Desde mitad de la noche, la plebe hacia cola delante del Circo Máximo.
Desde luego, los Juegos eran gratuitos, pero todavía era necesario preocuparse de coger un buen sitio, e incluso simplemente un sitio. En el Circo, los senadores tenían filas reservadas en el anfiteatro y el teatro, y Nerón había premiado a los «caballeros» con el mismo honor. Además, en relación con un espectáculo determinado, los organizadores distribuían tesserae, fichas redondas u oblongas de madera, hueso o marfil, que eran otras tantas reservas para una o varias personas a las que querían asegurarles los mejores lugares después de los senadores y «caballeros». El grueso de estos numerosos privilegiados se escogía entre la plebe frumentaria, entre esos ciudadanos que ya comían en parte a costa del Estado. Pero algunos de entre ellos, renunciando a la representación, endosaban su tessera a un arrendador a cambio de dinero, que la revendía con beneficio a los aficionados. La policía prefería ignorar este mercado paralelo, que favorecía a todos sin perjudicar a nadie. Y los sitios que quedaban libres en lo alto de los edificios podían ser también objeto de tráfico: ciudadanos o libertos miserables, y hasta esclavos, ocupaban un lugar antes de la aurora, lugar que cedían a un modesto apasionado en el momento de la afluencia.
Las mujeres y los niños con sus pedagogos se beneficiaban igualmente de filas particulares, a fin de proteger su poder o su tranquilidad de enojosas familiaridades. De todas formas esta facilidad no era una obligación, y muchas mujeres preferían apretujarse entre los hombres a la hora de las grandes emociones cómplices.
En los tiempos heroicos de Roma, la depresión herbosa del valle Murcia, entre el Palatino y el Aventino, ya servía para carreras de caballos o carros, y este circo natural había sido objeto, de generación en generación, de mejoras cada vez más considerables y lujosas, hasta llegar a medir más de 2000 pies por 700[136]. Después de la construcción, en el Campo de Marte, del Circo más reducido de Flaminio Nepos, unos doscientos ochenta años antes, el primer circo había tomado el nombre de Circo Máximo, y con mayor razón lo conservó tras la inauguración, en los jardines del Vaticano, del Circo que Calígula había empezado a construir, que era el más pequeño de los tres.
La cincuentena de yugadas del Circo Máximo, que se extendía grosso modo de oeste a este entre las dos colinas, habían visto acumularse, asaltando el Palatino y el Aventino, asientos de mármol, piedra y sobre todo madera, a este lado de los muros de contención que dominaban las pistas. La capacidad de 150 000 plazas sentadas de los tiempos de César casi se había duplicado en tiempos de Nerón, y dos siglos más tarde llegaría a 385 000. Era el conjunto arquitectónico más vasto del mundo.
La monumental entrada, dominada por dos torres, estaba situada al oeste, del lado de las Velabras, cerca del templo de Ceres y del Tíber. A derecha e izquierda se escalonaban las gradas, que se reunían en arco al fondo, donde otra puerta horadaba el muro de contención y daba al este y a la Vía Apia.
La parte oeste abrigaba doce carceres, establos donde los carros esperaban el momento de correr, y donde la fachada formaba una estudiada curva para que los cuatro tiros que participaban en cada carrera pudieran, en principio —cualquiera que fuese el establo de partida—, llegar de frente a la pista de la derecha, donde tenían que colocarse. El primer tercio de la pista, cubierta de brillante arena, estaba libre; un desmonte longitudinal llamado spina (espina dorsal) dividía el resto de la arena en dos pistas distintas, que iban estrechándose ligeramente de oeste a este para aumentar, al fondo del circo, las dificultades de viraje y los riesgos de colisión. La cabeza y la cola de esta espina, que tenía 750 pies de largo, estaban protegidas por dos mojones cónicos de treinta pies de alto, de bronce dorado —debidos a la munificencia de Claudio—, cuyo pedestal se hallaba redondeado del lado de la arena. El mojón que estaba frente a las carceres era la meta prima; el más lejano era la meta secunda. Cada carrera constaba de siete vueltas, sobre una distancia de 14 000 pies aproximadamente[137]. De doce carreras al día bajo Augusto se había pasado a treinta y cuatro bajo Calígula, para llegar en ese momento a unas sesenta, en espera de alcanzar el centenar a partir de Domiciano —cierto que con una reducción de siete a cinco vueltas a la pista. Así pues, había poco más o menos seis horas de carrera efectiva; como para atiborrar al público.
La línea de llegada se encontraba situada frente al pulvinar palatino, a la altura de la meta prima.
Tal evolución había obligado a los organizadores a especializarse y a sacrificarlo todo a los caballos. Antaño, entre las carreras se exterminaban multitud de animales, hasta el punto de que César había tenido que proteger a los espectadores mediante un foso lleno de agua. Actualmente, los animales se reservaban más bien para las mañanas del anfiteatro —donde, además, el muro de contención de las gradas era notablemente más elevado— durante los descansos entre carrera y carrera, muy abreviados, apenas se presentaban más que espectáculos secundarios, para entretener la espera.
Cuando Pablo, Lucas y Kaeso ocuparon el pequeño palco que debían a la amabilidad de Silano, hacia la hora cuarta de la mañana, la arena se hallaba provisionalmente animada por una multitud de boxeadores de peso pesado, que se machacaban con entusiasmo al son de las flautas. El antebrazo y la mano de estos bravos iban armados con cestes, tiras de cuero provistas de chapas de plomo, cada una de las cuales pesaba nueve libras, y la técnica más eficaz consistía, desde luego, en apuntar a la cabeza. Cuando un boxeador torpe recibía un buen golpe en los dientes, estaba condenado a tomar sopa durante el resto de sus días. Al impacto de los cestes, manejados por atletas de espaldas de leñador, se aplastaban bocas y narices, los ojos reventados salían de sus órbitas, las orejas se deshilachaban, fragmentos de cerebro brotaban de los cráneos fracturados. Dado que el primer golpe severo solía ser decisivo, los combates eran, naturalmente, breves. Después de algunos pases y fintas uno de los adversarios se desplomaba, muerto o desfigurado. Lo que resultaba emocionante en este boxeo, susceptible de conmover a un público menos hastiado, era que cada combatiente, en cada encuentro, no sólo arriesgaba su vida por el placer de los espectadores, sino también su integridad física, yendo aún más lejos que el gladiador en su sacrificio. Así pues, la mayor parte de los boxeadores quedaba eliminada de la competición con bastante rapidez, y las carreras de cierta duración eran muy raras.
Antes que atender a esta masacre, que no esperaba, Pablo, asqueado, miraba hacia el palco imperial que continuaba vacío. Nerón, que se acostaba tarde, no se levantaba temprano. Pero ya estaban llevando al pulvinar lechos y cojines, lo que confirmaba la próxima llegada del emperador. El pulvinar, en el sentido general del término, era también ese cojín sobre el que tendían la estatua de los dioses con ocasión de las lectisternes, banquetes sagrados donde los inmortales comían en compañía de los mortales. Y, por extensión, la palabra había acabado por designar un lecho mortuorio, e incluso tal o cual palco desde donde los Césares seguían un espectáculo. El pulvinar del Gran Circo, cubierto y de grandes dimensiones, se comunicaba con el viejo palacio de Augusto y con el resto de los palacios de la colina.
Lucas, de origen griego, había frecuentado los espectáculos orientales antes de su conversión, y al principio se sintió impresionado por el grandioso aspecto de los lugares. Desde el alto pulvinar imperial hasta el muro de contención, que dominaba el foso lleno de agua —el «Euripo»— y las pistas, todo era una cascada de togas claras, de atuendos militares de gala, de vestidos femeninos multicolores. Se veían multitud de togas claras en todas las gradas inferiores del circo, y también en la terraza que recubría las carceres, donde se encontraban el presidente de los Juegos y su séquito. Los emperadores recordaban constantemente que los ciudadanos tenían que aparecer en toga en los espectáculos, pero muchos —incluso senadores— se hacían rogar y preferían mezclarse anónimamente con la muchedumbre de los pullati, baja plebe vestida de pardo, donde tenían campo libre para buscarse la vida y comer. Todo el mundo se acordaba de la algarada entre el emperador Augusto y un «caballero» al que el primero había reprochado que calmase su sed en toga. El hombre le había contestado con insolencia al Príncipe: «¡Cuando tú sales para almorzar, estás seguro de que no te quitarán el sitio!»: Pero, en cuanto a las comilonas de los pullati, se hacia la vista gorda.
Esta enorme multitud esperaba con impaciencia la próxima carrera, mientras Kaeso hacia que Lucas admirara la vista sobre las frondosidades y los monumentos del Aventino. Pero desde los flancos del Aventino la vista sobre el Palatino coronado de suntuosos edificios era todavía más bella.
Se desarrollaban los últimos combates. Estaban evacuando a los lisiados, a los molidos a golpes, a los muertos. Las pistas se rastrillaban para ocultar la sangre y se regaban con odres perforados.
Pablo le dijo a Kaeso:
—No me habían advertido que, incluso con ocasión de las carreras de caballos, se hacía correr sangre humana de forma gratuita.
—¡Los sitios son gratuitos, en efecto!
»Vamos, levanta el ánimo y piensa un poco en tu… en nuestro Cristo, que no tenía miedo de codearse con la hez del pueblo. ¿Cómo vas a convertir a los romanos si te encierras en un ghetto como los judíos? Hacer acto de presencia no significa forzosamente complicidad.
Mientras Pablo meditaba esta enseñanza, cuya exégesis era, ay, muy difícil, Kaeso añadió:
—Has recurrido a una toga para figurar aquí hoy. Piensa también que tu calidad de ciudadano romano te impone que consideres nuestras costumbres sin hostilidad sistemática. Esfuérzate por comprender antes de condenar. Si no, abandona la ciudadanía romana. O bien llevas la toga, o no la llevas. ¡Puesto que tienes derecho a llevarla y la llevas no babees sobre ella!
Kaeso había tocado una cuestión que no dejaba de preocupar a Pablo. Un judío, en la medida en que las leyes romanas le aseguraban un lugar legal en el Imperio, podía aceptar sin crisis de conciencia ser ciudadano romano. ¿Era acaso lo mismo para un cristiano, que no podía argüir la pertenencia a una nación precisa para vivir al margen de las costumbres corrientes, y a veces de las leyes?
Como si Kaeso hubiera olfateado intuitivamente toda la acuidad del problema, lo resumió en una frase contundente, cuya crueldad se le escapaba:
—A los ciudadanos insoportables sencillamente se les corta la cabeza, mientras que los no ciudadanos son crucificados, arrojados a las fieras, despachados en las más infamantes y abyectas condiciones: ¡no abuses de tu toga!
Herido en lo más vivo, Pablo contestó:
—¡Si mi ciudadanía romana no favoreciera mi apostolado entre los gentiles[138], hace mucho tiempo que habría declinado tal honor!
—Te creo. Pero entonces te estás sirviendo de tu toga para vulgarizar una doctrina en la que esta victoriosa toga no tiene cabida.
—Yo no babeo sobre mi toga: ¡Los romanos me la han ensuciado, y yo la estoy lavando!
Lucas, que, con su manto griego parecía el sirviente de los otros dos, intervino con dulzura:
—Ambos debéis tener razón, pues a primera vista no sabría decidir entre uno y otro. Cuando un cristiano viste la toga romana o solamente la hereda después de haberse convertido, como fue el caso de Pablo, ¿debe, tras madura reflexión, lavarla o abandonarla? Abandonarla sería una pena, pues los cristianos aspiran a ser buenos ciudadanos, mejores incluso que los demás. Pero, mientras tanto, es ciertamente difícil conservar limpia esa toga en medio de tantas deshonras.
Con un alarido, el último boxeador, una papilla sangrienta en lugar de boca, acababa de besar el polvo, y el vencedor, a quien el árbitro había apartado de su presa, se dirigía apresuradamente hacia la terraza de las carceres para recibir su recompensa, entre unos aplausos bastante escasos. Los boxeadores eran los hombres de relleno de la arena. Su sueño era que un rico y miedoso noctámbulo lo contratara como guardia de corps, pero ya muchos gladiadores en paro o jubilados estaban en la lista de espera.
Había agitación del lado de las carceres. Unos esclavos tomaban posiciones para abrir las puertas caladas tras las cuales piafaban los caballos. Otros se apresuraban a bajar la cuerda, sostenida por unos Hermes, que cerraba a cierta distancia la entrada de cada cuadra. Y también había agitación en la spina, adornada con divinas estatuas doradas, altares, columnas conmemorativas y ese obelisco de granito de ciento veinte pies de altura que Augusto había hecho traer de Heliópolis, pues sobre la spina se contaban y pregonaban las siete vueltas a la pista: en frente de la línea de llegada se elevaba un gran huevo de madera por cada vuelta cumplida, y en el otro extremo de la spina se hacía descender, a cada media vuelta, uno de los delfines de bronce que databan de Agripa. El distraído intermedio de los boxeadores había terminado. Volvían las cosas serias.
En la terraza de las carceres estallaron las trompetas, cuatro puertas se abrieron, y cuatro nuevas bigas avanzaron hasta la cuerda.
Las carreras empezaban por los tiros de dos caballos y, conforme avanzaba el día, crecía el número de caballos por carro: llegaban hasta seis, ocho e incluso diez, pasando por las trigas y las cuadrigas. Pero la mayor parte del tiempo bigas y cuadrigas componían lo esencial de las prestaciones, a razón de dos bigas por cada cuadriga.
A los palafreneros, aferrados a la boca de los animales, les costaba mucho retenerlos. Este momento capital se prolongaba, pues era la ocasión para las últimas apuestas, recogidas por los encargados que dividían en zonas a la asistencia. Antes de la inauguración de los Juegos, el magistrado curul que presidía echaba a suertes los emparejamientos de carros de un mismo tipo, de los que el público era informado por jinetes voceadores y portadores de pancartas, pero una parada prolongada ante las cuerdas de partida permitía verificar la información y sobre todo juzgar el estado de los caballos, cuya traza, en todo caso, era soberbia; penacho de plumas en la cabeza, cola y crines artísticamente trabajadas, pecho constelado de faleras tintineantes, flexible collar en torno al cuello. Los acaballaderos de Apulia, Sicilia, Tesalia, África y sobre todo de España se las ingeniaban para producir los caballos de carreras más rápidos, domados a los tres años y presentados en el circo a los cinco.
Los propios aurigas, de pie en su ligero y estrecho carro, casco sobre el cráneo, botas bien acordonadas, vestidos con los colores de su factio, que se veían también en el plumero de los caballos, sostenían el látigo en ristre con una mano y con la otra tiraban de las riendas, cuyas largas prolongaciones les rodeaban la cintura. Cuanto más numerosos eran los caballos, más indispensable se volvía este peligroso arreglo para que los cocheros pudieran dominar semejante juego de riendas. En caso de caída, un puñal bien afilado les ofrecía una débil oportunidad para librarse de las mortales ataduras.
—Si no conozco mal a mis romanos —le dijo Pablo a Kaeso— la excitación que ahora recorre todo el Circo no es la que a un ingenuo podría parecerle: no es el caballo lo que esta gente debe de olfatear, sino la sangre.
—Te lo debe de haber inspirado tu toga o el rumor público —contestó Kaeso sonriendo—. El riesgo de catástrofe (en latín decimos de «naufragio») es muy grande. Pero hay compensaciones. La mayoría de estos aurigas son de origen servil. Algunos de entre ellos, los miliarii, han ganado sin embargo más de mil carreras y reunido decenas de millones de sestercios. Son, con la élite de los gladiadores y los pantomimos, los preferidos de las damas y los mimados del Príncipe, que les perdona muchas calaveradas, pues llevan una vida a rienda suelta, en la incertitud del mañana. Por uno que se retira liberto y con fortuna, ¡cuántos hay que mueren a los veinte años por haberse ceñido demasiado a un mojón!
»Y ya te habrás dado cuenta de que sus caballos son casi tan célebres como ellos mismos: se ven sus nombres tanto en las lámparas de los alfareros como en los pavimentos de mosaico, se les construyen tumbas donde están grabadas sus victorias. Cada animal tiene su genealogía y sus fanáticos…
»El decimoctavo día de las Calendas de enero, a mitad del mes de diciembre, que casualmente resulta ser el aniversario del nacimiento de Nerón, se ofrecen sacrificios al dios de los caballos, Consus, cuyo templo está oculto bajo el pedestal de la meta prima. Y en los Idus de octubre inmolan a Marte, en su altar del Campo de Marte, el caballo de la derecha de una biga vencedora, el que ha recorrido más terreno. Es la fiesta del «caballo de octubre». El vencedor es elegido al azar pues, de otra forma, un auriga que ame a sus caballos no estaría ansioso por ganar una carrera semejante. Se dice que Calígula quería hacer cónsul a su caballo favorito. Ya ves el caso que hacemos de estos cuadrúpedos en Roma.
El bípedo edil curul encargado de la presidencia, desde lo alto de su tribuna, arrojó de pronto a la arena una servilleta blanca[139], las trompetas resonaron otra vez, cayeron las cuerdas y las cuatro bigas se abalanzaron hacia delante. Era la carrera número diecinueve de la mañana, tras una pompa inaugural que había llevado su tiempo.
Clamores torrenciales animaban a los Azules o a los Verdes. Pablo preguntó por qué olvidaban a los Blancos y a los Rojos.
—Porque —explicó Kaeso— Azules y Rojos por un lado y Verdes y Blancos por otro terminaron por fusionarse, para mejor hacer frente a los considerables gastos que precisa el entrenamiento de hombres y caballos. Las primas para los vencedores y la generosidad del Príncipe no siempre cubren los gastos. Así que en la práctica sólo quedan dos facciones, los plebeyos Verdes, sostenidos por Nerón, y los Azules. Pero cada facción conserva sus cuadras y sus áreas de entrenamiento. El cuartel general de los cocheros, donde reina una trepidante actividad, está en el Campo de Marte, a poca distancia del puente Janículo, todavía llamado puente de Agripa. Mi futuro abuelo —¡si puedo llamarlo así!— ha dejado su nombre en todas partes.
Los cuatro carros habían superado el peligro que ofrecía el primer mojón. En vista del sentido giratorio, y puesto que las metae se encontraban siempre a la derecha de los tiros, los aurigas ponían en ese lado a los caballos mejor adiestrados. Cuanto más de cerca se rozaba el mojón, más reducida era la distancia a recorrer. La anchura de la pista permitía a varios carros virar de frente, pero la amplitud de la maniobra hacía perder mucho terreno a los mal situados, que perdían mucho menos pisándole los talones a un adversario, al que se esforzaban después en pasar en la siguiente línea derecha. A medida que la carrera avanzaba, las aceleraciones eran más furiosas, y los riesgos de empujones y de «naufragio» aumentaban de manera dramática en la vecindad de las metae.
Ciertos aurigas creían poder ir en cabeza desde la partida y conservar durante siete vueltas su posición. Otros se mantenían en segundo lugar para, al final, efectuar una penetración. Y otros no tenían miedo de retener a sus caballos con la idea de explotar, vuelta tras vuelta, la fatiga de los más rápidos y vencer al favorito en la línea de llegada.
Un poco antes de la última meta secunda tropezaron dos ejes y el auriga azul salió despedido, pero afortunadamente consiguió cortar sus riendas.
Kaeso les dijo a Pablo y a Lucas:
—La hazaña no es tan fácil cuando el cochero tiene en torno al cuerpo las riendas de un tiro de diez caballos —los decemiugues— o incluso las de una cuadriga. Si el público tiene preferencia por las cuadrigas, sin duda es porque la conducción exige una habilidad superior, pero también, con toda seguridad, porque comporta mayores riesgos.
El auriga blanco, con gran acompañamiento de latigazos, franqueó como vencedor la línea de llegada: así pues, los Verdes habían ganado la carrera.
La marea de alaridos dejó paso a gritos de alegría o decepción, a pesar de que las apuestas más fuertes concerniesen a las cuadrigas o a fórmulas aún más ambiciosas.
Los tres carros restantes habían evacuado la pista por la puerta que separaba las dos filas de carceres y que daba a un patio de honor, que a su vez daba a las cuadras y a la primera puerta oeste de acceso al circo.
El auriga victorioso no tardó en subir a recibir de las manos del presidente las recompensas honoríficas: una palma y una corona de laurel con hojas de oro y plata. El premio en dinero se pagaba más tarde. Esta solemnidad se veía realzada por el soberbio aspecto del presidente responsable: túnica púrpura, toga bordada, pesada corona de oro en la cabeza, tan pesada que un esclavo tenía que rectificar a veces su posición, y bastón de marfil en la mano rematado por un águila con las alas desplegadas.
Apenas coronado, el auriga se apresuró a poner la corona sobre el cráneo calvo de un personaje del séquito del edil.
Kaeso tuvo que dar explicaciones otra vez:
—Si el auriga es esclavo o liberto, honra así a su amo antes de compartir el dinero con él según un acuerdo previo, que es objeto de un constante chantaje. En cuanto a los aurigas libres, se venden muy caro a una u otra facción.
Desde el pórtico-pasillo que dominaba las gradas, dos palomas verdes echaron a volar de repente, un poco a la derecha del pulvinar, detrás del palco de Kaeso y sus invitados. Como Pablo y Lucas seguían con los ojos, estupefactos, a estos extraños animales, Kaeso dijo riendo:
—El dueño del tiro vencedor avisa de esa forma a su mujer o a un amigo… ¡a no ser que los dos sean uno y el mismo! Las palomas pintadas de azul o de rojo no son menos divertidas. Sólo las palomas blancas dedicadas a los blancos escapan a la pintura.
El sol tomaba altura y el circo se terminaba de poblar, fenómeno sensible, sobre todo, en las zonas reservadas. Cuando una personalidad conocida llegaba a su sitio, en los alrededores se oía una ola de aplausos o de insultos. Tras la desaparición de las elecciones republicanas —que además nunca habían favorecido sino a los ricos de todos los partidos— los espectáculos se habían convertido en la mejor ocasión para el populacho de expresar sus simpatías o antipatías. Los senadores más tradicionalistas eran, generalmente, los más zarandeados.
Esta vez hubo un intermedio con desultores, acróbatas que llevaban dos caballos a la vez y que en mitad de la carrera saltaban de una montura a otra (¡de ahí la encantadora expresión de Ovidio, desultor amoris, para calificar a un veleidoso!). Otros acróbatas, montando a pelo, adoptaban todas las posturas posibles, recogían pañuelos de la pista al galope o salvaban una cuadriga de un salto. Hasta hubo una carrera muy clásica entre nueve caballos árabes de los acaballaderos de Córdoba. Pero esta clase de pruebas no apasionaba a nadie: la caída de un jinete era mucho menos espectacular que un hermoso naufragio de decemiugues.
Durante estas fantasías Marcia fue a sentarse al palco, vestida con una stola deslumbrante y protegida del sol por una amplia sombrilla que sostenía un pequeño etíope. El verde claro de la sombrilla, el amarillo canario de la stola y el negro del etíope vestido de rojo formaban una orgía de colores que no estaba pensada para pasar desapercibida.
Tras las presentaciones, Marcia se sentó con autoridad entre Pablo y su hijastro, mientras que Lucas seguía sentado al lado de Pablo. La repentina presencia de Marcia no tenía nada de sorprendente. Loca por Kaeso, debía de estar en busca de cualquier oportunidad para volver a verlo y cautivarlo.
—Ah —le dijo Marcia a Pablo— ¿tú eres el famoso judío cristiano, experto en devaluaciones, que resucitas a los oyentes que tú mismo has dormido y compite con mi estatua para curar a los ciegos?
La entrevista empezaba mal. Pablo no podía por menos que excitar los celos naturales de Marcia hacia todo lo que amenazaba trastornar a Kaeso, y esta mujer brillante era, a los ojos de un virtuoso misógino, el compendio de todos los defectos y peligros del sexo.
La pregunta de Marcia era lo bastante compleja como para que Pablo pudiera inclinarse sin contestar.
—¿Cuándo vendrás a tratar el reumatismo de mi marido?
—Temo no ser competente en reumatismos.
—¿Y eso por qué? Quien puede lo más puede lo menos.
—Por cierto que no. El Dios a quien sirvo siempre resucita a los muertos, sana a veces a un enfermo grave o a un lisiado, pero considera que los pequeños inconvenientes de la existencia deben contribuir a nuestro perfeccionamiento moral.
—¡Un dios muy fastidioso, si hay que esperar a estar muerto para tener tratos con él!
—En efecto, es la manera más segura de conocerlo.
—¿Hablas del dios judío o del dios cristiano?
—Son de la misma familia.
—¡Vaya novedad!
—La novedad del siglo… ¡y no sólo de éste!
Marcia le dijo a Kaeso, sin bajar la voz:
—Tu amigo es muy divertido. ¡Adoro a la gente que dice barbaridades con el tono más profético del mundo!
Kaeso intentó arreglar las cosas:
—La doctrina de Pablo puede parecer un poco abrupta a primera vista, pero es rica en detalles interesantes. Desde que se admite lo increíble, el resto sigue naturalmente, de forma lógica y seductora.
Y como la ocasión era buena para deslizar en la mente de Marcia la sospecha de que su interés por ciertos dogmas cristianos podía ser sincero, Kaeso añadió:
—Es difícil frecuentar a Pablo sin convencerse poco a poco de lo que expone. Por ejemplo, sus ideas sobre el matrimonio son nuevas y sublimes.
—¿Ideas nuevas sobre ese tema, a estas alturas?
—Si, a los hombres ya no les estaría permitido divorciarse para volverse a casar, ni engañar a su mujer, ni hacer el amor fuera del matrimonio, ni siquiera hacer trampas en la cama para evitar un embarazo.
Marcia le lanzó a Pablo una mirada torva; éste se erizó como un gato, y ella se volvió hacia Kaeso:
—¡Con ese sistema, las mujeres morirán de parto como moscas, y los hombres ya no tendrán, ciertamente, necesidad de divorciarse! ¡No me irás a decir que te han impresionado semejantes bobadas!
—¡Ah, hay que oír a Pablo, tan casto como la madre de su dios, defender su causa con acentos donde gime la brisa del cielo! ¡Después de todo, qué importa que las mujeres mueran de parto, si él está al acecho para resucitarlas!
Según su mala costumbre, Pablo empezaba a irritarse. Lucas, que le daba golpecitos en el brazo para calmarlo, se responsabilizó de decirle a Marcia:
—Ante todo, nosotros pensamos, claríssíma[140], que la divina razón de ser del matrimonio cristiano es la procreación, y que la legítima concupiscencia debe estar sometida a este fin. ¿No puedes comprendernos, tú que has educado tan bien a Kaeso que habla de ti con honor?
—Eso suena mejor.
Iba a empezar la enésima carrera cuando el pórtico, a cada lado del pulvinar, se llenó de pretorianos; y los soldados de la guardia germánica tomaron posiciones en el propio palco imperial. Al fin apareció Nerón, con las vestiduras de triunfador habituales en tales ocasiones, acompañado por Popea, algunos amigos y augustiniani y una vestal, reconocible por su vestido blanco y su alto peinado.
El emperador permaneció de pie un instante para corresponder a las aclamaciones de bienvenida de la muchedumbre, que pronto tuvo el capricho de exigir las cuadrigas antes de la hora convenida. Como el Príncipe seguía impasible, pronto las injurias se mezclaron a las súplicas. Injuriar de manera ingrata y anónima a César con ocasión de un espectáculo era la última libertad política de los ciudadanos, y la primera de los esclavos y libertos, que nunca habían tenido otra. Se entiende que el menor pretexto fuera bueno.
Nerón hacia durar la prueba, atento como a un aire de cítara, intentando distinguir las notas justas de las falsas. La plebe de los Verdes berreaba: «Matricida, fratricida, asesino de tu mujer y de tus parientes…», pero estas habituales gentilezas se escandían con voz cómplice y tranquilizadoras a veces risueña. En el fondo, significaban: «Aunque seas todavía más crápula que nosotros —¡y sobre todo por eso!— te queremos bien». En contrapartida, desde hacia algunos años las gradas de los Azules, con sus aristocráticas pretensiones, daban cada vez menos satisfacciones. Algunos exaltados chillaban con aire maligno; la mayor parte conservaba un pesado y desagradable silencio.
Nerón le dijo a Petronio:
—¿Oyes lo que yo oigo?
Petronio aguzó el oído y contestó:
—Oigo a los que callan, y evidentemente son demasiados. Los perros que ladran nunca muerden.
—Ah, ¿también tú lo has notado?
—¡Después que tú! Estás escuchando el ruido de esta marejada como un artista al que no se le escapa nada. Sólo tu voz conseguiría la unanimidad.
El cumplido se adapta al sujeto. Nerón era inteligente, pero artista, y para un verdadero artista un cumplido nunca es demasiado grande.
El emperador se encogió de hombros y ordenó decir al presidente que presentara las cuadrigas. Podrían sacar a las bigas que quedaban al final del programa, antes de los carros de seis caballos y más. Con un gesto amable y circular de la mano, que desencadenó un inmediato entusiasmo, Nerón se sentó, y los 250 000 espectadores que se habían levantado a su entrada se sentaron también, unos sobre piedra, otros sobre madera, algunos sobre los cojines que habían llevado o alquilado. Ciertas damas, arrellanadas entre cojines, tenían incluso una banqueta bajo los pies.
Pablo estaba muy asombrado por la canallesca insolencia de la plebe y la tranquila magnanimidad del Príncipe, tan cerca del palco de Silano que el primero había podido escrutar su fisonomía; y, por un total contrasentido, se preguntaba si esta actitud no era indicio de un remordimiento, de confusas disposiciones cristianas que podrían sacarse a la luz. Las multitudes de Oriente pasaban de la insipidez al tumulto, y los últimos potentados de aquellas tierras, quisquillosos clientes de Roma, no tenían ese lado familiar.
Después del alto critico delante de las cuerdas, cuatro cuadrigas saltaron hacia delante, y la exaltación de los espectadores aumentó un grado. Sólo las dos yeguas del centro estaban unidas al timón por el collar. Los dos sementales exteriores, colocados ligeramente en flecha, se llamaban funales, pues la unión sólo estaba asegurada mediante cuerdas o funes. La precisión de los virajes en el mojón dependía del funalis de la izquierda.
Marcia seguía las evoluciones de las cuadrigas con el franco placer que ponía en todos los Juegos, pero la eventual influencia de Pablo sobre Kaeso no dejaba de preocuparle. ¿Cuántos jóvenes romanos idealistas e ingenuos no habían sido víctimas de charlatanes de todas clases, que trataban de dominar los espíritus por medio de una secta cualquiera? Y con frecuencia las pretensiones terapéuticas iban acompañadas de extravagancias sexuales para mejor turbar y desequilibrar a las víctimas. ¡Este Pablo era muy de su tiempo!
A veces también se daba el caso de que los brujos o hechiceras robasen niños de corta edad, los hicieran morir lentamente de inanición, enterrados hasta el cuello delante de las vituallas, y fabricaran filtros de amor con la médula y el hígado. El trágico epitafio del cementerio Esquilino era bien conocido por todos los padres de Roma:
«JUCUNDUS, HIJO DE GRYPHUS Y DE VITALIS. IBA A CUMPLIR MI CUARTO AÑO, PERO ESTOY BAJO TIERRA EN LUGAR DE SER LA ALEGRÍA DE MI PADRE Y DE MI MADRE. UNA HECHICERA ABOMINABLE ME ARREBATO LA VIDA. ELLA SIGUE EN ESTE MUNDO Y NO HA DEJADO DE PRACTICAR SUS CRUELES SACRIFICIOS. VOSOTROS, PADRES, CUIDAD BIEN A VUESTROS HIJOS, SI NO QUERÉIS TENER EL CORAZÓN TRASPASADO DE DOLOR».
Pero había cosas peores que estas hechiceras, que sólo quitaban la vida. Los propagandistas como Pablo deseaban el alma misma de los jóvenes, y a fuerza de hacerse el tonto para hacer rabiar a su madrastra, no seria imposible que Kaeso llegara a serlo por las buenas.
Luego de un recorrido sin naufragios, un carro Rojo y otro Verde se habían presentado juntos en la línea de llegada, cosa que había suscitado una polémica siempre delicada, que debían zanjar los jueces de línea bajo las furiosas y contradictorias presiones de la asistencia.
Mientras que el jurado deliberaba, dos escuadrones de la guardia germánica, que salían de su cuartel del Esquilino —más cercano al palacio que el campo de los pretorianos— entraron en la pista al mismo tiempo por las puertas este y Oeste del Gran Circo y se libraron a varios asaltos corteses al son marcial de las trompetas.
Nerón estaba interesado por la presencia de Marcia y de un hermoso joven en un palco del que había olvidado que fuera de Silano. Mientras Popea, cuya hierática belleza concentraba las miradas, charlaba con la vestal, todavía de bastante buen ver, garabateó unas líneas de su puño y letra en sus imperiales tablillas, que ordenó llevar a Marcia, sentada un poco más abajo, a su derecha.
Y Marcia pudo leer, después de haber roto el divino sello:
—Tu belleza iguala a la de tu vecino. ¿Qué hacéis ambos después del espectáculo?
El mensajero esperaba la respuesta y presentaba el punzón para escribirla. Marcia leyó en voz alta para Kaeso las dos frases, que Pablo y Lucas también pudieron escuchar.
Halagado, aunque un poco inquieto, Kaeso le dijo a Pablo:
—La belleza del vecino sólo puede ser la tuya. ¡Querías ver a Nerón y ya se está timando contigo! ¿No es ahora o nunca el momento de someterte a la voluntad del amo, como recomiendas a los esclavos, para infundirle la verdadera doctrina?
—No es momento de bromas —dijo Marcia—. El emperador nos está mirando.
Ante semejante proposición, habría sido poco político reflexionar demasiado tiempo. Así que Marcia escribió en respuesta, leyendo en voz alta para Kaeso y Pablo a medida que trazaba las líneas:
«Soy la nueva esposa de tu fiel D. Junio Silano Torcuato y mi vecino es mi hijastro de un primer matrimonio, a quien he educado durante quince años. ¡Es obvio hasta qué punto nos halagas! Pero te devolveremos la cortesía la noche del IV de los Nones de mayo, puesto que Décimo me ha anunciado que ese día vendrás a cenar con nosotros».
Cuando Nerón leyó la respuesta, Marcia y su augusta persona intercambiaron una cortés sonrisa de pena.
Kaeso le hizo observar a Pablo:
—Ya ves lo que es la vieja virtud romana. El emperador nos tira su pañuelo, a mi madrastra y a mí, para una agradable partida, en la que tal vez habría mucho que ganar. Y bien, Marcia lo manda a paseo, y yo también. Incluso entre los judíos o los cristianos es rara esta clase de pudor.
—Por cierto que estoy vivamente admirado —reconoció Pablo—. Pero había oído decir que los emperadores no se andaban con chiquitas a la hora de deshonrar a aquellos o aquellas que les gustaban.
—Cada emperador —dijo Marcia— tiene sus costumbres. Calígula saltaba sobre cualquiera, y para aumentar sus ingresos hizo que raptaran por la Ciudad a un montón de matronas aventuradas, que se encontraron metidas en un ala del palacio habilitada como lupanar. Pero tales atentados no le trajeron buena suerte. Claudio no insultó a la mujer de nadie, y Nerón ha sido relativamente sensato en este aspecto, hasta ahora. Es un hombre que sabe vivir.
»Por otra parte, para agradecerte la información financiera, y puesto que parece que Nerón te interesa más que el dinero, mi marido ha dicho que también tú estás invitado la noche del IV de los próximos Nones. Te colocaremos en un triclinium desde el que puedas seguir las conversaciones del triclinium imperial.
—Me hacéis un gran honor, y será un placer para mí.
—¡Sobre todo, permanece tranquilo! No vayas a reprocharle a Nerón hacer el amor fuera del matrimonio.
—¡No temas nada! Sé ser diplomático cuando la ocasión lo requiere.
Kaeso precisó:
—Pablo está acostumbrado al gran mundo. Un día expuso su doctrina ante el rey Agripa y la deliciosa Berenice, y estoy seguro de que no le reprochó al rey que se acostase con su hermana. Su silencio de buen tono tuvo que animarles, incluso. He leído, en un librito que Pablo me ha prestado, la triste historia de un profeta judío, llamado Juan Bautista, al que cortaron la cabeza por haber acusado a un dinasta local de tomar por esposa a la mujer de su hermano. Pero Pablo no es de esa raza insolente. Los cristianos —hasta nueva orden— son la dulzura y la discreción en persona.
Lucas daba golpecitos con creciente energía en el antebrazo de Pablo para prevenir un penoso estallido. Kaeso tenía un inocente talento para meter la pata.
Pablo se limitó a preguntar:
—¿En qué día cae el IV de los próximos Nones? Sé contar a la manera judía o griega, pero el calendario romano es un rompecabezas para los orientales.
Marcia contó con los dedos y dijo:
—El IV de los Nones[141] es también el cuarto día después de las Calendas, incluyendo las Calendas en la cuenta.
—¿Por qué los romanos cuentan hacia atrás, y no a partir de un día cualquiera?
—Tal vez Kaeso, que es tan culto, pueda decírtelo…
—Esta cuenta hacia atrás expresa, creo, el carácter profundamente religioso de los romanos. Los Nones, los Idus y las Calendas corresponden a antiguos días de fiesta, y cuando uno se prepara para una fiesta, es natural que tache cada noche un día del calendario, como el legionario que espera su liberación.
Y dirigiéndose más particularmente a Pablo, Kaeso desarrolló su idea:
—Tu nueva religión podría inspirarse felizmente en nuestro calendario religioso romano. El año se dividiría en fiestas conmemorativas: nacimiento, bautismo, transfiguración, crucifixión, resurrección, ascensión… ¿qué sé yo?… de Jesús, y los pueblos de Occidente, y a acostumbrados a deducir los días en previsión de una fecha, deducirían entonces en función de tales acontecimientos.
Por quimérica que fuese, la idea causaba impresión. Y manifestaba un preclaro interés del catecúmeno por la implantación del cristianismo en el Oeste.
Tras largas discusiones, el jurado acababa de atribuir la victoria a la cuadriga Verde, lo que levantó una tempestad de protestas en el partido Azul. Y los que tenían malas pulgas no se limitaban a invocar los manes de Británico, Agripina u Octavia. Las injurias llegaban a ser verdaderamente viciosas. Se señalaba con el dedo a la vestal instalada en el pulvinar y resonaban las acusaciones de sacrilegio. Como sólo los ricos dan motivos, una oposición siempre dispuesta a difamar había acusado a Nerón de violar a la tal vestal, llamada Rubria; y como el emperador, para acabar con estos chismes absurdos, no temía presentar a la vestal a su lado públicamente, las acusaciones de violación se habían trocado en acusaciones de impío concubinato.
Fastidiado por esta orgía de bobadas, el emperador dio orden de expulsar a algunos de los perturbadores más violentos; y desde el pasillo-pórtico que coronaba tres lados del recinto, los soldados de las cohortes urbanas, ayudados aquí y allá por los pretorianos, se zambulleron en las gradas para apresar a los culpables, lo que no fue posible sin algunas escaramuzas bastante violentas.
Pero la multitud conocía instintivamente los límites que no debía sobrepasar, pues los circos, anfiteatros o teatros, si por un lado favorecían, a causa de un fenómeno contagioso, la oposición más insolente, eran también magníficas ratoneras, donde un número reducido de soldados podía pasar por las armas a enormes multitudes desarmadas, asestando todos los golpes en esa masa de exasperados, que estaban como arenques en un ánfora[142].
Pablo se informó:
—¿Van a enviar al suplicio a esos insolentes?
—¡En absoluto! —contestó Marcia—. En lo que respecta a las injurias personales y públicas, el emperador, es de ordinario, la paciencia en persona. Los autores de sátiras y de epigramas, o los actores y mimos ariscos, salen siempre bien librados. Tras la muerte de Agripina, a una mujer ingeniosa que había expuesto a un muchacho en el Foro con este letrero: «¡Te abandono por miedo a que un día me asesines!», ni siquiera la molestaron. Lo que Nerón no perdona son los ataques directos a su poder, su seguridad y su reputación de artista, cosas todas que parecen unidas en su pensamiento.
En medio de una calma relativa, las cuadrigas reanudaron su vuelo.
Pablo no había entendido gran cosa del incidente de Rubria, a la cual, ruborizada, estaba consolando Popea. Kaeso lo puso al corriente, y le dio una breve idea sobre las famosas vestales:
—El emperador, en tanto que Pontifex Maximus, las elige entre los seis y once años en las familias patricias, cuya nobleza se remonta en teoría a los primeros tiempos de Roma. Les cortan el cabello, son novicias durante diez años, practican su ministerio durante otros diez e instruyen a las novicias durante diez años más. Cerca de los cuarenta años tienen derecho a volver al mundo y casarse, pero es raro que acepten renunciar a sus privilegios por este hipotético matrimonio. De esa manera, las vestales sobrepasan el número de seis, considerado como necesario y suficiente.
»Estas piadosas personas están libres de toda tutela, salen en carro curul o en litera, los magistrados bajan sus pabellones ante ellas y les ceden el paso, tienen derecho a indultar a los criminales que encuentren por casualidad, muchos ciudadanos les ponen su testamento entre las manos y tienen sitios reservados en los espectáculos. Sin disfrutar legalmente de ninguna autoridad, inspiran tanta veneración que su intercesión discreta en los asuntos públicos o privados siempre es eficaz. Se dice que fueron las vestales las que disuadieron a Sulla de poner a Julio César en las listas de proscripción.
»Su vivienda es un edificio circular, entre el Palatino y el Capitolio, que no ha sido consagrado por los augures, a fin de que el senado no pueda reunirse allí, No es, pues, un verdadero templo, y los hombres no tienen derecho a entrar en él después de la caída de la noche. El fuego sagrado que las vestales alimentan lo enciende el propio sol en las Calendas de marzo al reflejarse en un espejo metálico cóncavo. La vestal que deje extinguirse el fuego corre el riesgo de ser azotada. La que rompe su voto de castidad es, en principio, enterrada viva.
Cuando se calmaron las aclamaciones que saludaban la victoria de un carro Rojo, Kaeso añadió:
—En vista de la importancia de la virginidad en tu religión, y para seguir dentro de la tradición romana, sería muy indicado que los padres cristianos de buena voluntad hiciesen rapar a sus hijas a tierna edad, encerrándolas después en casas de oración. Y a la menor falta contra la castidad, serían crucificadas para distraer al pueblo…
Esta perspectiva no parecía seducir ni a Pablo ni a Lucas, y Kaeso renunció momentáneamente a darles buenos consejos. Se volvió hacia Marcia y los dos charlaron como antaño, mientras las carreras y los intermedios seguían su curso.
A mediodía se interrumpió el espectáculo. Nerón y los que tenían lugares reservados se retiraron para almorzar en la Ciudad. Los demás, pullati y togati, subieron a estirar las piernas al pasillo, donde habían hecho aparición los vendedores ambulantes de platos fríos y hasta calientes, o bien se quedaron simplemente en sus asientos, mordisqueando pan, aceitunas y cebollas.
Marcia, que sentía que Kaeso se le iba a escapar, prolongaba su charla.
Las grandes dádivas para consolar a los perdedores y colmar a los que habían ganado, banquetes y regalos diversos, se aplazaban, generalmente, hasta el final de la jornada, pero Nerón no escatimaba detalles con su plebe, y los esclavos recorrían ya las gradas con sus cestos, arrojando puñados de fichas entre el escaso público. Una de estas fichas fue a caer por azar en las rodillas de Pablo, que se la mostró a Marcia con aire interrogador…
—Cada una de esas fichas —dijo ella— da derecho a un regalo… La tuya vale por una visita a las «Tres Hermanas».
—¿Y eso qué es?
—Es un lupanar bastante cotizado frente al Aventino —explicó Kaeso—. Pero nada te obliga a subir hasta allí. ¡Todavía estamos en el país de la Libertad!
El embarazo de Pablo era cómico. Si metía la ficha en su bolsa, el gesto parecería equívoco, y si la tiraba otra vez para favorecer a otro, el pecado pesaría sobre él.
Esto fue, no obstante, lo que Kaeso le recomendó:
—Dámelo: alguno de los esclavos de mi padre lo aprovechará. En toda buena moral, el pecado empieza con el conocimiento que de él se tiene.
—¡Basta con que Dios lo conozca para que haya pecado! ¿Entiendes por qué a Pedro no le gusta Roma, ni a mí tampoco?
—Si los pecados de los demás te molestan —le dijo Marcia—, no hay más que dos soluciones: impedirle a la gente que peque, o huir a un desierto.
—¡De uno vengo, clarissima! Empecé mi vida cristiana con un retiro en Arabia.
Pablo, exasperado, se levantó con la odiosa ficha en las manos, y los otros tres lo siguieron hasta la salida.
Ante su litera, que esperaba cerca del Tíber, en la vecindad del templo de Cástor, Marcia se encaró con Kaeso:
—Supongo que tú también preferirás, en adelante, los desiertos de Arabia a mi compañía…
—¡Pero nos veremos pronto!
—¡Siete días! ¿Llamas pronto a eso?
—Seis días y medio, justo después de las Floralias…
Kaeso se inclinó hacia Marcia y le murmuró al oído:
—Aunque hayas sido mi amante (¡si debo confiar en tus recuerdos!) te querré siempre.
—¡Todavía hay tiempo para conciliar nuestros recuerdos!
Diciendo esto, Marcia subió a la litera, descubriendo una pierna perfecta, y Kaeso invitó a sus dos amigos a comer.