Temprano en la mañana del día siguiente, sexto día de las Calendas de mayo, Silano hizo llegar a Kaeso los 7000 sestercios con una amable nota; Marcia, por otra parte, le envió unas líneas:
«Marcia a Kaeso, ¡salud!
»A Décimo le ha ofendido que aplaces la ceremonia después de la carta, tan noble, en la que esclareció la situación a partir de las verdades que me había arrancado. ¿Qué otra cosa hubiera podido decirle que conviniera a tus más profundos intereses? A mí también me ha sumido este aplazamiento en siniestros tormentos, acrecentados aún más por tu ausencia. ¡Qué duro eres con la única mujer que te ama! Tienes mi vida entre tus manos ingratas, pues no sobreviviría a tu abandono.
»¡Que puedas encontrarte mejor que yo!».
El chantaje era horriblemente descorazonador.
Desde su rincón, Myra preguntó:
—¿Malas noticias?
Distraído, Kaeso se dignó contestar:
—Una mujer amenaza con matarse si la abandono.
Los ojos de la pequeña brillaron. Todas las prostitutas adoraban las historias de amor, cuya mitología era una compensación a su trabajo.
—No me sorprende: eres hermoso como un dios. ¿Qué vas a hacer?
—¡Me gustaría saberlo!
—Yo sólo sé una cosa: el amor es un pájaro, que no se puede retener cuando ya no tiene hambre. Y si lo enjaulan, pierde el apetito.
¡La verdad salía de la boca de los niños!
—¿No te gusto?
¡Otra curiosa como Marcia!
—Soy adepto de una nueva religión; uno se casa virgen con una muchacha virgen; mientras la mujer vive, uno no tiene derecho a acostarse con nadie más, y viceversa.
Myra lanzó a Kaeso una mirada dolorida: se estaba burlando de ella. Igualmente apenado, Kaeso le dio la espalda. Las bellezas de la nueva doctrina eran verdaderamente incomprensibles. ¡Ni siquiera servía para pretextos castos!
Durante horas, Kaeso estuvo examinando sus morosos pensamientos. Desayunó sin ganas y tras la siesta se decidió a reunirse con Pablo, que en ese momento debía de estar sermoneando a los paseantes en el Campo de Marte, delante de la Villa Pública.
Por la mañana no faltaban en los Foros toda clase de doctrinarios, dispuestos a difundir sus ideas ante el populacho más heterogéneo de la tierra. Frecuentar el Campo de Marte por la tarde era mucho más elegante; la multitud era menos densa, los distinguidos oyentes heleno-parlantes relativamente menos numerosos y más atentos, puesto que estaban menos atareados al hallarse de camino a las termas de Agripa o de Nerón, o bien de vuelta de ellas, buscando un poco de buena fortuna bajo el Pórtico de los Argonautas o en las tabernas[129] de lujo colindantes.
La Villa Pública, que servia entre otras cosas para recibir a los embajadores extranjeros que el senado no quería admitir en la Ciudad, era el dominio de los grandes anticuarios, y sólo estaba separada del templo de Belona, diosa de la guerra, por el ancho del Circo Flaminio. En el inmenso atrio de esta Villa Pública, Sulla había hecho exterminar antaño a cuatro mil proscritos, durante una sesión del senado que él mismo estaba presidiendo en el templo de Belona. Y como los gritos de las víctimas perturbaban la reunión, Sulla había dicho riendo a los intranquilos Padres conscriptos: «No os preocupéis; estoy castigando a unos golfos». Las proscripciones de los «populares» habían sido desordenadas. Las de los Sulla brillaron por su organización y método.
Así pues, era delante de ese memorable monumento donde Pablo, enfrentado a una treintena de personas, preparaba los espíritus para recibir su mensaje. Pero los chascos que se había llevado en Atenas y en otros lugares lo habían vuelto prudente, y ya no se aventuraba a hablar de Resurrección sin haber tanteado el terreno.
Kaeso, con una amable sonrisa para el orador, se sumó al pequeño grupo. Pablo, habiendo ya anunciado la existencia de un Dios creador de todas las cosas, lo describía como un Padre a quien ningún detalle escapaba, y que exigía del hombre un amor hacia el prójimo semejante al que él le profesaba. De la misma manera que Dios hacía lucir su sol tanto sobre los buenos como sobre los malvados, el hombre debía hacer el bien, e incluso devolver bien por mal.
La novedad de la proposición hizo que se aguzaran los oídos, y un hombre en toga de cierta edad, que parecía estar a sus anchas, interrumpió al conferenciante:
—Si devolvemos bien por mal, ¿no estaremos incitando al prójimo a hacer daño? Por un hombre malvado que desarmemos con nuestra debilidad, ¿cuántos no seguirán su carrera con creciente audacia? Y en definitiva, con el pretexto de hacer el bien a uno, habrás hecho daño a muchos. En este atrio, Sulla hizo ejecutar a cuatro mil asesinos, que tenían las manos manchadas con la sangre de mis antepasados y de la mejor nobleza romana. Si todos esos criminales hubieran vivido, ¿no habrían reincidido a la primera oportunidad?
Los asuntos políticos eran resbaladizos. Pablo —a imagen de Cristo— prefería el terreno, más sólido, de la moral privada.
—Augusto, según se dice —respondió— perdonó a Cinna con buenos resultados. Pero nunca he pretendido que los malvados no deban ser castigados según justas leyes. Perdonar al prójimo no significa dejarlo libre para hacer daño. Significa amarlo antes, durante y después de su sanción; excluir de su propio corazón cualquier sentimiento de venganza. Pues nosotros también somos pecadores y deberemos un día pedirle a Dios que nos perdone.
Kaeso intervino, zalamero:
—Predicas una doctrina muy sensata y previsora. La justicia debe traer paz, y la clemencia no puede serle ajena, mientras que cada venganza arrastra otra consigo. Todas nuestras desgraciadas guerras civiles atestiguan esta verdad.
Se elevó un murmullo de aprobación, Pablo agradeció a los oyentes su atención y se acercó a Kaeso…
—¡Gracias a ti he podido terminar un discurso sin que me arrojen piedras!
—En los teatros, en las basílicas y donde quiera se desarrollen los procesos, la claque juega un gran papel. Nunca debes tomar la palabra sin algunos compañeros para sostenerte y aplaudirte.
—¡Dios no tiene necesidad de claque!
—La convicción no excluye la habilidad. La costumbre de apelar a la claque se está perdiendo y es una pena.
Pablo suspiró y aprovechó para hablar de una preocupación que le atormentaba:
—A propósito de teatro, de gladiadores o de Circo; una breve temporada de libertad en Roma me ha hecho descubrir la prodigiosa importancia de las fiestas y los Juegos para el pueblo romano, sin comparación posible con lo que he podido constatar en Grecia u Oriente. Todos los habitantes de la Ciudad me parecen fascinados por estos continuos espectáculos, que están en las antípodas de la dulzura y la decencia. ¡Cuánto camino hay que recorrer para salir de este lodazal! En tu opinión, ¿a qué puede deberse una pasión tan funesta?
Habían llegado a la entrada principal del gran Circo Flaminio, que no obstante parecía una miniatura al lado del enorme Circo Máximo.
Kaeso contestó:
—Todo ha contribuido a la inflación. Bajo la República agonizante, los ambiciosos se daban empujones para ofrecer Juegos a la plebe. César es ahora el único ambicioso que queda en la pista, y de reinado en reinado hay tendencia a la sobrepuja, pues la popularidad del Príncipe depende estrechamente de tales satisfacciones. Es más fácil distraer a la gente que alimentarla o darle alojamiento.
»Así pues, tenemos en nuestro calendario diecinueve grandes fiestas fijas, de naturaleza religiosa, que conllevan ritos agrarios o guerreros, cuando no están destinadas a conjurar los maleficios de los dioses o los muertos. Algunas se prolongan durante varios días. Las Saturnalias son quizá las más impresionantes y las más conocidas de los extranjeros, pues entonces se permite que los esclavos jueguen el papel de amos.
»Y sobre todo tenemos diez series de Juegos públicos, que van de abril a diciembre y a menudo coinciden con la fiesta religiosa que les sirve de pretexto. A ellos se añaden cada cuatro años los Ludi Actiaci, instituidos por Augusto para celebrar el aniversario de la victoria de Accio a principios de septiembre. Sin hablar de los “Juegos seculares”… A principios de este mes, fueron los Ludi Megalenses en honor de Cibeles. Ahora salimos de las Ceriales, en honor de Ceres, y vamos a entrar en las licenciosas Floralias, durante cuyas noches no podrás asomar la nariz a la calle, pues la Ciudad hierve de mujeres desnudas. Al acabar el mes habremos tenido una veintena de días de Juegos. Bajo la República, había unos sesenta días de Juegos ordinarios al año, a los que se añadían los Juegos excepcionales, ofrecidos por el Estado o por un particular. Actualmente, fiestas y Juegos ocupan normalmente más de doscientos días.
Pablo estaba aterrado:
—¿Más de un día de cada dos de teatro, anfiteatro, Circo o libertinaje?
—Es necesario para que el pueblo se sienta satisfecho.
—¿Pero cuándo trabaja entonces este pueblo?
—Los romanos son famosos en el mundo entero por sus trabajos. A decir verdad, más bien están dotados para hacer trabajar a los demás y, con toda seguridad, es en Roma donde menos se trabaja. Roma se come los ingresos del universo, pero apenas produce otra cosa que Juegos. Tal es el fruto de nuestras victorias.
»Ya ves que no te será fácil hacer cristianos en este mundo. Por todas partes, la naturaleza humana elemental está en contradicción con tu magnífica doctrina, pero en Roma, capital de la tierra, tienes que contar con la pasión por los Juegos. Cuando un pueblo tiene esa pasión, no puede volverse atrás.
»Como hijo de senador y amigo de Silano, puedo procurarme sitios excelentes. ¿Te gustaría asistir a un espectáculo, para ver el grado de alienación al que ha llegado la plebe romana?
—¿Pero también la nobleza asiste a ellos? ¿Incluso tú, quizá?
—A veces se pueden compartir las diversiones de la plebe sin ser prisionero de ellas. Es cuestión de medida y buen gusto. Tú posees la sensatez necesaria.
—Un cristiano no puede concurrir a semejantes Juegos.
—¿Y por qué no?
A Kaeso le repugnaba instintivamente engañar a Pablo más de lo necesario, y la idea de prometer la abstención en ese punto para conseguir el bautismo no dejaba de ponerle nervioso. ¡Ese Pablo exageraba!
—Mira —le dijo, señalando la pista del Circo Flaminio, que se extendía bajo sus ojos—. Aquí, es la pasión de ver correr a los caballos y de apostar lo que excita a la gente. Admitiendo que apostar no sea cristiano, no hay pecado en ver correr a los caballos.
—Tú mismo hablas de pasión. La pasión de Dios debe bastar.
—¿Me negarías el bautismo, si solamente jurase no apostar?
—Si vas al Circo con moderación y sin apostar, todavía tienes derecho al nombre de cristiano.
—Haces bien en ser tolerante. Si les niegas la menor distracción, más o menos honesta, a tus fieles, corren el peligro de aburrirse demasiado y sucumbir a tentaciones peores.
—Hay verdad en lo que dices.
Kaeso señaló la silueta del viejo y mediocre anfiteatro de Tauro, que se erguía en el horizonte; después la del gran anfiteatro de madera de Nerón, edificio siete años más reciente, y continuo:
—En cuanto a la pasión por la sangre, que llena los anfiteatros, también hay que distinguir.
—¡Por una vez no logro hacerlo!
—Tú no pretendes impedir que los cristianos cacen, las grandes cazas de la arena son un bello espectáculo. Si admites que el cristiano mate un conejo, también tiene derecho a mirar cómo matan leones, osos o elefantes. ¿Con cuántos animales empezaría el pecado?
Pablo dijo con repugnancia:
—Admitiría también la caza, si no hay más remedio… ¡Solamente la caza!
—Otra diversión bien inocente aunque de discutible interés: después de la caza matinal, durante el entreacto de mediodía, se ejecuta a los condenados a muerte que no han sido entregados a las fieras, a veces con pintorescos refinamientos artísticos para divertir a la plebe, pero también a los niños que se quedan tomando un bocado en las gradas más altas, en compañía de su pedagogo. Desde hace algún tiempo hay en los organizadores una seria preocupación —loable, me parece— por repudiar en esos momentos las monótonas carnicerías de antaño y sustituirlas por atractivas puestas en escena, ilustrando tal o cual fábula de nuestra mitología, tan abundante en ellas. Se ve a Ícaro, por ejemplo, batiendo sus alas en lo alto de una plataforma. Duda en saltar, como si temiera que la conquista del elemento aéreo necesitase más largas experiencias. Se le convence al fin con mano firme: salta y se estrella con un grito de decepción. Cuando un niño ve el mito de Ícaro así ilustrado, la historia se queda grabada en su memoria. Es bueno que la imagen acuda en auxilio de la enseñanza.
»¿Y acaso habría pecado en ver ejecutar a condenados de derecho común, que merecen cien veces su suerte? Te haré observar que, leyendo tu biblia, uno tiene la impresión de que los judíos no dejan escapar una lapidación, ¡y que incluso se invita al pueblo a que participe de buen grado en ella!
Este argumento bíblico era bastante molesto para Pablo, más de lo que Kaeso hubiera pensado.
—¡Estás hurgando en la herida! Cuando los judíos lapidaron a Esteban, el primero de nuestros mártires, fui yo quien guardé con satisfacción los mantos de los testigos de la acusación, llamados a tirar las primeras piedras.
—¡Ya ves! Lo que lamentas, ahora, no es haber participado conscientemente en una lapidación en la que sostenías la ropa, sino haber sido cómplice por ignorancia de la ejecución de un cristiano, de un error judicial bajo tu punto de vista. Si hubieran lapidado a una mujer adúltera, tu complicidad te habría dejado la conciencia limpia y satisfecha.
—Según Juan, Jesús intervino para salvar a una de esas mujeres de la lapidación.
—Tal vez porque era bonita… En todo caso, a despecho de su gesto caritativo, no creo que Jesús haya derogado la ley en cuestión. Sin duda, tú mismo eres partidario del castigo ejemplar de los cristianos adúlteros… ¡si es que puede haberlos!
—Temo que hay algunos. Sí, ciertamente hace falta una sanción para el adulterio; y debería aplicarse por igual a ambos sexos si las leyes fueran realmente cristianas.
—Así pues, ¿admites la asistencia a honradas ejecuciones a muerte? ¡Los romanos valen tanto como los judíos!
—Lo que me molesta de este asunto es el aspecto artístico y supuestamente agradable. Un cristiano no debe embellecer las crueldades necesarias.
—Eso es, según parece, una cuestión de costumbres, de país y de sensibilidad particular más que de moral.
Kaeso, heredero de un ludus, había logrado envolver hábilmente a Pablo en dos dominios que para él eran muy secundarios. Pero Pablo se reveló inflexible en lo tratante a los combates de gladiadores. El hecho de que todos los combatientes, esclavos u hombres libres bajo contrato, fueran, por la fuerza de las cosas, más o menos voluntarios, no parecía impresionarle. Incluso veía en ese voluntarismo algo culpable, pues, en su opinión, el derecho a matar siempre debía responder a legítima defensa, social o individual. Para él, por una paradoja incomprensible a los ojos de Kaeso, el soldado más embrutecido, el verdugo más infame estaban justificados moralmente por el normal ejercicio de sus funciones, mientras que el más glorioso de los gladiadores no lo estaba.
Semejante falta de lógica sólo merecía una falsa promesa, que Kaeso no tuvo escrúpulos en hacer.
Andando a lo largo del Circo Flaminio, habían alcanzado el soberbio Pórtico de Pompeyo, al fondo del cual se elevaba el escenario del teatro del mismo nombre, donde reinaba una gran animación en previsión de los Juegos Florales, que debían inaugurarse dos días más tarde. Una bandada de tramoyistas y barrenderos se hallaba en pleno trabajo.
El teatro de Pompeyo había sido el primero en Roma construido en piedra, y en su hemiciclo podían sentarse cómodamente 27 000 espectadores. Durante el reinado de Augusto, en la misma región, pero enfrente de la isla Tiberina, se habían agregado al anterior los teatros de Marcelo y de Balbo, que ofrecían respectivamente 14 000 y 7000 plazas suplementarias. Capacidad ésta aún muy escasa en relación a la de los anfiteatros permanentes o provisionales, sobre todo a la del Gran Circo, ampliado sin cesar, que admitía por aquel entonces un cuarto de millón de personas. A pesar de los esfuerzos para renovar géneros y repertorios, el teatro seguía sien a o el pariente pobre del sistema.
Kaeso le explicó a Pablo que la pasión por el teatro no movilizaba a tantos aficionados como los munera de gladiadores o las carreras de caballos. Incluso se evitaban, en la medida de lo posible, los munera o las carreras durante una representación teatral, pues se había visto cómo se vaciaba un edificio en beneficio del anfiteatro o del Circo, cuya competencia era irresistible. Los munera, más raros y costosos, eran, además, más apreciados que las carreras.
Pablo había oído hablar del teatro de las provincias helénicas, que había degenerado totalmente, y había oído contar cosas abominables sobre el teatro romano. Rogó a Kaeso que lo pusiera al día sin ahorrarle nada.
Antes que lanzarse a un discurso abstracto, Kaeso invitó a Pablo a rodear el edificio. Si los griegos habían excavado colinas, los romanos habían puesto a punto eficaces técnicas de entibación y ajuste para el corazón de sus construcciones, adornadas después con los convenientes revestimientos, sin temor a construir en terreno llano. A la parte trasera del teatro había adosado un templo a Venus de tres pisos, el último de los cuales se hallaba a la altura de la cúspide del hemiciclo, que estaba dotada de un pasillo cubierto. Pablo y Kaeso subieron hasta allí. Un destacamento de marinos estaba arreglando el entoldado corredizo de lino fino, pues si las prostitutas, durante las Floralias, se desnudaban de noche por las calles y en el escenario de los teatros, la fiesta conllevaba también representaciones diurnas más corrientes.
Kaeso hizo apreciar a Pablo las impresionantes dimensiones de la obra maestra pompeyana. Cuando el patio de butacas —reservado a los senadores, «caballeros» y «notables»—, las gradas, el pasillo y el pórtico del templo de Venus estaban llenos de gente, la afluencia alcanzaba los 40 000 espectadores. Desde su observatorio venusino, los dos visitantes distinguían a una escala muy reducida a los obreros que se agitaban en el escenario.
—Nuestro primer teatro de piedra —dijo Kaeso—, por su misma enormidad, condenó a muerte una clase de espectáculo que ya se estaba muriendo.
»Imagina a los efectivos de siete legiones concentrados en este recinto (legiones de piojosos, sobre todo), y súmale el rumor constante que resulta de semejante afluencia. Charlan, gritan, bromean con las muchachas, se mueven, pasean, comen, beben y mean en esas zanjas, por donde desciende en cascadas un agua refrescante —¡una invención de los ingenieros de Pompeyo que merecería mayor respeto! ¿Cómo podría el actor hacerse oír y entender por un pueblo ignorante, insensible a la belleza del texto? Tiene contra él el sonido, el espacio y la incultura.
»Ya en los tiempos heroicos del teatro griego, o del teatro romano que era su copia original, a pesar de una asistencia más restringida y competente, el problema se presentaba arduo y no conocía paliativos. Por ejemplo, el escenario estaba provisto de un tornavoz de madera. Los actores llevaban grandes máscaras que hacían las veces de bocinas. Máscaras y vestidos eran, convencionalmente, de colores y formas diferentes. Los papeles femeninos los interpretaban hombres, los únicos que tenían la voz lo bastante potente como para dominar el desorden…
»Tales fueron, bien que mal, nuestras viejas tragedias o comedias romanas, de estilo griego o latino, cada vez más incomprendidas por una plebe mayor y más ruidosa. Ya no las interpretan para el gran público.
»Poco a poco, se produjo una evolución fatal. El coro trágico pasó de la orquesta al escenario para tomar, con los solistas, parte preponderante en la acción. El canto y la música se o y en mejor que las palabras. Así, la tragedia se ha convertido en un repertorio de canciones populares, de cantica. En las exequias de César, la plebe llorosa se desgañitaba gritando un refrán de Pacuvio: Men’servasse ut essent qui me perderent? (“¿Acaso no los salvé para perecer a sus manos?”).
»Pero, para cuarenta mil espectadores, la vista es un órgano todavía más seguro que el oído. No solamente el texto ha sido sacrificado en favor del canto, sino que el canto lo ha sido por la danza y la pantomima. Actualmente, toda la tragedia se subordina al pantomimo mudo, doblado por tal o cual solista, sostenido por el coro, acompañado de trenzados y de estribillos. ¡La celebridad de los pantomimos iguala casi a la de los gladiadores!
»Al mismo tiempo, los temas de tragedia se han vuelto cada vez más atrevidos y vulgares. La peor mitología hace estragos y las Pasífaes se ofrecen a los toros en Laberintos cretenses. El arte del pantomimo es un mero arte de sugestión.
»En cuanto a la comedia, es un hecho que ha caído en el realismo más crudo, abandonando cualquier convención decente. Ya no se trata de sugerir, sino de mostrar. La brutalidad y la pornografía, las torturas, los asesinatos y las violaciones son moneda corriente. Pues en materia de comedia, los mimos son hombres y mujeres. Las Bacantes descuartizan al rey Perseo, Hércules arde en su hoguera, el salteador Laureolo, debidamente crucificado, es además devorado por un oso, asnos lúbricos cubren a muchachas gimientes que después son estranguladas por descargadores…
—No acabo de entenderlo… ¿sigues hablando de sugestión?
—¡En absoluto! En nuestra comedia romana, los desprestigiados mimos de ambos sexos hacen lo que pueden, pero, merced a una tolerancia del poder, que acabarán por legalizar muy pronto[130], la escena es una ocasión privilegiada para librarse de los condenados a muerte de derecho común que, naturalmente, sustituyen a los mimos en el momento de la prueba. De esta manera tenemos un teatro de verdad que no se parece a ninguno, y tales espectáculos consiguen mantener el interés de la mayoría.
»En tanto que futuro cristiano, me doy cuenta de que debo mantener mis reservas, si no sobre el suplicio estético de los condenados a muerte, al menos sobre las violaciones, que se consuman, con toda seguridad, fuera del matrimonio indisoluble.
—¡Efectivamente, debes tener tus reservas!
Abrumado, Pablo se sentó con los ojos fijos en el lejano escenario, donde se montaban magníficos decorados. Todos los recursos y efectos de la tramo y a habían cobrado gran importancia, y entre cuadro y cuadro, un telón abatido se alzaba para ocultar la labor de los obreros.
Kaeso creyó conveniente precisar:
—Violar a las muchachas vírgenes antes de ejecutarlas es una piadosa costumbre en Roma. Por ejemplo, la hija de Sejano fue desvirgada por sus verdugos. Pero, evidentemente, no puedo garantizar la virginidad de las condenadas violadas en los escenarios de los teatros. Los abusos se cuelan por todas partes…
Pablo se tapó las orejas y abandonó sin más el teatro de Pompeyo.
Kaeso y Pablo anduvieron un rato a lo largo de la Vía Triunfal, que llevaba al Campo Vaticano por el puente del mismo nombre. Como en la Vía Apia a la misma hora, allí se daban cita todos los elegantes.
Para distraer a Pablo de su obsesionante malestar, Kaeso le pidió:
—Háblame un poco de ti. ¿Dónde estudiaste?
—Primero en Tarso, en Asia Menor. Hasta los doce años, como todos los niños judíos, estuve exento de la Ley. Después la estudié con mi padre y en la sinagoga de Tarso. Más tarde, ya adolescente, seguí aplicado a ello, con renovada pasión, en Jerusalén, bajo la autoridad del ilustre rabí Gamaliel, un gran nassi[131] —es decir, «príncipe»— para todos los judíos de entonces. A él debo una visión muy liberal de las Escrituras. Así, Gamaliel era de la opinión de abrir a todos los mendigos, judíos y no judíos, el acceso de un campo para espigar.
—¡Hermosa generosidad! ¿Qué lengua se hablaba en Tarso de Cilicia?
—El griego. Pero con Gamaliel perfeccioné el arameo, la lengua de Jesús y sus discípulos.
—¿Jesús no hablaba hebreo?
—El hebreo ya no es más que una lengua religiosa y litúrgica. Se estudia en los libros. No se habla. Y como los judíos tienen a su disposición desde hace tiempo la Biblia de los Setenta, el conocimiento del hebreo, sobre todo en Egipto, no cesa de disminuir. Jesús, que frecuentó las sinagogas, debía de tener algunas nociones. La mayor parte de los discípulos lo ignoraban y yo tampoco lo domino bien.
En todo caso, Jesús debía de saber un mínimo de griego.
—¿Por qué?
—Porque, según Marcos, se entrevistó con Pilatos sin intérprete, y es seguro que Pilatos ignoraba el arameo.
—No había pensado en ello. Después de todo, es muy posible. El griego es una segunda lengua muy extendida por allá. Ciertos discípulos, incluso entre los más humildes, la conocían un poco.
—¿Tú no hablas latín?
—Lo entiendo bastante bien, pero todavía cometo muchos errores. Viniendo del griego, la ausencia de artículos es muy fastidiosa. Pero parece que el asunto de las lenguas te preocupa…
—¡Y con razón!
—¿Qué quieres decir?
—¡Ponte en mi lugar! Tu Jesús predicó en arameo[132], una jerga incomprensible, ante masas analfabetas. Así pues, me preocupa saber si los oyentes lo entendieron bien, si repitieron con exactitud las palabras de Jesús a la gente capaz de traducirlas al griego y, para terminar, si la traducción es fiel. Ya se plantea un gran problema de autenticidad con el Evangelio de Marco, y me sorprende que no te afecte.
Pablo y Kaeso habían torcido a la derecha, hacia los jardines de Agripa, y caminaban al borde de un estanque, resto del «Pantano de la Cabra», donde se suponía que Rómulo había desaparecido.
Tras reflexionar, Pablo contestó:
—Tu preocupación es natural, pero completamente injustificada, y por motivos evidentes. En primer lugar, Jesús se expresó de la forma más concreta y sencilla. Todas las versiones de Sus palabras que han llegado hasta nosotros pueden diferir ligeramente en cuanto a la forma, pero el contenido es idéntico.
»En segundo lugar, a despecho de lo que podría pensar un gentil ignorante de las Escrituras judías, la mayor parte de las declaraciones de Jesús, que no era un moralista, sólo son originales por el personal carácter de la expresión. Jesús —excepto en relación con el matrimonio— no innova en materia de moral práctica. Se limita a reconducir la Ley en cuanto a su espíritu, no en sus menores detalles. E incluso cuando predica el amor a Dios y al prójimo, judío o no judío, recoge con frecuencia ideas y fórmulas presentes en las Escrituras, antiguas o más recientes, ya defendidas por algunos fariseos clarividentes. Pero Él las reúne, las lleva a término, les saca todo su jugo. Pero si sólo se tratara de esto, habríamos tenido un profeta más, en una cierta tradición de Israel. Y el problema de la autenticidad no sería más lancinante que para cualquier profeta o doctor.
»En tercer lugar, es cierto que hay un problema de autenticidad, pero concierne más a los actos que a las palabras y se resume en esta pregunta: ¿Jesús resucitó, o no? ¡Si no resucitó, qué importan Sus palabras! Y si resucito tampoco importan, ¡pues cómo no estar entonces completamente seguro de que el Espíritu Santo vela porque lleguen hasta nosotros de manera adecuada para nuestro gobierno!
»Cuando Jesús me habló en el camino de Damasco para reprocharme que lo persiguiera, se dirigió a mi en su lengua materna. “¡Saulo! ¡Saulo!” gritó en arameo. ¿Qué habría cambiado si me hubiera hablado en hebreo, o en griego como a Pilatos?
Kaeso empezaba a entender mejor la extraña mentalidad de Pablo. No obstante, observó:
—Ciertamente, tú ves las cosas desde lo alto, puesto que Dios te llamó en la lengua de tu madre. Pero a mí no me ha dicho nada todavía, en ninguna de las lenguas. Perdona mi legítima curiosidad. En espera de que sea mejor satisfecha, te daré un buen consejo: que te intereses más por las palabras precisas de tu Jesús. A falta de aparición cerca de Damasco, la mayor parte de los cristianos tendrá que conformarse con palabras.
—¡No hemos esperado tu consejo! Otros discípulos además de Marcos, mi propio amigo Lucas, trabajan anotando todo lo que Jesús hizo o dijo, personalmente o con ayuda de fieles secretarios.
—¡Olvidaba a los secretarios!
—Cuando envío páginas de circunstancias a una comunidad cristiana, utilizo un secretario la mayor parte del tiempo, escribiendo de mi puño y letra sólo las últimas líneas, pero nunca he advertido que mis ideas fueran deformadas.
—¿Podrías darme a leer algunas de esas cartas? Supongo que hay copias, como de las cartas de Séneca a Lucilio.
—¡Me halagas comparándome con ese riquísimo retórico! Te haré llegar esta misma noche una epístola de Santiago, el «hermano» de Jesús, a quien los judíos lapidaron en Jerusalén durante mi reciente cautiverio romano. Agregaré mis epístolas a los Tesalónicos, a los Corintios, a los Gálatas, a los Romanos, a los Filipos, a los Colocenses y a los Efesios, éstas dos últimas redactadas mientras estaba encadenado. Pero no busques en ellas una completa exposición doctrinal. He tratado de problemas que se plantea aquí y allá en un momento dado. El Diablo trabaja a mis espaldas para sembrar el desconcierto. La Resurrección lo ha puesto fuera de sí.
—¿No se te ha aparecido el Diablo, como Jesús, para hablarte en garamanto o en chino?
Pablo se echó a reír:
—¡Los cristianos ven al Diablo todos los días, y de bastante cerca!
Volvían a la Ciudad, encerrada en las viejas murallas de Servio, cuyos caminos de ronda ya sólo recorrían los centinelas nocturnos de las siete cohortes de libertos, responsables de combatir los incendios con ayuda de las autoridades del barrio. El sol poniente enrojecía.
Gran número de cristianos esperaban todavía el fin del mundo como una especie de conflagratio estoica, pero Pablo dudaba cada vez más de la inminencia del acontecimiento. ¿No habría sido necesario, en primer lugar, que el Evangelio fuese predicado por todas partes? Y tal vez el mundo era más grande de lo que se creía. Todo lo que los cristianos podían esperar, a menos de vivir indefinidamente en un ghetto como los judíos, era el fin del mundo de Nerón, y éste no acabaría por sí solo. Afortunadamente, el orden romano era frágil: una colección de ciudades perezosas, defendidas por unos cuantos mercenarios dudosos. No bien esas ciudades fueran destruidas, la insolente civilización que se oponía a Cristo con todas sus fuerzas dejaría de ser un obstáculo para la gracia. Los romanos, ingenuamente, creían eterno su Imperio, pero los cristianos ya habían comprendido por instinto que sólo podrían asentar su humilde dominio sobre ruinas y desiertos.
Kaeso preguntó:
—¿En qué piensas? ¿Qué ves de hermoso tras ese sol rojo?
—Pienso en el fin de un mundo.
—¿Qué le importa al hombre razonable perecer solo o con rebaños de ovejas? ¿Acaso no es la muerte el fin del mundo para cada cual?
¿Cuándo hablaría Kaeso como un cristiano?
Mientras esperaba ese cambio de lenguaje, el catecúmeno de circunstancias se vio asaltado por primera vez por una sospecha que habría podido invadirlo antes si hubiera reflexionado mejor, y le dijo a Pablo:
—Tu fe llega a impresionarme y al menos sé una cosa de ti: que no eres un mentiroso. Crees, por cierto, en lo que cuentas. Por eso te ruego que respondas de buena fe una pregunta importante para mí, y muy concreta. Puedes reprochar a los romanos todos los vicios de la creación, pero al menos tienen la virtud de no obligarte a compartirlos. Nerón te autoriza liberalmente a ser virgen, a no frecuentar su teatro, e incluso podrías negarte a rendir culto a los ídolos si fueras un judío como los demás. En resumidas cuentas, es una tiranía bonachona en lo que a ti respecta. Pero si Nerón fuera cristiano, ¿seguiría habiendo gladiadores, termas mixtas, divorcios?
—Un Nerón cristiano tendría por cierto como primer deber acabar con los ídolos e imponer leyes cristianas a todos los habitantes del Imperio.
—¿Por las buenas o por las malas?
—La fuerza estaría entonces al servicio del derecho, puesto que el derecho se confundiría con la voluntad del Altísimo.
—¡Olvidaba que Jesús te había llamado «Saulo»!
—Entonces olvidabas lo esencial.
Kaeso comprendió que no se discute con gente que frecuenta a un dios trascendente encarnado. Pensándolo bien, era el único argumento sin réplica en esta tierra, puesto que tenía la irremediable virtud de ser palpablemente terrestre y al mismo tiempo apoyarse en el cielo.
Pablo se preocupó por saber dónde podría encontrar a Nerón antes de abandonar Roma, incluso si sólo lo podía ver de lejos y durante un instante. Las carreras eran numerosas durante las Floralias, y se les dedicaba el primer día de fiesta en el Circo Máximo, desde el alba hasta la caída de la noche. Nerón no podría abstenerse de presidirlas un rato, en lo alto de su palco palatino o pulvinar, desde donde los emperadores dominaban todo el Circo. Situándose cerca del palco, sería fácil ver al divino Ahenobarbo, reservado a la apoteosis.
El interés de Pablo por la persona de Nerón divertía a Kaeso y le parecía muy provinciano. Los ciudadanos residentes en Roma se consideraban tan por encima de todas las naciones, que la distancia entre el emperador y ellos les parecía mucho más corta que entre ellos y la indistinta masa de no ciudadanos del Imperio. Tenían la sensación de formar parte, con el Príncipe, de la sociedad de explotación del os vencidos, y todo el mundo sabía que solamente el azar de las armas había llevado a los Julio-Claudios al poder. Las relaciones entre los verdaderos romanos y el emperador respondían más bien a una envidiosa familiaridad y no a una forma cualquiera de respeto. Los emperadores sensatos ni siquiera creían en su divinidad, que era objeto, en privado, de abundantes bromas.
Pablo y Kaeso se aproximaban a los Foros cuando el apóstol vio a un niño abandonado cerca de una marmita en desuso. Para proteger de los perros a los niños expuestos —de manera bastante irrisoria, es verdad— en espera de la hipotética llegada del mendigo profesional o del proxeneta con visión de futuro, a veces se los depositaba en un recipiente cualquiera. Pablo puso al niño en la marmita, la tapo en sus tres cuartas partes, y le preguntó a Kaeso:
—¿Cuáles son las leyes sobre el aborto, en Roma?
—En principio es un crimen por parte de la mujer, si actúa a espaldas de un marido que no lo consiente y, siempre en principio, una mujer ejemplar no debe negarse si el marido es favorable. Pero el aborto provocado es muy peligroso, y ahí está la exposición para resolver el problema sin riesgos para la salud. Un Nerón cristiano condenaría, supongo, aborto y exposición…
—Incluso prohibiría cualquier trampa en el momento de las relaciones conyugales.
—¡Qué lúbrico espionaje en perspectiva!
En su trascendente locura, Pablo parecía encontrar esta situación completamente natural.
Se citaron de nuevo para el día siguiente, y Kaeso, a pesar de sus repugnancias, se dirigió a la casa de Silano, el cual debía de estar preparándose a esas horas para ir a cenar a la ciudad. Cuanto más rico era uno, más tendencia tenía a cenar tarde y a prolongar el placer.
Kaeso sentía que ya no podía aplazar más la cortesía, que de todas formas sería bastante breve, y también le apremiaba el deber de sonreírle un poco a Marcia, a falta de algo mejor.
La familia de Silano acababa de sumirse en la confusión. La incongruente cabeza de Cicerón, no contenta con inquietar al amo o irritar a la domina, había hecho aullar de terror a un esclavo griego enamorado de la pintura, que al caer la noche soñaba delante de ella.
Cuando Kaeso, guiado por un servidor tembloroso, llegó al peristilo, Marcia, en presencia de Silano, estaba llamando a razones a una pandilla de esclavos asustados, y les gritaba: «¡No hay que tener miedo de los fantasmas, sino de los vivos! ¿Es Cicerón o el amo quien os hará azotar si el temor del más allá hace que descuidéis el servicio?».
La llegada de Kaeso fue un buen pretexto para abreviar el discurso y mandar a los miedosos de vuelta al trabajo o al ocio.
A pesar de las deplorables fantasías de Cicerón, Silano estaba de excelente humor, y comunicó a Kaeso inmediatamente el motivo:
—Soy tanto más feliz al verte, cuanto que tengo que darte las más vivas gracias. Los soplos financieros que me comunicaste son de primer orden. Al leerte apenas lo creí, pero me informé de todos modos. Séneca y algunos otros ya se están desembarazando de su oro para comprar denarios. ¡El negocio me beneficiará con ingentes millones!
Incluso para alguien riquísimo, algunos millones más, y ganados con tanta facilidad, no proporcionan escaso placer.
Kaeso declaró que el agradecimiento debía dirigirse a Pablo.
—¿Es una comisión lo que quiere ese judío?
—No, no es dinero lo que le mueve.
—¡Ya entiendo! Los filósofos y los sacerdotes nunca buscan el dinero: les llega por añadidura, como recompensa a su desinterés; pero luego no lo sueltan.
—Sí, Pablo es más bien de ese tipo. Por el momento, su ambición es ver a Nerón antes de abandonar Roma. ¿Podrías reservarnos buenos sitios cerca del pulvinar para el Circo de pasado mañana?
—Tendréis los míos: ¡sufro una indigestión de caballo! Pero si tu Pablo quiere ver a Nerón de más cerca, es muy fácil: el Príncipe vendrá a cenar uno de estos días. En el momento en que se fije la fecha te la diré. Al invitarlo de vez en cuando, tengo excusa para no ir a adularlo tan a menudo como debería. La atmósfera de burdel del Palacio me corta la respiración.
—¿Vas a recibirlo aquí mismo?
—En el jardín del fondo, si hace buen tiempo.
—Será bueno, esa noche, que cierres las puertas de la pinacoteca, de forma que el fantasma no trastorne la cena.
—¡Excelente consejo! A Nerón ya lo atormentan bastante los fantasmas de Octavia y de Agripina, y quizás también el de Británico… Aborrece los fantasmas. Pero no teme menos a los asesinos. Responderás por Pablo, espero… Sería preferible que degollaran a Nerón en otra parte, no en mi casa.
—Pablo es la dulzura en persona. Los gladiadores le dan fiebre y al pasar acaricia a los niños en los vertederos. No se mostrará violento antes de tener treinta legiones bajo sus órdenes, ¡y eso no ocurrirá mañana!
Kaeso cumplimentó animadamente a Marcia, que había adelgazado un poco y ocultaba una mirada dolorosa tras las largas pestañas pintadas. El corazón se le encogió, hasta el punto de que por un momento le falló la determinación de continuar su programa de salvaguardia. Abrevió la visita.
Silano, al acompañarlo hasta la puerta, le confió, visiblemente violento:
—Marcia te necesita maternalmente, y yo la necesito a ella como sea. Eres demasiado inteligente para que unos escrúpulos pueriles te impidan durante más tiempo hacerla feliz, y a mi con ella. ¿Quizá temes perder tu libertad? Confía en mi experiencia: sólo hay una libertad que resista a las incertidumbres y desilusiones de la vida, la que da el dinero. Ahora bien, mis bienes son tuyos. Sólo tienes que agacharte a recogerlos.
Kaeso se habría agachado de buen grado. Pero rebajarse era otra cuestión.