Como último recurso, Kaeso pensó en Séneca. Y durante la siesta general, le escribió a Silano:
«K. Aponio Saturnino a D. Junio Silano Torcuato, ¡filiales saludos!
»Vuelvo a agradecerte el banquete organizado por mi investidura de toga, en el que todo fue de una perfección e interés constantes. El gusto y la generosidad que pones en cada ocasión te hacen decididamente digno de tu riqueza. Nunca había visto a Marcia tan bella y feliz como esa noche. ¡Qué ella pueda darte, a ti que todo lo tienes, lo que aún te falte!
»No he dejado de pensar en las tan tradicionales consideraciones religiosas con las que te dignaste honrarme. No obstante, ellas sólo tienen en cuenta las apariencias. Ya que en la intimidad de tu inteligencia y tu corazón eres estoico, me gustaría profundizar en esta doctrina antes de llegar a ser tu hijo afectuoso. Pero ya he puesto a dura prueba tu paciencia. Perteneces a la misma sociedad que Séneca, a quien admiras tanto como yo, y tienes amistoso acceso a su casa. Siempre soñé con acercarme a este gran hombre, que se pasa la vida iluminando su propia conciencia y la de los demás. Si le pides una entrevista para tu futuro hijo, sé que su acostumbrada afabilidad le llevará a concederla. Sólo podré disfrutar de ese honor y esa felicidad a través de tu ayuda. Lo solicito para entenderte y quererte mejor, y por lo tanto tengo derecho a la debilidad de estar impaciente.
»Espero que te encuentres lo mejor posible. Yo estoy bien».
Kaeso le dijo al mensajero que se apresurara y, mientras esperaba que un esclavo de Silano le volviese a traer las tablillas, se dirigió a casa de los hermanos Sosión. Los libreros se concentraban en el Argiletum, pero los había también en torno a los Foros, y la taberna de los Sosión estaba cerca del templo de Vertumno, entre el Foro Sur y el Foro de los Bueyes. Era una librería cotizada, donde se reunían regularmente los establecidos pedantes de algún círculo literario. Kaeso se había abastecido allí en tiempos de sus estudios «Gramaticales» y ahora deseaba adquirir, con vistas a su encuentro con Séneca, la última entrega de sus Cartas a Lucilio.
Desde el verano anterior, Séneca empleaba el ocio de su jubilación puliendo cartas para su amigo Lucilio el Joven, procurador en Sicilia, cartas que en seguida el feliz destinatario difundía para su edición. Estos escritos eran particularmente interesantes para Kaeso, ya que Séneca se esforzaba por apartar a Lucilio del epicureismo para convertirlo al estoicismo, como si el paso del materialismo al panteísmo pudiera ser una fuente de progreso moral. En todo caso el epicureismo, moderado o gozoso, que durante tanto tiempo había disfrutado de los favores de los romanos cultivados, no se hallaba, ciertamente, de acuerdo con la inquietud y la sensibilidad del tiempo. Kaeso había leído las primeras Cartas en Atenas, y sobre todo la del Libro III, que hubiera podido titularse: «Viajar no es curar el alma».
La taberna de los Sosión no había cambiado. El escaparate seguía provisto de numerosos libros; la larga lista de los autores y las obras en venta se exhibía en la fachada y aun sobre los pilares adyacentes del pórtico, lo cual resultaba muy cómodo. De un solo vistazo se comprobaba que Séneca había logrado difundir mejor sus disertaciones morales para gente de mundo.
Kaeso entró en la estancia donde se encontraba de ordinario uno de los hermanos Sosión, entre tabiques llenos de horizontales compartimentos cilíndricos, graciosamente llamados «nidos», donde reposaban los «volúmenes». Pero también había gruesos «tomos» en algunos anaqueles. Sosión el Joven estaba al corriente de la próxima adopción de Kaeso y se apresuró a ponerse a su servicio y ofrecerle crédito. Su perfecta corrección se había convertido de pronto en amable cortesía.
El caso era que le habían arrancado de las manos las últimas Cartas a Lucilio; pero se estaban fabricando nuevos ejemplares, y Sosión ofreció a Kaeso, por si le interesaba, introducirle en los talleres, donde verían sobre el terreno en qué punto se hallaba el trabajo. Pues los Sosión no eran solamente libreros, como la mayoría de sus colegas, algunos de los cuales se desempeñaban también como vendedores ambulantes; eran asimismo fabricantes y editores de una parte notable de su producción, cuando una obra iba bien, se distribuía entre libreros que carecían de suficiente solidez como para mantener talleres.
Primero pasaron por un almacén atiborrado de papyri, y en menor medida de pergaminos, materias que provenían del gran depósito junto al Foro, al pie del Palatino. Había nueve clases de papyri, desde el grueso «emporético», que servia para los embalajes, hasta el costoso «augustal», para ediciones de lujo, en cinco anchos diferentes. Los egipcios producían este papiro desde tiempos inmemoriales, y habían creado por azar el pergamino más de tres siglos antes. Orgulloso de los 700 000 volúmenes de su biblioteca alejandrina, Ptolomeo había decretado, empero, el embargo del papiro que se destinaba a Pérgamo, donde el rey Eumenes ambicionaba construir una biblioteca que compitiera con aquélla. Los pergaminianos idearon entonces sustituir el producto por pieles de oveja artísticamente curtidas y trabajadas. Desgraciadamente, el resultado seguía ostentando un precio desmesurado en relación al papiro, y las ediciones sobre pergamino eran, forzosamente, poco numerosas. Sosión le mostró a Kaeso pieles naturalmente amarillentas, que tenían la ventaja de no fatigar los ojos, y pieles blanqueadas, que algunos encontraban más agradables a la vista.
Había muchos talleres de escribas, cada uno dedicado a una obra, pues estos escribas no tenían nada que ver con los copistas: escribían sobre las rodillas al dictado de un lector, lo que permitía fabricar un gran número de ejemplares a partir de un solo original. Kaeso consideró un momento este trabajo con curiosidad. Los escribas mojaban la pluma en tinteros de tinta negra o sepia, empleaban compases para medir el espaciado y la longitud de las líneas, reglas para trazarías, y esponjas o raspadores para las correcciones.
Pero con un sistema semejante (y ya que los escribas cometían, a pesar de todo, faltas bastante numerosas), era absolutamente necesario un taller especializado en las correcciones, el precio de los libros dependía incluso estrechamente de la calidad de éstas, y cada obra tenía que llevar el nombre de su corrector.
Las hojas de papiro o de pergamino, una vez cotejadas y corregidas, iban al taller de encuadernación. Unos obreros pegaban las hojas de papiro una tras otra y ataban la última a un eje llamado ombilic a cuyo alrededor se enrollaba el volumen. Había rodillos de longitud y espesor muy diversos. Y en los dos extremos del ombilic, después de haber rebajado y pulido los dos cantos del rodillo —los «frentes»—, se montaban discos o semicírculos, cuyo diámetro era igual al del libro enrollado. Finalmente, se introducía el volumen en un saco de piel o de tela, provisto de correas rara ceñir el contenido; pegado en el borde de la envoltura había un índice donde figuraban, escritos al minio, el nombre del autor y el título de la obra. Las hojas de pergamino, después de ser superpuestas como convenía, se cosían y se pegaban en el lado izquierdo, y se les añadía una cubierta de cuero o madera: así se obtenía un «tomo».
El material de ciertos libros de precio se ablandaba con un aceite especial para protegerlo de los gusanos y la humedad, y la tinta se mezclaba con ajenjo para desanimar a los ratones.
Otros obreros raspaban papiros o pergaminos a partir de libros no vendidos para hacer palimpsestos, los cuales servirían para nuevas fabricaciones de poco valor. Los libros no vendidos cuya calidad material ni siquiera merecía este tratamiento se cedían al peso a libreros de poca monta. Niños desconocidos aprenderían a leer con ellos, harían ejercicios de escritura en el reverso de las hojas, y al final se limpiarían maliciosamente con el estudioso testimonio de sus esfuerzos, pues las esponjas seguían siendo bastante costosas dada la relativa escasez de los buenos buceadores. A veces, los libros de desecho iban a parar a los vendedores de pescado o de especias, quienes hacían con ellos envoltorios o cucuruchos.
Sosión el Mayor, que estaba supervisando la corrección de un Ovidio, anunció a Kaeso que un nuevo lote de Cartas a Lucilio acababa de entrar en caja, y le hizo admirar el trabajo: se presentaba como un rodillo sin ombilic, a consecuencia de la brevedad del texto, que no exigía un despliegue prolongado. A veces ocurría también que cortas y vulgares producciones inscritas en papiro se presentaban bajo la práctica forma del «tomo», solución normal para los libros lujosos en pergamino: la piel de oveja, así tratada, reproducía el pliegue del rodillo, con lo cual se hacía difícil desenrollar el volumen.
La conversación volvió a Ovidio. El abuelo Sosión lo había conocido bien; y el padre había transmitido la experiencia a los niños.
—Hace cuarenta y seis o cuarenta y siete años —dijo Sosión el Mayor— que el desgraciado murió de desesperación en un lejano y riguroso exilio. El pretexto de su condena sigue siendo misterioso hasta hoy. Pero la razón profunda, la que había hecho imposible la apelación, os la puedo decir. Mientras el viejo Augusto, después de una tormentosa juventud, se aperreaba intentando devolver el honor a las antiguas virtudes romanas, que desde hacía tiempo provocaban las sonrisas de toda la nobleza, Ovidio había cometido el crimen capital de revelar con el mejor talento lo que ya la experiencia había enseñado a todo el mundo: a condición de saber arreglárselas, la matrona más virtuosa podía gritar de placer. Nuestro inconsciente autor trataba, en fin, del goce de las mujeres, de las cuales se consideraba que jamás debían gozar. Augusto, que tenía los peores problemas con su hija y su nieta, desvergonzadas a pesar de la educación más severa, veía de pronto al primer poeta de la corte proponer a la humanidad una insostenible imagen del romano conquistador de naciones y de la esposa romana que había engendrado a ese hombre: un amante a cuatro patas, dado a lamer con fruición no sólo a la mujer del vecino, sino, mucho peor aún, ¡a la suya propia! Los consejos y técnicas de Ovidio, evidentemente, interesaban a hombres y mujeres, echaban abajo todas las barreras y prejuicios. La madre romana parecía salir de un lupanar.
—Con la diferencia —apuntó Sosión el Joven— de que las muchachas de un lupanar disfrutan mucho menos de lo que uno se imagina.
—Sí —continuó tristemente el Mayor—, se diría que el placer de las mujeres pone celoso al hombre. Quizá porque cada hombre tiene una madre, a la que le repugna imaginar en celo, lanzando gritos de loba en el crepúsculo.
—¡Tengo la impresión —dijo Kaeso— de que las madres de hoy ya no se aguantan las ganas de gritar, y en pleno día!
Desvió el rumbo de una charla que empezaba a pesarle, y los Sosión le propusieron una maravilla de artesanía: toda La Ilíada en un rollo de papiro muy fino, que cabía en una cáscara de nuez de oro macizo. Pero Kaeso ya había sudado bastante con La Ilíada y sólo se llevó las últimas Cartas de Séneca.
Como el Foro de los Bueyes estaba a dos pasos, Kaeso se dirigió a él con la intención de ver por fin la estatua de Marcia. A esa hora los foros ya no conocían la animación de la mañana. Muchos romanos estaban en las termas, en el Campo de Marte, en la Vía Apia o en algún jardín público, y la mayoría de los mendigos que pululaban —verdaderos o falsos— había seguido el movimiento general. Al caer la noche, los verdaderos mendigos y mucha gente sin alojamiento, animados por los primeros calores, irían a instalarse a un teatro, un anfiteatro o un Circo, solución que la policía toleraba para que las calles, pórticos y jardines se viesen libres de esa turba. Los grandes monumentos servían también a veces para albergar soldados de paso.
Delante del templo del Pudor Patricio seguía sentado en el pavimento un ciego, de ojos purulentos cubiertos de moscas, que hacia pensar en Edipo. Por primera vez, Kaeso se preguntó por qué Edipo se había pinchado los ojos después de enterarse de que había yacido con su madre. ¿Por qué no castigar la mano que había acariciado? ¿Por qué no la nariz que había olido? ¿Por qué no la verga, que había obrado peor? ¿No veía Edipo las imágenes que le perseguían incluso con los ojos cerrados?
El mendigo llevaba un pequeño letrero de ingenua factura que lo representaba nadando en un mar embravecido, mientras su barco zozobraba en el horizonte. Uno entendía en seguida la presunta razón de su miseria. Pero algunos chiquillos chistosos habían enmendado el cuadrito con crueles pintadas. Aquí, una sirena tocaba la citara; allá, podía leerse: «¡Para beber!». A Kaeso lo conmovió ese desamparo, que tiempo atrás le habría impresionado poco. Desde que se había visto súbitamente agredido por la desgracia, se descubría más sensible frente a la infelicidad ajena. El mendigo le dio la dirección del guardián, que vivía en las cercanías, y Kaeso le dio un denario[110] en pago, limosna muy habitual.
El guardián estaba en las termas, pero su mujer le abrió el templo a Kaeso. Por lo común, los templos estaban cerrados, y con tanto más cuidado cuanto que a veces servían de banco. El altar de los sacrificios se hallaba siempre en el atrio, al pie de los escalones, cuyo número se había calculado para que el pie derecho jugara su benéfico papel.
En la penumbra del viejo santuario, la estatua de Marcia era ciertamente un triunfo, se comprendía que Silano la hubiera juzgado digna del lugar. Bajo el velo, el rostro expresaba todo el pudor que a los hombres les gusta leer en los ojos de una esposa o una madre supuestamente frígida. La propia frigidez del mármol blanco acentuaba esa pura y delicada a impresión.
Kaeso le dijo a la mujer:
—Fue mi madre quien sirvió de modelo.
—¡Qué suerte tienes!
Con un hondo suspiro, Kaeso dio una pequeña propina a la aduladora y volvió a su casa.
Marco padre estaba en su biblioteca, luchando con una causa delicada, que ya había engendrado una contradictoria jurisprudencia. Uno de los múltiples protegidos de Silano, joven de buena familia disoluto y arruinado, había firmado un contrato de gladiador. Luego tuvo miedo, le sacó dinero a una hermana casada y logró comprar su contrato antes de combatir. La infamia que caía sobre los gladiadores, ¿se derivaba del contrato o de una primera aparición en la arena?
Marco se alegró de que Kaeso interrumpiera sus investigaciones, ya que apenas había tenido ocasión de hablar con él desde su regreso. Le parecía que entre su hijo y él se alzaba una sombra, pero estaba lejos de sospechar su naturaleza y su importancia.
Kaeso empezó por poner a su padre de buen humor evocando felices recuerdos comunes. A menudo Marco, preocupado por dar una halagüeña imagen de su persona, había arrastrado a sus hijos ante tal o cual jurisdicción civil o criminal donde tenía que pleitear. Uno de los más antiguos recuerdos de Kaeso databa de un proceso de usurpación del derecho de ciudadanía romana entablado contra un griego, que el emperador Claudio había presidido y señalado con su grotesco humor. Como los abogados no estaban de acuerdo sobre la vestimenta que el acusado tenía que adoptar en los debates, toga romana o manto griego, Claudio, con una soberbia imparcialidad, había ordenado que el sospechoso se vistiera a la manera romana cuando su abogado defendiera su causa, y a la griega cuando el abogado acusador hablase contra él. A Marco, que a despecho de sus lejanos orígenes familiares se había visto obligado a asumir la acusación, le falló la elocuencia en aquella ridícula atmósfera, y el griego fue absuelto. Más tarde Kaeso había seguido interminables alegatos civiles, que llegaban a durar siete clepsidras (¡alrededor de dos horas y media!) ante los centuriones[111] de la enorme basílica Julia, atestada por una compacta muchedumbre. Como era frecuente que en aquel lugar se desarrollasen cuatro procesos a la vez, eran los abogados más gritones los que mejor se hacían oír en semejante barullo, y los abogados más ricos los más aplaudidos, pues pagaban la claque de su bolsillo. El órgano, bastante débil, de un Marco sin dinero, apenas podía brillar en el temible monumento. De todas maneras, a Kaeso le había impresionado mucho la elocuencia paterna, y ahora intentaba recuperar su ingenua mentalidad de niño para halagar a Marco en uno de sus puntos flacos.
Y todo para llegar en las mejores condiciones a lo que de repente le preocupaba: ¿cómo había sido exactamente su verdadera madre, Pompinia? El joven había empezado a sentir una viva curiosidad por esa mujer de la que tan poco y en tan contadas ocasiones le habían hablado.
Marco se dejó arrastrar de buena gana a las confidencias, que le recordaban una época de su vida en la que había sido rico y había estado satisfecho y orgulloso de sí mismo. Pero a pesar de que Kaeso lo acosó a preguntas, las respuestas eran terriblemente decepcionantes por su carencia absoluta de originalidad. Hubiérase dicho Tito Livio recitando incansable todas las altas y clásicas virtudes de la matrona romana de antaño. Pomponia había sido casta, fiel, hogareña, discreta, reservada, púdica, amante, económica, severa y justa con los esclavos… ¡la dignidad personificada! Kaeso comprendió que con un hombre como su padre nunca llegaría a saber mucho más. Era como si acabara de perder a su madre por segunda vez, y definitivamente. Dio las gracias a Marco y se retiró con los ojos llenos de lágrimas.
Selene le llevó a Kaeso las tablillas que acababan de volver con la respuesta de Silano, y Kaeso se sentó a leerlas en un rincón apartado del falso atrio.
«D. Julio Silano a su querido Kaeso, ¡salud!
»Séneca dice que podrás encontrarlo en la Biblioteca Palatina hasta la hora de cerrar.
»“Ese gran hombre que se pasa la vida iluminando su propia conciencia y la de los demás” volverá a estar allí mañana, a última hora de la tarde. Tu repentina pasión por el estoicismo me halaga, pero sobre todo tengo la impresión, después de haber leído esa frasecita que sin duda se te ha escapado, de que necesitas iluminar tu conciencia, y me he preguntado por qué tu honorable padre, tu madrastra o yo mismo ya no te parecemos lo bastante competentes a tal efecto. ¿Quizá porque tu problema de conciencia se relaciona con la adopción en curso?
»Le he confiado a Marcia tu inquietud, mencionándole tu sorprendente salida la noche del banquete de tu investidura: “¡Yo nunca te traicionaré!”. Tenías una cara muy extraña en aquel momento.
»Yo sentía que Marcia me ocultaba algo, y me enorgullezco de haber sabido inspirarle confianza hasta el punto de arrancarle por fin el pequeño secreto.
»Durante el verano anterior a tu viaje a Grecia, te diste cuenta de pronto de que tus sentimientos por Marcia cobraban un nuevo rumbo y no supiste ocultarle la pasión que te devoraba. Ya no podías vivir, amenazaste con matarte si la dama de tus pensamientos consideraba una niñería aquel sentimiento profundo y duradero.
»¡Pero yo también, a tu edad, tuve grandes pasiones, Y algunas duraron más de seis meses! Y mucho más duraban al no ser satisfechas. Los jóvenes tienen tendencia a hacerse una idea mítica del acto más sencillo y natural.
»Además, Marcia era la gran responsable de esa súbita pasión, puesto que acababa de revelarte que su matrimonio con tu padre siempre había sido puramente formal. Ya no podías ver en ella a una verdadera madrastra y no es muy sorprendente que llegaras a inflamarte.
»Creo que Marcia, al ceder a tus deseos, actuó de forma muy razonable. Para un adolescente, es bueno que su primera experiencia se vea guiada por una mujer mucho mayor que él, cuyas cualidades de corazón y delicadeza estén a la altura de su misión. Mi primera amante tenía más de cuarenta años, y todavía le estoy agradecido por todo lo que me enseñó. Me ahorró muchos errores y peligros.
»Marcia, que conoce bien a los hombres, tenía además otro motivo, que no era despreciable. A los hombres los persigue durante toda su existencia, en el momento de sus retozos amorosos, la pura y tierna imagen de su madre, contradicción que puede provocar en ellos cierto desequilibrio, e incluso a veces conductas extrañas. Si los dioses lo permitieran, ciertamente sería de utilidad pública que cada muchacho se acostara una vez con su madre mientras ella todavía se mantiene fresca y acogedora. Seguramente se vería libre de un gran peso. Tú has tenido la maravillosa suerte, Kaeso, de poder acostarte con una madre deliciosa sin que los dioses pudieran molestarse por ello. El embriagador perfume era incestuoso, pero el frasco era inocente. Debes agradecérselo a Marcia, siempre tan adicta a tu persona.
»La carta que le enviaste sobre los pederastas griegos, a la que me tomé la libertad de contestar, mostraba a las claras el alcance del servicio que ella acababa de rendirte, y daba fe de la nueva y confiada naturaleza de vuestras relaciones. La crisis había pasado. Ya no temías exponer tus problemas de corazón y moral a esa mujer que acababa de ser para ti madre y amante. Y las amables hetairas que preferiste a los muchachos eran una prueba suplementaria de que tu malestar había curado felizmente.
»Hoy, con unos escrúpulos que mucho te honran, te preguntas si tienes derecho a dejarte adoptar por quien es marido de la mujer que te inició en el amor antes de conocerle. Y yo te digo que tus escrúpulos son excesivos. Tengo una opinión demasiado elevada de mi mismo para haber estado celoso alguna vez, y los celos más estúpidos son los que se refieren al pasado.
»¿Acaso no estás completamente seguro de ti mismo? Tal vez temas que vuelvan las antiguas tentaciones si eres llamado a vivir en la intimidad de una mujer tan hermosa y atractiva… Sé que, en ese caso, harás un esfuerzo para no ceder. Pero también sé que me acechan las frialdades de la edad, que cualquier hombre es débil frente al placer —¡y las mujeres aún más!—, que la naturaleza, a la que debemos someternos sin rezongar, quiere que triunfe la juventud. Si la llama se avivase y te quemara, y encontrase a Marcia maternalmente complaciente, yo sabría tomar indulgente partido antes que magullarme la mano golpeando la mesa. Lo importante para mí es pasar mis últimos años en vuestra compañía, entre dos dechados de belleza.
»Ya ves, puedes estar tranquilo.
»Que te encuentres bien. Yo estoy de maravilla, si dejamos aparte algunos reumatismos».
Cuando Kaeso leyó «Yo creo que Marcia, al ceder a tus deseos…» lanzó a su pesar un grito de sorpresa y dolor que atrajo a Selene. Al terminar de leer paso la carta a la joven, a quien pareció impresionarle vivamente.
—Marcia —dijo— acaba de darle la vuelta a la situación como a una piel de conejo. El niño pataleaba de concupiscencia. Mamá lo calmó con una caricia distraída. El niño creció y, ahora, ¡le dicen que «puede estar tranquilo»! Ya no tienes ninguna razón valida para negarte a la adopción. Silano ha dejado de ser un obstáculo. Y, suprema habilidad, si ahora tuvieras la descortesía de decirle toda la verdad, tu declaración sonaría falsa al lado de las sutiles mentiras que parece tan orgulloso de haberle sonsacado a su Marcia. ¿Cómo podrías escapar de una mujer tan temible?
Kaeso gimió:
—Aún me queda una buena razón para cortar con esta situación podrida: decididamente, no me siento con ánimos de acostarme con Marcia.
—Es la única razón que no puedes dar, y a que es la única que las mujeres no admiten y que los hombres no entienden bien. Además, ¿no se supone que ya has dado el paso?
—¡Demasiado lo sé! ¡Yo era su inconsciente amor platónico y, siempre con inconsciencia, me he convertido en su amante honorario! ¿Pero quién me librará de ese vampiro[112]?
—Te recuerdo que está en juego mi seguridad. Cuando te permití que pusieras en claro tu angustioso asunto, juraste que me protegerías. Así que la amenaza de revelarle a Silano la indignidad de Marcia ya no sirve. Tus buenas relaciones con ella son, de ahora en adelante, mi única salvaguardia.
—Habla claro: ¿Debería acostarme con mi madrastra para salvar tu piel?
—El problema de conciencia es tuyo.
Kaeso se llevó las manos a la cabeza y se arrancó los cabellos…
—¡Estoy rodeado de mujeres vampiro!
—Después de lo complaciente que he sido contigo, el término no es muy amable. Pero el otro vampiro podría desaparecer.
—¿Es decir?
—¿No están los gladiadores para resolver tales conflictos? ¿Quieres que hable con Capreolo, que es judío y simpático? Tal vez se deje tentar por una buena suma.
Selene contaba con la excusa de que Marcia había intentado asesinarla de la misma manera, pero la excusa era sólo objetiva: la esclava ignoraba el asunto.
Con horror, Kaeso rechazó la idea que acababa de tentarle:
—Marcia sigue siendo mi madre. ¡Ya ha habido bastantes matricidas en Roma! No temas: conseguiré protegerte de una u otra forma…
—¡Si no lo consigues, saldré de la tumba para chuparte la sangre!
En vista del raro talento de Selene, la perspectiva era aterradora. Las muchachas entrenadas y los invertidos expertos debían de ser vampiros temibles.
En este clima de oscuras y aberrantes inquietudes, la personalidad de Séneca apareció a los ojos de Kaeso como un abra de paz y razón; de modo que tras un pequeño suplemento de palabras tranquilizadoras para Selene, el muchacho se dirigió apresuradamente a la Biblioteca Palatina, con sus Cartas a Lucilio bajo el brazo.
El gastrónomo Lúculo, durante sus brillantes campañas de Asia, había robado todos los libros que pudo, y abierto a los aficionados la rica biblioteca que había constituido en su espléndida villa de la «Colina de los Jardines». Más tarde, Asinio Polión fundó en el Aventino, cerca del Atrio de la Libertad, la primera biblioteca pública. Augusto construyó, lindando con el pórtico de Octavio, la Biblioteca Octaviana, y después la Biblioteca Palatina, sobre la colina del mismo nombre, edificio que daba al pórtico o atrio de Apolo. En todas partes tenían los lectores dónde desentumecerse las piernas meditando o charlando.
La Biblioteca Palatina era la más importante y lujosa.
Compuesta por tres amplias y majestuosas galerías, daba al sudoeste sobre el templo de Apolo palatino y su Pórtico; y al noreste sobre una floración de templos, a los que se llegaba por la Puerta Mugonia, uno de los principales accesos del recinto palatino. Allí estaban el templo de Júpiter vencedor, el de la Fortuna seductora, el templo de la Fe, el de la Fiebre, el de Juno protectora, el de Cibeles, el de Baco y el de Viriplaca, consagrado a la diosa que apaciguaba a los maridos furiosos. Esta diosa, sobrecargada de trabajo, brindaba una alta y sabia idea de la notable especialización de los dioses romanos, tanto mayor por ser el monumento muy antiguo. Las continuas guerras lo habían puesto antaño en funcionamiento. Cuando, tras años de campaña, el legionario cornudo volvía a su casa, llegaba muy a menudo la ocasión de ofrecer sacrificios a Viriplaca. Y como las mujeres ya no tenían necesidad de largas campañas militares para ser infieles, a Viriplaca la sitiaban ahora las preocupadas matronas, que no se ruborizaban de ser vistas allí, ya que sólo un escaso porcentaje de atrabiliarios se abstenía de poner en duda la virtud de su esposa. Por otra parte, estos eran los casos más desesperados, pues la dulzura de la almohada común no podía nada contra la incompatibilidad de humor.
Kaeso entró en la galería central, que era una estancia de adorno más que una sala de lectura. El lugar, decorado con bustos de todos los escritores difuntos y célebres, estaba dominado por una estatua de Augusto en bronce. Kaeso buscó a Séneca en las salas contiguas. Allí, en el seno de armarios de cedro cuyo olor resinoso alejaba a los gusanos, descansaba, cada uno en su «nido», una multitud de volúmenes; cada libro estaba colocado a lo largo en un anaquel, y el pavimento era de mármol verde para no cansar la vista.
Estaban anunciando el cierre cuando Kaeso reconoció a Séneca, cuyo busto había sido vulgarizado. El personaje, Que sin duda había amasado cerca de trescientos millones de sestercios[113] bajo cuerda como abogado, en usura o en diversas prevaricaciones en los bastidores del poder, primero gracias a Agripina, después gracias a Nerón, era extremadamente elegante, pero el rostro esculpido era el de un vegetariano enfermizo y ansioso.
Séneca acogió a Kaeso y su halagador opúsculo con una cordial urbanidad. Tras la muerte de Burro, la llegada de Tigelino a la prefectura del Pretorio, el matrimonio del Príncipe con Popea, la eliminación de Octavia y la ola de procesos de lesa majestad contra senadores sospechosos, nuestro filósofo, desilusionado con su alumno, se había retirado de puntillas a la torre de marfil; pero sus simpatías secretas estaban evidentemente con esa oposición, tan pronto organizada como caótica, que sin esperar la imposible vuelta de la República deseaba una iluminada monarquía augusta antes que una tiranía a la manera griega. Por lo tanto, Séneca estaba en las mejores relaciones con toda clase de círculos o grupos de presión aristocráticos, tanto con el estoico Trasea como con Calpurnio Pisón, de inclinaciones vagamente epicúreas. Y era grande su estima por los sufridos Silano.
Como los «custodios» empujaban a la multitud hacia las salidas —en vista del riesgo de incendio habría sido impensable trabajar de noche en una biblioteca—, Séneca arrastró a Kaeso bajo el hermoso pórtico de Apolo, cuyos cien pasos recorrieron charlando.
Kaeso juzgó preferible no lanzarse directamente a dolorosas confidencias, e inició el diálogo con consideraciones generales, que versaban principalmente sobre el destino de las almas después de la muerte. Famoso conferenciante mundano y talentoso abogado, el distinguido filósofo no se asustaba por tan poca cosa…
—Toqué ese tema —¿te acuerdas, quizá?— en mi Consolación a Marcia. Luego de haber abandonado el cuerpo, el alma sufre un tiempo de purgatorio en relación con sus faltas y méritos, para alcanzar más tarde la morada celeste, donde conoce una serena alegría, liberada como se halla del mal, la duda y la ignorancia, y donde tiene a su alcance todos los secretos del universo. Pero ya sabes que para los estoicos la evolución del mundo, concebido como eterno, es cíclica. Ora el universo se contrae hasta el abrazo general en una inmensa conflagratio, ora se dilata y se organiza por grados. Según esta óptica, la inmortalidad individual del alma sólo va de una conflagración a otra —separadas además por tiempos, digamos, infinitos. A cada conflagración, el alma vuelve a los elementos de donde había salido. Los estoicos piensan que la energía destructora o constructora de todo el sistema se debe a una especie de fuego. Pero nosotros no somos materialistas en el sentido en que lo son los epicúreos, cuyos curvados átomos continúan gobernados por una suerte de azar. Al contrario, creemos que el universo se identifica con un dios, que es Razón, y que lo que llamamos «materia» no es sino la emanación de esta razón divina. El espíritu reina en todo y por todas partes.
—Entonces dios sería parte del mundo, seria organizador y regulador, como el demiurgo platónico, y no creador como el dios judío del que sin duda habrás oído hablar, ya que dices haber conocido bien a Filón…
—Me has entendido a la perfección. Confieso que ese dios judío me ha dado que pensar e incluso llegó a seducirme por algún tiempo. Esa concepción trascendente suprime, ciertamente, muchas dificultades, pero sólo para plantear otras no menos embarazosas. Pues si dios es un espíritu puro fuera del mundo, como quieren los judíos, uno se pregunta entonces cómo podría actuar sobre él, de qué modo, con qué medios seria capaz de hacerse oír, de expresar sus deseos y su voluntad. El Yahvé que se pasea por el Sinaí es signo, evidentemente, de infantilismo.
—¿Has oído hablar de los cristianos?
—¡Y antes que tú, sin duda! Cuando mi hermano Galión era procónsul en Corinto, un cierto Pompeyo Paulo, judío de Tarso que se decía cristiano, le causó irritantes problemas, de los que me habló. Ya no se trataba de Yahvé en el Sinaí, sino de un dios encarnado, crucificado y resucitado. ¡Una menudencia! Siempre ese deseo lancinante de los judíos, inherente a su sistema, de establecer contactos con un más allá imaginado, sin embargo, como inmaterial. A pesar de la completa inverosimilitud de sus postulados, la secta cristiana hizo luego algunos progresos, y ya que ese Paulo está en Roma, satisfice el deseo de hacer que me lo presentaran anteayer[114]. ¡Fue un bonito diálogo de sordos! La formación de nuestro propagandista es más rabínica que filosófica y su cultura griega es bastante superficial. Sólo sabe repetir exégesis muy discutibles o extravagancias dogmáticas. En resumen, es mitad judío y mitas loco. Pero como muchos espíritus extraviados, razona perfectamente; su discurso está lleno de ardor y convicción. ¡Todo un temperamento! Uno no se aburre con él, lo cual no podría decirse de algunos de mis amigos filósofos…
Kaeso llegó por fin a lo que le atormentaba; se confesó detenidamente y de forma bastante confusa, alentado de vez en cuando por una pregunta pertinente de Séneca, quien acabó por tener una visión medianamente clara de la cuestión. Permaneció un rato pensativo y luego dijo:
—Siento simpatía por ti, pues tu historia, en el fondo, se parece mucho a la mía. A lo largo de toda mi existencia el destino no dejó de plantearme este trágico interrogante: ¿hasta dónde, en qué medida debe el sabio contemporizar con lo malo para evitar lo peor? Se me han reprochado mis riquezas; pero para un verdadero estoico, ¿no es el dinero sinónimo de independencia y dignidad? Se me reprochó, durante mi terrible exilio corso, mi Consolación a Polibio, un liberto de Claudio que acababa de perder a un hermano menor, y aquel texto de circunstancias —¡del que ni siquiera me acuerdo!— era de una rematada banalidad. Pero ¿no podía hacer Séneca mayor bien en Roma que en Córcega, donde sólo tenía cabras por auditorio? Se me reprochó, tras la muerte de Agripina, haber redactado la carta que Nerón dirigió al senado, en la que el matricidio se justificaba y a la vez se presentaba como un suicidio. Pero a Burro y a mi nos pusieron delante el hecho consumado, y gracias en parte a mi influencia los años precedentes y el año que siguió fueron los mejores del reino, en armonía con mi diálogo De la clemencia, en el que preconizo un despotismo moderado. Además, ¿cuántos asesinatos no había cometido Agripina? ¡Desgraciadamente, tu futuro padre adoptivo sabe algo de eso! Esta eukairia[115] estoica —para hablar griego—, este oportunismo razonado, tiene no obstante unos límites. Hay un tiempo para comprometerse, otro para el panfleto, otro para escribir «La metamorfosis en calabaza del emperador Claudio divinizado», y otro para retirarse del juego cuando las reglas ya no resultan soportables. Hace dos años que llegué a ese punto y que mi mujer, Paulina, se esfuerza por consolarme de esta especie de nuevo exilio que me he impuesto en el interior de la Ciudad…
A fuerza de hablar de sí mismo, el sabio se estaba olvidando de Kaeso. Se dio cuenta y volvió precipitadamente a su interlocutor…
—En cuanto a tu problema, te haré una pregunta que tengo por costumbre plantear a todos los jóvenes que vienen a pedirme consejo: ¿qué consejo quieres exactamente? Pues nunca seguimos más consejo que el que nos agrada, y que podríamos haber hecho el esfuerzo de descubrir por nuestros propios medios con un poco de reflexión. El consejero es sólo un partero, que saca del espíritu y del corazón del prójimo lo que ya estaba allí.
—Confesándome contigo, y gracias a tus simpáticas preguntas, creo que ya me he aclarado las ideas…
—Yo mismo experimenté ese sentimiento en la Consolación a mi madre Helvia, de factura muy personal, que le hice llegar desde la salvaje Córcega para secar sus lágrimas. (¡Séneca parecía haber consolado como dios mandaba a un considerable número de gente!).
—A mis ojos, hay una cosa completamente cierta: sean cuales sean las complacencias (¿ejemplares o vergonzosas? Dejo que tú mismo lo juzgues) de Silano, no podría encarar ahora una relación con Marcia.
—¿Y por qué?
—En otro tiempo la apreciaba infinitamente y no la deseaba. O al menos, si mi deseo estaba despertando, el miedo al incesto lo mantenía en la duermevela. Como acabo de decirte, me enteré de que su matrimonio con mi padre fue, en conjunto, de puro trámite, pero ella tuvo que confesar que compartió su lecho en algunos momentos. Mi deseo recibió un latigazo; la parálisis perdura. No es el número de veces lo que determina el incesto, ¿verdad?
—Creo que se puede afirmar eso sin miedo a ser desmentido.
—Si yo me rindiera a los encantos de Marcia, ¿no estarían envenenadas por esa evidencia las manifestaciones físicas de mi amor?
—Es muy posible.
—Mi cariño subsiste, pero no obstante gran parte del afecto que le tenía se ha desvanecido. Con las mejores intenciones, sin duda, ella se ha visto obligada, como tú, a contemporizar con lo malo…
—No quiero ofenderte, ¡pero yo he prostituido mi talento por causas más relevantes!
—¡Yo soy una causa mínima, desde luego! De todas formas, ¿qué es un amor sin afecto?
—Es bueno que a tu exigente edad conserves ese noble lenguaje.
—Empero, si me dejo adoptar, estoy perdido de antemano. ¿Cómo resistir a las maniobras de una mujer tan apasionada, tan atrevida, tan implacable?
—¡Seguro que no aguantarías mucho!
—Peor aún si eso fuera posible: su personalidad aplastaría la mía. Reducido al estado de esclavo, ya no existiría. Pasaría todo el tiempo a su lado, dando satisfacción a sus menores exigencias.
—Otro punto importante a considerar. Pero si declinas esa peligrosa adopción, ¿qué vas a decirle a Silano, que te abre los brazos con tanta benevolencia? ¿Qué le dirás a la propia Marcia para ahorrarle la desesperación de una ofensa sin remedio? Una mujer desdeñada se transforma en furia. ¡Mi teatro lo atestigua con bastante elocuencia!
—He llegado a pensar en hacerme judío, y así tener un buen pretexto para no mantener el culto familiar de Silano.
Séneca se detuvo y sonrió…
—¡Brillante idea si las hay! ¿Por qué no la has llevado a cabo?
—El rabí que consulté aplazaba mi circuncisión, que se perdía en una bruma lejana.
—¡Evidentemente! Si los romanos se hicieran circuncidar en masa, y a no habría ni religión romana ni religión judía. Unos judíos de pacotilla se negarían a ofrecer sacrificios a nuestros dioses, y sería el final de todo… ¡admitiendo que César y el pueblo lo tolerasen sin reaccionar!
—Después pensé en los cristianos, pero por lo que tú mismo me has dicho…
Séneca reflexionó durante algún tiempo y declaró, escogiendo las palabras:
—En cuestión de sacrificios, los cristianos han adoptado de buena gana la posición judía. Si lo que buscas es un buen pretexto, Pompeyo Paulo, siempre al acecho de conversiones, te lo proporcionará mucho más rápidamente que los rabinos.
—Pero esas pamplinas de encarnación y resurrección, ¿no son ridículas? ¿Tú me ves contándole semejantes cuentos a Silano sin echarme a reír?
—Visto lo que hay en juego, nada te prohíbe, en buena moral, disfrazar esas insensatas afirmaciones bajo los oropeles familiares de una mitología cualquiera. Conmovido por tu retirada, Silano no se fijará demasiado…
La litera de Séneca, que iba a cenar en casa de Pisón, se había adelantado. El filósofo se excusó por verse obligado a interrumpir tan apasionante conversación, y dijo a Kaeso a guisa de corolario:
—Escucha tu conciencia, que veo ya muy avisada, y todo saldrá bien.
Siguiendo a Séneca hasta el pie de su litera, Kaeso replicó:
—¡Pero si dios se confunde con el mundo, no es una persona! ¿Qué podría inspirarle a mi conciencia que fuera seguro?
Antes de tenderse en sus cojines, el multimillonario filósofo respondió:
—Ruega a los dioses que dios nunca sea una persona, capaz de darle a tu impedida conciencia órdenes sin réplica. ¡Ese día ya no será la esclavitud junto a una mujer lo que te amenace!