En su desesperación, Marcia le dijo al asclepiadista:
—Corre el rumor de que Asclepíades resucitó a un muerto que llevaban a incinerar. ¿No eres de esa escuela? ¡Si pudieras devolvernos a Kaeso, Silano te daría millones de sestercios!
—El hecho es cierto, domina, pero se trataba del gran Asclepíades y, ay, yo sólo soy un alumno.
Marcia se volvió hacia el judío Dioscórido y el resto del grupo, que bajaban la cabeza y ya se movían para eclipsarse.
A pesar de sus instintivas repugnancias, Marcia le escribió entonces a Pablo:
«Marcia, esposa de Silano, a Cn. Pompeyo Paulo, ¡salud!
»Kaeso, que cayó enfermo en la tarde del primer día de las Floralias, sucumbió hace un momento, fulminado por una fiebre maligna. Tú pretendes haber resucitado a algunos hombres. Bis repetita placent[146]. Te espero. ¡Ojalá te encuentres mejor que nosotros!».
Pablo recibió la nota en el momento de la cena, cuando acababa de terminar una catequesis en casa del judeocristiano, y sintió una gran impresión. Lucas, con los ojos fijos en las aterradoras tablillas, callaba: Pedro había resucitado a Dorcas en Jopea, Pablo había resucitado a Eutico en Troas, pero él no había resucitado a nadie. Pablo no conocía con certeza las intenciones de Dios en este asunto. Resucitar a la gente era la infancia del arte, pero a condición de que Dios quisiera encargarse de ello. Después de recogerse para solicitar la inspiración, Pablo dijo por fin:
—Dios lo quiere. ¡Vamos!
Al caer la noche, en presencia de Marcia, Silano y los Marcos, padre e hijo, Pablo y Lucas fueron introducidos en la habitación de Kaeso, que reposaba a la luz de algunas: lámparas. El cuerpo, que había sido lavado, estaba frío, y la rigidez cadavérica parecía haber empezado.
Marcia le preguntó a Pablo:
—¿Necesitas algún accesorio para hacerlo revivir?
Pablo se sentó junto a Kaeso, le cogió la mano e hizo un gesto como para tantearle el pulso.
—Todavía tiene un soplo de vida —dijo—. No debería tardar en volver con nosotros…
De hecho, Kaeso abrió los ojos, consideró a Pablo un instante sin aparente sorpresa, y le apostrofó de pronto en arameo:
—¿Qué haces ahí, desgraciado Saulo, perdiendo el tiempo con los ricos, mientras los campos de todo el Imperio gimen en la ignorancia de la Buena Nueva? Jesús, por la edificación de los más humildes, recorrió los caminos de Galilea y Judea. Toma tu cayado y tus sandalias, abandona esta Ciudad de perdición, y ve más bien a degustar el rancho de los campesinos que te esperan. ¡No es en la ciudad, sino en los caminos, en los campos y hasta en los bosques, donde hay que plantar la cruz!
Dicho y bien dicho esto, Kaeso cerró los ojos para disfrutar de un sueño reparador.
A fuerza de bañarse en el Espíritu Santo, Pablo y Lucas ya no se sorprendían de gran cosa. Vivían en lo esencial, más allá de las apariencias. Más que por lo extraño de los acontecimientos y las formas, se sintieron impresionados por el contenido del mensaje, donde era difícil no ver el soplo paradójico del Espíritu manos a la obra.
Pablo se levantó y dijo simplemente:
—Ya veis lo que os decía: está estupendamente y se restablecerá para el banquete de Nerón.
Los dos misioneros se retiraron discretamente, dejando a Marcia, Silano y los dos Marcos mudos de estupefacción.
Silano dijo al fin:
—¡Por Zeus, ese buen mozo es todavía más fuerte que Asclepiades! Tiene una fortuna ante él y sus obras se venderán durante mucho tiempo.
Marcia y los demás no decían nada, lo que es la sensatez misma cuando nada se ha entendido.
Como se podía prever, la convalecencia de Kaeso fue extraordinariamente rápida, y pronto se llegó a dudar de que hubiera estado muerto algunas horas. Fue como si todos hubieran tenido un mal sueño. Kaeso, por otra parte, apenas se acordaba de su fiebre cerebral, todavía menos de su evasión, de su regreso y de su apóstrofe a Pablo en un idioma incomprensible. Siempre curioso, Silano había interrogado a fondo a Kaeso sobre el más allá, pero sólo obtenía declaraciones confusas o arranques de humor…
—Si Pablo me resucitó de verdad, tendremos que preguntarle lo que su dios pudo hacer con mi alma durante la tarde en que me creísteis muerto. Los cristianos imaginan un infierno y un paraíso que no implican evasión para los que se aburran allí. Los estoicos y algunos judíos imaginan, por su parte, un purgatorio, por el cual los cristianos no parecen muy atraídos, pero de todas maneras sólo se abandona el purgatorio por el Cielo. Por lo tanto, no he podido estar allí. Por otra parte, el Símbolo cristiano hace alusión a un lugar bastante brumoso, donde las almas de los justos muertos sin bautismo antes de Cristo se enmohecerían en espera de que la muerte de Jesús les abriese el Paraíso. Pero también ahí la salida es de sentido único. Sí, tendré que interrogar a Pablo, con peligro de ponerlo otra vez de mal humor, pues está más fuerte en resurrección que en filosofía.
—¡El dios cristiano —sugirió Silano riendo— debió de meterte un rato en una sala de espera especial, prevista a esos efectos!
Al día siguiente de las Calendas, la tarde del VI de los Nones de mayo, Kaeso tuvo la buena idea de escribirle a Pablo, sin ahorrarle, para complacerle, ninguna cortesía:
«Kaeso a su muy querido Pablo, ¡salud!
»¿Por qué no has vuelto para que te demos las gracias? ¿No me has devuelto la salud y hasta la vida, si hay que creer a aquellos que te vieron hacer y que gracias a ti nadan en una alegría desbordante? Marcia, más que cualquier otro, te besa las manos de rodillas y ungiría tus pies de perfumes si no corrieras tanto.
»Mis parientes, sin embargo, están más contentos que yo, pues no han conocido, ni siquiera por un momento, las delicias de las que he regresado y que casi me hacen lamentar la sorprendente eficacia de tu cura.
»En todo caso, tengo una buena noticia para tu gobierno: ese Paraíso del que hablas tan a menudo, ero el que no obstante debes de dudar a veces, pues el Demonio se insinúa por momentos en el seno de las almas más puras y confiadas, ¡existe! Si yo fuera un cuentista, te diría que vi al Padre con una gran barba, como Júpiter. Pero como el Padre no se ha encarnado, sólo distinguí su luz, que todavía me conforta el corazón. Por el contrario, vi a Cristo con toda la barba en su gloria, la misma que te cegó para llamarte a mejores sentimientos. Y también vi al Espíritu Santo, puesto que se encarnó a su vez en forma de paloma, en el momento del bautismo de Jesús relatado por Marcos, para subir en seguida aleteando hacia el Padre. Quien no ha contemplado a Cristo en la luz del Padre atravesado por el vuelo de la santa paloma, no puede saber lo que es la felicidad.
»Mi madre, a la que en todo caso he encontrado adorablemente joven, me ha dado muchos recuerdos para ti.
»Me he sentido infinitamente satisfecho al comprobar, cosa que verifica las declaraciones de Lucas, que el bautismo no es el único talismán que abre las puertas del Paraíso. Allá arriba he encontrado una inmensa multitud, en la que, por la fuerza de las cosas, los bautizados todavía se cuentan con los dedos de las manos.
»A pesar de todo te reclamo ese bautismo una vez más, no para entrar en el Paraíso del que he vuelto, sino sobre todo para ayudarme a defender en este tierra los intereses de mi prójimo.
»Es obvio que seré discreto en cuanto a esta expedición. El cristiano debe tener la modestia de no destacarse.
»Me han contado que al despertar te dirigí la palabra en un idioma extraño. Me pregunto lo que pude decirte. ¿Es que hablé en lenguas, como acostumbran a hacerlo los cristianos? ¿O bien empleé el lenguaje único del Paraíso, que acababa de aprender, pero que ya estoy olvidando?
»¡Cuídate! ¡Y no me resucites dos veces!».
Esta carta sumió a Pablo y a Lucas en un abismo de perplejidad.
Por cierto que habrían podido ver en ella una manifestación de ese humor fuera de lugar al que Kaeso era tan aficionado. ¿Pero era concebible que un muchacho recién resucitado se entregara a manifestaciones de humor?
Por otra parte, nada de lo que escribía Kaeso era francamente inverosímil. El tema de la encarnación y de la ascensión de la Paloma daba pie a delicadas discusiones. Había ya tantas cosas extravagantes en la nueva fe…
—La carta de este amigo —dijo Lucas— plantea, de todas formas, una pregunta a la que nuestra teología debe responder: ¿dónde van momentáneamente las almas de los muertos que Jesús y nosotros mismos resucitamos? Con Lázaro, la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naim, Dorcas, Eutico y Kaeso ya son seis, hasta nueva orden. La gente terminará por hacerse preguntas. Kaeso es el primero que ha dicho dónde ha ido, pero puesto que esta revelación puede no ser seria, apenas nos ayuda a resolver el problema. Imagina que un séptimo resucitado contara una historia diferente: la contradicción causaría el más enojoso efecto. En el Evangelio que tengo en proyecto, si tú no ves nada que objetar, silenciaré la resurrección de este inquietante romano. ¿Y no seria preferible, en resumidas cuentas, dejar de resucitar a los muertos que nos conmueven? En el fondo, y con toda justicia, ¿por qué ellos y no tantos otros? A la larga, incluso si Dios se complaciera en asistirnos, se fomentarían los celos y los desórdenes.
—Dios me dijo que Kaeso sería el último —aseguró Pablo—. Tal vez el Espíritu quería servirse de él para entregarme ese turbador mensaje en arameo. Pero hay algo más. Ese muchacho, de una manera o de otra, está en el centro, lo siento y lo sé, de un plan divino de gran envergadura, que nos afecta a todos. Por eso tenía que vivir un poco más de tiempo.
Mientras se discutía sobre su suerte, en la mañana del V de los Nones de mayo, en estos términos sibilinos, Kaeso decía adiós a su hermano, que había conseguido prolongar su presencia durante algunos días.
Kaeso estaba tumbado, todavía doliente, en el belvedere del jardín donde Nerón debía cenar la noche siguiente. Marco el Joven, después de haberse preguntado qué ideas, qué expresiones podrían impresionar y convencer mejor a Kaeso, le dijo:
—Ya ves qué difícil es juzgar las cosas, e incluso las más esenciales: ni siquiera sabemos si estabas muerto o vivo en la tarde de las Calendas de mayo. ¡Y tú, el primer interesado, no puedes decirnos más! Después de los cadáveres de germanos que he tenido ocasión de ver de cerca yo te habría dado por muerto sin dudarlo, y ahora parece que acabas de salir de un resfriado.
»Te lo suplico: ¡que la dificultad de juzgar te vuelva modesto y prudente, sensato y razonable en tu conducta con Silano y Marcia! A pesar de que hayamos tenido el pudor de no hacer de ello un tema de conversación, los dos hemos adivinado, yo primero y tú después, todo lo que Marcia, desde hace tres lustros, ha hecho por nosotros dos y por la casa, pero sobre todo por ti, su preferido, que lo tenías todo para agradarle. ¿Acaso tal cantidad de sacrificios no le d a algún derecho a contar con tu reconocimiento?
Kaeso le interrumpió con lasitud:
—El Cristo de Pablo también dio su vida por pecadores que nada le pedían. Estoy harto de esos Cristos o esas Marcias que se hacen martirizar para conmover al mundo y tenderle la mano. ¡Qué descanso, el día en que yo no sea blanco de tales excesos de bondad!
—Pero Marcia no es como Cristo: ¡ella no pide casi nada! Sólo quiere respirar el mismo aire que tú, alegrarse con tu presencia, verte al levantarse por las mañanas…
—¡A condición de que me levante de su cama!
—Mi experiencia con las mujeres es superior a la tuya…
—¡Y qué mujeres!
—Todas se parecen. Tota mulier est in utero[147]. Y mi experiencia me permite decirte que este adagio no tiene el equívoco significado que la mayoría le da. Sin duda la mujer es más visceral que cerebral, pero entre las vísceras que la gobiernan, son el corazón y la matriz los que juegan los papeles más destacados. Para Marcia es importante, pero no esencial, acostarse contigo. Preferiría vivir en tu compañía sin que la toques antes que perderte. Mientras esperaba a Pablo, parecía haber envejecido diez años, y tu curación la ha rejuvenecido quince. Si rechazas la adopción, la volverás loca, y es capaz de matarse de verdad. Me costaría mucho perdonarte ese lamentable final, cuando Marcia exige tan poco después de haberte dado tanto.
—¡Lo poco que exige es toda mi persona!
—De todas formas no es tan valiosa como para que no puedas prestarla sin escrúpulos.
—¡Eso te tiene sin cuidado!
—Prométeme que cuidarás a Marcia.
—Haré lo que pueda.
Marco abrazó a Kaeso con tristeza y se retiro.
Al despedirse de Marcia en el atrio, después de haber ido a saludar y dar las gracias a Silano, Marco el Joven le dijo:
—Le he hecho prometer a Kaeso que te devolvería todo lo que te debe, y espero que mantenga su palabra. Me ha puesto al corriente de la situación, y confieso que estoy preocupado por vosotros dos y, de forma muy secundaria, por mi mismo. ¿Por qué el amor tiene que ser ciego, como se pretende? Yo no me habría hecho de rogar para amarte. ¡Te quiero ya tanto, y desde hace tantos años! Si la ingratitud de Kaeso llegara un día a desesperarte, ¡piensa un poco en mí antes de hacer una locura, por favor! Tienes un gran oso fiel en Germania, al que le gustaría conservarte durante mucho tiempo.
Emocionada, Marcia le dijo en voz baja estrechándolo en sus brazos:
—Si el amor no fuera ciego, te habría elegido a ti y no a ese muchacho soñador que tanto me enfurece.
Cuando Marco se fue, un esclavo introdujo a Myra, con tablillas para Kaeso. Empujada por una curiosidad muy natural, Marcia acompañó a la pequeña hasta el convaleciente. Kaeso explicó con brevedad en qué circunstancias había adquirido a Myra, y rogó a Marcia que leyera ella misma el mensaje, que resultó ser de Selene:
«Selene a Kaeso, ¡salud!
»Tu padre está tan contento de que te hayas curado que me cuesta sustraer a Myra a su efecto. ¡No obstante y o debería bastar para la tarea! Así pues, he aconsejado a la niña que se refugie junto a ti. Sigue preocupada porque sus encantos no sean apreciados por una persona decente. Intenta tranquilizarla de una u otra manera. ¿Por qué no de la más natural? Espero que te encuentres cada vez mejor».
Marcia tiró las tablillas con mal humor:
—¡Decididamente, siempre es un placer leer a esta Selene!
Kaeso intentó calmarla con algunos chistes fáciles, pero Selene no era para Marcia tema de broma.
—Si yo estuviera muerto —le preguntó él— habrías ordenado que la mataran, ¿no es así?
—¡Pero si estuviste muerto! Montones de médicos lo habían decidido así, y había motivo para confiar en ellos. Tu Pablo resucitó a dos personas de golpe, pues en esa tarde atroz de las Calendas, mientras lo esperaba, convoqué a Dárdano para que se ocupara de Selene. Pero puedes tranquilizarte: por la noche revoqué la orden.
—¡Cuánto odio por esa infortunada!
—¡Corro el riesgo de morir por su culpa!
—Morirás si quieres. Ahórrame ese chantaje, que no es digno de ti. Y prométeme que no tocarás a Selene, incluso si me ocurriera una desgracia.
—Eras cómplice de aquella falsa carta de amor, ¿verdad?
—Aunque ahora dijese lo contrario, no me creerías. Era absolutamente necesario estar seguro de tus sentimientos antes de la adopción, y no estaba claro que no me siguieras queriendo como una madre. ¿De qué otro modo podría haberte arrancado tu secreto?
—Supongo que la idea de la carta era de Selene…
—Por lo que ella me reveló después, tenía excusas para esa venganza. El placer de acariciarla y el de hacerla azotar sumaban demasiados placeres.
—Hice que la azotaran para castigarla por una mentira.
—Me lo dijo, sí. Saqué la conclusión de que también a mi me harías azotar si mi miembro no fuera lo bastante largo como para satisfacerte.
Marcia, que se había sentado junto a Kaeso, se levantó bruscamente y rió nerviosa:
—¡Al amor no le importa una pulgada más o menos!
Cuando se volvía para retirarse, Kaeso la retuvo:
—¿Me prometes que no tocarás a Selene?
—¿Acaso la amas?
—Lo que me interesa en este asunto es la justicia.
—¿Qué confianza puede inspirarte mi juramento? No creo en los dioses. El único dios que conozco eres tú. ¡Y si te pierdo, qué importa que el mundo se venga abajo!
—Como un dios o muchos dioses pueden existir o no, es bueno tener en cuenta las dos hipótesis en nuestros actos. ¡Te habla un resucitado!
Marcia se encogió de hombros y se fue.
Kaeso llamó otra vez a Myra, que jugaba a una improvisada rayuela en una avenida del jardín, y le dijo:
—Algunas veces, por la noche aparece un fantasma en la galería de pinturas del peristilo. Te aconsejo que no rondes por allí a esas horas. Pero si la curiosidad fuera más fuerte que tú, piensa que no es un fantasma malo y que no hay motivos para asustarse.
—¿De quién es el fantasma?
—De un viejo abogado que perdió la cabeza por equivocarse de caballo.
—¡Siempre te burlas de mi!
—No, no me burlo: resumo. ¿Cómo explicarte quién era Cicerón? Tienes tan poca experiencia…
—¡Cuando conozcas a tantas mujeres como hombres conozco y o, podrás comparar nuestras experiencias!
Humillada, la niña volvió a su juego.
Kaeso pensó que la doctrina de Pablo sobre el matrimonio tal vez estaba justificada en la medida en que, como afirmaba su hermano, todas las mujeres se parecen. En todo caso, eso era lo que acababan por declarar los grandes aficionados a las mujeres, que sin embargo proseguían su búsqueda con un ardor tan incansable como ilógico. Si todas se parecen ¿no se las conocería mejor profundizando a placer en un solo sujeto?
Volvieron entonces las tablillas que Kaeso había enviado a Pablo, en las que este último se expresaba en los siguientes términos:
«Pablo de Tarso a su querido Kaeso,
»Estamos maravillados de que sigas con salud después de ese viaje que me has narrado de forma tan pintoresca. Eres el sexto en tener esa breve experiencia, siete contando a Jesús, que resucitó por sus propios medios: las grandes verdades van siempre de tres en tres, de siete en siete o de nueve en nueve. Pero las cinco personas que te precedieron se mostraron menos parlanchinas que tú. Tal vez tu alma, permaneciendo cerca de tu cuerpo, que yacía en espera de mi llegada, tuvo un sueno…
»Al despertarte me llamaste «Saulo», dirigiéndote a mi en arameo, lo que me causó una emoción bien inesperada. Puesto que sabes tantas cosas sobre el más allá, debes de saber lo que me dijiste.
»Me sigues pidiendo el bautismo, y no obstante yo siento que no tienes una fe conforme a la nuestra. Hay en ello un misterio cuya solución se me escapa. De todas formas te bautizaré, pues no tengo capacidad para sondear los riñones ni los corazones. El bautismo no es un trato entre nosotros dos, sino entre Dios y tú.
»Mañana a la caída de la noche, mientras yo esté cenando con Silano para ver de cerca a vuestro Nerón, empezará el sabbat de los judíos, que terminará en la noche del día siguiente. Repudiando las costumbres judías en ese punto, los cristianos hacen que su día dominical, el del Maestro, empiece en el momento en que termina el sabbat judío. Así pues, nuestro domingo comprende desde el sábado por la noche hasta la noche siguiente. Y es el sábado por la noche, para empezar la semana lo más santamente posible, cuando se consume nuestra Cena principal, la que conoce la mayor afluencia. Pasado mañana por la noche hay Cena en la villa de Eunomos, más allá de la Puerta Viminalia, pasado el campo y el terreno de ejercicio de las cohortes pretorianas. Eunomos es un rico esclavo de la familia imperial, que se ocupa de mala gana de los placeres de Nerón. Esa sería, si lo deseas, una ocasión para bautizarte. Luego, cuando yo me haya ido, personas de confianza completarán tu instrucción, y por fin te impondrán al Espíritu Santo.
»Para volver a tu fe, que todavía me parece muy confusa y vacilante a pesar de tus leales esfuerzos de información, te repetiré únicamente el final de una parábola de Jesús, que Lucas me contó. Un rico malvado, torturado por las llamas del infierno —es Jesús quien lo dijo, y por tanto hay que creerlo—, rogó a Abraham que permitiera a un elegido descender un instante a la tierra para aleccionar a sus parientes, que estaban en grave peligro de perdición, y recibió esta respuesta de Abraham: “Si no escuchan ni a Moisés ni a los Profetas, no se convencerán aunque alguien resucite de entre los muertos”.
»Después resucitó Jesús, y tú mismo acabas de volver de allá a bajo. Entonces, ¿qué más necesitas para convencerte, y cuál será tu excusa para no hacerlo?
»¡Que pueda tu alma encontrarse bien!».
Kaeso contestó inmediatamente, utilizando las mismas tablillas:
«Kaeso a Pablo, ¡salud!
»¡Si, creo! Quiero decir que ya admito lo increíble como posible. ¿No es un buen comienzo, que alimenta todas las esperanzas y merece sin más tardanza el bautismo? Tú mismo calificas tus creencias de “escándalo para los judíos” y de “locura para los gentiles”. Así pues, ten un poco de paciencia e intenta comprender que el camino de la gracia para llegar a las almas no es idéntico para todos. Unos son cegados cerca de Damasco. Otros abren los ojos con circunspección y sus progresos son más lentos. Ora el dique cede de golpe, ora el agua desgasta la roca. Cada día que pasa me siento más cristiano.
»Pero me sorprende que me reproches la tibieza de mi fe invocando a Abraham; su reputación me parece dudosa, si hay que creer al Génesis, que leí con especial atención. Hete aquí a un tipo que hace pasar a su mujer por su hermana a fin de vivir de sus encantos, y que se siente muy feliz al abandonar Egipto con el producto de esa trapacera y vergonzosa industria. Si tu Abraham, patrón de los proxenetas, fue admitido por error en el Paraíso, podría abstenerse de dar lecciones allí, pues cada cual tendría derecho a gritarle en respuesta: “¡¿Y tu hermana?!”[148].
»También te diré muy francamente que la perspectiva de que me bauticen en casa de Eunomos no me seduce mucho, pues pasa por jugar junto a Nerón el papel que Abraham jugaba junto al Faraón, con la diferencia de que quizás no prostituye a su propia concubina con el Príncipe.
»¡Entiéndeme bien! No le reprocho en absoluto a Eunomos su condición de esclavo. Los estoicos ya nos enseñaron que todos los hombres son iguales, si no en mérito, al menos en dignidad. Y desde hace mucho tiempo los hombres libres se han asociado a los esclavos en muchos colegios religiosos. Tampoco le reprocho que sea pecador, pues sólo Dios sabe comparar nuestras faltas comparando las situaciones en que aquéllas se inscriben. No, al contrario, experimento hacia Eunomos unos piadosos celos.
»Hay, en tus epístolas, un agujero grande y oscuro donde justamente han ido a caer hombres como Eunomos sin que tú parezcas preocuparte del calvario que soportan. Cada vez que te diriges a los esclavos es para recomendarles que sobrelleven su dolor con paciencia, que no cambien de condición, que respeten y amen a sus amos. Así pues, ¿qué puede hacer un esclavo cristiano a quien su amo obliga a colaborar en todos sus vicios? Tú le prohíbes el suicidio, esa elegante solución estoica para resolver dignamente los casos desesperados. Le prohíbes que se rebele. Le prohíbes que huya. En suma, le obligas a participar en el pecado del amo, con el único consuelo de que el pecado desaparece cuando lo impone una coacción evidente.
»¿No ves adónde lleva esta triste contradicción? ¿Es que hay dos categorías de cristianos? Unos dedicados a la continencia y a todas las virtudes, otros condenados por una amarga Providencia a sufrir en cuerpo y alma los caprichos eróticos de los amos. Decir que en ese caso no hay pecado para las víctimas revela un verbalismo hipócrita, pues la naturaleza humana es tal que semejantes abusos, si por azar dejasen el alma intacta, marcarían de todas maneras la carne y la mente, por las humillaciones padecidas y por los placeres que a pesar de todo las acompañan a veces.
»Eunomos, tocado por la gracia y proveedor de muchachitos de ambos sexos para Nerón, sean cuales sean sus pruebas, disfruta en el seno de tu exigente moral de una extraña tolerancia, puesto que estaría en su derecho si me dijera, a mí que tendré que conformarme con una sola mujer: “Soy cristiano: mirad mis alas; soy alcahuete: ¡mirad mi culo!”
»Pero vayamos un poco más lejos… Tu bonita teoría del pecado que desaparecería a causa de la obligación, ¿no se podría reconducir peligrosamente en crédito de hombres libres cogidos en la trampa de una dura necesidad? ¿Dónde empieza, dónde acaba la esclavitud? ¿No corre cada cual el peligro de caer un día u otro en la casi esclavitud del prójimo, en el corazón de este mundo de violencia y arbitrariedad? Si Nerón me raptara para deleitarse con mis encantos, ¿tendrías conmigo los indulgentes miramientos que tienes con los compromisos de Eunomos?
»Tengo motivos para estar celoso y desear que me bauticen en otra parte.
»¡Ruego al Cielo que el Príncipe nunca se interese en demasía por tu persona!
»¡Cuídate, y que Abraham te bendiga!».
El sol había llegado al cenit. Silano y Marcia se reunieron con Kaeso en el jardín, adonde pronto les subieron la comida.
En el transcurso de este almuerzo, un emisario de palacio les llevó la restringida lista de los invitados para la noche siguiente, que Nerón, amablemente, sometía a la aprobación de Silano.
Estaba Petronio, que sus competencias artísticas y literarias y su desengañado arte de vivir encomendaban desde hacía años a la diaria simpatía del emperador. Estaba el espantoso Vatinio, a causa de su lado divertido, que no excluía la profundidad. ¿Acaso no le gustaba a Nerón hacerle repetir «¡César, te odio, pues formas parte del senado!»? Estaba el apurado Vespasiano, uno de los chivos expiatorios preferidos de Vatinio. Vespasiano iría acompañado por sus dos hilos, Tito y Domicio, a quienes intentaba abrir camino. Tito era un gran pánfilo de veinticinco años, pero Domicio, doce años menor, tenía un aire más despabilado. Estaba Coccio Nerva, amigo y primo lejano del Príncipe, un valioso joven viejo, que era uno de los poetas titulares de la corte. Estaba el enorme e insolente Vitelio, que se había convertido en uno de los comensales y compañeros de excesos más apreciados de Nerón. En un océano de insipidez, el cinismo de Vitelio tenía algo de sano y reconfortante. Y, contra toda expectativa, estaba Otón.
—¿Qué hace aquí Otón? —preguntó Marcia—. Yo lo creía todavía en Lusitania o en la Tarraconense…
—En Lusitania —precisó Décimo—. El viejo Galba es el actual gobernador de la Tarraconense.
»Otón fue llamado a Roma para un curioso proceso. Antes de partir hacia las orillas del Tajo, endeudado hasta el cuello —¡e incluso por encima de la cabeza!— recibió, entre otras turbias historias, un millón de sestercios de manos de un esclavo imperial, que en contrapartida esperaba un puesto cualquiera de intendente no sé dónde. Y, naturalmente, el puesto era un mito. Cuando un esclavo enriquecido —la mayoría de las veces fraudulentamente— se ve estafado por alguien más vivo que él, no es fácil que recupere sus fondos. Sin la menor personalidad legal, ¿cómo podría presentar una queja, a no ser a través de su amo, a quien es raro que pueda confiarse? Desafortunadamente para Otón, el esclavo engañado fue libertado y se le nombró para un puesto de responsabilidad en el servicio de los acueductos de la Ciudad. Ardiendo en deseos de vengarse, reunió a otras víctimas de su deudor, que formaron un sindicato de querellantes y asediaron al pretor con sus gritos. Resultó que el propio senado convocó al poco delicado individuo, con la forzosa aprobación de Nerón, para pedirle cuentas, pues a estos turbios asuntos se sumaba una acusación de mala administración que concernía a Lusitania. Como no hay nada que rascar en una provincia tan los menores excesos se notan en seguida.
»En el senado, fue T. Clodio Eprio Marcelo quien se encargó de presentar la acusación, y ya se sabía lo que quería decir. Rehabilitado él mismo después de robar Licia, Marcelo, como Vibio Crispo o Vatinio, sale al paso con su lacrimosa elocuencia cada vez que el poder quiere ordenar los asuntos de alguien.
»Ya estaba Marcelo puliendo su alegato cuando Nerón lo detuvo todo con una palabra, tal vez incitado por Popea, a quien habría sido difícil no salpicar al espulgar las calaveradas de su ex marido.
»Otón, que se veía perdido, pasó mucho miedo, pero no fue más que un susto hasta nueva alerta, y el emperador, sin duda, no apuntaba más lejos al permitir que lo llamaran a Roma. A nuestro Nerón le gusta conservar el miedo de los que le inspiran desconfianza, en espera de apretar el lazo. Y si Otón, antes de volver a su exilio, figura en mi mesa, está claro que es porque el olor de su inquietud abre el apetito del Príncipe.
Silano devolvió la lista de invitados con este comentario: «¡Odio a Vatinio, porque no debería formar parte del senado!».
Ante el espanto de Marcia y de Kaeso, observó:
—Vatinio ya me odia, pues a sus ojos represento todo lo que él nunca podrá pretender. Pero Vatinio sólo podría actuar con la tolerancia de Nerón, que tiene el temperamento del perro: oler el miedo le da ganas de morder. Actitud que además es de alta política, en la medida en que el miedo es casi siempre signo de mala conciencia. No tengo nada que reprocharme y a Nerón le importa un bledo que se burlen de Vatinio, a quien, como todo el mundo, desprecia.
Por la tarde, Marcia fue a hacerle compañía a Kaeso, que había vuelto a su habitación, e intentó tener con él una conversación fútil, confiada y sin tensiones, aludiendo a menudo a las cosas de antaño.
Pero para ella ya no había terrenos firmes. Kaeso la miraba como si hubiera cambiado, y acabó por preguntarle:
—¿Cuántos de tus antiguos amantes estarán presentes en la cena de mañana?
Después de pensarlo, Marcia contestó:
—Solamente tres o cuatro.
—¿Tres o cuatro? ¿No sabes contar?
—Tuve una corta relación con Vitelio, que fue bastante generoso. En cuanto a Otón, me pidió prestados 20 000 sestercios, que naturalmente no volví a ver. Y respecto a Petronio y a Nerva persiste la duda, pues estábamos a oscuras. No sé con quien traté, ni si hubo repetición o sucesión.
»¿Pero qué importa eso ahora, Kaeso? ¿No debería cubrirlo todo esa oscuridad?
—Entonces, ¿a veces trabajabas gratis?
—¡Había que cuidar la maquinaria, idiota!
El retorno de las tablillas escritas por Pablo le dio a Kaeso un buen pretexto para acortar este penoso intercambio de puntos de vista. La rapidez de reacción de Pablo era notable, como si Kaeso hubiera puesto el dedo en una herida.
«Pablo de Tarso a su querido Kaeso:
»Tienes razón. Siempre tienes razón. ¿Acaso podría ser de otra manera? Eres joven, tienes la mente despierta, tu memoria funciona mejor que un reloj, has estudiado a placer la retórica y la filosofía, alías el buen sentido romano y la agudeza griega y hablas en voz alta, puesto que perteneces a una sociedad donde hasta los ignorantes y los imbéciles lo hacen.
»¿Qué soy yo, a tu lado? Apenas he estudiado algo más que la Ley, y al Cristo que vino a cumplirla. Y en cuanto a la Ley, Gamaliel o Filón sabían mucho más que yo. Mis conocimientos de filosofía son superficiales. Mi retórica es un bosquejo. A fuerza de correr de un lado a otro, empiezo a sentir la usura de la edad. Y mis defectos no arreglan nada. Sé bien que soporto mal la contradicción, cuando mis razonamientos a veces son discutibles. He hablado mucho y escrito bastante para darme cuenta ahora de que he podido ofrecer imágenes divergentes de mi pensamiento, o incluso contradictorias. Unos me acusan de haber traicionado la Ley; otros, de haberme traicionado a mí mismo. Cuanto más me acerco a la tumba, más cuenta me doy de mis ignorancias, insuficiencias y flaquezas.
»Pero ¡qué importan tu razón y la mía! ¿Es la razón lo que nos hace nacer, vivir y morir? Como supongo que presientes, puesto que acudiste a mí, la razón no nos abre más que dominios muy reducidos de la experiencia diaria. Nos ayuda a domar a un caballo o a ahumar quesos. Pero nunca ha resuelto problemas esenciales, que no dependen de sus estrechas y rasantes luces. La vida y la muerte están más allá de toda razón, y cuanto más necesaria nos seria la experiencia, menos posible resulta. No se nace dos veces. Y ni siquiera tú, que morirás dos veces, has aprendido algo.
»De todos modos hay una experiencia, una sola, que no necesita ser renovada para descubrirse perfecta: la de la fe. Si quisiera resumir de un trazo el gran dibujo de mi misión y todo el espíritu de nuestra Iglesia, emplearía la palabra latina conversio, que significa “darse la vuelta”. Esta es la impresión, por así decirlo, física que tuve cerca de Damasco. Tras aquello, cierto que yo no sabía más sobre el mundo, pero me había “dado la vuelta”, de tal manera que lo consideraba desde un nuevo punto de vista. Las oscuridades que me habían turbado hasta entonces se volvían completamente secundarias al lado de esta imborrable verdad: Cristo cargó con todos los pecados, errores e ignorancias de los que tienen fe en Él. Desde entonces, la misma debilidad del creyente se convierte en su fuerza, puesto que Cristo la asume con él y, de pie en el centro de todas las cosas, extiende los brazos de su cruz sobre la historia de los hombres.
»Sí, tienes cien veces razón: nunca he sabido hablar a los esclavos ni resolver todos los problemas que me plantean. Sólo he sabido decirles: “Jesús murió por vuestras faltas y por las de vuestros amos, y tendrá piedad de todos vosotros en el día del Juicio”.
»Así pues, no irás a casa de Eunomos. Hasta pronto. Están planchando mi toga y voy a tomar un baño.
»¡Que conserves la buena salud, pequeño razonador!».
Kaeso se sentía muy satisfecho por haberse librado de la Cena en casa del infame Eunomos. Iba a bautizarse para impresionar a Silano, a su padre y quizás a Marcia. No veía sino inconvenientes en ir a exhibirse junto a una pandilla de cristianos. Tal vez aquellos imprudentes acabaran por tener problemas, y mejor sería frecuentarlos menos.
Ya avanzada la tarde, como Silano había ido a visitarlo, Kaeso aprovechó la ocasión para enseñarle la última carta de Pablo, y le pidió su opinión sobre ese género de literatura.
—El punto de vista es interesante —declaró Décimo—. Este Pablo parece realmente convencido de haberte resucitado, puesto que sostiene que morirás dos veces.
—Los médicos me habían dado por muerto y, según parece, tenía todas las trazas de estarlo. Pablo tiene excusa para creer en un milagro, que no queda totalmente excluido. Además, los cristianos no son los únicos que pretenden resucitar a la gente. Se dice que Esculapio tuvo éxitos de esa clase, y en sus templos de Epidauro, Cnido, Cos, Pérgamo o Cirene las curaciones milagrosas son incontables. Incluso hubo algunas durante mi estancia en Atenas, donde el escepticismo está bien de salud.
—¡Qué pena que tus recuerdos sean tan vagos!
—Lo que no prueba ni que estuviera muerto ni que estuviera vivo.
—Esa incertidumbre es irritante: un médico que resucita a sus pacientes cobra más.
—Ya te aseguré que Pablo no era interesado —dijo Kaeso riendo—. Además, ya has leído el resto de su carta…
—Si, se trata claramente de un iluminado. El mismo admite que ve el mundo al revés. En cuanto al desinterés, ya volveremos a hablar: como mi abuelo me advirtió, fueron las mujeres honradas las que más caras me costaron.
—No creo que hayas encontrado muchas.
—¡Afortunadamente! ¡Ya no tendría un solo nummus para Marcia!
De repente, a Kaeso se le ocurrió la idea de que, si Décimo se convencía de su resurrección, tendría un excelente motivo de «conversión» y bautismo, incluso el único que sería difícil discutir. No obstante, para no desconcertar demasiado a Silano, convenía improvisar un Paraíso que tuviera un cierto aspecto estoico…
—De todas maneras, a veces recuerdo cosas del más allá, como si un velo se desgarrase por momentos. Pero, cosa curiosa, las imágenes se me escapan o se disuelven en beneficio de sensaciones, sentimientos y puntos de vista retrospectivos. Distingo el color blanco… Si, todos nosotros vestíamos una toga blanca…
—¿Una toga?
—Tal vez había algunas vestimentas griegas o bárbaras, pensándolo bien. Es un detalle. Puede que me equivoque respecto a las formas y hasta con los colores, pues allá arriba reinaba una luz deslumbrante. Pero esta luz divina era portadora de multitud de informaciones de orden científico y moral. El orden del mundo había invadido mi espíritu.
Lo entendía todo y nada me sorprendía.
»¿Pude haberlo soñado?
—¡Habría sido un hermoso sueño!
—En todo caso, este viaje me debió de enseñar una lengua extranjera, pues Pablo me ha revelado que me dirigí a él en arameo, el idioma más difundido en el Cercano Oriente.
—¿Pero la has olvidado?
—Por completo. Los niños también olvidan su lengua materna cuando dejan de hablarla prematuramente.
Silano se retiró muy pensativo. Después de su padre y de Marcia, Kaeso se destacaba contando mentiras piadosas.