Durante la cena, Kaeso tuvo que confesarle a su padre que había diferido la adopción hasta los Idus de mayo, y su incapacidad para aducir un motivo plausible sumió a Marco en una viva inquietud. En el fondo, siempre había pensado que a pesar de las alentadoras apariencias el asunto era demasiado hermoso para ser verdad; y hete aquí que, en vísperas de degustaría al fin a grandes sorbos, la copa se alejaba de sus labios.
Selene salió en ayuda de Kaeso:
—Es normal que tu hijo retrase el momento de abandonarte, después de todo lo que has hecho por él.
Con humor, Marco replicó:
—¡No era cosa tuya, sino de Kaeso, aducir ese bonito pretexto!
—¿Es que nunca has oído hablar del pudor de los jóvenes?
Kaeso no podía hacer otra cosa que bajar púdicamente los ojos.
Se acercaba la luna llena, y Selene animaba a Marco a beber, con intención de dedicarse pronto a la pastelería; mientras que Myra, acurrucada a los pies de Kaeso, lo miraba con devoción.
Marco preguntó de pronto a su hijo:
—¿Por qué compraste esta chiquilla, a la que apenas pareces prestar atención?
—¡Para verla crecer en belleza y virtud!
No era ésta la respuesta que esperaba Marco, en quien la juventud de la muchacha había despertado deseos.
Kaeso precisó:
—Myra me pertenece. Si un esclavo de la casa se permitiera ponerle la mano encima tendría que pagarte su precio, puesto que lo mataría con mis propias manos.
Selene, con la cara muy seria, añadió en broma:
—Kaeso piensa en hacerla infibular para preservarla de cualquier ofensa, y se acostará con ella dentro de diez años, cuando su atractivo esté en el mejor momento.
Marco se levantó del triclinium de muy mal humor.
Al día siguiente, por la mañana temprano, Kaeso recibió algunas líneas de Silano:
«Décimo a Kaeso, ¡salud!
»Ayer por la noche, en casa de Trasea, corría el rumor de que la estatua de Marcia había curado a un ciego. La guardiana del templo acaba de decirme que había oído a tu amigo Pablo reivindicar el milagro en tu presencia. ¿Por qué no me hablaste ayer por la tarde de ese extraño asunto? ¿Qué debo pensar? Si Pablo tiene esa clase de talento, me gustaría mucho que se ocupara de mi reumatismo.
»¡Que te encuentres tan bien como el ciego!».
Antes de salir, Kaeso contestó:
«Kaeso a D. Junio Silano Torcuato, ¡salud!
»Dudé en hablarte de este asunto porque ni yo mismo sé lo que debo creer, y esperaba que el trato de Pablo me proporcionaría una luz decisiva. El hecho es que este judío que ha roto con las sinagogas frotó los ojos del ciego con un pañuelo azul que Marcia me regaló hace tiempo, que el ciego vio en el acto y que corrió a arrojarse a los pies de la estatua del santuario. Ya no sé más. En todo caso, Pablo sostiene que no es la primera vez, y su amigo Lucas llega a afirmar que resucitó a un oyente que había muerto por culpa de sus discursos. A falta de una resurrección —que sin duda te costaría horriblemente cara— consideraré un deber hablarle de tu reumatismo.
»¡Que tu buen juicio te permita resistir a los cristianos! El mío está siendo sometido a dura prueba».
A Kaeso se le ocurrió de golpe que si el noble Torcuato, curado de su reumatismo —¿o resucitado en un pase de manos?—, tenía la desastrosa idea de hacerse cristiano, su propio bautismo ya no serviría de nada, pues la religión patricia del padre adoptivo caería en el olvido. Afortunadamente, Silano parecía presentar todas las garantías. Muerto y resucitado, seguiría siendo estoico y sibarita. El poder de convicción de Pablo tenía límites.
Cuando Kaeso llegó a casa del judío cristiano de la Puerta Capena, los fieles estaban reunidos en una sala donde no se le permitió entrar, aunque le concedieron de buena gana el derecho a mirar lo que allí sucedía por la puerta entreabierta. Por otra parte, la ceremonia era decepcionante: la gente estaba simplemente comiendo pan y bebiendo vino que Pablo distribuía. Después, la asistencia entonó un cántico de factura popular que hablaba de un cordero.
Pablo, Lucas y Kaeso se dirigieron al jardincillo de la casa, y allí, bajo una pérgola florida, Kaeso le preguntó a Pablo:
—¿Están todos los cristianos autorizados a distribuir el pan y el vino?
—Solamente los pastores, llamados «presbíteros» u «obispos».
—¿Es lo mismo?
—Entre nosotros no hay dignidad más alta que la de distribuir el pan y el vino. Los «obispos» sólo tienen un papel de vigilancia particular.
—Los hijos de «sacerdotes» u «obispos», ¿se convierten en «sacerdotes» y «obispos» a su vez?
—Es lo mejor que pueden hacer, pero el sacerdocio está al alcance de todos, por cooptación.
—¿Quién manda, entre vosotros?
—Jesucristo.
—¿Pero no tenéis un jefe?
—Jesús otorgó la más alta autoridad a Pedro, pero sin precisar bien en qué consistía. Yo mismo he tenido penosas discusiones con Pedro…
—¿No le confió Jesús a Pedro un territorio particular?
—No que yo sepa. Pedro, como todos nosotros, sueña con implantar sólidamente la fe cristiana en Roma, donde ha pasado largas temporadas, y muchos fieles de la Ciudad se valen de su recomendación. Pedro no puede soportar Roma, pero siempre vuelve a ella, como el pato a la charca, y le gustaría dejar aquí su sucesor. Es obvio que la preeminencia de Pedro es transmisible.
—¿Será él quien designe al sucesor?
—Los cristianos se encargarán de ello.
—Además de predicar, de cooptar hermanos, de consagrar pan y vino y de acostarse con sus mujeres para procrear «sacerdotes» suplementarios, ¿qué hacen vuestros ancianos?
—Redimen los pecados de quienes se arrepienten, públicamente si el pecado es público, en privado si el pecado es secreto. Jesús les concedió este privilegio, pues sigue siendo Jesús quien perdona por boca del sacerdote.
—¿Todos los pecados de los arrepentidos son perdonados?
—Todos. Pero el valor del perdón está, evidentemente, en relación con la sinceridad del arrepentimiento. Se puede engañar al «sacerdote», pero no a Dios. Los sacerdotes hacen descender al Espíritu Santo sobre los fieles bautizados para iluminarlos, y ungen a los agonizantes con un aceite sagrado, que a veces los restablece, y que de todas formas borra sus pecados —si los penitentes están en disposición favorable.
—Esa unción de aceite, entonces, ¿es superflua, después de la remisión ordinaria de los pecados?
Lucas tosió con algún embarazo, y el mismo Pablo contestó con vacilación:
—El muy llorado Santiago era quien mejor conocía este asunto, que, debo reconocerlo, no está muy claro. Marcos también alude a él. Lo esencial, ¿no es acaso que funcione?
Lucas confirmó que la mayoría de las veces la unción hacía maravillas.
—¿Y el matrimonio? —dijo Kaeso—. ¿No casan a la gente vuestros «sacerdotes»?
—Sólo sirven de testigos, en nombre de la Iglesia. Lo que en realidad constituye el matrimonio es el libre compromiso de los cónyuges. En caso de fuerza mayor, ni siquiera es necesaria la presencia del sacerdote. Bastan otros testigos, cristianos si es posible.
—Si no hay libertad de compromiso, ¿no hay matrimonio cristiano?
—En efecto, el matrimonio es nulo ante Dios, y nuestra Iglesia puede anularlo ante los fieles.
Kaeso, que había terminado por sentarse, se levantó pensativo y estuvo un rato paseándose. La víspera por la noche, después de cenar, un emisario había llevado a la insula la epístola de Santiago y las epístolas disponibles de Pablo, que el supuesto catecúmeno había leído u hojeado durante buena parte de la noche a la luz de su lucubrum, interesado a su pesar. Tras el folklore de la biblia, tras los desnudos e ingenuos testimonios recogidos por Juan y Marcos, se llegaba con estas epístolas, por una especie de asombrosa aceleración de la historia, al estadio de la reflexión personal sobre los hechos. Pablo, sobre todo, si entregaba su dios a la estupefacción de las masas, tal vez más aún se entregaba a sí mismo. Y fueran cuales fuesen las particularidades de un razonamiento más rabínico que griego, el autor escribía en un género que tenía, en el mundo grecorromano, mayor crédito que la biblia o el Evangelio. La personalidad de Séneca también había dejado su huella en muchas obras que le debían lo mejor de su encanto. La biblia eran «los judíos vistos por si mismos». El Evangelio de Marcos, era «Jesús visto por cualquiera». Las epístolas de Pablo, eran «Jesús visto por Pablo». Y dada la notable memoria de Kaeso, tanto tiempo ejercitada con Homero y Virgilio, se planteaba un problema, ya resuelto por Selene desde su punto de vista parcial: ¿Era Pablo un farsante?
Kaeso volvió con ambos compadres y sugirió:
—Por cierto que no encontré nada claro en Marcos, ni siquiera en Santiago, a propósito de esa unción de aceite. ¿Será una creación de Jesús o del Espíritu Santo?
Pablo se encargó de responder:
—Del Espíritu Santo, en todo caso. Pues Santiago era íntimo de Jesús y se puede confiar completamente en él. O bien Jesús le habló del asunto en privado, o bien Santiago, bajo la influencia del Espíritu Santo, dijo lo que el propio Jesús podría haberle dicho.
—¿El Espíritu Santo desciende sobre todos los bautizados?
—Sobre quienes lo han recibido a través del «sacerdote» más que sobre cualquier otro.
—Y allí donde Jesús calló, o donde sus palabras no fueron llevadas al papel, ¿qué criterio permite saber si el Espíritu inspira o no a quien se pretende inspirado?
—Es la Iglesia la que decide, dirigida por el Espíritu.
Pablo defendía su causa con sutileza, pero había escrito con demasiada imprudencia como para no pillarse los dedos. Kaeso continuó en tono zalamero:
—He observado en tus epístolas, que he leído esta noche, una honesta y simpática distinción entre lo que afirmas que proviene de Jesús y lo que declaras bajo tu propia responsabilidad. Impone el mayor respeto.
»En tu epístola a los romanos, por ejemplo, escribes estas frases de sentido común: “Que cada cual se someta a las autoridades establecidas. Pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen están constituidas por Dios. Así pues, quien se resiste a la autoridad se rebela contra el orden establecido por Dios. Y los rebeldes se condenarán a si mismos. En efecto, no hay que temer a los magistrados cuando se hace el bien, pero cuando se hace el mal… Así que debemos someternos no solamente por miedo al castigo, sino por motivos de conciencia. ¿No es por eso por lo que pagáis los impuestos? Pues se trata de funcionarios que se dedican en nombre de Dios a ese oficio. Dad a cada cual lo que se le debe: a quien el impuesto, el impuesto; a quien las tasas, las tasas; a quien el temor, el temor; a quien el honor, el honor”.
»Pero en tu primera epístola a los corintios, escribes: “Cuando uno de vosotros tiene una diferencia con otro, ¿se atreverá a pedir justicia ante los injustos magistrados, y no ante los árbitros cristianos?… ¡Vais a tomar por jueces a gente que la Iglesia desprecia! ¡Vais a pedir justicia hermano contra hermano, y delante de los infieles!”
»Así, por una parte, invitas a la sumisión ante los magistrados por motivos de conciencia. Y por otra pretendes erigir contra el orden establecido un simulacro de justicia confesional, tratando además a esos mismos magistrados de injustos, despreciables e impíos. Supongo que esta contradicción es tuya y no de Cristo…
Pablo estaba tanto más molesto por esta salida cuanto que solamente un año separaba la primera epístola a los corintios de su epístola a los romanos: ni siquiera podía aducir una evolución de su pensamiento. Su ágil inteligencia le sugirió la única respuesta posible:
—En la epístola a los romanos, aludo al caso general. En la epístola a los corintios, hablo de una excepción. Naturalmente, es deplorable que los cristianos disputen delante de gentiles, y comprenderás también que, dada la originalidad de nuestra moral, los tribunales romanos son forzosamente incompetentes en cierto número de litigios.
—Hablas de nuevo con la agudeza de un ángel. Pero entonces, ¿por qué después de haberlos considerado dignos de honor, cubres de injurias a esos magistrados que desempeñan su oficio y no son en ningún modo responsables de la curiosa novedad de tus creencias? ¿Es Cristo o Pablo quien habla?
—Es Pablo, y he hablado demasiado.
Lucas observo:
—Pablo ha escrito mucho, y a veces ha tenido que hacerlo muy rápidamente, presionado por la urgencia o la emoción. No es sorprendente que bajo su pluma haya algunas escorias. Lo sorprendente es que no haya muchas más.
No muy calurosamente, Pablo agradeció a Lucas el cumplido, al que Kaeso se sumó antes de continuar en el mismo tono:
—Siempre en tu primera epístola a los corintios, se puede leer: «Como en todas las iglesias cristianas, que las mujeres callen en las asambleas, pues no les está permitido tomar la palabra; que sean sumisas, como dice la propia Ley. Si quieren instruirse, que pregunten a su marido en casa; pues es inconveniente que una mujer hable en una asamblea. E incluso si alguno se cree profeta o inspirado por el espíritu, que reconozca en lo que escribo un mandamiento del Maestro».
»Veo que de la Ley judía, en la que has hecho importantes supresiones —¡y sobre la que incluso has arrojado luz!—, has conservado cuidadosamente un precepto para hacer que las mujeres guarden silencio en público; lo cual constituye la mejor manera de reconocer que este precepto no proviene de Cristo, pues entonces te habrías apresurado a señalarlo. ¡Y sin embargo, te atreves a invocar un mandamiento de tu Maestro a este propósito! ¿No encuentras fútil y trapacero invocar, a fin de cerrar la boca de las mujeres en las Iglesias, la autoridad de un Maestro que nada dijo, para refugiarte detrás de los judíos, cuyo yugo te sacudiste? Aquí, ¿era Cristo o Pablo quien hablaba?
Como Pablo guardaba silencio, Kaeso hizo esta reflexión.
—Esto que te digo, es por humilde corrección fraternal y porque soy susceptible de casarme con una romana que tendrá la costumbre de hablar en público más alto que los hombres. Y permíteme añadir, por el éxito de tu propaganda en Roma, pues vas a predisponer a todas las mujeres contra ti si dejas correr inconsideradamente tales epístolas. ¡Cuando las romanas se conviertan a tu Evangelio, exigirán, con todas las libertades de que disponen, más pruebas que las tuyas antes de guardar silencio! Cristo era más amable que tú con las mujeres y podrías tomar ejemplo de él.
Herido, Pablo dijo por fin:
—Ahí también, debo reconocerlo, hablaba yo, y no Cristo.
Lucas susurró:
—Le he dicho a Pablo con frecuencia que despreciaba un poco a las mujeres, y que incluso los homosexuales, a los que él fulminaría, a menudo merecen más pena que censura.
Exasperado, Pablo gritó:
—¡Te concedo las mujeres, pero déjame al menos a los infames!
Con creciente dulzura, Kaeso hundió el clavo:
—Encuentro penoso e inquietante ver a un apóstol invocar la palabra de su Maestro a tontas y a locas. Satán no sólo trabaja a tus espaldas; a veces te embiste de frente. Pero no quisiera abusar de tu paciencia —que además no es infinita—, y me limitaré, por último, a señalar una contradicción de gran alcance.
»Hace un momento adujiste que lo que constituía el matrimonio cristiano era la libertad de compromiso. Ahora bien, otra vez en esa desafortunada primera epístola a los corintios, de la que decididamente tendrías que reescribir ciertos pasajes, te expresas como sigue: “Si no obstante alguno cree faltar a las conveniencias dejando pasar la edad del matrimonio de su hija, y debiendo las cosas seguir su curso, que haga lo que quiera; no pecará si la casa. Pero si está firmemente decidido en su corazón, y al abrigo de toda imposición y libremente ha resuelto en su fuero interno que su hija siga virgen, hará bien. Así pues, quien casa a su hija hace bien, y quien no la casa hace mejor todavía”.
»Para ti, en consecuencia, la única libertad en materia de matrimonio, al menos si hay que prestar fe a lo que escribes y no a lo que dices, sería la de los padres para disponer de sus hijas a su antojo. Me parece una torpe introducción a la indisolubilidad y libertad que preconizas. ¿Es Jesús o Pablo quien permite a un padre privar a su hija del matrimonio?
»Lo que te digo sigue siendo en interés de tu doctrina. Pues en Roma va extendiéndose la costumbre de que los padres admitan las inclinaciones de sus hijas, y una vez casadas tampoco será la autoridad del tutor la que impida que las mujeres vuelvan a casarse a su antojo.
»Así, te pones en contradicción no sólo con las nuevas costumbres romanas —por las que entiendo que no te preocupes mucho—, sino también contigo mismo, lo que me parece más grave. Si el padre puede casar o no a su hija, según una óptica bárbara que sin duda se remonta al diluvio, ¿dónde está la libertad de consentimiento de la víctima?
»Parece como si, por misoginia o por inconsecuente ligereza, trabajaras para establecer ante tu dios una floración de matrimonios, de los que bien pocos podrán ser legalmente anulados si los jueces cristianos se te parecen. La libertad que le deparas a la mujer es tan sabrosa como la que anuncias a los esclavos. Pero tu ceguera trabaja para arruinar tu propia moral. Pues esas cristianas casadas a la fuerza por padres tiránicos sabrán en el fondo de si mismas, si no son completamente estúpidas, que su matrimonio es religiosamente nulo, y sacarán la consecuencia lógica de que su marido tiene cara de cornudo. Y cuando tú aconsejas a los padres que conserven el celibato de sus hijas, te vuelves también responsable de todas las masturbaciones o abrazos solapados que se derivarán de tan anormal situación.
»Si Jesús perdonó a la mujer adúltera, tal vez fuera porque ésta se casó obligada por un irresponsable como tu.
»Es una pena que el Jesús que encontraste en el camino de Damasco no te hablara más tiempo. Después de haberte reprochado que lo persiguieras, sin duda te habría invitado a no perseguir a las muchachas. Pero, en el fondo, ¿no son una y la misma ambas persecuciones?
Con voz neutra, Pablo rogó a Kaeso que se alejara un instante, y se puso a hablar animadamente con Lucas. Algunos gritos llegaron hasta Kaeso, que miraba a las babosas comer lechugas en el fondo del huertecillo. Ciertamente, esas babosas tenían más libertad que la mujer cristiana según Pablo de Tarso.
Llamaron otra vez a Kaeso, y Pablo le dijo:
—Siempre es fácil acusar a alguien a partir de algunas frases poco afortunadas o excesivas. Podrías haber recordado otros pasajes en los que insisto sobre la dignidad de la mujer, sometida temporalmente al hombre, pero de todos modos su par en el plano espiritual. Esta igualdad esencial, que anuncio a pesar de mis torpezas y debilidades, no desaparecerá, pues es la palabra de Dios la que la fundamenta. Mientras que las libertades adquiridas por las matronas romanas contribuyen en su mayor parte a la perdición. ¿Para qué casarse libremente si es para divorciarse y seguir estéril?
»Te ruego que consideres ahora lo siguiente: las buenas reglas morales que deben gobernar las relaciones entre los hombres y las mujeres han sido durante mucho tiempo susceptibles de evolución, al contrario que las reglas intangibles y permanentes que expresa el Decálogo. La propia Biblia atestigua tal evolución. Así, en el Génesis, vemos a Jacob desposar a dos hermanas con una semana de intervalo, mientras que esa clase de promiscuidad se prohíbe más tarde en el Levítico. Estuvo relativamente bien tener mujeres y divorciarse. Dios lo toleró a consecuencia del endurecimiento de nuestro corazón tras la caída. Con Jesús encontramos y definimos por fin el matrimonio ideal. Pero este ideal, ya te darás cuenta, está en las antípodas de las costumbres actuales de todos los pueblos, y sin duda se necesitarán siglos de esfuerzos para que sea incluido en las legislaciones… siempre y cuando el Juicio final no vuelva esos esfuerzos superfluos.
»Mientras tanto, hay un desfase tan grande entre las exigencias de Cristo y las mentalidades, que al cristiano en persona —¡e incluso a un cristiano que ha visto a Jesús mejor de lo que te veo a ti!— le cuesta trabajo despojarse del “viejo hombre”, razonar, no sentir en materia de mujeres como le enseñaron a sentir cuando era joven. Puede ocurrir en mis epístolas, que el judío vaya por delante del cristiano en este dominio tan espinoso, e incluso el mal cristiano por delante del bueno. Pues ver a Cristo no nos preserva de todo error y todo pecado, siendo nuestra libertad aún más importante que nuestra virtud, puesto que la primera fundamenta a la segunda.
»Me has señalado contradicciones demasiado reales, de las que te acabo de explicar la génesis. Intentaré reducirlas y resolverlas. Por principio, la Iglesia siempre defenderá la libertad de consentimiento, pero a los “sacerdotes” les costará mucho tiempo poner de acuerdo sus actos, y hasta sus discursos, con el principio. Si Dios quiere, la gracia prevalecerá y hará que las cosas vuelvan en favor mío y a favor del prójimo incluso mis inconsecuencias.
—¿Quieres decir que, cuando hablas bien de las mujeres, es dios quien habla por tu boca, y cuando dices barbaridades, son las mujeres quienes te hacen decirlas?
—¡Exactamente! —reconoció Pablo riendo—. ¡Instruirte es un placer!
—Siempre caes sobre tus patas, como un gato.
—¡Por cierto que si insistes en atormentarme de esa forma, llegarás a hacerme maullar!
Para ser una persona que se trataba tan íntimamente con Dios, Pablo había conservado una humildad y una buena fe muy simpáticas, y más meritorias aún considerando que su carácter era muy difícil. Convencido tras una rigurosa demostración de haber cometido un error, conseguía dominarse y pedir perdón.
Era la hora de la comida de mediodía. Mientras se dirigían al comedor, Lucas, que iba detrás con Kaeso, le dijo en voz baja:
—Le has hecho a Pablo mucho daño; no se lo merecía. Incluso cuando tienes razón, tu verbo es demasiado orgulloso. Hablas como si hubieras salido del muslo de Júpiter, mientras que tu cabecita apareció un día, como la de todo el mundo, al borde de un sexo de mujer, entre el conducto de las meadas, y el de la mierda[133].
—¡No nos permites olvidar que has estudiado medicina!
Almorzaban sentados en cojines, que encuadraban las mesas bajas de servicio. Había allí una docena de personas y estaban excluidas las mujeres.
Para restablecer una atmósfera cordial, Kaeso le preguntó a Pablo:
—Si Jesús festejó la Pascua un día antes, el jueves por la noche, para poder ser enterrado antes del sabbat de la noche siguiente —¡maravillosa previsión!—, la consagración del pan y del vino tuvo lugar durante esa comida tradicional. Ahora bien, esta mañana he visto que dicha consagración ya no estaba asociada a una comida. ¿A qué se debe la disociación?
—A que Jesús ya no está entre nosotros para moderar con su mirada a los glotones y bebedores. En todos los lugares donde tengo alguna influencia aconsejo, para salir al paso de los abusos, hacer de la Cena sagrada una comida aparte, que preceda a una comida corriente. Además, hay una gran diferencia entre la Cena ordenada por Cristo y la nuestra. Jesús convirtió el pan y el vino en Cuerpo y Sangre que iban a ser sacrificados por nuestros pecados y errores. Entre Sus manos, la hostia era «prototipo» —si puedo permitirme este neologismo. Mientras que nuestra hostia de hoy en día es Carne y Sangre ya vertida, toda la realidad de un cuerpo crucificado, resucitado y glorioso. La Cena de Jesús anuncia; la nuestra realiza, renueva el sacrificio, y se celebra para una asistencia eventualmente mucho mayor. Así pues, es legítimo pasar del ambiente familiar de la Cena primitiva a una atmósfera más oficial, en la que todo habrá sido previsto para hacer resaltar los verdaderos caracteres del augusto fenómeno. La hostia-proyecto de un Jesús agonizante se ha cumplido por la palabra de nuestros sacerdotes.
—¿Qué se hace con las hostias que no se consumen?
—Se las llevamos a los enfermos y a los moribundos.
Discretamente, Kaeso dio luego las gracias a Pablo de parte de Silano, y le anunció que podría ver a Nerón de cerca, gracias a la amabilidad del patricio, en la mañana del día siguiente. En seguida, como si caminara sobre huevos, añadió:
—Silano ha sabido por el rumor público con qué facilidad curaste al ciego del templo del Pudor Patricio, y te estaría muy agradecido si te ocuparas de sus reumatismos, que le molestan tanto más por estar recién casado.
A Pablo se le oscureció el semblante, y no supo muy bien qué decir.
Kaeso insistió:
—No hablemos de caridad, aunque nunca esté ausente del todo en un milagro terapéutico. Es evidente que los cristianos no pueden curar a todo el mundo con el pretexto de la caridad: la gente ya no tendría ningún mérito al creer y habría que agrandar el Paraíso. Pero tendrías una buena oportunidad para probar una vez más que «Dios acaba de visitar la tierra», recogiendo tu magnífica expresión. Silano es primo de Nerón, puede recomendarte, y sólo con que curaras a nuestro emperador de un resfriado en vísperas de un elegante concurso de canto, la suerte de los cristianos estaría echada. Después de haber socorrido al primero que llega, puedes socorrer al ilustre marido de mi madrastra que, con sus modestas luces, también busca la verdad.
Pablo se decidió por fin a contestar:
—No soy yo quien cura: es Dios. Explícale a tu pariente, con todas las consideraciones deseables, que si Dios se compadece de los peores sufrimientos del pobre, me resulta difícil molestarlo por unos reumatismos de rico recién casado.
—Sin embargo —dijo Lucas—, Jesús transformó el agua en vino en las bodas de Caná, y ese fue, según Juan, su primer milagro.
—La Virgen se lo había rogado.
—Entonces le diré a Silano —suspiró Kaeso— que la Virgen, que se preocupa de los milagros gastronómicos, se ríe de sus reumatismos.
—Preferiría decírselo y o mismo si se presenta la ocasión: tengo la impresión de que lo diría mejor que tú.
Las historias de milagros eran muy intrincadas.
Kaeso lanzó una mirada a su alrededor. Lucas estaba impasible, pero los demás invitados parecían pensar que, en interés de la causa, Pablo podría haber hecho un pequeño esfuerzo por los reumatismos de un primo del emperador.
—¿Qué sabéis vosotros de los asuntos de Dios? —les dijo Pablo—. ¿Sois vosotros o soy yo el que ha curado a ese ciego a algunos otros?
No había nada que replicar a esta observación de especialista.
Kaeso continuó haciéndole preguntas a Pablo:
—He leído en Marcos que a menudo la enfermedad se presenta como una posesión demoníaca. ¿Cuál es tu opinión?
—En efecto, la muerte y la enfermedad son los resultados del pecado de Adán y Eva, que desobedecieron a Dios tentados por el Demonio.
—¿Cómo es que Jesús, que por definición no era tributario del pecado original, pudo sufrir y morir?
—A pesar de estar exento de este pecado, había aceptado sus consecuencias por amor a nosotros. ¡Incluso Satán intentó vanamente seducirlo!
—Cuando Satán desobedeció a dios no pudo ser tentado por el demonio, puesto que era el primer ángel caído de su especie.
Pablo y Lucas se miraron, como si este problema todavía no hubiera sido objeto de sus preocupaciones.
Kaeso apuntó:
—¡Desobedecer a dios sin ser tentado por el diablo denota una increíble dosis de vicio!
—Sí —dijo Pablo—, una increíble dosis de vicio es justamente la mejor definición del Demonio, que ciertamente inventó todos los pecados posibles a partir de nada. Por tanto, ¡desconfía!, Satán es un artista actuando bajo la máscara de los mejores sentimientos. Está presente en el vicio, y más aún bajo la virtud.
Las ambiciones morales mediocres parecían ser la mejor garantía para mantener a distancia a ese Satán, y una sospecha muy desagradable se le ocurrió a Kaeso: la de que tal vez él era demasiado virtuoso por naturaleza como para no ofrecerle una buena presa. Los cristianos hablaban del diablo y del infierno con una certeza impresionante y contagiosa, como si hubieran comprendido que el hombre era todavía más sensible al miedo que al amor. A semejanza de los que poseían esclavos, el dios cristiano agitaba palo y zanahoria.
Después de haberse citado con Pablo y Lucas para la mañana del día siguiente en el Circo Máximo, Kaeso volvió a la insula a la hora de la siesta. Cuando hubo descansado, ordenó al cocinero que mandara algunas vituallas y un ánfora de buen vino a casa del judeocristiano de la Puerta Capena para agradecerle su hospitalidad. Marco el Joven estaba en la cocina, comiendo tarde, de pie y de prisa. Explotando a fondo su permiso, se hallaba ausente la mayor parte del tiempo. Kaeso lo invitó a ir con él a las majestuosas termas nuevas de Nerón, que eran más distraídas que la instalación privada debida a los sacrificios de Marcia. Después de haber frecuentado a Pablo durante algún tiempo, uno experimentaba la necesidad de cambiar de ideas. La pequeña Myra fue autorizada a seguirlos. Selene, que nunca iba a las termas públicas, se limitó a desearles una buena tarde, y aconsejó al pinche que no pusiera cerdo en la banasta del judeocristiano, ya que la mayor parte de los judíos convertidos habían conservado una invencible prevención contra ese útil animal.
—¿Y tú? —le preguntó Kaeso— ¿No comes cerdo?
Con humor chirriante, Selene contestó:
—¡Cuando se chupa al hombre, siempre se puede comer cerdo!, lo que ciertamente era bastante lógico. En todo caso, la prostitución era culpable de hacer que se perdiera el respeto por las prohibiciones alimenticias religiosas.
El trío se encaminó a las termas con lo necesario para el baño bajo el brazo. Los días precedentes habían caído algunos raros chaparrones, pero el tiempo parecía mejorar, lo que presagiaba soberbias carreras para el primer día de las Floralias.
Las termas se hallaban rodeadas de pretorianos y de soldados de la guardia germánica, los vestuarios estaban repletos de policías: Nerón se estaba bañando. De vez en cuando, con una sonriente demagogia, el emperador hacía su aparición en un baño público, donde tomaba entonces un baño multitudinario, y la presente iniciativa estaba en relación, sin duda, con la presidencia de las carreras del día siguiente. Los juegos daban al Príncipe la oportunidad de someter periódicamente a prueba su popularidad, y no estaba mal pasar casi sin transición de las termas populares al pulvinar olímpico del Gran Circo.
Otra ventaja de estos contactos plebeyos: eran los únicos de esta clase que ofrecían las mejores garantías de seguridad. Un emperador desnudo, rodeado de gruesos brazos y amigos desnudos, se entregaba a la vibrante simpatía de los bañistas, que ni siquiera habrían podido disimular el punzón de escribir al que Claudio había temido tanto pues se lo habían clavado a César en los Idus de marzo. A condición de ir a bañarse a la ciudad por sorpresa, Nerón combinaba a las mil maravillas el máximo de publicidad con el máximo de seguridad, ese eterno rompecabezas de los servicios de protección continua.
Cuando los dos hermanos Aponio y la pequeña Myra entraron en las termas, Nerón chapoteaba ya en la piscina del frigidarium, completamente rodeado de amigos que impedían al círculo de curiosos y de aduladores asfixiar al augusto objeto de su atención. Del agua agitada o de los bordes de la piscina se elevaban las llamadas al heredero de tantos Césares; Nerón respondía con gracia, y su séquito añadía a veces su grano de sal. La atmósfera era ruidosa, relajada y bonachona.
La pregunta que se escuchaba más a menudo era: «¿Cuándo, divino vástago de las Musas, te decidirás a cantar delante de tu bienamada plebe?». Nerón contestaba con sincera humildad: «Practico día y noche, pero todavía no estoy preparado. ¡Vatinio puede deciros cuánto tiempo hace falta para aprender a fabricar un simple zapato!». Y Vatinio reía burlonamente: «¡Cantaré con los pies antes de que César se atreva a presentarse en un escenario! ¡No tiene miedo de vosotros, sino de sí mismo!».
Vatinio, educado en casa de un zapatero remendón, contrahecho y malo como la quina, era al mismo tiempo el bufón de la corte y uno de sus más eminentes delatores. Su perspicacia para difamar y calumniar llegaba a hacer temblar a Popea o a Tigelino.
El horrible Vatinio no se equivocaba. Como a todos los artistas de temperamento, a Nerón lo paralizaba el nerviosismo y aplazaba de mes en mes y de año en año el día de la gran confrontación. Hasta entonces no había exhibido su talento de actor, de conductor de carros, de poeta, de cantor o de citarista más que en representaciones privadas —de lo más alentadoras, era cierto—, pero la muchedumbre era otra cosa… Asombrosa paradoja: un hombre que hacía temblar al universo temblaba ante la perspectiva de ofrecerse en espectáculo a unos desconocidos. Conquistarlos a todos era empero el gran designio de su existencia y, para acrecentar su determinación, se vanagloriaba de que el día en que su genio resplandeciera sin trabas, establecería tal comunicación con el pueblo que los cimientos del poder saldrían reforzados. El ensueño estético se convertía en ensueño político. Por primera vez en la historia, una omnipotencia de hecho se pensaba y deseaba omnipotencia de encanto. Alejandro le daba la mano a Orfeo.
Marco el Joven y Kaeso, a codazos, llegaron al borde de la vasta piscina cubierta. Myra, encaramada en los hombros de Marco, le envió pequeños besos a Nerón, que en respuesta mandó grandes besos mojados. Un emperador desnudo no podía ofrecer otra cosa.
Nerón, que había cumplido veinticinco años en el último diciembre, ya se había cebado a fuerza de festines y borracheras, a pesar de los regímenes alimenticios y los episódicos purgativos destinados a mantener en su punto más alto todas sus capacidades artísticas. La reconocida belleza del adolescente, de vaporosos cabellos de un rubio rojizo y mirada azul de miope, se había desvanecido, y la imperiosa nobleza de la parte superior del rostro contrastaba con el mentón graso y la boca de sanguijuela. Por decisión personal del Príncipe, las recientes acuñaciones de moneda, repudiando la visión idealizada del modelo, ofrecían además un rostro pesado y brutal, el de un hombre cuya infancia había acabado, y que estaba resuelto a imponer, de ahora en adelante, todas sus voluntades.
El emperador, que sudaba mucho y se bañaba varias veces al día, se entretenía en el agua helada, protegido del enfriamiento por la grasa, mientras que los dientes del delgado Vitelio empezaban a castañetear.
Un poco apartado del grupo, otro cortesano parecía impacientarse. Marco se lo señaló a Kaeso, explicándole que se trataba de Flavio Vespasiano, personaje consular, hermano de Flavio Sabino, el Prefecto de la Ciudad. Este Vespasiano, de origen modesto, que se afanaba en complacer bajo Calígula, había obtenido el favor de Narciso bajo el principado de Claudio, tiempo que lo había visto vencer a los bretones de la isla de Vectis[134] y abarrotarse de sacerdocios. Arrinconado por Agripina al principio del reinado de Nerón, había conseguido por fin la provincia de África, de donde había regresado arruinado después de que sus administrados de Hadrumeta[135] le tiraran nabos a la cara. Desde su regreso, este militar de mediana edad, cuya integridad era su más hermoso e inútil adorno, se cansaba de esperar en los faldones de Nerón un alto mando que tardaba en llegar. Nerón, que adoraba el derroche, desconfiaba de los íntegros y tenía más consideraciones con su Prefecto Sabinio, cuya integridad era menos llamativa. A fin de mantener su rango, a veces el pobre Vespasiano tenía que traficar con caballos de remonta, lo que no contribuía a restablecer su crédito, y su cara era tanto más huraña cuanto que el canto imperial lo aburría a muerte.
El Príncipe se sacudió y salió por fin de las aguas, poniendo en evidencia su cuello demasiado fuerte, después su vientre regordete, y por último sus delgadas piernas.
La jauría de seguidores se cerró en torno a él, y el cortejo se encamino hacia los vestuarios en medio de un gran rumor.
Myra descendió de los hombros de Marco, que le dijo:
—¿No estás orgullosa de que Nerón te haya mandado besos?
—¡Creo que, para ser emperador, tiene la cola muy pequeña!
Infantil ingenuidad, que hizo reír a Marco y a Kaeso hasta las lágrimas.
—Eso es porque ha engordado —explicó Kaeso—. Si estuviera tan delgado como esa víbora de Vatinio, su miembro te habría parecido más grande.
Kaeso añadió:
—Todo es relativo —expresión familiar para el filósofo que le había enseñado el escepticismo en la efebía.
En el camino de vuelta, Kaeso le reveló a Marco el plan de salvamento que Selene había maquinado para él, y qué extraordinarios contactos se habían derivado con los judíos primero y luego con los cristianos.
Marco no estaba muy a favor de la experiencia.
—Por ese camino —dijo— tal vez conserves la estima de Silano, ¿pero durante cuánto tiempo? Marcia, y con razón, nunca creerá en tu sinceridad, y corre el riesgo de que la más amarga desesperación la empuje a todas las venganzas. Se apresurará a perjudicarte ante Silano.
—Me quiere demasiado como para hacerme daño. Más bien corre el peligro de matarse, y esta eventualidad me produce náuseas.
—Razón de más, me parece, para mostrarte tratable.
Kaeso también le contó a su hermano las engañosas maniobras de Marcia y la actitud complaciente de Silano…
—Pero entonces, Kaeso, ¿qué es lo que te retiene? La habilidad de nuestra madrastra lo ha facilitado todo. Ya eres su amante, y Silano se aviene a ello. Es una situación de ensueño. ¡Cómo me gustaría estar en tu lugar!
Era difícil que un ser tan grosero entendiera los matices morales esenciales. No obstante, Marco expuso poco después un argumento turbador:
—Que te burles de Silano y Marcia, pase, ¿pero es prudente que te burles de ese dios cristiano? Tú mismo dices que no es un dios como los demás, susceptible de sumarse al panteón. Siempre hay un dios antídoto para contrarrestar la cólera de un dios desfavorable. Pero cuando se trata de un dios superior que pretende sustituir a todos los demás, ¿dónde está el recurso?
A Kaeso se le ocurrió de repente la idea de que el dios de Pablo era muy capaz de existir. Después de todo, no era filosóficamente más improbable que las decenas de miles de dioses inmanentes enredados en asuntos ridículos. Y si ese dios existía, ¿el bautismo no le traería desgracias al imprudente? El dios cristiano, pariente próximo del dios judío, no parecía tener ganas de bromear.
Después de cenar, Kaeso releyó en detalle el Evangelio de Marco, y algo prodigioso le saltó de pronto a los ojos, algo que se encarnizó en verificar frase por frase; se podía discutir fácilmente sobre los hechos y gestos de Jesús tal y como los testigos los habían visto y relatado, pero en cuanto a las frases del supuesto dios, no había una sola tontería, ni una contradicción. Era fácil pillar a Pablo en flagrante delito de intemperancia de lenguaje, pero Jesús, extraordinario o familiar, era de una coherencia superior. Y una nueva cuestión se planteaba a causa de ese hecho: un hombre que se presenta como dios, dueño de la vida y de la muerte, es necesariamente un iluminado o un estafador, y las palabras de Jesús excluían ambas hipótesis. ¿Entonces?…