Tras la sorprendente toma de contacto, Kaeso se distrajo caminando al azar, repasando una y otra vez lo que acababa de ver y oír; sus pasos lo llevaron al Campo de Marte, poco concurrido a aquella hora todavía matinal. Terminó por entrar en los jardines de Agripa, que lindaban con las termas del mismo nombre, se sentó al borde del hermoso estanque, que una ligera brisa rizaba, y abrió el Evangelio de Marcos; el relato empezaba entonces a divulgarse, y Pablo le había prestado a Kaeso el texto, bastante corto, escrito en un solo volumen sin ombilic, recomendándole que tuviera con él el mayor de los cuidados. «He viajado con Marcos, a quien conozco bien», le había dicho Pablo a su futuro converso. «Marcos es, con mi amigo Silvano, el intérprete acreditado de Pedro, a quien Jesús dio preeminencia sobre todos nosotros. (¡El griego de Pedro no es muy bueno, y su latín es todavía peor!). En este opúsculo encontrarás un resumen un poco desordenado, pero auténtico de principio a fin, del paso demasiado breve del Cristo entre nosotros, inspirado directamente tanto en los recuerdos de Pedro como en el texto arameo de otro apóstol llamado Matías»[119].
La lectura dejó a Kaeso desconcertado: la historia, redactada en un griego bastante grosero, no tenía relación ni con la literatura mitológica griega o romana, ni con las lucubraciones de los sacerdotes de esas religiones orientales que habían invadido Roma; menos aún la tenía con los habituales tratados de filosofía. Unos testigos se limitaban a contar sin ornamentos lo que habían visto o creído ver, y su memoria debía de ser buena, pues Jesús tenía una presencia, una manera de ser, un «estilo» coherente que sólo a él Pertenecía. Por ello, tanto más asombroso era leer: «Quien repudie a su mujer y se despose con otra comete un adulterio en relación con la primera; y si una mujer repudia a su marido y se desposa con otro, comete adulterio».
Pablo no había mentido: ¡Jesús había predicado semejante barbaridad! El hecho evidenciaba que el personaje no tenía la menor idea de las realidades sociales, y que la religión cristiana no estaba hecha para durar.
Tras una larga serie de siglos, los atenienses adinerados tenían, en principio, un amante, una mujer legítima, concubinas para llevar la casa y hetairas para acompañarlos a los banquetes y alabarlos en la ciudad (además de algunos favoritos episódicos). Los pobres diablos se repartían así entre su mujer —¡si la tenían!—, muchachos complacientes y burdeles de algunos óbolos, organizados por Solón, cuya existencia se cuidaba con tanta más aplicación cuanto que devolvían en impuestos fuertes sumas a la ciudad. Y el mismo sistema funcionaba en las grandes ciudades de Grecia o del Oriente helenizado.
Los hombres ricos de Roma tenían normalmente a su disposición una mujer legítima además de concubinas o favoritos, sin hablar de las encopetadas cortesanas o de las relaciones eventuales con ciudadanas emancipadas, que eran una característica original del paisaje romano de las ciudades de Occidente. En Roma, la matrona salía tanto como quería. En Oriente, a la mujer casada se la retenía la mayor parte del tiempo en casa, donde no contaba con más distracción que la charla de las concubinas de su marido, si tenía la suerte de que hubiera suficiente dinero para mantenerlas. Pero en Roma —como en Atenas y otras ciudades— los lupanares, administrados en la ciudad por cuidadosos ediles, seguían siendo el recurso más frecuente de los miserables e incluso de los esclavos, ansiosos por cambiar de menú.
Tales costumbres se hallaban tan enraizadas, eran tan universales y aparentemente tan irreversibles, que una sociedad en la que el divorcio hubiera estado prohibido, y donde la fidelidad conyugal hubiese sido doblemente requerida, aparecía a los ojos de todo ser en su sano juicio como algo propiamente impensable. ¡Si, para un hombre resucitar era más fácil, ciertamente, que mostrarse fiel!
Pero si las realidades sociales se le escapaban, menos noción tenía Jesús de las urgencias psicológicas y fisiológicas más elementales. ¡Se diría, en efecto, que había sida completamente virgen! Pues las experiencias que había tenido hasta entonces con la «burrita» intercambiable de la popina, o con costosas hetairas, lo habían persuadido de una verdad incontestable: las mujeres, que sólo tienen que separar las piernas, son susceptibles de hacer el amor por deber hasta que la copa se desborde. Pero el hombre, sean cuales sean su moralidad y buenas disposiciones, no es un arco que el deber tense a voluntad. El matrimonio indisoluble de Jesús, aplicado al pie de la letra, habría desembocado muy pronto en la abstención disgustada del marido y en la abstención obligada de la mujer. ¿Era eso lo que los cristianos querían?
Otra señal de inconsciencia: por primera vez en la historia tal y como era conocida, la misma ley sexual ambicionaba aplicarse tanto al hombre como a la mujer, a despecho de sus constituciones tan diferentes y de los perpetuos desacuerdos entre maneras y facultades para gozar. Si Jesús se hubiera preocupado realmente de la armonía, habría mantenido la poligamia para las mujeres frígidas, que encontraban en ella un agradable descanso, y en compensación habría previsto toda una tribu de maridos para mujeres como Arria, obligadas a sumergir a su esclavo en un baño glacial para prolongar su uso. Mientras tanto, hombres cansados seguían siendo presas de una esposa histérica, a la que ni una legión habría satisfecho.
El Evangelio de Marcos concluía de forma bastante abrupta con la tumba vacía y el mensaje del ángel a tres mujeres llegadas con unos aromas[120]. Kaeso se dijo que en honor a la verosimilitud debía profundizar con Pablo ese asunto de la resurrección, que parecía haber admitido demasiado deprisa. ¿No había declarado el propio Pablo que era la única prueba válida de la divinidad de Jesús?
Kaeso lavó cuidadosamente su pañuelo milagroso en el estanque y volvió a casa para almorzar. Desde que habían mejorado las finanzas de su padre, la sucinta comida de mediodía, que cada cual en Roma tomaba habitualmente en el lugar y momento que le conviniesen, se había transformado en un ligero ágape familiar, a semejanza de lo que ocurría a veces en las casas de los más ricos.
Pablo, encantado con la perspectiva de reencontrar a Kaeso lo más pronto posible, le había dado cita para después de la siesta en casa del judeocristiano de la Puerta Capena, donde el apóstol había vuelto a instalarse tras una anterior reclusión de dos años en espera de su proceso. El dueño de la casa, que había conseguido cierto desahogo, fabricaba tiendas para la armada, y las campañas de Armenia o Bretaña habían sido una bendición para sus negocios.
El lugar, que hervía de cristianos, tenía trazas de cuartel general; nadie propuso a Kaeso el menor alquiler rabínico. Pablo, en una pequeña exedra del primer piso que daba a un ruidoso patio, presentó su pupilo al fabricante e incluso a su mujer, lo que tampoco entraba en las costumbres judías ortodoxas.
—Me siento feliz —dijo cortésmente Kaeso— de ver por primera vez una pareja fiel e indisolublemente casada. Cuando uno lee tales cosas en Marcos, tiene la impresión de que es un sueño, pero basta venir a vuestra casa para constatar que el sueño se ha encarnado. ¡Cuántas encarnaciones sorprendentes hay en vuestra religión!
Apareció la sombra de un malestar, y la mujer creyó necesario precisar:
—Cuando mi marido se convirtió, de tres concubinas echó a dos, conservando a la mayor, que le había dado hijos y que, según parece, habría muerto de hambre si la hubiera puesto en la calle.
—¡Sabes muy bien —dijo el hombre— que Dafnis ya no es más que una hermana para mí!
Pablo intervino antes de que la diferencia se convirtiera en escena doméstica fuera de lugar:
—La regularización de ciertas situaciones plantea a veces problemas delicados, que el corazón, afortunadamente, se encarga de resolver.
Kaeso se apresuró a deslizarse de lo particular a lo general:
—Antes de tener el gran honor de encontrar a Pompeyo Paulo, frecuenté a un rabí: me habló tan mal de los cristianos que sentí deseos de verlos de cerca. Este rabí reprochaba a Paulo y a los suyos que sólo retuvieran de la Ley judía aquello que les convenía. Si no he entendido mal la situación, los cristianos han añadido al Decálogo la indisolubilidad del matrimonio, pero han dejado de lado la circuncisión y muchos reglamentos que entre los fariseos son objeto de tan largo estudio…
—Lo has entendido todo —reconoció Pablo—, excepto que los cristianos no han añadido ni recortado nada; es el propio Cristo quien ha restablecido el matrimonio como había sido previsto por Dios desde el origen, y quien ha declarado caducas todas las minucias de que hablas.
—He leído en Marcos que Jesús no temía comer con cualquiera —y sin haberse lavado las manos, como hacen los judíos piadosos… e incluso algunos impíos romanos que comían de todo sin cuidarse de lo puro y lo impuro, y que ocupaba a su antojo el sacrosanto sabbat. ¿Dejó también una lista exhaustiva de las prescripciones fariseas que retenía o repudiaba?
—¡Tenía otras cosas que hacer!
—¿Quieres decir que los cristianos se han encargado de abolir un gran número de costumbres judías basándose en algunas ideas generales dadas por Jesús?
—Sin duda. El problema, además, ha ocasionado entre nosotros grandes discusiones.
—¿Fue Jesús quien suprimió la circuncisión?
Pablo pareció molestarse por la pregunta, y terminó por contestar:
—La decisión se tomó en un concilio que tuvo lugar en Jerusalén, con el objeto de facilitar las conversiones. ¡Pero si estás empeñado en hacerte circuncidar, no hay pecado en ello!
—¿Quién os asegura que Jesús aprueba esa supresión?
—Al subir a los Cielos, Jesús nos dejó al Espíritu Santo, que no puede extraviarnos. Habla por boca de Pedro y de otros apóstoles.
—¡Es una solución sumamente práctica, pero sólo cuando todo el mundo está de acuerdo! Sin duda, los fariseos exageran el refinamiento de sus múltiples prescripciones, pero me pregunto si los cristianos no exageran en sentido inverso, y si una política semejante no es susceptible de atraer sobre ellos la desgracia. Esta religión me es simpática y me gustaría que causara impresión durante el mayor tiempo posible.
La asistencia miró a Kaeso con ojos como platos, de modo que el ocasional teólogo hubo de explicarse:
—También he leído en Marcos el anuncio de la destrucción de Jerusalén y del Templo[121], el del fin del mundo y el de las persecuciones contra los cristianos. Las persecuciones se me antojan muy probables si el movimiento se desarrolla más allá de cierto punto, pues los romanos no podrían admitir en los cristianos la negativa a ofrecer sacrificios que han tenido que consentir a los judíos. Ahora bien, vosotros fabricáis cristianos muy deprisa, con un bagaje muy reducido según vuestra propia confesión. ¿Cómo resistirían la mayor parte de esos nuevos conversos los problemas policiales si se vieran privados de la armadura constituida, para el judío piadoso, por el hondo conocimiento de los textos sagrados y la escrupulosa práctica diaria? ¡Se produciría una desbandada! No dudo de que el Espíritu Santo es muy poderoso, pero hay que ayudarlo un poco.
El fabricante de tiendas aprobó vivamente el juicioso diagnóstico, cuya exactitud Pablo combatió con buen humor.
Le dijo a Kaeso:
—¡Espero que tu educación cristiana permita que te martiricen como un judío!
Kaeso respondió:
—Las persecuciones, como siempre, sólo afectarán a la gente humilde. La nobleza y los ciudadanos se verán excluidos.
Pablo lanzó a Kaeso una mirada profundamente dolorosa.
—¿Qué significa esa extraña mirada? ¿Me reprochas que vea las cosas como son? ¿Es culpa mía que haya dos pesos y dos medidas?
—No, no es eso. Acabo de tener una visión. A veces me ocurre…
—¿Una visión del porvenir?
—Si. Nunca me engañan.
—¿Y qué has visto?
—Te lo diré más tarde.
—Esos fenómenos de presciencia plantean a los filósofos el problema de nuestra libertad. Algunos sostienen que sólo son posibles si todo está escrito de antemano. ¿Cómo puedes conciliar tus visiones y tu libertad?
—Yo no soy filósofo.
—Podemos decir que dios sabe de antemano lo que nosotros, libremente, haremos.
—Claro, ¿por qué no?
—¡Una paradoja no significa mucho para dios!
El tema fastidiaba a Pablo; Kaeso lo invitó a dar un paseo con la esperanza de que aceptara bañarse. Los romanos se lavaban a todas horas; los judíos se lavaban poco; los cristianos apenas se lavaban, lo cual era notorio en su olor.
En dirección al Campo de Marte, los dos paseantes atravesaron el barrio del Gran Circo y las Velabras[122], que junto con el Suburio eran los lugares más populosos de la orilla izquierda, y aquéllos donde la prostitución, presente casi en todas partes, era más activa. Pero Pablo, con la mirada perdida, no veía nada: disertaba incansablemente sobre su nuevo dios, sobre su Padre y su Espíritu Santo. Kaeso terminó por entender que, para Pablo, se trataba de tres aspectos de una misma realidad: tres Personas iguales en todo, que sin embargo formaban Una sola. El propio Pablo reconocía de buena gana que se trataba de un gran misterio.
—Toda religión que se respete —dijo amablemente Kaeso— debe tener sus misterios. ¡El pueblo los adora!
—¿Quién habla del pueblo? ¿Acaso la Trinidad necesita del pueblo para ser lo que es?
Esa era la opinión de Kaeso, que una elemental diplomacia aconsejaba empero suavizar.
Habían llegado a las termas nuevas de Nerón, construidas cerca de las termas de Agripa y alimentadas por la derivación «Alexandrina» del acueducto principal de la «Virgo».
—Es hora de bañarse —sugirió Kaeso—. Has adoptado las costumbres romanas, ¿no es así?
Pablo se sobresaltó:
—Las adopto cuando no veo pecado en cumplirlas. ¿Crees que voy a aventurarme entre mujeres y hombres desnudos?
—Salvo que me equivoque, no he leído que el Pentateuco lo prohíba. La expresión «No descubrirás la desnudez de tal o cual persona» significa, evidentemente, «No tendrás relaciones sexuales con ella».
—La letra es una cosa, y la inteligencia y el buen juicio otras.
—¿Te provocaría la desnudez malos pensamientos?
—Es un riesgo que no quiero correr.
—Dicho sea sin ofenderte, si aspiras a frecuentar a la alta aristocracia romana, será indispensable que te bañes. Hagamos un intercambio de buenos modales: tú me metes en el baño del bautismo, y yo te meto en el baño de Nerón.
—¡Jamás!
Para resolver la situación, Kaeso se quitó el pañuelo y dijo en tono de broma:
—Con este pañuelo milagroso, que le ha devuelto la vista a un ciego imbécil, yo también voy a hacer un milagro: permitir que te bañes sin la menor tentación malsana. Diciendo esto, Kaeso vendó con fuerza los ojos de Pablo y después tiró de él, arrastrándolo hacia la puerta de las termas sin que se atreviera a protestar demasiado.
—Pretextaremos —añadió— que padeces de los ojos y que la menor luz te hace daño…
Poniendo al mal tiempo buena cara, Pablo se dejó llevar con una paciencia ejemplar, exhalando a veces pequeños suspiros, que era difícil discernir si eran de placer o de enojo.
Mientras Kaeso, a golpes de strigilum, quitaba la mugre a Pablo en el caldarium, se encontró de manos a boca con su hermano Marco, que estaba frotando a una muchacha que reía ahogadamente. Únicamente los solitarios recurrían al personal de los baños para que les frotaran la espalda. Kaeso presentó a Marco y a Pablo, llamando a éste «eminente pontífice de una nueva religión que tiene el futuro ante sí».
Un poco sorprendido, Marco preguntó:
—¿Es cosa de la religión, o hay que ir hacia el futuro con los ojos vendados?
Kaeso luego de pretextar lo acordado, optó por murmurar al oído de su hermano:
—En realidad, estoy bañando a un judío que no puede soportar ver hombres y mujeres desnudos.
La cosa divirtió infinitamente a Marco, que deseó a Kaeso buena suerte. Pablo y Kaeso se sentaron un rato en un rincón del tepidarium.
—Puesto que la ceguera favorece el recogimiento —dijo Kaeso a su compañero—, me gustaría obtener algunas precisiones suplementarias sobre la historia de la resurrección, que es, según parece, la clave de toda tu doctrina. ¿No se puede sospechar que los cristianos escondieron el cadáver de Jesús?
—Eso es lo que dicen los judíos, pero no se sostiene. A pesar de las advertencias de Jesús, los discípulos se negaban a pensar en la posibilidad de la crucifixión; una vez que crucificado el Maestro, menos aún esperaban una resurrección. En aquel momento estaban completamente desconcertados, y fueron precisamente la Resurrección y la actividad del Espíritu Santo lo que les devolvió la confianza. ¿Cómo, además, esa gente tímida y bastante zafia podría haber maquinado una falsa resurrección, a la que nadie hubiera dado crédito y que podía acarrearles problemas en la improbable medida en que fuera creída?
—El argumento me parece bastante sólido.
—Mi mejor argumento es el siguiente, y puedes darle vueltas en todos los sentidos: no existe ninguna explicación profana satisfactoria de la resurrección de Jesús. Cuando una cosa no puede explicarse mediante los recursos de la crítica humana inteligente, ¡es que Dios está por medio!
—La explicación profana más verosímil sigue siendo que los discípulos creyeron ver, oír y tocar a un Jesús resucitado.
—Ciertamente. Pero el número de testigos, la precisión, identidad y uniformidad de sus declaraciones se oponen a esta última hipótesis. Algunos de entre ellos ya han muerto mártires de su fe. Nadie se deja matar por una historia así cuando no tiene buenas razones para estar completamente seguro de ella. Y ahora, con los ojos vendados, voy a contarte la visión que he tenido y que te concernía: tú también morirás testigo de la Resurrección.
—¡No me estás animando mucho a bautizarme!
—Tranquilo: ¡tendrás ese bautismo!
No había con todo motivos para que Kaeso se sintiera tranquilo.
Al salir de las termas, y una vez que los ojos de Pablo se volvieron a abrir sobre la ciudad, los dos paseantes fueron hasta el cercano Panteón, que Kaeso se empeñó en que su limpio judeocristiano admirara.
La parte trasera del edificio daba a las termas de Agripa; la fachada se abría sobre los espacios verdes, todavía poco edificados, del Campo de Marte. Agripa lo había consagrado a Júpiter Vengador y a todos los dioses durante su tercer consulado, es decir, en el año 729 de Roma, según recordaba la inscripción en bronce del frontón. Era uno de los templos más grandiosos de la Ciudad, y con toda seguridad el más original. Algunos arquitectos inteligentes habían comprendido que después del Partenón de Atenas, modelo insuperable de perfección clásica, había que encontrar otra cosa. E inspirándose sin duda en soluciones iranianas habían edificado un templo circular, accesoriamente dotado de un peristilo corintio.
Este peristilo presentaba seis monolíticas columnas de granito rojo o gris cuya enormidad y altura eran impresionantes; en lo alto del frontón, a ochenta y siete pies[123] del pavimento, se alzaba un auriga de bronce.
Como el Panteón tenía el privilegio de hallarse abierto a todos durante el día, Kaeso y Pablo entraron en él. La gigantesca cúpula, que tenía ciento cuarenta y siete pies de diámetro[124], mostraba en el centro una abertura redonda, de un diámetro de veintiocho pies[125], por donde se veía el cielo azul.
El conjunto era lujoso hasta la locura. Tanto en el interior como bajo el peristilo, todo estaba revestido de mármol amarillo y el suelo se hallaba enlosado con baldosas de mármol amarillo o blanco con vetas violetas y grandes anillos de porfirio. El domo estaba cubierto de tejas de bronce dorado en forma de hojas de laurel; el bronce, realzado con oro y plata, abundaba también en la decoración de las bóvedas del peristilo y del santuario[126]. La estatua de Júpiter, de cara a la entrada, era una orgía de marfil y metales preciosos.
—¿No es extraordinario? —dijo Kaeso—. ¿Puedes imaginar algo más espléndido?
Pablo frunció el ceño.
—Llegará un día, si Dios quiere, en que esta estatua de Júpiter será, destruida y los cristianos tomarán posesión del templo para consumar en él sus ceremonias[127].
—¡Olvidas que Agripa es el bisabuelo de mi futuro padre adoptivo! Sus visiones te arrastran un poco lejos.
—Perdóname que vea más lejos que tú.
—¿En qué consisten vuestras ceremonias?
—Jesús fue crucificado un viernes 14 nisán, día de la comida pascual para los judíos, y sepultado antes de la caída de la noche, momento en que empezaba el sabbat. Por lo tanto, festejó la Pascua con sus discípulos un día antes, el jueves por la noche. En aquella ocasión bendijo el pan y el vino diciendo: «Este es mi Cuerpo, ésta es mi Sangre, haced esto en memoria mía». En consecuencia, nuestros sacerdotes consagran pan y vino y los distribuyen entre los fieles.
—No entiendo muy bien lo que me cuentas.
—¡No eres el único! Los apóstoles me dijeron que tampoco entendían gran cosa.
—¿Por qué no interrogaron a Cristo sobre el tema?
—Rara vez se atrevían a interrogarle, por miedo a pasar por tontos a los ojos de los demás. Pero Juan, nuestro más distinguido teólogo, a quien Jesús hacía confidencias particulares, sostiene que hay que tomar sus palabras al pie de la letra.
—¿Una forma de antropofagia ritual, en cierto modo?
—Preferiría una expresión más afortunada.
—En todo caso, el rito no es muy judío.
—¡Jesús era Dios, y Dios y a no es judío!
La idea de una antropofagia ritual oriental consumada en el Panteón de Agripa por unos judíos que hubieran quebrantado el destierro era tan grotesca, que Kaeso se tranquilizó en seguida en cuanto a la siniestra predicción que Pablo había hecho sobre él: podía pedir el bautismo sin peligro.
En la explanada, adornada con el altar de costumbre, que se extendía ante el Panteón, Pablo dijo a Kaeso:
—En contrapartida a la instrucción religiosa que te doy —nosotros la llamamos «catequesis»— te voy a pedir un señalado favor: los cristianos somos de origen griego o judío y el medio romano sigue siendo extraño para nosotros en muchos aspectos[128]. Romanos y griegos se parecen, pero también difieren. ¿Quieres hablarme de esta ciudad y de sus habitantes, que han conquistado el mundo y pasan por ser sus modelos?
Kaeso se puso de buena gana a disposición de Pablo.
—¿Te interesan, quizá, los ciento veinte principales templos de Roma, empezando por el de Júpiter Capitolino? ¿O las nueve basílicas más grandes? No me atrevo a hacer alusión a las innumerables termas, algunas de las cuales tienen las dimensiones de una pequeña ciudad.
—Las piedras apenas me interesan. Pero los hombres sí. En una palabra, ¿quién cuenta aquí realmente?
—Si fuera cristiano, te contestaría: los más pobres. ¡Pero evidentemente no será con una pandilla de mendigos con quien pongas la mano en mi Panteón! En primer lugar, está el emperador. Tiene el mando de los ejércitos y es el más rico de todos.
»Los ejércitos cuentan, y sobre todo los pretorianos fijos, pues lo primero que crea y mantiene al César es el beneplácito de los militares.
»El senado y los ricos importan también, aunque estén desarmados, porque poseen los bienes raíces y mobiliarios.
»Los libertos y los esclavos cuentan cuando el emperador o los ricos les dan oportunidad de contar.
»Eso es lo que cuenta en Roma, y hasta en las provincias; todo lo que tiene un valor positivo.
»Otros sólo tienen valor negativo, en el sentido de que por lo común no cuentan, pero podrían contar si estuvieran demasiado descontentos. Hablo de los ciudadanos de la plebe romana frumentaria, de las doscientas mil familias que sólo sobreviven mediante las distribuciones gratuitas del Anona. Cuando en otoño se retrasan los transportes de trigo de Alejandría, toda la corte empieza a temblar. También hablo de la multitud de vagabundos extranjeros que abarrotan la Ciudad, gentes sin residencia ni ocupación segura, venidos a menos, mendigos, hombres fuera de la ley de todas clases, que la plebe frumentaria comete la tontería de mirar por encima del hombro pero con los cuales podría formar causa común si el hambre la empujara al desorden.
»Hablo de los numerosos clientes de las grandes familias, a los que, en conjunto, más cuesta subsistir con su reducida sportula, dado que ya no presentan para su protector el interés político de antaño, cuando los votos todavía apasionaban al Foro.
»Hablo de los esclavos, que infundirían terror como en otros tiempos si pudieran unirse entre ellos y con otros.
»A toda esta gente, expuesta en los bajos fondos de Roma a las inundaciones del Tíber, los temblores de tierra, los incendios y las pestes, sólo la mantienen a raya durante el día las cuatro cohortes urbanas, que dependen del Prefecto de la Ciudad, y por la noche las siete cohortes de vigilantes, que dependen del Prefecto de los Vigilantes, a quienes hay que añadir los pretorianos y la guardia germánica, que dependen del Prefecto del Pretorio: poco más de veinte mil hombres en total.
—¿Y los artesanos libres?
—Son los que menos cuentan, pues la competencia del trabajo servil disminuye su número e importancia. Un día que le estaba comprando a un orfebre una fruslería para el aniversario de mi madrastra, el hombre se lamentó de su suerte, afirmando que, de cien orfebres, treinta y cinco eran esclavos y cincuenta y ocho libertos. La proporción es sensiblemente la misma en los demás gremios.
—En tu opinión, ¿cuál seria, en una sociedad semejante, la gente más dispuesta a oír la buena nueva de la Resurrección?
—El emperador, que por norma se cree dios, tiene que hacer oídos sordos, evidentemente. Los soldados acostumbrados a crucificar a los malhechores, no querrán un dios crucificado. Con los ricos no habrá nada que hacer, porque son demasiado cultos. Los miserables sólo piensan en su barriga, en los espectáculos y en los lupanares, y la liberación espiritual que hagas brillar a los ojos de los esclavos nunca valdrá para ellos lo que una libertad en toda la regla.
—¿Y tú por qué me escuchas?
Con perfecta hipocresía, Kaeso alzó los ojos hacia la bóveda celeste y contestó:
—¡Tendría que habértelo dicho: una visión!
Acababan de entrar en Roma por la Puerta Carmentalia, al pie de la fachada oeste del Capitolio. Ante las sombrías perspectivas enumeradas, Pablo exhibía un aire bastante desengañado.
Kaeso le preguntó:
—¿Cuál es el plazo para tener derecho al bautismo?
—Más de una vez hemos bautizado demasiado deprisa, y tú mismo insistes en las ventajas de una sólida instrucción a la manera judía.
—En mi caso, y admitiendo que trabaje por cuatro, ¿sería cuestión de días o de semanas?
—Más bien de semanas. No es tu instrucción lo que me preocupa, sino tu alma: todavía no hablas como un cristiano.
—¡Dime entonces cómo tengo que hablar!
—Tienes que hablar con el corazón.
El sol estaba declinando a ojos vistas. Pablo tenía que cenar con Lucas y algunos más en casa de un nuevo converso de la pequeña burguesía, un liberto griego que hacía escrituras en el Tesoro público. Estaba en el aire una reforma monetaria de gran alcance, pero no se sabía en qué iba a consistir exactamente. Por suerte, el griego le había dado a Pablo información de primera mano, que le interesaba vivamente en la medida en que se encargaba de la gestión de fondos líquidos bastante importantes, dones de cristianos generosos para los pobres de la comunidad.
Con intenciones de evangelización, Pablo hizo partícipe a Kaeso del precioso soplo, y añadió:
—¿No podrías, pidiéndole que guarde el secreto, comunicarle la información a tu futuro padre adoptivo, señalándole que es una atención que los cristianos tienen con él?
La discusión financiera se vio interrumpida por un ruido de carreras y gritos de «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!». Una forma fugitiva se arrojó, en el recodo de una callejuela, a los pies de los dos paseantes, quienes en un movimiento común y automático la aferraron. Resultó ser una, pero no era difícil equivocarse a primera vista, pues aquella muchachita de once o doce años, parecida a un gato famélico, tenía esos cabellos cortos que las prostitutas ambulantes esconden de ordinario bajo una tiara especial o una peluca.
Los policías, el proxeneta que buscaba lo que era suyo y algunos ciudadanos de buena voluntad doblaron a su vez el recodo y lanzaron un grito de triunfo al ver a su presa inmovilizada. El lenón dio a Pablo y Kaeso las gracias con exuberancia y puso la mano en el collar de plomo que rodeaba el cuello de la pequeña, cuya inscripción leyó en voz alta, para demostrarle a todo el mundo que no se había equivocado de persona: «Me llamo Myra. Atrápame si huyo, y devuélveme al lupanar del “Fénix”. Buena recompensa».
Los esclavos peligrosos o con tendencia a escaparse, mantenidos en general bajo llave, eran, en efecto, dotados de un collar de bronce o de plomo que les hacía más difícil la evasión.
Agarrándola del collar con una mano, el lenón empezó inmediatamente a moler a palos con su bastón a la muchachita, mientras que policías y mirones se retiraban discretamente. En Roma, era de una imperdonable descortesía mezclarse en un asunto de ese tipo.
La fugitiva gritaba con desesperación. Kaeso y Pablo intercambiaron miradas molestas, y Kaeso, para desviar la atención del bruto, le preguntó:
—¿Por qué gritabas «Al ladrón»? ¿Acaso ella te había robado?
—¡Por Hércules! ¡Qué pregunta! ¡Era ella misma lo que intentaba robarme!
Pablo no veía remedio, y se dio la vuelta dejando escapar un suspiro. Los infortunios de Selene habían vuelto sensible a Kaeso ante una cuestión que nunca antes le había conmovido, y el espectáculo era tanto más lamentable cuanto que la víctima era más joven. Las rigurosas leyes que protegían a los menores no podían proteger a los esclavos. En Roma rondaban la pubertad. En Atenas, Corinto y Alejandría, donde abundaban los aficionados a la carne fresca, prostituían a los niños a partir de los seis o siete años.
Kaeso acabó por gritar:
—¡Deja de pegarle! ¡Vas a echarla a perder y será mi bien lo que estropees!
El lenón se detuvo de golpe y consideró la fina túnica de Kaeso con interés, y el manto griego de Pablo con desdén.
—¿Tienes intención de comprarla?
—Una esclava fugitiva de esta edad no vale mucho…
Siguieron vehementes protestas del lenón, que se lanzó en seguida a un discurso entusiasta sobre la gracia y talento de su protegida, pellizcando una mejilla fresca, desvelando un seno naciente… Presuroso por concluir la desagradable discusión, Kaeso firmó en una taberna una firme promesa de compra por 7000 sestercios, abonable desde el día siguiente, aunque tenía permiso para llevarse inmediatamente a la chiquilla. El rango senatorial de su padre y el nombre de Silano habían inspirado confianza al innoble individuo. Todo el mundo en la Ciudad estaba de acuerdo en despreciar al hato de proxenetas, que sin embargo eran indispensables.
La pequeña los siguió como un perro. Venía de una isla de las Cícladas por el camino más largo, e inocentemente preguntó en griego a Kaeso:
—¿Cuántas muchachas hay en tu lupanar?
Pablo la hizo callar. No parecía demasiado contento con la adquisición, temiendo sin duda por la frágil virtud de este joven romano un poco extraño, que por otra parte, le inspiraba una confianza limitada. Comprendiendo su reacción, Kaeso le dijo:
—¡No te preocupes! ¡Las prefiero más viejas! —Pero entendió, por la cara de Pablo, que había vuelto a expresarse en un estilo deplorable. Para hablar como un verdadero cristiano era menester vigilar cada palabra.
Para reparar su metedura de pata, Kaeso invitó a Pablo a entrar un momento en su casa, insistiendo en el hecho de que todos los habitantes de la insula, desde el amo hasta los barrenderos, estaban por convertir. Pensaba, además, que no estaría mal que su padre viese a Pablo un instante, o al menos supiese que había estado allí. Sospecharía menos de su buena fe el día en que tuviera que desgarrarle el corazón. Y, por la misma razón, tampoco estaría mal hablarle de Pablo a Silano.
Marco había salido, pero Selene, que rara vez asomaba la nariz fuera, trajinaba por la casa. Kaeso le contó en pocas palabras la compra de Myra, le ordenó que la bañaran y le dieran de comer (con gran sorpresa de la pequeña, que nunca había visto un lupanar semejante), y después se pusieron a charlar en la exedra.
Ante la belleza de Selene, Pablo parecía un poco crispado, como si viera en ella un nuevo peligro para Kaeso. Pero se tranquilizó cuando supo que la esclava judía pertenecía al dueño de la casa, mostrándose desde ese momento de lo más amable; y además Kaeso lo había presentado de manera halagüeña.
—No solamente predico —le dijo Pablo a Selene— un Dios crucificado por nuestros pecados, sino un Dios de Verdad, una verdad que vuelve libres tanto a los amos como a los esclavos, iguales a sus ojos amantes.
—No creo, venerable rabí, que quieras incitar a la revuelta a los esclavos, como esos estoicos descarriados que llenaron Asia de fuego y de sangre en los lejanos tiempos en que los romanos se apoderaron de la herencia del rey de Pérgamo…
—¡Claro que no! Nosotros estamos contra la violencia, que se vuelve injusta de tan inútil como resulta. ¿Cómo concebir una sociedad sin esclavos?
—No obstante, una minoría de amos ejercen una violencia injusta sobre sus esclavos. Los maltratan cruelmente con el menor pretexto. Hacen castrar a los jóvenes para hacer de ellos invertidos o cantantes. Prostituyen, a tierna edad, a desgraciados de ambos sexos. O al contrario, a veces les impiden copular pasando un anillo a través del prepucio de los hombres (¡los judíos tienen mucha suerte!) o de los labios mayores de las mujeres. Y todos los días, en todas partes, individuos lúbricos abusan del pudor de jóvenes sirvientes y sirvientas. Tales violencias no me parecen ni justas ni útiles.
—El corazón sangra al oírte. Pero como la esclavitud es una triste necesidad, la única concebible es la que quiero aportar: los esclavos, tocados por la gracia, obedecerán celosamente a su amo en todo lo que éste les ordene y sea decente, y los amos, tocados por la misma gracia, sólo ordenarán cosas decentes, conduciéndose como padres atentos y no como tiranos. Y poco a poco, si los cristianos ganan influencia en la ciudad, leyes realmente protectoras verán la luz.
—Mientras tanto, ¿qué hago con tu hermosa doctrina si por azar no estuviera satisfecha de mi amo?
—Tendrás la satisfacción de sufrir por tus pecados y los suyos. Tus humillaciones tendrán un valor eterno y Cristo te consolará en su Paraíso.
—Puesto que pretendes hablar para todo el mundo, y no sólo para los judíos, como los rabís ortodoxos, te interesaría releer la ley judía, de la cual, como todo el mundo sabe en las sinagogas, has tirado a la papelera la mayor parte. En el Éxodo encontrarás que el esclavo hebreo de un hebreo debe ser puesto en libertad con su mujer al cabo de siete años de servicio. Verás en el Levítico que todos los esclavos hebreos de los hebreos deben ser liberados con mujer e hijos con ocasión de nuestro año jubilar, que sobreviene cada cincuenta años. En lugar de tablar de amor con el corazón sangrante, incorpora este programa a tu prédica universal. ¿Por qué no ha de tener derecho a él el común de los esclavos? Sin embargo te guardarás bien de hacerlo, pues, como todos los propagandistas de tu clase, intentas seducir a los amos seduciendo primero a los esclavos que pueden convencerlos. Y si un día quieres cenar con Silano y los de su clase, te guardarás de inquietarlos tocando su capital humano. También para mí, una esclava, vales tú mucho menos que un judío. Al menos él me aseguraría un destino mejor si respetara su propia Ley, una ley que tú te has apresurado a olvidar para hacerte más rápidamente con el éxito. Te considero un farsante, y el Dios de mis padres, que tiene los ojos puestos en ti, te castigará un día por tu traición e hipocresía.
Pablo, sofocado, se había puesto de todos los colores, mientras Kaeso, divertido por esta discusión entre judíos, reñía severamente a Selene por no guardar las formas. El apóstol, que desbordaba de sinceridad y sentimientos caritativos, se hallaba tanto más turbado cuanto que la injuriosa salida de Selene tenía, desde su punto de vista servil, algo de irrefutable.
Pablo emergió de su desconcierto para decir:
—Te suplico que creas que si las viejas leyes judías tuvieran alguna posibilidad de ser adoptadas por los griegos o los romanos, las habríamos incorporado a nuestra doctrina, por supuesto.
Selene replicó:
—Te has comprometido a persuadir a los gentiles de que tu Jesús resucitó, ¿y te sientes incapaz de convencerlos de que pongan en libertad a un esclavo cada cincuenta años? ¡Pero si no convencerías ni a un ratón!
Kaeso le mostró a Selene la puerta con severidad, guiñándole el ojo, y presentó sus excusas a Pablo, añadiendo:
—Como esta muchacha es la concubina de mi padre, se toma sus libertades en la casa. Puesto que los cristianos tienen el don de perdonar, he aquí una excelente ocasión para poner en práctica el Evangelio.
—Eso es justamente lo que he hecho. Vuestra esclava es visiblemente desgraciada, y la infelicidad turba el espíritu.
Kaeso acompañó a Pablo hasta la puerta, y se citaron para el día siguiente.
Mientras esperaba la hora de la cena, Kaeso cogió unas tablillas para escribir una nota a Silano…
«K. Aponio Saturnino a D. Junio Silano Torcuato, ¡filiales saludos!
»La preclara generosidad de tu última carta me ha emocionado vivamente. ¿Qué puedo añadir, ya que pretendes saberlo todo y eres capaz de adivinar lo que no te han contado? Sin duda, ahora entenderás por qué, desde mi regreso, no te he presentado mis respetos tan asiduamente como lo merecías: me retenía una turbación muy natural.
»He conocido recientemente a un individuo bastante interesante y de color subido, un tal Cn. Pompeyo Paulo, judío de Tarso y curioso ciudadano. Se cuenta entre los más notables de una secta judía, llamada “cristiana”, que pretende hacer estallar hasta las dimensiones de la tierra entera la biblia griega de los Setenta, de la que tal vez hayas oído hablar a Séneca, quien por cierto lo ha leído todo. En algunos aspectos, Pablo sería más bien estoico, puesto que insiste en la libertad que nos deja la Providencia para determinar nuestra conducta a partir de lo que depende estrechamente de nosotros. Por otro lado, amputa su biblia, a la que hace añadidos con una original fantasía, a veces teñida de mitología de vanguardia. Es un hombre a seguir, y debo reconocer que me impresiona mucho.
»Pero lo que con toda seguridad te sorprenderá es una noticia que supera a las demás y que Pablo me ha rogado amablemente te comunicara; la ha obtenido gracias a uno de sus adeptos, un plumífero bien situado en los arcanos del Tesoro, Las modalidad es de la devaluación de la que se habla acaban de fijarse y el decreto será inminente. De ahora en adelante, nuestra libra romana valdrá 45 aurei en lugar de 42, y 96 denarios en lugar de 84. Lo que viene a decir que el peso del denario de plata disminuirá un poco más de 1/8, y el del aureus, sólo un poco más de 1/19. Pero, decisión capital, se mantendrá la relación de 25 denarios de plata por un aureus. Toda la gente informada de la corte, Tigelino en cabeza, reúne plata para comprar después de la devaluación, con un denario muy devaluado, un aureis que lo estará mucho menos. La medida se ha concebido para favorecer a los “caballeros” y hombres de negocios, que manejan masas enormes de denarios, en detrimento de la nobilitas, que como es sabido atesora el oro con celosa pasión. Además, el nuevo denario equivaldrá al dracma de curso legal en todo Oriente, lo que facilitará los intercambios comerciales. Tienes mucho que ganar y nada que perder si escuchas religiosamente esta revelación cristiana».
La pequeña Myra, bañada y saciada, cubierta con un vestido de Selene, que arrastraba de forma chusca, rondaba desde hacia un rato alrededor de Kaeso.
Al fin se atrevió a preguntarle:
—¡Me gustaría saber por lo menos, con quién tengo que acostarme aquí!
Impaciente, Kaeso le replicó:
—¡Con nadie! ¡Te he comprado para que te acuestes sola con tu muñeca!
La pequeña se puso a llorar de inquietud. Desde que la prostituyeron a los ocho años en un burdel de Corinto, tenía la impresión de que su cuerpo, que era su maldición, era también su única salvaguardia, el único valor en el mundo que podía ofrecer. ¿Cuánto tiempo seguirían alimentándolo sin exigirle uso?
Kaeso continuó su carta solicitando un préstamo de 7000 sestercios, y sugirió: «Las obscenas Floralias nocturnas se prolongan más allá de las Calendas de mayo, y Paulo, cuyo pudor judío se alarma por un quítame allá esas pajas, desearía que mi adopción tuviera lugar en los Idus del mismo mes, día tradicionalmente consagrado a Júpiter. Me permito rogarte también que así sea. Necesito un poco más de tiempo a fin de reflexionar y prepararme mejor para el honor que me reservas».
Como Myra seguía lloriqueando, Kaeso le permitió que durmiera en un rincón de su alcoba.