VI

El populoso barrio del Gran Circo no conocía agitación más trepidante que durante las carreras. Las menores tabernas eran tomadas al asalto. Kaeso arrastró a Pablo y Lucas a la región, mucho más tranquila, del cercano Caelio. Mientras pasaban al este del Circo, Pablo, que acababa de tirar su ficha de burdel a un sumidero, se asombró ante el número y la importancia de los depósitos de maderos que eran precisos para las constantes reparaciones de los andamiajes del inmenso edificio, e hizo alusión a los peligros de incendio.

—En efecto —reconoció Kaeso—, el emperador, en su Palatino, duerme sobre un volcán. Afortunadamente, se monta buena guardia. El cuarto cuerpo de vigilantes contra incendios está en el Aventino, el quinto en el Caelio, y desde allí, los vigías dominan todo el Circo Máximo. Además son frecuentes las patrullas, y hay permanentemente en esta región una fuerte concentración de policía, en vista del número de tugurios y antros. Los espías del Pretorio se enteran en ellos de muchas cosas, y son los primeros en dar la voz de alarma si hay fuego, por miedo a ver desaparecer las acogedoras casas a las que están acostumbrados.

—Yo creía —dijo Pablo— que los juegos de dinero estaban prohibidos en Roma.

—En principio sólo están autorizados durante las Saturnalias, puesto que durante ellas todo ocurre al revés de lo que dicta el sentido común. El resto del tiempo sólo funcionan legalmente las apuestas sobre los caballos y los gladiadores. Pero como los romanos se apasionan por todos los juegos posibles, se está obligado a tolerar más o menos lo que no se puede impedir.

»Supongo que, para los cristianos, los juegos de dinero son un pecado…

—Sí, pues no debemos entregar al azar el dinero que nos concede la Providencia para que hagamos un decente y piadoso uso de él.

Kaeso se había dirigido maquinalmente hacia la hermosa villa en la que sus padres habían vivido en otros tiempos, antes de que el emperador Cayo, de un manotazo, enviara a su padre a las tinieblas exteriores. Cuando los niños tuvieron edad para entenderlo, Marco les había contado algo sobre aquel lamentable asunto, maldición de su existencia. Pero interpretaba el papel de un riquísimo romano, blanco de los celos y la venganza de Calígula. ¿Cómo habría podido confesar que aquel demente lo había aplastado por casualidad, como un león barre con su cola a una mosca? Los niños necesitan que les pinten las mayores desgracias de una forma relativamente razonable.

Mostrándoles a Pablo y Lucas los tejados rojos de la propiedad, más allá del cercado y los árboles del parque, Kaeso les dijo con emoción:

—Aquí residía mi madre, antes de los reveses de fortuna que tanto se prolongaron. Luego ella murió en el Suburio al darme a luz, la primera y mayor de mis desgracias, que trajo consigo todas las demás. Nada sustituye a una madre. A veces, paseando por aquí, me detengo ante ese tejado, e intento imaginar. Pero ahora sé bien que mi madre no dejó otra huella en mi vida que esta misma vida que consintió con peligro de la suya.

»Los cristianos, ¿vuelven a ver en el Paraíso a quienes los amaron?

Pablo le cedió la palabra a Lucas:

—Todos los hombres honrados están en el Paraíso, y allí se tratan honradamente bajo la mirada de Dios.

—Séneca pretende que existe un purgatorio, donde las almas se purifican antes de ir más arriba.

—También es una idea judía, a la que se alude en los Macabeos, pero muchos rabinos no aprueban ese libro. Para los cristianos de hoy en día, la cuestión no es ni actual ni importante. Lo esencial es estar del buen lado.

—No veo a mi madre en un purgatorio, cualquiera que sea. Además, si ella resucita liberada del espacio y el tiempo, como un Jesús que atraviesa murallas, ¿cómo podría quedarse provisionalmente en un lugar?

—¡Ciertamente, no seré yo quien te lo diga!

—Tampoco veo a mi madre en el infierno…

Pablo y Lucas protestaron cortésmente contra una eventualidad semejante.

—Entonces tal vez la vea en el Paraíso; ¿pero con qué aspecto? Cuando Pablo vio a Cristo, ¿qué aspecto tenía?

—Me cegó Su luz —recordó Pablo—. Fue Su luz lo que vi hasta que me quedé ciego durante algún tiempo. Los apóstoles me dijeron que Jesús era barbudo, como todos los fariseos, por otra parte.

—Y, una vez resucitado, ¿seguía llevando barba?

—Supongo… ¿qué importa?

—¡Me importa saber a qué se parecerá mi madre si vuelvo a verla!

Pablo y Lucas intentaron explicarle a Kaeso que la primera cualidad de los cuerpos gloriosos es tener un aspecto totalmente satisfactorio.

Kaeso preguntó de pronto:

—Si toda la gente honrada va al Cielo, ¿para qué sirve el bautismo? ¿No se juzgará a cada cual según el capital que Dios le haya dado para que lo hiciera valer? Y entonces, ¿no valdrá un capital lo mismo que otro?

Los dos teólogos se interrogaron con los ojos, y Lucas contestó:

—Sólo aquéllos que lo han rechazado con total conocimiento de causa necesitan el bautismo para su salvación. Un justo no informado se puede salvar. Pero el bautismo nos permite hacer mayor bien en este mundo y ocupar en el otro un lugar más alto. Como cada cual es perfectamente feliz con el suyo en el Paraíso, Dios, en su amor, es el primer beneficiario de los lugares más elevados. Así pues, debes reclamar el bautismo, en primer lugar para complacer a Dios, y después en interés de tu prójimo.

Bajaron a comer hasta la cercana popina donde, en tiempos pasados, Marco se refugió para beber más de lo razonable después de la histórica subasta de los gladiadores de Calígula.

La placita, con su fuente y su plátano, seguía igual de tranquila; y la popina no había cambiado, encontrándose tanto más desierta cuanto que el Caelio se había vaciado para llenar el Gran Circo. Incluso las «burritas» de la casa habían bajado a ver las carreras. Cierto que era el primer día de las Floralias, y su fiesta era esa noche. Solo quedaba tras el mostrador, más para guardar la taberna que para aumentar las cifras del negocio, una joven hospedera, que parecía originaria de Siria o Palestina.

Kaeso pidió un cántaro de vino rústico, pero declinó el ofrecimiento de un cuarto de oso en salmuera, resto de la última venatio en el anfiteatro de madera de Nerón. Los leones y los osos eran grandes consumidores de condenados a muerte mal lavados, y una degustación semejante habría podido herir la trémula sensibilidad de Pablo. La muchacha se ofreció a cocer el oso, pero los convidados prefirieron un poco de pescado frito, seguido de un minutal, es decir, un picadillo. Las autoridades no dejaban de molestar a las tabernas por los platos calientes que tenían o no el derecho de servir, con la idea de reducir la atracción que ejercían esos lugares y no fomentar la reunión de una multitud rápidamente juzgada subversiva. Pero con estos decretos pasaba lo que con todas las prescripciones del mismo tipo, una y otra vez víctimas tanto del desprecio como del olvido.

Mientras comía su pescado frito, que sin embargo era excelente, con mano distraída, Pablo le dijo a Kaeso:

—Espero que hayas entendido toda la diferencia entre el Paraíso que nosotros ofrecemos y el triste destino subterráneo de las almas en las religiones tradicionales griega o romana. Los cristianos no tenemos miedo de que los muertos vengan a tirarnos de los pies. Los que gimen en el infierno por toda la eternidad ya no pueden hacer daño, y aquellos de nuestros hermanos que han merecido el Cielo por el ardor de su fe nos asisten con sus plegarias en espera de que nos reunamos con ellos. El único muerto activo ya no es un coco, sino un modelo a seguir y un amigo influyente. Con Cristo, las relaciones con los muertos cambian de naturaleza.

Kaeso preguntó:

—¿Quemáis o enterráis a vuestros muertos?

—Los enterramos como los judíos, pues el hombre no debe destruir la imagen de su Creador.

La proximidad de la villa familiar incitaba a Kaeso a pensar, a su pesar, en su padre, y siguió preguntando:

—Supongo que entre los cristianos estará prohibido desposar a una sobrina…

Lucas dejó de saborear su pescado para tratar con Pablo esta cuestión, que precisamente planteaba problemas. Entre los judíos, los tíos tenían derecho a casarse con sus sobrinas, pero Pablo y algunos otros se inclinaban a suprimir esta tolerancia, e incluso a prohibir los matrimonios entre primos hermanos. Kaeso se sentía tan sorprendido por la abierta mentalidad de los judíos en este punto como por la estrechez de miras de los cristianos. ¡Por fin un pueblo especializado en la piedad, que consideraba normal la unión de tíos y sobrinas! Una oleada de simpatía por los judíos invadió el corazón de Kaeso, y exclamó:

—Si la biblia permite esa clase de matrimonio y Jesús no lo ha abolido, ¿con qué derecho pretendéis tocarlo?

La vivacidad de la reacción sorprendió a los dos oyentes y Pablo inquirió:

—¿Acaso tienes, a tu edad, intención de desposar a una sobrina?

—Simplemente compruebo con preocupación que, con el pretexto del Espíritu Santo, os permitís gran cantidad de innovaciones o supresiones que ni las Escrituras ni Jesús autorizan formalmente. Si ese Espíritu Santo no existiera, en vista del uso intensivo que hacéis de él, ¡habría que haberlo inventado!

Lucas sé apresuró a calmar a Pablo, que se tomaba a mal la observación y explicó pausadamente:

—Aunque soy de origen griego, he reflexionado mucho sobre las Escrituras, y en mi opinión, si los judíos han permitido al tío que se case con su sobrina es porque la ley del levirato ya obligaba a un hombre a desposar a la mujer de su difunto hermano. Si se puede desposar a la mujer, ¿por qué no a la hija?[143]. Entre los mismos judíos, la ley del levirato apenas se aplica en nuestros días, pero ha subsistido su consecuencia accidental. ¿No es deseable que los cristianos hagan tabula rasa de esta anomalía?

—Veo otra razón —dijo Kaeso—. Cuando la cuñada era fea, su marido se estaba muriendo y la hija era maravillosa, un hermano avispado se precipitaba sobre la hija para librarse de la madre.

Pablo y Lucas nunca habían considerado la cuestión bajo este aspecto, y se pusieron a discutir animadamente ante el picadillo.

Impaciente, Kaeso les interrumpió:

—Por lo que veo, la Santa Escritura no es la palabra de dios: uno puede tomarla o dejarla…

Pablo se sobresaltó y precisó:

—Nuestras Escrituras son inspiradas. Esto quiere decir que Yahvé, Jesús o el Espíritu Santo sólo nos son históricamente conocidos gracias a testimonios humanos, que desde luego son más o menos falibles. Así, se encuentran en el Antiguo Testamento inverosimilitudes, la expresión de numerosos prejuicios, y todo no tiene, ciertamente, el mismo interés ni el mismo valor. Y hasta en los Evangelios ya aparecidos o que se están redactando, hay, habrá forzosamente contradicciones. Por ejemplo, Lucas ha puesto a punto una erudita genealogía de Cristo a partir de Adán; Matías, en su informe arameo, otra genealogía a partir de Abraham, y ambas listas sólo tienen dos nombres en común para llegar a José, que por otra parte sólo era el padre legal… De ahí la necesidad de un poder respetado, los rabinos entre los judíos, los «sacerdotes» entre nosotros, para definir una buena exégesis. Dios, de alguna manera, se mantiene oculto tras los textos sagrados, pero para mejor permitir al creyente que encuentre en ellos lo que busca, en cada edad de su vida y en cada edad de la humanidad. De esta forma, la Escritura posee la facultad de vivir y evolucionar. Si un día un falso dios con credibilidad entregara al hombre una obra escrita de su puño y letra, en seguida veríamos al lector embrutecerse, prosternado ante la menor letra. El Dios cristiano habla por nuestra libre boca, y a causa de esa humildad solicita y conmueve permanentemente nuestra razón y nuestro corazón.

—¿Quieres decir que hay que dejar a los inspirados el comentario de un texto inspirado?

—Dios inspira a todo aquel que se lo ruega, y El lee las Escrituras con nosotros. A menudo hay múltiples maneras de entender el menor pasaje, que no se excluyen forzosamente las unas a las otras. Tal o cual frase sólo será comprendida al final de los tiempos.

Lucas tenía ganas de comer queso, pero, en vista de la estación, en el estante de quesos frescos escaseaban los productos, ya que los pastores todavía no se habían puesto manos a la obra en los pastos de verano. Los romanos no hacían quesos de pasta cocida. Al requesón aromatizado y salado se le ponía un peso encima para que escurriera más fácilmente el suero, y a veces era sumergido en agua hirviendo, prensado a mano, secado y ahumado. Todas las regiones de Italia abastecían más o menos a Roma en cuestión de quesos, ¡y los productos de Luna, en Etruria, pesaban hasta un millar de libras! Pero también llegaban de Nimes, de Lozére, del Gévaudan, de Dalmacia, de los Alpes Cárnicos o de Bitinia. Cuando la oveja era demasiado vieja y seca, el queso se sumergía en mosto y se dejaba en remojo, y Lucas se decidió al fin por un queso de esta clase.

La joven hospedera farfullaba el latín y destrozaba el griego, y Pablo y Lucas habían terminado por hablarle en su lengua natal, que era el arameo. A Kaeso le costaba trabajo imaginarse a un dios universal expresándose en semejante idioma[144] y una vez más se preguntó lo que Jesús había venido a hacer en esta tierra.

—Pensándolo bien —dijo—, tengo la sensación de que lo esencial de vuestra doctrina se me escapa todavía, o al menos que no lo siento como vosotros. Que el hijo de un dios trascendente se haya encarnado para que recordemos a su padre, me parece bien. Pero ¿qué necesidad tenía de morir en una cruz para redimir nuestros pecados? ¿No habría obtenido el mismo resultado tocando la flauta?

—Ciertamente, es un gran misterio —reconoció Pablo— este amor divino, llevado hasta el sufrimiento y el sacrificio de la vida, de un Dios que podría haber permanecido impasible. La razón sigue siendo confusa. Solo el corazón permite un acercamiento. Tu padre, tu madre y tu madrastra, ¿no se han sacrificado también, si la ocasión lo requería, por ti?

—Sin ser ingrato, diré que está permitido ver indiscreción en tales iniciativas cuando se llevan al exceso.

Por primera vez, el tierno Lucas tuvo un movimiento de mal humor:

—Cuando veas a Cristo, ¡repróchale entonces la indiscreción de Su sacrificio, y verás lo que te contesta!

Kaeso era muy escéptico en cuanto a las posibilidades de duración de una religión tan irracional, en la que los mitos pretendían ser tomados en serio. Y ese punto le preocupaba mucho, a causa de Silano. Si el cristianismo caía pronto en ridículo, como todo hacía pensar, él mismo parecería un tonto ante ese patricio tan inteligente como perspicaz. Así pues, atrajo la atención de Pablo y Lucas sobre la necesidad de contemporizar con el medio, las costumbres y las sensibilidades, tanto más cuanto que los romanos, a falta de convicciones muy firmes, vivían, en todo caso, de tradiciones…

—Los sacerdotes romanos u orientales tienen costumbres características. Los mismos fariseos tienen un manto especial que los distingue inmediatamente. Mientras que los «sacerdotes» cristianos se parecen a cualquiera. Una discreción tal tiene que hacer mal efecto en el pueblo, y la policía verá en ella, tarde o temprano, el indicio de una sociedad secreta y vergonzosa. Si queréis ser eficaces y hacer que os reconozcan poder como a los judíos, conviene cuidar los signos exteriores, muy particularmente durante las ceremonias de culto.

»Por lo que he podido ver en casa del judeocristiano de la Puerta Capena, de vuestra Cena emana un pesado aburrimiento. Para atraer a la gente, hay que animarla. A la gente de aquí le gustan las puestas en escena brillantes y pomposas, la música, las luces. Puesto que los romanos tienen altares —e incluso los judíos, en su templo— y es dios en persona el que se sacrifica entre vosotros, ¿por qué no sustituir esa mesa cualquiera por un bello altar esculpido con dorados? ¿Y la vajilla? ¿Habéis pensado en ella? Cuando se come y se bebe un dios encarnado y resucitado, ¿no convienen las copas y platos de lujo?

»¡Mejor todavía! Los romanos están acostumbrados a mantener un fuego sagrado en sus altares familiares, de la misma manera que las vestales velan por el fuego del Estado. ¿No sería más efectivo situar permanentemente una lámpara sobre el altar?

»Por otra parte, me he dado cuenta de que vuestro pan eucarístico es vulgar pan fermentado, sin duda con el deseo de distinguiros una vez más de los judíos, que, según he leído, utilizan ácimos en su Pascua anual. Pero olvidáis que el pan ácimo tiene para los romanos una resonancia religiosa, pues testimonia unos tiempos muy antiguos en que los campesinos todavía no habían aprendido a fermentar la pasta. Y nuestro flamen de Júpiter come tradicionalmente pan ácimo. Los convertidos romanos se sentirían halagados al encontrar ese pan en el altar de los cristianos. ¿Por qué desconcertar a la gente sin un buen motivo?

»De todas maneras, una religión debe poseer un signo tangible de alianza. Me parece que, para los cristianos, la cruz estaría bastante bien. Ahora bien, habláis mucho de esa famosa cruz, por cierto, pero no está representada en parte alguna. En una Ciudad consagrada a la sangre y la violencia, ¿no seria sobrecogedor, por ejemplo, ver plantada una cruz en un altar, con su palpitante crucificado? Pero un crucificado sin barba: para los romanos de hoy, la barba resulta extraña y dudosa. ¡Además, una vez cristiano, Pablo se apresuró a afeitarse para causar mejor impresión!

En ese momento, Pablo y Lucas, que habían escuchado a Kaeso con un interés más bien reprobatorio, protestaron de común acuerdo, y Lucas llegó a decir con una dolorosa vehemencia:

—¡Hablas con hombres cuyos amigos vieron a Cristo en la cruz, y que por lo tanto no tienen prisa por verlo otra vez en ese instrumento de tortura! La cruz está en nuestro corazón y sobre nuestra espalda. ¡Pero ahórrasela a nuestros ojos!

Era una buena lógica sentimental. Kaeso se disculpó por su falta de tacto y llevó la conversación a un terreno más general.

—Quizás no soy competente —dijo— en cuestión de religión, pero en cuanto a organización podéis tomar lecciones útiles de los romanos.

»Cualquier armada necesita un jefe y una disciplina.

»En cuanto a Pedro, Jesús descuidó, curiosamente, fijar sus atribuciones precisas, y me parece que eso acarreará discusiones en el futuro. Y en cuanto a las tropas, me ha impresionado, al leer las epístolas de Pablo, ver el desorden y las inexactitudes que se despliegan en el momento en que vuelve la espalda. Lamentable situación, que se deriva, creo, de dos cosas: bajo vuestro jefe, bastante difuso, no existe ninguna jerarquía digna de tal nombre, y las verdades de la fe, a pesar del paso del tiempo, todavía no están resumidas y definidas en un libro de autoridad. Así, en lugar de organizar y administrar, uno se pierde en discusiones teológicas. Personalmente, antes de recibir el bautismo, me gustaría saber lo que según vuestras creencias es principal, secundario o facultativo. Un rabino me aseguró con desprecio que toda vuestra doctrina se reduce a algunas líneas. ¿Podría conocerlas, al menos?

Pablo admitió que los cristianos ofrecían una imagen de cierto desorden, e incluso añadió, con la mirada fija y febril:

—¡El desorden es aún peor de lo que tú te imaginas! Y voy a darte un buen ejemplo. Tras la Ascensión de Jesús, el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles en forma de lenguas de fuego y, de repente, se restauró la unidad perdida en Babel y aquellos modestos y tímidos galileos se dirigieron a la multitud de tal forma que cada cual les oyó hablar en su propia lengua. El arameo de Pedro se hizo parto para los partos, cretense para los cretenses, árabe para los árabes. Ahora, Pedro y los demás han perdido ese don… a no ser que los oídos de los gentiles se hayan cerrado. Pero cuando yo no estoy para supervisar la cena como es debido, no es raro que algunos individuos perturben la ceremonia pretendiendo poseer el don de lenguas. Y con el pretexto del carisma, se lanzan a unos farfulleos ininteligibles. Hasta el punto de que he aconsejado, en una de mis epístolas, que unos intérpretes perspicaces asistan a estos histéricos.

»En resumen, desde que el Espíritu Santo invadió toda la Iglesia, una sana fermentación se ve acompañada, ciertamente, de fenómenos aberrantes. El Espíritu sopla por todas partes, y el Demonio también.

»Sin embargo, de todo este tumulto surgirá la Iglesia de mañana, pues el Espíritu Santo domina sin cesar el desorden necesario para su acción.

»Tú decías hace un momento que si el Espíritu no existiera, en vista del empleo que de El hacemos, habría que haberlo inventado. Y, sin saberlo, decías la verdad. Pues si el Espíritu no estuviera con nosotros, nos verías prisioneros del Evangelio como los judíos lo son del Antiguo Testamento. Sólo el Espíritu nos permite completar y profundizar el mensaje en honor del universo entero, y esto no se lleva a cabo sin incoherencias ni riesgos, pero tal es el movimiento de la vida y de la gracia. El orden llegará en su momento, ¡y Dios quiera que no nos haga echar de menos el desorden!

»En cuanto al resumen que pides, en efecto, consta de pocas palabras, que harás bien grabando en tu memoria, ya que es tan buena:

»Creo en Dios, el Padre Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor.

»Que fue concebido del Espíritu Santo y nació de la Virgen María,

»Que sufrió bajo Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado,

»Que descendió a los infiernos y resucitó al tercer día de entre los muertos, Que subió al Cielo y está sentado a la derecha de Dios, el Padre Todopoderoso.

»De donde un día vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos;

»Creo en el Espíritu Santo,

»En la Santa Iglesia universal, en la comunión de los santos,

»En la redención de los pecados,

»En la resurrección de la carne,

»En la vida eterna. Amén.

Kaeso hizo que Pablo lo repitiera dos veces. Su alma romana era sensible a esta relativa claridad.

Tras un instante de reflexión, pidió otro cántaro de vino y dijo:

—¿Qué es ese descenso a los infiernos, entre la muerte y la resurrección?

—Jesús —contestó Pablo— descendió a un lugar no doloroso para liberar a las almas de los justos que esperaban su redención. El pecado de Adán había cerrado el Paraíso, que el sacrificio cíe Jesús volvió a abrir.

—No te ocultaré que esa frasecita me fastidia.

—¿Y por qué?

—Volvemos a tropezar con la misma dificultad que la que planteaba la hipótesis del purgatorio. El Cristo resucitado, ¿no estaba libre, según tu propia confesión, del espacio y del tiempo? Así pues, está permitido concebir en el más allá un estado de alegría o de sufrimiento, pero no un lugar donde un alma espera cambiar de estado. Y estas dos dificultades se parecen mucho a la contradicción que ya habíamos visto entre el Juicio general extratemporal y el Juicio particular, tributario del tiempo. ¿Podría recibir el bautismo omitiendo dicha frase?

Pablo y Lucas parecían muy molestos por esta espinosa observación. Se pusieron a discutir en griego, pero en seguida pasaron al arameo, con una descortesía que daba más franqueza a su verbo, a pesar de la pobreza teológica de este idioma popular.

Por fin, Lucas le dijo a Kaeso:

—No olvidamos tu notable reflexión a propósito de las nociones de tiempo y eternidad en Jesús, Dios y Hombre verdadero. Ella puede aclarar nuestro problema. En consecuencia te autorizamos a declarar, en lugar de la frase que tú criticas, «Ha vuelto a abrir el Paraíso para los justos de todos los tiempos». Como ves, no precisamos la fecha.

El Símbolo se volvía más presentable[145], y Kaeso tuvo que conformarse. Pero se asombró de que muchas verdades a primera vista importantes estuvieran ausentes de este Credo, como el bautismo, la Cena, la indisolubilidad del matrimonio y la unción de aceite sagrado a los enfermos.

—El bautismo —observó Pablo— forma parte de la redención de los pecados, ya que borra el pecado original. La Cena y la unción de aceite todavía son objeto de discusiones. En cuanto a la indisolubilidad…

—¿No queréis alarmar a vuestros fieles?

—Digamos más bien que la indisolubilidad no es una creencia, sino un reglamento de moral.

Animados por un agradable vinillo, descendieron hacia la Puerta Capena. La viva imaginación de Kaeso estaba en marcha y, para complacer a los dos misioneros, sugirió:

—Cuando los cristianos convenzan a todo el mundo, mediante la palabra o el garrote ¿no seria soberbio inaugurar una nueva era, que partiría de la crucifixión? Al contrario que la fundación de Roma, se puede fechar en un día concreto.

—¿Por qué no el nacimiento de Jesús? —corrigió Lucas—. Pedro me dijo que nació veinticinco años después de Actium, una veintena de años antes de la muerte de Augusto.

—¿En qué estación?

—Muy probablemente en verano, puesto que el acontecimiento tuvo lugar en ocasión de un censo y los pastores estaban en el campo.

—¡Entonces estaríamos en el año 70 de la era de Cristo!

Mientras que si tomamos la crucifixión como referencia…

—Estaríamos en el 34, puesto que la Pascua judía ya ha pasado. Jesús tenía unos treinta y cinco años en el momento del Calvario.

En medio del bullicio que reinaba en los alrededores del Gran Circo, donde iban a reanudarse las carreras y las diversiones, Kaeso se informó:

—¿Qué pasó con la madre de Jesús?

—El Cristo agonizante —dijo Lucas— confió su madre al joven Juan, un muchacho prudente, que se apresuró a ponerla a salvo en Efeso.

—¿Jesús previó el martirio para algunos de sus amigos y para los parientes de éstos, pero no para su propia madre?

—¡Es la primera vez que oímos ese reproche!

—No es un reproche. Me limito a constatar que Jesús tiene espíritu de familia. Es muy natural.

—¡La Virgen ya había sufrido bastante!

—No más que las madres de todos los esclavos crucificados. Esta venerable persona, ¿se halla aún con vida?

—¡Tendría más de ochenta y cuatro años! Hace veinte años, en Efeso, sufrió mucho cuando Pablo y yo pudimos visitarla por fin.

Pablo intervino:

—Lucas habla por él. Mi propia visita fue breve. No me entendí bien con Juan, que se complace en refinamientos teológicos muy personales, y María sólo retuvo a Lucas junto a ella, para hacerle, es verdad, confidencias interesantes. Le contó la visita del Ángel, que fue a anunciarle el nacimiento de Jesús.

—Y María murió —continuó Lucas— poco después de nuestra estancia en Efeso, donde vivía con Juan, muy retirada.

—Supongo que, con su espíritu familiar, Jesús debió hacer resucitar a su madre en seguida, para tenerla junto a él, abrazarla y oír su voz. En todo caso, es lo que yo hubiera hecho en su lugar.

Como Pablo y Lucas se mostraban sorprendidos por la hipótesis, Kaeso insistió:

—¡Os apuesto tres sestercios contra un caballo a que la tumba de María está vacía!

—De momento —dijo Pablo con mal humor— ya tenemos bastante quehacer con la tumba vacía de Jesús. ¡No compliquemos más la situación!

—¿Por qué María está ausente de tus epístolas?

—¡Está presente a través de Jesús! ¿Qué más se le puede pedir, después de habernos dado a Cristo?

Habían llegado ante la casa del judeocristiano. Antes de despedirse, Kaeso no pudo contener una juiciosa observación:

—Descuidando a María cometes, Pablo, un gran error. Los romanos están acostumbrados a divinidades masculinas y femeninas, ya se trate de los dioses de la Ciudad o de los cultos orientales aclimatados poco a poco. Con un olor a mujer, tus epístolas pasarían mejor. En tu lugar, yo organizaría rápidamente el culto a María, al mismo tiempo que el de su hijo. Los hombres tienen más necesidad de una madre que de un padre. Si María pudo leer tus primeras epístolas, es comprensible que no te retuviera.

—¡Dudo que María supiera leer!

—Juan pudo leer para ella, y no se sentiría muy halagada.

»Y en esta ocasión, me permitiré otro consejo. Tienes que hacer que esa comunión de los Santos mencionada en tu Símbolo juegue un papel diario y práctico. Los romanos tienen comercio con dioses de toda clase, cada uno de los cuales está especializado en una actividad cualquiera. Por otra parte, cada hombre se halla asistido por un Genio particular, del tipo de tus ángeles guardianes (mientras que es Juno quien hace las veces de Genio para todas las mujeres). Así pues, hazles un poco de publicidad a los santos que lo merecen en tu Paraíso, dales fama de conocer bien tales o cuales asuntos, de manera que los cristianos les supliquen que intervengan en su provecho. Por ejemplo, los condenados a muerte inocentes podrían invocar a Esteban, a quien mandaste al otro mundo con tus antiguos amigos; José, informado por un ángel del honor que le había tocado en suerte, podría sustituir a la Diosa Viriplaca, que calma a los maridos engañados; la propia Virgen, doncella madre por mediación del Espíritu Santo, podría, entre otros, jugar el papel de Genita Mana, que se interesa por la regularidad de las menstruaciones… ¿Ves lo que quiero decir? Hay que humanizar tu sistema y pensar en la plebe…

A punto de perder la paciencia, Pablo gritó:

—¡Veo demasiado bien lo que quieres decir! ¡El Espíritu no habla por tu boca!

—¿Y tú qué sabes? ¡El Espíritu tiene más de un truco en su manga! Puesto que el papel del Espíritu es hacer innovaciones en interés general, ¿cómo podremos determinar si el que habla en lenguas o el que profetiza es un santo o un farsante?

—El papel del Espíritu es también el de proteger la verdad, ¡y las verdades que te hemos enseñado son suficientes para que pueda pasarme sin tus consejos!

Pablo se dio la vuelta y entró en la casa.

Lucas le dijo dulcemente a Kaeso:

—De una manera torpe, que seria injusto reprocharte en vista de la novedad de tu fe, has dicho, ciertamente, cosas dignas de interés. En el Evangelio que ambiciono poner al día, hablaré de la Virgen como conviene. Mientras tanto, voy a calmar a Pablo y a rogarle que te perdone en vista de la excelencia de tus intenciones.

Dicho esto, y antes de reunirse con su compañero, Lucas le dio a Kaeso el beso de la paz.

Kaeso estaba harto de los cristianos, y tenía prisa por arrancarles un bautismo con el que se prometía la libertad. Deseo tanto más paradójico cuanto que, con toda evidencia, el bautismo había sido concebido para arrojar al hombre, esclavo de sí mismo, a la esclavitud de un dios más abrumador todavía que Marcia. Todo lo que podía parecer nuevo y seductor en las ideas cristianas se veía contrarrestado por una horrible verdad: tras los judíos, los cristianos pretendían hacer reinar sobre la tierra un puro espíritu amo y creador. Pero los judíos habían tenido el buen gusto y la prudencia de dejarse tiranizar por su dios en familia. El dios cristiano deseaba Sustituir a Nerón, pero con poderes infinitamente más extensos e investigadores. El dios judío le había hablado a Moisés en el Sinaí. Cristo era mucho más que una voz en una montaña. En carne y hueso, interrogaba a la tierra entera desde lo alto de su cruz, dispuesto a condenar a todos los que no respondiesen como es debido. En el fondo, allí estaba la gran novedad del cristianismo: por primera vez, dios estaba presente tanto en el mundo como fuera del mundo, con un pie a cada lado para que nada se le escapara en ninguna parte. Tras el accidente del pecado original, que había sembrado la enfermedad en el rebaño, dios volvía al aprisco, ensangrentado y miserable para inspirar confianza, pero con el látigo detrás de la cruz.

Kaeso se daba cuenta del motivo por el cual le costaba trabajo soportar durante mucho tiempo la conversación de Pablo e incluso la del propio Lucas: estos dos vagabundos de cultura escasa o muy especializada tenían un tono y un vocabulario categóricos. ¡Y lo mejor era que si su Cristo había resucitado de verdad tenían toda la razón para zanjarlo todo con impertinencia y trabajar para imponer su punto de vista! Dios no podía equivocarse y no se le puede negar el derecho a reinar en todas partes, ya que en todas partes está en su casa.

Kaeso incluso llegaba a preguntarse si, a despecho de las previsiones más razonables, los cristianos no conseguirían perturbar las mentes durante algunas generaciones más. Pues este irracionalismo, que era su debilidad, quizás era también una fuerza. Nunca probarían que su dios se había encarnado; pero ¿quién probaría lo contrario? Una espada de certeza descansaba sobre la blanda almohada de la duda, de forma que el durmiente que se despertase Sobresaltado se cortara el cuello.

Durante su siesta en la insula, Kaeso tuvo migraña y fiebre; ésta última pronto pareció atacar el cerebro, pues al final de la tarde, con gran espanto de la pequeña Myra, deliraba. Tras una noche terrible, Marco padre, aterrorizado, le rogó a Silano que le enviara con toda urgencia a su médico griego particular. Silano mantenía una tribu de médicos ara conservar en buena forma su ganadería servil, y se había reservado al que pasaba por ser el mejor. Selene consiguió que acudiera también un médico judío. Los médicos judíos tenían una gran reputación —era incluso el único aspecto en el que los judíos tenían una buena reputación—. Y Marco el Joven logró sacar de la cama a Dioscórido, un nativo de Cilicia como Pablo, cuyo talento había podido apreciar con ocasión de uno de sus viajes a Germania. Dioscórido, cirujano militar, era el maestro incontestable de toda la farmacopea. Era de capital importancia que un eminente entendido en drogas y dosis asistiera a los médicos, que siempre podían resultar sospechosos de inexperiencia.

Cuando Roma empezó a dar que hablar, toda la hez de los médicos griegos acudió a la Ciudad para desplumar a los romanos ignorantes, y la situación no había mejorado mucho con el tiempo. La escuela de medicina más famosa, la de Alejandría, desdeñaba otorgar diplomas a sus propios alumnos, y la medicina estaba, así, entretejida de mentiras y farsantes.

Bajo Nerón, la mayor parte de los facultativos se encomendaban siempre a Hipócrates y a sus aforismos, entre los cuales el más célebre, que había atravesado los siglos, era: «¡A grandes males, grandes remedios!». Pero el médico de Silano era más bien de la tendencia del mundano doctor Asclepíades, cuya escuela había florecido un centenar de años antes respetando la afortunada fórmula Cito, tute, jucunde (con seguridad, rapidez y de manera agradable). Los asclepiadistas habían comprendido que, para los clientes adinerados, el jucunde era esencial, y a esta decisión exhibida con euforia se sumaba la discreta y prudente convicción de que, en las tinieblas ambientes, lo que no se hacía no estaba mal hecho.

En todo caso, hipocratistas y asclepiadistas se habían beneficiado conjuntamente de las luces de Celso, que en tiempos de Augusto se había asegurado una reputación enciclopédica catalogando con lógica las enfermedades a partir de los remedios que necesitaban; y Dioscórido, naturalmente, sentía por Celso especial reverencia. Dioscórido inspiraba tanta más confianza cuanto que había podido ejercitarse a placer en los hospitales de las legiones, notablemente habilitados. En Roma no había hospitales, pues los enfermos eran demasiado numerosos y sin valor.

El hombre de Silano, Dioscórido y el judío sitiaron, pues, la cabecera de Kaeso, que sólo salía de su febril delirio para caer en una completa postración.

El asclepiadista, un griego de Alejandría, se limitaba a controlar las pulsaciones con su clepsidra, especulando sobre una pronta convalecencia, con la que se hubiera sentido más a gusto. No era especialista en los estados de crisis. Dioscórido, con su vidrio cuentagotas, administraba calmantes, cuyo efecto más visible era acentuar las periódicas postraciones. El judío incriminaba a los miasmas del barrio. Las lluvias de primavera habían sido escasas y los drenajes etruscos, convertidos en sumideros, exhalaban por el Suburio una hediondez estival. Marcia, que también había acudido, no sabía qué decir y ya no vivía.

Dos días después, en la víspera de las Calendas de mayo, el enfermo, irreconocible, presentaba ya el fatal «rostro hipocrático»: nariz afilada, ojos perdidos en las órbitas, sienes hundidas, sudores fríos, semblante verdoso. La agonía parecía próxima.

En la mañana de las Calendas de mayo, Marcia hizo que transportaran al inconsciente Kaeso a la casa de Cicerón, donde los tres médicos, ante un paciente que se les iba, continuaron sus impotentes discusiones. Silano, que se acercó a lanzar al moribundo una ojeada consternada, llamó a un refuerzo de médicos griegos. Unos sugerían baños fríos, otros baños calientes, otros estaban a favor de los lavados nutritivos a base de espelta hervida que Celso había introducido en las terapéuticas desesperadas, cuando el estómago del enfermo no soporta ya la menor papilla. En el atrio, Marco padre invocaba llorando a las divinidades Febris y Mefitis.

Poco antes de mediodía, el pulso empezó a latir tan rápido que ninguna clepsidra regulable habría podido contar las pulsaciones. Los médicos griegos estaban abrumados. Conocían la descripción de las 147 heridas mencionadas en La Ilíada: 106 por lanza, con una mortalidad del 80%; 17 por espada, todas mortales; 12 por flecha, con una mortalidad del 42%; 12 por honda, con una mortalidad del 66%; el índice global de mortalidad por lesiones traumáticas se elevaba al 77,6%. Pero Homero no había hablado de las enfermedades sin gloria, y esta laguna era irreparable.

A mediodía Kaeso murió, y Marcia cayó inanimada en brazos de Silano.