griega: «Nunca se bebe dos veces el agua del mismo río». El brillo de las plumas es, como el agua que fluye, el resultado de una gran cantidad de movimientos. ¿Qué diferencia hay entre el agua y las aguas de un río? Y, de la misma manera, el cuello del pájaro brilla tanto más cuanto que no deja de agitarse. Es la cercana sucesión de las imágenes lo que produce la impresión de brillo, y en el fondo hay un cuello por cada imagen. Es una delicada observación.
Nerón estaba encantado por estas palabras y, en recompensa, volvió a regalar su voz y el sonido de la lira, mientras que los oyentes apuraban los vinos. El poeta, muy cuidadoso con su aspecto, rara vez bebía hasta la embriaguez. Sus oyentes también se cuidaban de no sobrepasar los límites, pues la verdad estaba en el fondo del ánfora y no todas las verdades podían mostrarse desnudas.
Al final de un fragmento encantador sacado de su Dominicum, el emperador descansó un rato y bebió una copa de vino helado. Después, como Domiciano buscaba un cumplido, Nerón lo encontró por él:
—Si yo fuera tú, diría: «César, tu canto es tan hermoso que las alas de las moscas se caen por su causa. ¡Ni siquiera Orfeo llegó hasta ahí!».
Domiciano enrojeció violentamente. Vespasiano y Tito buscaban un agujero donde meterse.
Era un notable rasgo del carácter del Príncipe diferir sus venganzas cuando se había cometido una falta contra él.
Y el canto se reanudó, inagotable, ante ese círculo de amigos, la mayor parte de los cuales pensaba en otra cosa…