Pablo seguía en Roma solamente por deber, y con la mayor repugnancia. Todo le indignaba en aquella ciudad monstruosa. La indolencia de un puñado de ricos, que derrochaban las rentas de enormes tierras, muchos de los cuales sólo se veían imperativamente retenidos en la urbe por obligaciones senatoriales y políticas. La holgazanería incurable de una plebe que trabajaba cada vez menos y exigía cada vez más de un Estado-providencia. La miseria, aún más moral que material, de una muchedumbre de esclavos, públicos o privados, nacidos en su mayor parte en cautividad por selección o accidente, y concentrados en esta Babel a partir de todas las regiones del mundo conocido. El hormigueo de los mendigos profesionales o aficionados. El increíble número de prostitutas o prostitutos. La obscenidad de las termas mixtas. La sangrienta violencia de los munera. La peligrosa brutalidad de las carreras de carros, en las que morían muchos conductores, arrastrados por el polvo o aplastados bajo los cascos. La lujuriosa y cruel vulgaridad de los teatros. El tan frecuente abandono de los recién nacidos en los vertederos. La política de Nerón, que, tanto por calculada demagogia como por íntima convicción, había llevado a un grado nunca visto todos los vicios de Babilonia y Sodoma. Hacer disfrutar al pueblo por cualquier medio era el programa oficial, por doquier ostentado sin el menor pudor. Hacerlo disfrutar todo el tiempo, embrutecerlo a base de placeres, hacerse con él y vaciarlo de sensibilidad y pensamiento.
Y, como símbolo permanente de la idolatría ambiente, espectáculo odioso para un judío de nacimiento, una multitud de estatuas decoraban la Ciudad. Fruto tanto del pillaje universal como de una industria incesante, bustos y grupos de tamaño natural se erguían en apretadas hileras en todas las plazas, en cualquier encrucijada, bajo cualquier Pórtico, y todos los pretextos para multiplicarías eran buenos. El hombre hecho a imagen de Dios se había reproducido insolentemente en bronce, en piedra, en mármol, como si los átomos de Epicuro, de pronto, hubieran copulado frenéticamente para insultar al cielo con su mirada vacía. Las cabezas de muchas estatuas imperiales eran incluso permutables, a fin de poder cambiarse a toda prisa en la aurora de un nuevo reinado, de modo tal que cada una de ellas parecía una divina advertencia el diabólico Príncipe de este mundo. La mayoría de las estatuas, además, eran de mediocre factura, y de cuando en cuando se desechaba cierta cantidad. Pero el mal renacía una y otra vez, y la legislación era impotente para controlarlo. Cierto que Pablo no hacia la menor diferencia entre una Afrodita de Praxíteles y el grosero esbozo de un escultor de aldea, y su exasperada reprobación englobaba a todos los cuadros que añadían su impiedad a la de las estatuas.
Sin embargo, tenía que dedicarle algún tiempo a Roma antes de volver a Grecia y Oriente, donde la podredumbre, en el fondo, no era menor, pero mostraba un carácter menos grandioso: hasta la libidinosa Corinto parecía un barrio de esta metrópoli, que había dejado atrás la escala humana. Su presencia allí era tanto más útil cuanto más a menudo se ausentaba Pedro, que detestaba resueltamente Roma. Tenía la excusa de no ser ciudadano romano, excusa que Pablo no podía aducir.
En tanto que ciudadano, a Pablo le habría gustado amar esa Ciudad imposible. Y se permitía a veces sueños absurdos: una Roma sin templos, sin estatuas, cuadros, carreras de carros, munera, teatros, termas inmodestas; una Roma donde los sodomitas y prostitutas serian lapidados y crucificados sin piedad; donde altivos ediles obligarían a las necesarias cortesanas a ser discretas y modestas; donde las mujeres estarían indisolublemente casadas con hombres fieles; donde los adúlteros serían perseguidos y ejemplarmente castigados; donde se exterminarían los verdugos de niños; donde los esclavos vivirían felices bajo la vara oxidada de unos paternales amos. A veces hasta imaginaba el pan y el vino distribuidos entre una recogida asistencia, no muy tragona ni demasiado borracha, en una basílica purgada de trapaceros y perdidos, o en un templo cuyo ídolo hubiera sido roto en mil pedazos. Pero sabía que nunca vería esa Roma ideal, sólo presente, como las ideas puras en el dios de Platón, en el espíritu de la santa Trinidad.
Mientras tanto, la situación no era muy cómoda para los cristianos, ni en Roma ni en ninguna otra parte. En Oriente, el mayor éxito de prédica se había conseguido en regiones perdidas de Asia Menor, entre poblaciones incultas, dispuestas a creer cualquier cosa. En las grandes ciudades, blancos privilegiados de los misioneros cristianos, a quienes los campesinos no interesaban mucho, se topaban con la tenaz animosidad de los judíos o con las burlas mordaces de los griegos. En Occidente, las comunidades cristianas todavía eran escasas y pobres. En la propia Roma, el Evangelio había sido poco más que una mancha de aceite en las enormes servidumbres de algunos grandes y hasta en la inmensa familia del Príncipe. Los motivos de esa modesta brecha estaban bien claros: por una parte, los esclavos helenoparlantes eran abundantes en las casas más ricas, y los predicadores hablaban griego; por otra, «epíscopes» o «presbíteros» cristianos (en esa época los términos eran más o menos sinónimos) habían entendido, evidentemente, que la conversión de esclavos griegos de buenas casas era la vía más rápida y segura para obtener la de los amos cultivados, que hablaban tanto el griego como el latín. Una concubina o un favorito cristiano tenían, así, oportunidades de insinuar la justa doctrina en el corazón de un dominus turbado, e incluso las jóvenes camareras podían sembrar la buena semilla en su ama. Ahora bien, la conversión de un patricio, de un miembro de la nobilitas o de un simple «caballero», incluso de un liberto políticamente influyente, habría sido de extrema importancia. El nuevo cristiano favorecería la propagación del Evangelio tanto entre sus pares como entre su gente, ya que las familiae de quinientos esclavos[116] ya eran corrientes entre los romanos de mediana fortuna, es decir, de veinte o treinta millones de sestercios.
Impresionar hondamente en Roma era la obsesión de Pablo y de sus émulos. Bien se daba cuenta Pablo de que la persuasión siempre sería insuficiente para cambiar semejantes costumbres y conmover tantos intereses. El Imperio sólo se convertiría el día en que el emperador se hiciera cristiano, o bien cuando la fuerza de la espada, el incentivo del dinero y algunos favores viniesen en ayuda de la extenuada palabra. Y para preparar la llegada de ese día, primero había que convencer a los que poseían la tierra, el dinero y los hombres.
Estas lejanas visiones daban fe del creciente escepticismo de Pablo en cuanto a la inminencia de conmociones apocalípticas que ciertas declaraciones de Jesús parecían presagiar. Ruina de Jerusalén o fin del mundo, de todas formas había que organizarse para vivir. Desde el calvario casi había pasado una generación.
Desgraciadamente, la conversión del menor noble romano no era asunto de poca monta. Esa gente había asimilado bastante cultura griega y filosofía fácil como para mostrarse dócil e ingenua, y a estas malas disposiciones se sumaba, en los individuos de vieja cuna, la pesada herencia del espíritu campesino: gusto acusado por las cosas concretas, furioso apego a los bienes de este mundo, desconfianza por la novedades y los bellos discursos, supersticiones imborrables, respeto formal de las costumbres más oscuras e inveterado orgullo. ¡Tal vez fuera más fácil convertir a un rabino que a un verdadero romano!
Los judíos de Roma, algunos de los cuales habían conseguido penetrar en el Palacio, eran además particularmente reacios y hostiles, y no olvidaban las deportaciones sufridas bajo Claudio, a consecuencia de las primeras prédicas cristianas y de las revueltas que éstas habían provocado. Desde el primer contacto, los hombres de Cristo les habían causado problemas.
Nada de esto era esperanzador, y los mismos esclavos griegos, que debían jugar el papel de caballo de Troya, pero que a menudo poseían mucha más inteligencia que un caballo, no dejaban de plantear problemas desagradables. Unos tendían a creer que la libertad introducida por el Evangelio debería romper sus cadenas, y había que llamarlos a capitulo. Otros, muchachas o muchachos, tenían inquietudes que no era fácil calmar. «¿Cómo podría ser casta?», preguntaba una sirvienta. «¡El amo no para de saltar sobre mi!». Pablo respondía con toda naturalidad que donde hay necesidad no hay pecado. En casos así, la virtud consistía en no complacerse en tales situaciones. «Pero», insistía la muchacha, «¡es que mi amo me hace gozar!». Cuando los favoritos expresaban quejas semejantes, Pablo, que detestaba a los homosexuales, se ponía nervioso y le endosaba el tema a Lucas, cuya dulzura era inalterable.
Pablo pensaba a menudo en Nerón, cuya sorprendente personalidad le fascinaba. Y en su agitado sueño, a Nerones lúbricos sucedían Nerones que rezaban rodeados de serafines…
Por su parte, Kaeso había pasado muy mala noche. Séneca, que parecía resumir las más antiguas sabidurías, no le había prestado la ayuda esperada.
En la mañana de las Robigalias, día «nefasto alegre» en el que tradicionalmente se sacrificaban perros rojizos al dios Robigus para que protegiera a los jóvenes trigos contra la roya, Kaeso se levantó con el pie izquierdo, se sobresaltó, volvió precipitadamente a la cama para descender correctamente con el pie derecho y renunció a vestir la toga, que la víspera había estimado de rigor para el rabí y para Séneca y con la que se había asfixiado. Para Pablo, una hermosa túnica sería suficiente…
Había empezado la cuarta hora cuando Kaeso llegó a las grandes letrinas del Foro, que se contaban entre las más magnificas de la Ciudad, con su calefacción invernal y su revestimiento de mármol blanco. El gracioso hemiciclo incluía veinticuatro asientos, separados por brazos esculpidos en forma de delfines. Encima de los asientos había tres nichos consagrados a la diosa Fortuna, flanqueada por Esculapio y Baco, mientras que en el diámetro de la estancia, frente al hemiciclo, se alineaban los bustos tranquilizadores de los siete sabios de Grecia, que también se vaciaban el intestino y la vejiga con una filosófica y regular soltura. Había también un pequeño vestuario anexo al edificio y custodiado por dos esclavos públicos, uno siempre disponible para ir a buscar una bebida o una golosina a la thermopolia cercana, el otro para ayudar a vestir un manto o rectificar la caída de una toga.
Bajo el semicírculo de asientos horadados fluía permanentemente una fuerte corriente de agua para arrastrar las materias de desecho, y en continuidad con cada agujero horizontal se había habilitado de frente una escotadura vertical, que permitía manejar la suave esponja de África o de Grecia, fijada al extremo de un mango. Al pie de los asientos, detrás de los talones de los parroquianos, una corriente de agua más modesta corría por una zanja donde se enjuagaban las esponjas. Y en el centro del lugar, un surtidor gorgoteaba en un pilón que servía de lavabo.
Por su armoniosa belleza y su posición en el corazón de Roma, en medio de la animación matinal de los Foros, aquel sitio utilitario se había convertido en un elegante lugar de citas para los hombres. (Las letrinas de las termas mixtas eran comunes a ambos sexos, pero las mujeres no se aventuraban en las salas exteriores, y como tampoco podían orinar en las ánforas o toneles distribuidos tan liberalmente, se veían obligadas a aguantarse, costumbre que, por otra parte, habían perdido). Así, acodado en el lomo de los delfines, uno se retrasaba de buena gana. Los cotilleos iban y venían. Algunos homosexuales le echaban el ojo a un partido interesante y le presentaban la esponja con cara golosa. Otros hacían tiempo buscando una invitación a cenar.
Corría un divertido epigrama del joven Marcial, poetilla a sueldo recientemente llegado a Roma desde su España tarraconense, donde se apostrofaba al parásito Vacerra:
IN OMNIBUS VACERRA QUOD CONCLAVIBUS CONSUMIT
HORAS ET DIE TOTO SEDET CENATURIT VACERRA NON CACATURIT
(¡Ese Vacerra, que pasa horas y días enteros en todos los excusados públicos, tiene ganas de cenar y no de cagar!).
Kaeso entró en las letrinas, donde reinaba un intenso olor que tenía algo eminentemente íntimo y social. Acostumbrado a su propio olor, el animal se alarma ante los aromas extraños. Y el hombre, que aprecia los olores de su propio y bien torneado zurullo, estima mucho menos por lo común, los zurullos de los demás. El olor de aquellas letrinas, que nacía de la lograda alianza entre un gran número de matices diferentes, era signo de que el hombre romano había aprendido a soportar a sus semejantes ya compartir sus más humildes satisfacciones[117].
No había nada que recordase a la idea que Kaeso se podía hacer de un judío, y uno de los esclavos públicos le confirmó que Pompeyo Paulo, y a conocido por sus arengas, todavía no había comparecido.
Kaeso se dirigió hacia la gran basílica Julia, donde la justicia estaba de vacaciones por ser un día nefasto. La voz de su padre parecía resonar todavía bajo las bóvedas y cubrir el griterío de los niños que jugaban a la rayuela en el embaldosado. Salió y, para matar el tiempo, subió por la Vía Sacra hasta el «mercado de las golosinas», donde uno podía procurarse las cosas más extrañas y caras. En sorprendente contradicción con sus orígenes campesinos, los romanos que tenían medios para ello no solamente sentían pasión por el pescado y los mariscos, sino que habían querido experimentar, con una curiosidad insaciable, todo lo que podía comerse a través del mundo. Y en los fantásticos gastos de mesa de algunos maníacos de la gastronomía contaba mucho la lejana extravagancia de los productos.
La multitud admiraba una remesa de loros, de los que los gastrónomos, según la receta de Apicio, sólo comían el cerebro y la lengua.
En un rincón del mercado, calzado con piedras, se hallaba tumbado uno de esos grandes toneles que los barcos traían hasta Roma, mientras que en Ostia se acumulaban montañas de ánforas rotas, tratadas como embalajes perdidos. La tapadera del tonel, que servia de puerta, había sido hecha a un lado, de manera que el ocupante, sin abandonar su casa, pudiera tomar el fresco. Entre los necesitados filósofos de todas las tendencias que pululaban por la Ciudad para difundir sus ideas y llenarse el estómago, el cínico Grato Lupo —apodado «Leo» por su melena— disfrutaba de cierta reputación. Como muchos otros de la misma escuela, eliminando rigurosamente todo lo superfluo había roto su tazón el día en que viera a un niño beber en el hueco de las manos. Pero aunque bebía sin modales, había instalado sus penates en un lujoso mercado, donde podía cobrar sus consultas en especias.
Por primera vez, Kaeso se sintió impresionado por la inconmensurable distancia entre lo necesario para Leo y lo superfluo de estoicos oportunistas como Silano o Séneca. Si se podía vivir feliz en un tonel, ¿por qué trajinar y afanarse para tener el mundo a los pies? Y si el éxito material era indiferente, ¿qué otro éxito merecía, entonces, consideración?
Por primera vez también, a Kaeso le invadió el vértigo del suicidio, que tienta tan fácilmente a los jóvenes que largos años de pruebas no han vinculado a la vida. Se inclinó hacia el solitario y le preguntó:
—En su opinión, ¿qué hay que pensar del suicidio?
Y Leo contestó sencillamente:
—¡Uno se suicida todas las mañanas!
La respuesta daba que pensar. Kaeso fue a comprar un loro, que le ofreció al filósofo con estas palabras:
—Ya veo que no tienes ninguna necesidad de una lengua o un cerebro de loro. Pero enséñale a hablar: siempre tendrás a un oyente de tu opinión.
Kaeso volvió a las letrinas, a las que Pablo y Lucas ya habían llegado. Los reconoció en seguida, modestamente vestidos, flanqueando a un rico «caballero» que los escuchaba distraído.
Los metafísicos pueden ser del tipo gordo o del tipo delgado. Los delgados buscan a los gordos para ponderarse, y los gordos a los delgados para exasperarse un poco. La asociación de Pablo y Lucas era así. Pablo, seco y nervioso, ligeramente encorvado, tenía un rostro semita como la hoja de un cuchillo enmangada en un largo cuello, y los ojos de insomne orlados de rojo parecían mirar dentro de si, cuando no traspasaban a los demás con su extraña acuidad. Lucas, sirio de Antioquía de origen griego, era regordete e irradiaba una paz profunda e ingenua. Cuando el «caballero» se hubo retirado, Kaeso se recogió la túnica y se sentó entre los dos viajeros. Para aquella hora, las conversaciones de los demás ocupantes no eran ni ruidosas ni apasionadas, y Kaeso, después de haberse asegurado cortésmente en griego de que no se equivocaba, fue al grano de inmediato.
—Me llamo Kaeso. Mi padre es Aponio Saturnino, senador y Hermano Arval.
Lucas preguntó:
—Antes dé ir más lejos, dinos lo que es un Hermano Arval. Estamos de paso y Roma nos resulta todavía extranjera.
—Es un miembro de uno de los más aristocráticos colegios sacerdotales, cura función consiste en ofrecer sacrificios a la diosa Día y levar unos anales que atañen a César.
—Nosotros también ofrecemos sacrificios —dijo Pablo—. Pero no se dirigen a una estatua.
—En resumen —continuó Kaeso—. D. Junio Silano Torcuato, descendiente directo de Augusto y bisnieto de Agripa, me adoptará pronto, el día de las Calendas de mayo, para que más tarde me haga cargo de su culto familiar. Por mi parte, estoy en busca de la verdad, después de haber acabado mis estudios superiores en la efebía ateniense, de la que sin duda habréis oído hablar.
Efectivamente, Pablo y Lucas habían oído hablar de la institución como de una guarida de bulliciosos pederastas e inútiles cantos dorados. No obstante, la alusión a Silano hacia de Kaeso un enviado del Cielo. Por fin parecía presentarse una ocasión de que el Evangelio penetrara en la más alta aristocracia, y no por el dudoso cauce de un esclavo cualquiera, sino por medio del hijo adoptivo de un eminente miembro de la familia imperial.
—Si estás buscando la verdad —dijo Pablo con la mayor sencillez del mundo— no podrías haber acudido a mejor sitio: yo la poseo en la medida en que la necesito.
—¿Y tu compañero también?
—También mi amigo Lucas.
—Si los dos la poseéis, quizá con algunas diferencias de instrucción entre ambos, es que vuestra verdad no depende del estudio, como la de los filósofos, o incluso la de los judíos, que están impregnados de interminables Escrituras.
—Has observado bien. Nuestra verdad se dirige tanto a los sabios como a los ignorantes, ya que no es nuestra, sino de Dios Todopoderoso.
—Entre los hombres que se ocupan de filosofía, de religión o de ciencia, generalmente se considera presuntuoso sostener que se posee toda la verdad. ¿Qué es lo que os permite afirmar que la verdad de un dios todopoderoso está en vosotros?
—Que Jesús, nuestro Maestro, dijo: «Yo soy la Verdad y la Vida», y nos demostró que sabía de qué hablaba.
—Antes de ponerme en contacto con vosotros, he leído bastante atentamente el Génesis, el Éxodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio, pasando más rápidamente sobre el resto, que me pareció un poco indigesto. Y me di cuenta de que si los judíos pretenden poseer la verdad como tú mismo pretendes, es porque su Moisés oyó voces en el Sinaí. Reconocerás que tales accidentes no pueden provocar una completa convicción en un hombre razonable. ¿Cómo podría un dios creador y trascendente rebajarse a semejantes fantasías?
—Reconozco de muy buena gana que las revelaciones de Yahvé al pueblo judío no son como para provocar una completa convicción en un no judío. Pero esas revelaciones racionalmente discutibles no eran más que los pródromos de una última Revelación indiscutible, dirigida tanto a los judíos como a todos los demás hombres.
—En esta materia, ¿cuál es para ti la diferencia entre lo discutible y lo indiscutible?
—Dios no se limitó a hablar, se encarnó en la persona de nuestro Jesús, Dios y Hombre verdadero.
—En materia de comunicación entre la trascendencia y este bajo mundo, es, incontestablemente, una gran novedad. Así pues, habéis podido ver a vuestro dios a placer, oír sus discursos y tocarle. Comía como nosotros, iba a las letrinas y se acostaba con muchachas.
—Jesús asistió a numerosos banquetes, las letrinas no le eran ajenas y tenía una gran influencia sobre las mujeres piadosas. Pero para dedicar más tiempo a su misión, dejó a las muchachas de lado. (Como yo, por otra parte…).
—¿Un dios encarnado y virgen?
—Exactamente.
—¿Dónde están las pruebas de que vuestro Jesús era dios? ¿Estaba claramente anunciado en las Escrituras judías?
—Interpretando de forma correcta algunos pasajes de la Biblia, puede leerse el anuncio de un Mesías paciente y sacrificado, que fue Jesús. Pero debo reconocer honradamente que el anuncio de un Dios encarnado no se lee con todas las letras.
—Ese silencio de las Escrituras sobre un punto capital, ¿no os ocasiona ninguna dificultad?
—¡Al contrario! Tras el pecado original y la caída, y habiéndose arrojado la humanidad en una espantosa oscuridad, la primera preocupación de Yahvé fue mantener en la tierra la idea de su providencial trascendencia, que una bandada de idólatras había olvidado. Y los judíos fueron elegidos, puestos aparte de todas las naciones, marcados por el sello divino, para salvaguardar la pavesa, que debería haberse convertido en llama y hoguera para iluminar todo el universo. Pero los judíos se acurrucaron en torno a la sublime chispa, siendo los únicos en disfrutarla. En su orgullo satisfecho, no quisieron entender que sólo eran un jalón provisional en el plan divino para reconquistar las almas. Olvidaban la primera cualidad de Dios, su amor infinito por todas las criaturas. A fuerza de trascendencia, un Dios inhumano —o más bien a-humano, ya que hablamos en griego— se veía empujado, como en un ghetto, más allá incluso de las dimensiones infinitas del espacio y del tiempo. Mientras que Dios, que hizo al hombre a su imagen, debe ser para nosotros el más lejano de los seres, pero también el más próximo. El hombre, en el fondo, no necesita para nada la trascendencia si el amor no está por medio. Así pues, Dios resolvió encarnarse para recordarnos que el Maestro también era un padre y un hermano, un servidor y un esclavo. La profunda humildad de Jesús esta en razón directa con su prodigiosa divinidad.
»Cuando me preguntas por qué las Escrituras no anuncian claramente la Encarnación, te contesto que, en nuestra Biblia inspirada, hay una parte de Dios, pero también hay otra de los envarados judíos[118]. La encarnación, triunfo de Dios sobre el orgullo de Satán, matrimonio de Dios con sus criaturas, sigue siendo un escándalo incomprensible, una terrible blasfemia para la mayoría de los judíos. Así, cuando Jesús, judío entre los judíos, se presenta como Dios encarnado, sólo dos explicaciones se ofrecen a nuestro buen juicio: o bien es Dios, o bien está completamente loco. Pero nadie puede sostener que nuestro Mesías haya pescado por casualidad una divinidad a la vuelta de un texto bíblico. Si un Jesús aventurero hubiera querido hacerse ver por los judíos, la Encarnación es lo último que habría inventado. Jesús, educado en el medio judío más tradicional, va en este punto esencial a contracorriente. Así entenderás por qué la mayor objeción de lo judíos es para los cristianos la más favorable de las presunciones. Pues, para los judíos, crucificar a un falso Mesías era una política muy secundaria. En primer lugar, en su ceguera pretenden haber sacrificado a un falso dios, y precisamente porque el Dios Jesús no había sido anunciado en las Escrituras —y es la mejor prueba de su divinidad— murió de su Encarnación.
La sutileza del argumento era notable.
Las letrinas se habían llenado y algunos aspirantes se impacientaban. Pablo y Lucas, que hasta ese momento se habían reservado, se vieron obligados a aliviarse. Los pedos de Pablo eran secos; los de Lucas más bien dulzones. Kaeso se dijo que tal vez una minuciosa Providencia había querido que su primera clase sobre la Encarnación se desarrollara en las letrinas públicas, para destacar mejor el escándalo de la humanidad de un dios que había descendido de las nubes hasta una insondable mierda para darles en las narices a los estirados judíos.
Tras un momento de reflexión, Kaeso observó:
—He solicitado pruebas, y no hemos pasado de las presunciones favorables.
Como Pablo dudase en proseguir, dijo entonces Lucas:
—Jesús no predicaba según el lenguaje de los profetas, sino como un hombre con plena autoridad sobre si mismo. Muchas veces redimió pecados, cosa que sólo puede permitirse Dios.
—Lo que significa que un Jesús iluminado se creía dios. Me haría falta algo más para aspirar a vuestro bautismo.
Pablo dudaba todavía. ¿Cuántas ovejas no había perdido al hablar prematuramente de Resurrección? Era lo más duro de aceptar, y no había una fórmula irresistible. Como último recurso, había redactado fichas de argumentos, en relación con los diferentes medios y personalidades, pero se había dado cuenta, con la experiencia, de que cada caso era una excepción. Razón de más para dudar: si la mentalidad de los judíos y los griegos le era más que conocida, la de la nobleza romana le seguía pareciendo misteriosa en muchos aspectos.
Se levantaron. El trío volvió a encontrarse en el bullicioso y soleado Foro, y Pablo continuó por fin:
—Sólo hay una prueba de la divinidad de Jesús, nuestro Cristo ungido y sagrado, y lo menos que se puede decir es que cargó las tintas en ella. En todo caso, yo no soy sospechoso de haber inventado el hecho, pues si hubiera querido facilitar mi misión sin preocuparme por la verdad, habría ideado algo más verosímil. Cuando expuse dicha prueba, los filósofos de Atenas se partieron de risa, lo mismo que Galión, el hermano de Séneca, y que el gobernador Festo, mientras que el rey Agripa y Berenice se divertían como locos…
—¿Defendiste tu causa ante la famosa Berenice?
—No esto y muy orgulloso de ello.
—¿Es tan hermosa como dicen?
—¡La belleza del diablo!
—Si tú no inventaste esa prueba, ¿no será que has creído ingenuamente a los que la inventaron?
—¡Te ruego creas que si tuviera la menor duda sobre ese tema llevaría una vida más tranquila! En una palabra, Jesús, crucificado para expiar nuestros pecados —¡pues Dios nos amó hasta el punto de morir por nosotros!— salió de la tumba al tercer día para aparecerse muchas veces a cientos de hermanos. Tuve el privilegio de hablar con muchos de los que lo vieron: y sobre todo con Simón Pedro, con Santiago, hijo de Zebedeo, con Juan, hermano de Santiago, con Matías, Andrés, Felipe y Tomás el incrédulo, que se empeñó en tocarle. Pues nadie esperaba esa fantástica resurrección y nadie quería darle crédito. Pero no era un fantasma: los fantasmas no se pueden tocar y no comen pescado. De esa forma, Jesús permaneció cuarenta días con los suyos, concluyendo su enseñanza, y después subió a los Cielos.
—¿Tú no viste al Cristo resucitado?
—Mientras perseguía a los cristianos, se me apareció cerca de Damasco, pero como fue después de su ascensión a los Cielos, fui el único en ver su deslumbrante luz y en oír Sus palabras. Puedes no creer esto: no te lo reprocharé. Pero hay que creer lo que una multitud de quinientas personas vio, oyó y tocó durante cuarenta días.
—¿Por qué perseguías a los cristianos?
—Porque soy un fariseo de la tribu de Benjamín y, para un judío piadoso e insensible a la gracia, la Encarnación de Dios en la Persona de su Hijo es un sacrilegio y un absurdo insoportable.
—El hecho de que un judío piadoso como tú tuviera necesidad de una aparición personal para cambiar de opinión, ¿no proporciona una excelente excusa a los incrédulos?
—Encontrarles excusa es cosa de Dios y no mía. Ruego cada día al Espíritu Santo para que los ilumine.
—En muchas religiones orientales abundan los hacedores de milagros que seducen a las poblaciones. Tu Jesús, ¿no habrá sido también un poco taumaturgo?
—Esa no es una prueba de divinidad. Yo mismo curé a un hombre con las piernas tullidas en Listros de Licaonia, y sin duda puede ocurrir que algunos poseídos por el Demonio expulsen demonios más débiles, para engañar mejor a los ingenuos. Es cierto que Jesús curó a mucha gente, pero entre otras cosas también resucitó a su amigo Lázaro, que ya empezaba a oler. El talento del engañoso Demonio, que es la muerte personificada, no llega tan lejos.
Lucas añadió:
—Pedro, en Jopea, también resucitó a Dorcas, aquella santa mujer tan muerta que habían lavado su cuerpo para la tumba. Y tú mismo, Pablo, ¿no resucitaste en Troas al joven Eútico, que se había caído de un tercer piso al pavimento mientras tú hablabas?
Pablo, molesto por estos recuerdos, que no parecían creíbles, lanzó una mirada de reproche a Lucas, agitó manos para minimizar el hecho y dijo con fingida negligencia:
—Fui yo quien reventó al pobre muchacho con mis cursos: lo menos que podía hacer era despertarlo. Además ¿estaba realmente muerto?
Eran muchas resurrecciones: empezaban a resultar cómicas.
Haciendo un esfuerzo para mantenerse serio, Kaeso no pudo dejar de decir:
—Puesto que conocéis el truco para resucitar a la gente, me sorprende que no lo uséis más a menudo. ¿Es por incapacidad o por falta de caridad?
Pablo dirigió otra mirada a Lucas, más sombría que la primera, que evidentemente significaba: «¡Ya ves a dónde nos han conducido tus torpezas!».
El paseo a través de los Foros los había llevado hasta el Foro de los Bueyes, al pie del templo del Pudor Patricio.
Temiendo haber herido a Pablo con su intempestiva manifestación de incredulidad, Kaeso desvió la conversación.
—Fue la familia de mi padre adoptivo la que fundó este pequeño templo, y mi ex-madrastra, la actual mujer de Silano, posó para la estatua del santuario. Es un Pudor Patricio muy logrado.
El ciego, con su letrerito, seguía estando allí, cada día más lamentable.
Pablo, que se estaba enfadando, dijo de repente a Kaeso:
—Nosotros no sólo hacemos milagros por caridad, sino también para manifestar que Dios acaba de visitar la tierra.
Desanudó el pañuelo de seda azul que Kaeso llevaba al cuello y, después de haber alzado los ojos al cielo, limpió los ojos purulentos del ciego, que pronto se puso a brincar y a gritar como un poseído:
—¡Veo! ¡Veo! ¡La buena diosa del Pudor Patricio me ha curado! —Y como el guardián del templo y su mujer habían entreabierto la puerta a fin de hacer la limpieza, el hombre, fuera de sí, se precipitó dando traspiés dentro del edificio para arrojarse a los pies de la estatua de Marcia, mientras se agrupaban los curiosos.
Irritado, Pablo intentó restablecer la situación, pero sus palabras impías levantaron tales murmullos que Lucas y Kaeso tuvieron que arrancarlo de allí, pues la plebe amenazaba jugarle una mala pasada.
Se refugiaron en una thermopolia, donde una multitud de bebidas y golosinas permitía tonificarse. Pero Pablo estaba demasiado abatido para encontrar el menor placer en los alimentos terrestres.
—Ya en Listros —dijo—, cuando curé a aquel lisiado en compañía de Bernabé, la gente atribuyó a Zeus el prodigio, los judíos se mezclaron inmediatamente en el asunto, y lo único que conseguí fue que me lapidaran y me dieran por muerto.
Kaeso sugirió:
—Has curado con mi pañuelo a un ciego que se había instalado de forma permanente delante del templo del Pudor Patricio. A primera vista, no hay razón para no atribuir ese milagro a la buena diosa o incluso a mi pañuelo. Tienes que tener en cuenta estas cosas…
Pablo le lanzó a Kaeso una mirada tan agraviada y furiosa que Lucas se apresuró a ponerle la mano en el antebrazo para calmarlo. Al precio de un gran esfuerzo, Pablo logró contenerse. Habría estropeado una preciosa conversación por culpa de unos nervios fuera de lugar, y después de todo era la madre del joven, tal vez una romana piadosa y púdica, la que había posado para la estatua. Era bastante natural que el hijastro expresara algunas reservas.
En realidad, Kaeso se hallaba más estupefacto que vacilante. El trato con los misioneros no era en exceso fácil. Había en ellos una mezcla de razonamientos impecables, declaraciones insensatas y misteriosa taumaturgia que resultaba muy incómoda. Pero si quería conseguir el bautismo en el plazo más breve, era necesario adoptar una táctica lenificante y acumular las convicciones al galope, discutiendo paso a paso la forma, a fin de no despertar ninguna desconfianza. Mientras mordisqueaba pasteles y bebía vino dulce a sorbitos, se propuso calmar a Pablo y hacer progresar su asunto…
—Tu demostración terapéutica, pensándolo bien, me inspira confianza. La diosa del Pudor Patricio no había curado a nadie hasta ahora, mi pañuelo tampoco, y si tú expulsases demonios menos fuertes que tú, al demonio se le vería el plumero, lo que está lejos de ser el caso.
—¡Gracias por reconocerlo!
—Así pues, tomo nota de que el dios de la biblia, mucho tiempo solitario a nuestros ojos, se encarnó súbitamente en la persona de su hijo, que fue crucificado para redimir nuestros pecados…
—¡Y el pecado original!
—Iba a decirlo: quien puede con lo más difícil, puede con lo más accesible. Y Jesús, resucitado al tercer día, subió a los cielos cuarenta días más tarde, después de haberse mostrado en carne y hueso a numerosos discípulos. Durante ese tiempo se le podía tocar, comía pescado, pero no se le veía a todas horas.
—No. Además, todos los testigos me contaron que algo había cambiado en él, y a veces no se le reconocía de buenas a primeras.
—¡Vaya, vaya!
—Pero se le reconocía rápidamente en el trato familiar.
—Ciertamente, es la forma más segura de reconocer A alguien. Un impostor puede disfrazarse, pero el trato familiar se le va de las manos.
—No eres tú quien lo dice: ¡El Espíritu Santo te lo ha inspirado!
Kaeso se pavoneó y siguió adelante.
—¿Por qué, durante esos cuarenta días, no se le veía todo el tiempo?
—Era un cuerpo glorioso, que atravesaba las paredes, liberado del espacio y del tiempo…
—¿Entonces cómo se le podía tocar? ¿Y cómo podía comer?
—Te ruego que consideres que, si hubiéramos forjado esta historia pieza a pieza, habríamos suprimido esa contradicción en uno u otro sentido. Pero no somos más que escrupulosos testigos.
—Y cuando él comía pescado y después atravesaba una pared, ¿también el pescado se hacia cuerpo glorioso para seguir el movimiento?
—¡Pregúntaselo al pescado!
—Después de su ascensión a los cielos, ¿conservó Jesús ese cuerpo glorioso, que ya no le servia para gran cosa?
—Si, pues ese cuerpo resucitado prefigura la resurrección en el Ultimo Día de todos los cuerpos humanos, para lo mejor o para lo peor. Entre los judíos, los saduceos no creen en esta resurrección, pero los fariseos sí.
—¿Habrá entonces un juicio el Ultimo Día?
—El Paraíso, donde se podrá ver a Dios; el Infierno, donde cada cual no verá más que su ombligo asándose.
Lucas intervino:
—Jesús dijo a uno de los ladrones crucificados con Él: «Desde hoy estarás conmigo en el Paraíso». Hay, pues, un juicio particular antes del juicio general.
Pablo hizo una ligera mueca y confesó que allí también había una contradicción difícilmente soluble.
Siempre deseoso de quedar bien, Kaeso acudió en su ayuda:
—La solución me parece muy sencilla, y debe derivarse del hecho de que vuestro Cristo es a la vez dios y hombre verdadero. Cuando habla como dios, ajeno al tiempo y al espacio, todos los acontecimientos de la historia están juntos en su pensamiento como en un presente perpetuo. Entonces hay tendencia a aunarlo todo en un acontecimiento único y sin fecha. Y cuando habla como hombre, sensible al tiempo que transcurre y al espacio que lo rodea, hace alusión, naturalmente, al hoy o al mañana.
Lucas y Pablo se miraron con satisfecho asombro y cumplimentaron al joven por su ingenio.
—Oh —dijo Kaeso modestamente—, no es más que el resultado de mis estudios filosóficos en la efebía. Si queréis tener una doctrina sólida y realmente acababa, hay que hacer que algunos filósofos griegos la revisen en detalle. Son pederastas, pero razonan certeramente.
Considerando los labios apretados de sus interlocutores, Kaeso se dio cuenta de que había incurrido en un grave desliz y se prometió ser más prudente. Cambió de tema:
—Habladme un poco del origen humano de ese dios encarnado. ¿Quiénes fueron su padre y su madre?
Lucas tomó la palabra:
—Una muchacha llamada María estaba prometida a un carpintero de la descendencia de David, en Nazaret, Galilea. El ángel Gabriel se le apareció para decirle que concebiría un hijo por obra y gracia del Espíritu Santo. Y pronto otro ángel fue enviado a José para ponerlo al corriente, recomendarle que se casara con María y que hiciera de padre putativo de Jesús. El Salvador nació en Belén, en un establo, pues los albergues estaban llenos a causa de un censo.
—¿Tuvo otros hijos María?
—Siguió siendo virgen.
—Apenas me sorprende: ¡cuando se da a luz a un dios semejante, parece aconsejable cierto comedimiento!
Pablo y Lucas se relajaron. Era raro que esos delicados puntos fuesen aceptados con tanta cortesía, y la expresión «parece aconsejable cierto comedimiento» era un afortunado hallazgo.
—¿Y José? —se inquietó Kaeso—. Como ciudadano importante del pueblo, supongo que tomó una concubina para consolarse.
—No, no —dijo precipitadamente Lucas.
—¿También siguió siendo virgen, el pobre?
—Es un hecho. Como el ejemplo de los monasterios esenianos nos indica, en la época de José la continencia se estaba convirtiendo en virtud entre muchos judíos piadosos.
—En resumen, ¿un padre virgen y una madre virgen tuvieron un hijo que también fue virgen, concebido por un espíritu virgen?
—Resumes de maravilla.
¡Era cada vez más exagerado! Algo para contarle a Sila no sólo en último extremo y con una buena dosis de tranquilizadora mitología.
—No obstante, ¿tienen los discípulos de Jesús derecho a acostarse con mujeres?
Fue Pablo quien contestó:
—En efecto, la mayoría de los apóstoles estaban casa dos, pero muchos de ellos tuvieron que separarse de sus esposas durante largos períodos por exigencias de su misión. Yo mismo he juzgado más práctico no tomar mujer.
—¿Y no tienes derecho, al paso, a alguna muchacha bonita?
—No. Jesús nos reveló que, en adelante, los cristianos sólo tendrían derecho a unirse a una mujer en legítimo matrimonio, y que ese matrimonio sería indisoluble. En caso de desavenencia, está prohibido casarse mientras el cónyuge siga viviendo.
¡Más increíble todavía!
—¿Sabes —dijo Kaeso poniendo la mano en el delgado hombro del misionero— que casi acabas de convencerme de la divinidad de tu Cristo?
—¿Y por qué?
—Resucitar, por lo que veo, se ha convertido en algo bastante corriente entre vosotros, tarde o temprano individualmente o en masa; ¡pero para inventar el matrimonio indisoluble en un mundo en el que el propio matrimonio está desapareciendo hace falta el descaro de un dios! ¿De dónde pudo sacar Jesús semejante idea?
—Pedro me dijo, es cierto, que los apóstoles se sintieron sofocados por la prescripción, al punto de que se la hicieron repetir varias veces. Y le replicaron a Jesús que más valía no casarse que casarse en tan tristes condiciones.
—Comparto su sorpresa. ¡Y empiezo a entender por qué sigues soltero!
Pablo se contentó con sonreír.